EL RAPTO – Rosa María Barberia Ardanaz
Por Rosa Mª Barberia Ardanaz
El estallido del cohete, dando comienzo a las fiestas del pueblo, hizo saltar de alegría a los vecinos congregados en la plaza. Empezaban tres días de fiesta en honor al santo patrón del lugar.
La cosecha había terminado y el grano se hallaba recogido y protegido de tormentas imprevistas, muy habituales por cierto, en esos finales de verano.
Sacaban al santo en procesión por las calles del pueblo y los vecinos, engalanados con sus mejores trajes, lo acompañaban con cánticos y volteo de campanas.
Los habitantes del pueblo se multiplicaban con la llegada de familiares y amigos que eran invitados a compartir esos momentos tan entrañables de alegría y relajo. Eran fechas muy esperadas por todos, ya que con algunos de ellos solo se veían en estas celebraciones. Así que tenían muchas conversaciones, juegos y anécdotas para compartir.
Pepe limpió y recogió la escopeta y los cartuchos de caza. Los guardó en el armario del fondo junto con otros aparejos. Estos días con tanto crío suelto no vaya a ocurrir alguna desgracia, pensó, así que los puso a buen recaudo. Luna se le acercó y lamió sus botas, él le acarició el lomo. ¡Qué animal tan noble! Lo quería más que a muchas personas, se complementaban perfectamente y se entendían solo con la mirada. Era muy buena compañera y gran cazadora. En más de una ocasión le había sacado de algún que otro apuro. Pepe, bautizado como José pero conocido por todos por ese diminutivo cariñoso, no tenía un gramo de grasa en su cuerpo, alto y enjuto, cubría su pelo cano con una boina negra que solo se quitaba para dormir. El cigarrillo en sus labios era como una prolongación de sí mismo. Tenía una risa recia, agradable. Amigo de los chistes y los chascarrillos no le faltaban amigos con quien compartir momentos de asueto para echar un trago. Le gustaba el juego de las cartas, alguna vez incluso apostaba un dinerillo para darle más emoción.
Había madrugado para atender a los animales, se puso el pañuelo con las cuatro puntas anudadas sobre la cabeza y con el sarde limpió las pocilgas, puso paja limpia que sacó de la colchilla esparciéndola por el suelo. Les puso comida y agua en el pesebre para todo el día. Se dio prisa en terminar con las tareas que requerían su atención y así poder disfrutar con tranquilidad de los festejos programados para ese día. En una casa de campo siempre había muchos quehaceres que no entendían de fiestas.
Su casa estaba situada en la falda de la sierra, en lo alto del pueblo, al final de una cuesta bastante empinada y pedregosa. Era la última casa, después todo era monte. Adosado a la casa, en un lateral, un cubierto con una techumbre de uralita, donde se guardaban los aperos del campo y un remolque, constituían el conjunto del edificio. La propiedad estaba rodeada por un muro de piedra que la protegía de las alimañas.
Sonaron las campanas de la iglesia anunciando el día grande de las fiestas que comenzaba con la correspondiente misa mayor. Las mujeres, ataviadas con sus mejores mantillas, acudían presurosas para no perderse los cantos y bailes que tenían lugar en el atrio de la iglesia antes de la celebración. Tras la misa, llegaron los saludos y los corrillos típicos donde se comentaban las últimas novedades acaecidas en el pueblo, el estado de las cosechas y el tiempo.
Ya empezaban a llegar los parientes a casa de Pepe, lugar que en poco rato se llenó de gritos, risas y besos. La abuela emocionada al tener a los hijos en casa, reía a la vez que unas lágrimas surcaban sus mejillas; todos no estaban, María, la mayor, ya se fue de unas fiebres, hacía ya unos cuantos inviernos, pero ella la recordaba y sentía como si estuviera allí mismo. Sólo deseaba disfrutar de las fiestas con todos y que no acabasen discutiendo, Sebastián era un poco chinche y siempre hacía alguna de las suyas.
Las mujeres empezaron a trajinar en la cocina preparando la comida del día con un parloteo agradable y chistoso, mientras, los hombres, después del otamen, se reunían en la taberna a echar unas partidas de cartas y tomar unos vinos. No faltaron los mozos y mozas con acordeones y guitarras haciendo la ronda y los valientes que se atrevían con alguna jota. En las casas se les recibía con alegría y se les obsequiaba con pastas y pacharán, un licor que se hacía con el fruto de la endrina, una planta muy común en los montes cercanos. De esta forma, los mayores, que debido a los achaques propios de la edad no salían de la casa, podían disfrutar también de la fiesta, contando historias y cantando viejas canciones que se transmitían de generación en generación.
Los más pequeños revoloteaban por la casa molestando a las mujeres, así que, Isabel decidió llevárselos de paseo hacia el monte, aún faltaban un par de horas para la comida. El día estaba luminoso, con alguna nube pero sin riesgo de lluvia, lo que les permitió subir hasta la fuente, donde se refrescaron.
