EL REENCUENTRO- Ana Alemany Rullan

Por Ana Alemany Rullan

Cuando me mudé a este piso tras fallecer mi abuelo hace ya un año, nunca imaginé cómo cambiaría mi vida. Cuando mis padres tuvieron el accidente en el que perdieron la vida, yo apenas tenía 6 años y mi abuelo pasó a ser mi única familia. Vivíamos en el campo rodeados de mucha naturaleza. Nos encantaba pasar las noches en el porche observando las estrellas y contando historias.

—Prométeme Isabella que cuando yo ya no esté, te irás a vivir a la ciudad. El campo no es lugar para una señorita como tú — me dijo una noche en la que el cielo estaba especialmente estrellado.

—Pero abuelo—respondí con la voz entrecortada—soy feliz en este lugar, aquí tengo todo lo que necesito y puedo seguir haciéndome cargo de los animales, he tenido al mejor maestro conmigo.

Esa noche mi abuelo se fue, dejándome sola por completo y con una promesa que cumplir.

Me fui a la ciudad un mes después y no me resultó difícil encontrar trabajo en una clínica veterinaria y hacerme buenos amigos. Si no fuera porque llevaba días con la sospecha de que alguien me seguía, podría decirse que tenía una vida feliz en la ciudad.

Un viernes, al llegar a casa después de tomarme una copa con mis amigos Lucía y Nacho, me paré a recoger las cartas del buzón y subí a casa. Me duché, calenté la pizza y me senté en el sofá dispuesta a ver La voz kids a la vez que ojeaba el correo. Muchas eran publicidad, otras de luz…pero había una de color azul que me llamó la atención. Iba dirigida a mí, pero no tenía remitente. La abrí con mucha curiosidad y lo que vi me dejó fuera de juego: Una foto mía y de mi padre. No entendía esa broma macabra ni cómo alguien había podido conseguir esa foto ni dónde.

Pasé el fin de semana dándole vueltas al asunto y por más que pensaba no llegaba a ninguna conclusión. Salí a dar un paseo al parque que había dos calles más abajo y al cabo de un rato paseando, tuve la sensación de que un chico encapuchado me observaba; allá dónde yo estaba, también estaba él. Me acerqué a un grupo de padres que vigilaban a sus hijos mientras jugaban para intentar despistarle y cuando pensaba que lo había conseguido, allí estaba de nuevo. El cielo se me abrió cuando a lo lejos vi a Nacho y se me ocurrió abrazarlo y darle un beso como si fuéramos novios. Se quedó perplejo mirándome y no me quedó más remedio que contarle mi sospecha. Echó un vistazo por el parque, pero el encapuchado ya no estaba, por lo que me acompañó a casa para quedarse él, y yo, más tranquilos.

Los días pasaron sin noticias del hombre misterioso y Lucía, cada vez que podía, me acompañaba hasta el portal.  Nacho, por el contrario, estaba esquivo conmigo, y aunque ya me había disculpado por lo que pasó aquel día, aun así, le sentía distante.

La segunda carta me llegó un lunes cuando venía de correr. Me encontré con el cartero en el portal y me dio la correspondencia en mano. Al ver de nuevo el sobre azul, sentí una opresión en el pecho que disimulé con el cansancio de la carrera, pero lo cierto era que tenía un poco de miedo de abrirla. En esta ocasión la foto me dejó más sobrecogida que la anterior, pues fue en mi último cumpleaños que pasé con mis padres dos semanas antes del accidente, y en ella estaba yo en sus brazos dándole un beso. Una lágrima resbaló por mi cara. Aunque aprendí a vivir con sus ausencias, aún me dolían cuando les recordaba.

Decidí ir a la clínica a buscar a Lucía y conforme me acercaba a la puerta pude ver a Nacho discutir con alguien. No alcancé a verlo ya que en ese momento se habían dado media vuelta y cada uno siguió su camino. Le comenté a mi amiga lo que había pasado y me dijo que era muy raro pues en el tiempo que llevaba conociendo a Nacho, nunca le había oído levantar la voz.