No lejos de allí, Juan ideaba su estrategia. El recado era claro, niña, blanca, sana y de menos de 5 años. No le habían dado más explicaciones pero él sabía que la hija de los Rodríguez estaba en el hospital y necesitaba un corazón. Estos ricos se creen con derecho a todo pensó. No sabía si, en el último momento cuando la viera, sería capaz de hacerlo. Él era un ladronzuelo de poca monta y aunque necesitaba el dinero, esto eran palabras mayores. Entró en el pueblo por la parte de atrás para que nadie le viera. Al llegar a la última casa un perro le salió al encuentro y se le echó encima tirándole al suelo. Reaccionó rápido y antes de que empezara a ladrar le clavó su cuchillo en el cuello. El animal herido de muerte, se retiró hacia el interior de la casa. Se sentó un momento para recuperar el aliento y entonces vio un grupo de niños con una mujer que subían hacia el monte. Había varias niñas, cualquiera de ellas le serviría, pensó. Siguió rodeando el muro y se escondió en el cubierto aledaño a la casa. Esperó la oportunidad aunque en el fondo deseaba que no se diera. Sangraba del brazo, el animal había conseguido clavarle los dientes.
Cercana la hora de comer, Isabel decidió volver, una de las niñas se había caído y había que curarla y cambiarla para la comida. Se adelantó con ella al resto de los niños, ya estaban cerca de la casa. Dos de los pequeños se quedaron un poco rezagados. El niño, de cuatro años, llevaba a su hermanita de la mano que constantemente se paraba a recoger flores y piedritas que guardaba en el bolsillo de su vestido. Juan los vio acercarse, la ocasión era perfecta, no había nadie alrededor. Sudaba y estaba bastante nervioso. Cuando se encontraban cerca del cubierto no se lo pensó más y saltó del remolque sorprendiendo a los niños que quedaron paralizados. Tiró al niño de un empujón, cogió a la niña y tapándole la boca corrió hacia el monte.
La madre dio la voz de alarma ¡Se han llevado a mi hija!, ¡me la han robado! El niño había llegado a la casa, solo, asustado y con su manita en la boca decía constantemente “un hombre a la nena así, así”.
Un muchacho corrió a la iglesia e hizo sonar las campanas con el toque característico que anunciaba un peligro. Todos se concentraron en la plaza, no sabían qué ocurría, reinaba el caos y la confusión. La madre entre hipos y lágrimas contó lo que pasaba y enseguida se organizaron. Se dividieron en grupos y buscaron por todas las zonas del pueblo, el lavadero, la zona de las huertas, el regacho que cruzaba el pinar y las casas. Finalmente al no encontrarla, decidieron subir hacia el monte. Se repartieron peinando toda la ladera de la sierra. Las mujeres intentaban tranquilizar a la madre, se acercaron a la única casa que tenía teléfono y llamaron a la policía pero no obtuvieron respuesta.
Pepe tenía un mal presentimiento, se dirigió a la casa por la parte trasera, no entendía cómo Luna no le había avisado de la presencia del extraño. Dos piedras del muro estaban apartadas dejando un hueco que permitía el paso hacia el patio interior, en la hierba había señales de lucha. Al entrar encontró un charco de sangre y se temió lo peor, siguió el rastro y encontró a Luna sangrando, le habían clavado un cuchillo cerca del cuello y gemía débilmente pero aún vivía. La levantó con mucho cuidado, la llevó a la cuadra tendiéndola en una cama de paja, le acariciaba hablándole tiernamente “resiste, amiga mía”, “sé fuerte”. De pronto oyó algo, alguien estaba llorando. Escondido entre los fardos de paja, estaba el niño, temblando, asustado y con un hipo convulso. Cerraba sus manitas con tanta fuerza que se había clavado las uñas en la palma de la mano y un pequeño hilo de sangre le corría por la muñeca. ¡Dios mío!, pensó, todos buscando a la niña y se habían olvidado de él. Pepe lo abrazó con fuerza largo rato, hasta que se fue tranquilizando. El niño se agarraba a su cuello y no quería soltarse. Le fue hablando: Ahora tienes que ser fuerte, le dijo, tú no tienes la culpa de lo que ha pasado, tenemos que buscar a la nena y necesito que me ayudes. Luna también nos necesita. El niño más calmado asintió con la cabeza. Se sentía culpable por no haber sabido proteger a su hermanita. Pensaba que sus padres ya no le querrían, era su responsabilidad y no había hecho nada cuando el hombre se la llevó. Era un hombre grande, fuerte, con barba y llevaba zapatos, le contó a su tío. ¿Sabes lo que vamos a hacer?, le dijo Pepe, yo voy a subir al monte y voy a traer a la nena, tú tienes que cuidar de Luna. Es muy importante que le sujetes la cabeza de esta forma y mantengas este paño en su cuello para que deje de sangrar. Háblale para tranquilizarla, Luna es muy fuerte y se pondrá bien, pero ahora te necesita. ¿Lo harás? Sí, tío, te lo prometo, cuidaré de ella.