Pasamos la tarde juntas y después de cenar ella me dijo que no podía acompañarme, le sonreí agradecida por su preocupación y le contesté que no pasaba nada. Sinceramente a veces dudaba de si me habían estado siguiendo o había sido imaginación mía. Me puse a pensar que quería arreglar las cosas con Nacho, apenas me miraba a la cara y sólo me hablaba para lo justo y necesario referente a la clínica. Cómo echaba de menos a mi abuelo, siempre sabía cómo consolarme y qué decirme para hacerme sentir mejor. Estaba tan sola… No era tarde, pero un mal presentimiento me invadió cuando pasé por una de las puertas del parque. A pesar de que había gente paseando a sus perros, no me atreví a cruzarlo, por lo que tenía que bordearlo para llegar a casa. Apreté el paso, las manos me sudaban y me costaba respirar. Me pareció ver al encapuchado en la esquina y paré en seco. No quería seguir, pero era el único camino para llegar al portal. Cogí el móvil con la intención de llamar a la policía, pero no sabía bien qué decirles, por lo que lo guardé en el bolsillo. Apreté los puños para intentar controlar el pánico que estaba sintiendo y aligeré el paso. Choqué con alguien y cuando miré para pedirle perdón, hubiera jurado que era Nacho, pero ¿Qué hacía ahí parado?  Se puso a correr y yo tras él gritando su nombre, pero desapareció de entre la nada.

Estaba decidida a hablar otra vez con Nacho y solucionar las cosas, pero sobre todo quería aclarar lo de la noche pasada, estaba segura de que era él, pero no entendía por qué no se paró y salió huyendo. Para mi sorpresa Lucía me comentó que se había pedido unos días por cuestiones familiares y que no vendría a trabajar. Me sentía perdida. El asunto de las fotos no tenía sentido, ¿Quién me las habría enviado y para qué? ¿El encapuchado, realmente me estaba persiguiendo o eran suposiciones mías? Y ni que hablar de la indiferencia de Nacho, no pensé que un inocente beso rompería nuestra amistad.

Cuando terminé el turno no fui con Lucía como habíamos quedado, no tenía ganas de nada más que de estar en casa. Llovía a mares y tomé un taxi. Al bajarme, pasé por el bar de la esquina para pedir unas croquetas, pero alguien me agarró por la espalda con fuerza, y al intentar escaparme le di un codazo en la nariz, lo que me dio algo de tiempo para alejarme. Corrí lo más deprisa que pude, pero las gotas de la lluvia me impedían ver con claridad. Miré hacía atrás y vi al encapuchado correr detrás de mí, me iba ganando terreno y mis fuerzas me iban delatando, no atinaba a coger las llaves del portal y a esa hora Jaime, el conserje, ya no estaría, por lo que no podía perder tiempo y tuve que seguir corriendo con la esperanza de despistarlo. Tonta de mi giré en la única calle donde no había salida. Los nervios me habían jugado una mala pasada. Estaba acorralada. Di media vuelta para salir del callejón y me topé de frente con el encapuchado. Era mi fin. Nunca pensé que moriría de esa manera. Cogí lo único que vi como arma, un palo de escoba roto y le miré fijamente retándolo. Sus ojos eran de un azul intenso y para mi sorpresa, estaban llenos de lágrimas. — ¡No! — La voz de Nacho me sacó de mis pensamientos. Se acercó a mi encapuchado y los dos se abrazaron. Solté el palo sin entender nada y esperando una explicación. Mi perseguidor se me acercó en son de paz y empezó a contarme una historia en la que cada frase se me hacía más inverosímil.

—Eso no puede ser— tiene que ser una broma de mal gusto. Mi padre falleció hace 20 años en un accidente de tráfico junto con mi madre.

—Eso te hicieron creer, Isabella— me dijo. Quedé muda cuando me llamó por mi nombre.  Aquel día estaba discutiendo con tu madre y no vio que el camión se les venía encima. Pasó seis meses en coma y cuando despertó no se acordaba de nada. Tu abuelo le contó que tu madre había muerto y que él se estaba haciendo cargo de ti. Le culpó de la muerte de su hija y le aseguró que ni él ni tú se lo ibais a perdonar nunca. Tu padre ha vivido con esa culpa toda su vida.

¿Cómo era posible que mi abuelo me hubiera ocultado algo tan grave?

—Mi abuelo nunca me mentiría con algo así—grité mientras las lágrimas recorrían mis mejillas. Nacho me abrazó y dejé que todo ese dolor y esa rabia que sentía saliese.

El amigo de Nacho me contó que la culpa casi acaba con mi padre y que fue su madre quién le ayudó a salir del agujero en el que quedó. Mi abuelo no le dejó verme y a mí me hizo creer que al igual que mi madre, él también había fallecido. Mi padre acabó, tres años después, casándose con su psicóloga y formando una familia. Tenía un hijo y una hija y se fueron a vivir a México, país de ella, y cada vez que podía intentaba venir a verme, pero mi abuelo nunca se lo permitió.

—¿Y cómo sabes tú todo esto? — le pregunté un poco desconfiada aún.

—Por favor, hablemos más tranquilamente Isabella — me sugirió Nacho dulcemente.

Fuimos a casa y les ofrecí algo de beber. Por sus caras sospechaba que aún había algo más que contar.

No daba crédito a lo que escuchaba. En solo unos minutos mi mundo dio un revés. Me contó que mi padre estaba muy grave, que apenas le quedaban días, y que su único deseo durante toda su vida había sido volver a abrazarme. También me enteré de que él y Nacho eran pareja, y que mi amigo en varias ocasiones le había advertido que no apoyaba como estaba haciendo las cosas y que tenía que hablarme a la cara en lugar de mandarme fotos anónimas. El chico me pidió perdón por haberme asustado, sabía que no lo había hecho bien pero también él estaba preocupado por cómo iba a reaccionar.

—           Necesito entender cómo es que sabes tanto sobre mí. —

—           Porque yo… soy su hijo—

Dos días después Lucía, Nacho, Marcos y yo estábamos rumbo a México. Los nervios me comían por dentro. Iba a volver a ver a mi padre después de tanto tiempo, estaba preocupada por si no sentía nada al verle, ¿podría ocurrirme eso? ¿Se sentiría mi padre orgulloso de mí? Cuántas preguntas y cuánto tiempo perdido por recuperar. Ojalá su enfermedad me regalara unos días con él.

Paulina me recibió con un fuerte abrazo y también Antonella, la hermana pequeña de Marcos y por tanto mi hermanastra. Estuvimos un rato en el jardín hablando y, aunque moría de ganas de ver a mi padre, tenía que esperar a que el doctor terminara de revisarle. Quería estar presente cuando nos reencontráramos por si había alguna complicación. Llegó el momento y cuando entré y le vi allí tumbado en la cama, rompí a llorar y lo abracé con toda mi alma. No sé cuánto tiempo estuvimos abrazados, pero se me hizo muy corto. Gracias a Dios la vida nos regaló un mes juntos en el que nos pusimos al día de todo. Llorábamos y reíamos al mismo tiempo. Cada mañana le sacaba al jardín y paseábamos largo rato, igual que él hacía conmigo cuando era pequeña. Una mañana, al ir a darle un beso para despertarle, ya no estaba con nosotros. Fue un funeral muy bonito y distinto a los de España. Paulina me dijo que nunca le había visto tan feliz y en paz como en su último mes. La vida no solo me regaló una segunda oportunidad con mi padre, sino una nueva familia.

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