Dejó al niño con Luna, cogió la escopeta, la cargó con varios cartuchos y se encaminó hacia la sierra. Le llevaba como dos horas de ventaja pero él se conocía la sierra como la palma de su mano, además si iba con zapatos le costaría avanzar. Tomó el camino de los lobos, era muy estrecho y estaba lleno de zarzas, era casi impracticable, pero Pepe tenía piernas largas que le permitían dar grandes zancadas y por ese camino ganaría tiempo. Con todos los sentidos alerta, caminaba sin prisa, en algunas zonas se veían huellas recientes, la hierba estaba pisada, algunas ramas rotas y en las hojas había rastros de sangre. Al llegar al llano por encima del pinar divisó a los hombres del pueblo que subían por la sierra. Acercó su oído al suelo y creyó oír el llanto de la niña. Levantó la escopeta y pegó un tiro al aire.
Juan se sintió acorralado, veía a los hombres que subían por la sierra, no conocía el monte y la niña no dejaba de llorar. Al oír el disparo lo tuvo claro, lo cogerían. Tenía que salvarse, miró a la niña y algo se le rompió por dentro. Pero qué estoy haciendo se dijo a sí mismo, lo siento le dijo a la pequeña y haciendo un lecho de hierba la dejó bien acomodada.
Pepe no podía ver nada pero intuía que el secuestrador estaba cerca. Avanzó alcanzando la parte más alta y entonces lo vio. Corría bajando la sierra, pero no llevaba a la niña. Se dirigió al lugar de donde le había visto salir, le costó llegar un poco debido a la gran cantidad de maleza que cubría esa zona. Ahora el llanto era claro, la niña lloraba amargamente. Por fin alcanzó los últimos arbustos y allí encontró a la pequeña. La había dejado en un claro, limpio. Le había hecho una cama con una hierba suave e incluso había añadido alguna florecilla. Pensó que no debía quererla para algo malo porque la había dejado bien protegida, pero si lo pillo lo mato. Levantó a la niña, tenía alguna moradura en la cara y sobre la boca las marcas de dedos indicaban que le había tapado la boca para evitar que se oyera el llanto. Llamó la atención del resto de los hombres que ya llegaban a la cima. Querían salir detrás del secuestrador pero Pepe los detuvo, ¿qué vamos a hacer con él si lo pillamos?, ¿lo matamos? La niña está bien, estamos de fiestas y no merece la pena arruinarnos la vida por ese desgraciado. La policía sabrá qué hacer.
Al llegar al pueblo, Pepe se dirigió a la cuadra donde estaba el niño con Luna. Al verlos, las lágrimas corrieron por sus mejillas, la nena estaba bien, su tío la había traído a casa como le había prometido. También él había cumplido su promesa, Luna estaba mejor, ya había dejado de sangrar y respiraba perfectamente. Vamos, le dijo Pepe, la madre os está esperando para comer. Una sonrisa iluminó la cara del niño y un suspiro hondo salió de su pecho. Todo estaba bien.
RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura CreativaDeja una respuesta
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Carolina Rincón Florez
04/11/2024
Me ha parecido un relato precioso. Escrito con mucha sensibilidad. Me gusta que sea una historia costumbrista. Felicidades a la autora.
Me ha gustado el relato, es emocional.
Ánimo y a seguir escribiendo.
Simplemente genial. Sencillo y evocador. La descripción del inicio retrotrae a tiempos pasados y crea la atmósfera idónea para ir llevándote hacia el desenlace de la historia. Los cambios de ritmo narrativos imbuyen a los y las lectoras en la historia, y la sucesión rápida de los acontecimientos en el nudo narrativo ayuda a crea el clima de angustia necesario para mantener la tensión hasta el final.
Gracias Rosa por este regalo mañanero.
Me ha gustado mucho. Muy interesante🙌
Un relato precioso digno de leer. FELICIDADES a la autora , esperaremos al siguiente . 👏👏
Me ha encantado. He estado en suspense hasta el final. Muy bonito. Felucidades
Me ha encantado y conmovido mucho el relato. Me ha llevado al pellejo de Pepe y me ha puesto los pelos de punta. Cuando la realidad supera la ficción.
Me ha gustado mucho. Un relato corto, emocionante hasta el final. Enhorabuena.
Es una historia muy bonita, con el final feliz que es lo que nos gustaría siempre, la pena que el relato se me ha hecho corto, hubiera estado leyendo tan agusto un ratico más, venga ánimo lo haces estupendamente, el próximo de 100 páginas✍