EL REFLEJO

Por Mar Martín

Todos sabemos qué es un gato. Incluso algunos habréis tenido la suerte o la desgracia de convivir con este curioso animal a lo largo de vuestra vida, pero nadie puede decir que conoce completamente a los gatos sin faltar a la verdad. Os lo contaré… mientras aún me queden fuerzas.

 

Volvía del colegio con mi hermano pequeño, atajando por un descampado, cuando de repente una especie de bola gris pasó corriendo junto a mí, como un suspiro. Corrí y vi que era un bebé de gato. Lo apreté contra mi pecho y lo llevamos a casa.

 

Nos costó convencer a mi madre, pero una vez hecho, Fluby fue un miembro más de la familia. En casa siempre habíamos tenido perro y por mi parte ignoraba todo lo relacionado con gatos. La primera vez que ronroneó lo dejé caer asustada porque pensaba que me estaba gruñendo.

 

Pasaron los meses y lo primero que descubrí de esta especie es su capacidad de rencor. A raíz de haberlo dejado caer aquel día, Fluby no me lo perdonó, y me acechaba en cada esquina para atacarme.

 

Por las mañanas, yo perseguía a Fluby y atrapaba su cola con el aspirador, y por las noches se vengaba arañando mi brazo mientras veía tranquilamente la tele, a veces con tanto ímpetu que me hacía gritar de dolor.

 

Por aquel tiempo mi madre cayó presa de una extraña enfermedad y aunque los médicos se esforzaron en descubrir su origen no lograron curarla y murió.

 

Una noche, Fluby vino hasta el pequeño sillón que teníamos junto al sofá. Y se quedó allí, sentado frente a mí. Por primera vez pude observarle de cerca. Tenía unos extraños e inquietantes ojos amarillos. Estaba mirando esos ojos hipnóticos cuando me di cuenta de algo: el gato estaba mirando fijamente detrás de mí, pero cuando me di la vuelta, allí no había nadie. Estábamos solos Fluby y yo. Aquello me provocó mucha inquietud. Fluby seguía con la mirada puesta en algo que para mis ojos era invisible, pero que parecía estar situado justo a mi espalda. Di una patada al sillón y espanté al animal, que salió del salón dedicándome un sonoro bufido.

 

Estaba llorando en mi habitación, como cada noche, recordando a mi madre, cuando la puerta se abrió de golpe. Con los ojos borrosos por las lágrimas, traté de ver quién había abierto y me llevé un susto de muerte cuando el engendro saltó sobre mi cama, arañó mis piernas y salió corriendo de vuelta hacia el pasillo.

 

–¡Puto gato de mierda! –grité al vacío.

 

Me levanté para curar mis arañazos, que no paraban de sangrar. Cuando encendí la luz del baño lo vi. Estaba allí, con el lomo encorvado y el pelaje encrespado, gruñéndome como una fiera salvaje.

 

Cerré la puerta y me quité la zapatilla. Por fin tenía a aquel maldito bicho a mi merced. Lo agarré firmemente por el cuello, lo aplasté contra el suelo y comencé a golpearlo sin piedad. Le golpeaba el hocico, la cabeza, el lomo y él cada vez chillaba y gruñía con más intensidad y me mordía y arañaba, pero no lo soltaba. Una de las veces levanté la zapatilla con tanta fuerza que una de sus uñas se enganchó y salió disparada, arrancada de cuajo. El chorro de sangre fue tan grande que puso fin a la brutal paliza. Lo solté. Él continuó chillando como si siguiera pegándole, hecho una bola en un rincón, lo más lejos posible de mi alcance. Me dio pena del bicho, que no paraba de sangrar por su uña perdida, pero al tratar de cogerlo solo recibí gruñidos y zarpazos, así que abrí la puerta y dejé que escapara como un cohete del baño. Me sentí fatal.

 

Aquella noche tuve pesadillas horribles en las que mi madre me recriminaba mi actitud y me señalaba al gato muerto y metido en un ataúd. Un dolor lacerante me hizo volver a la realidad.

 

El gato había saltado sobre mi cama y aprovechando mi sueño e indefensión se vengó de la paliza. Mordió mi mano tan profundamente que cuando fui al baño para desinfectarme miré el agujero, lo vi llenarse de sangre y me desmayé. Cuando recuperé el sentido, el dolor era tan intenso que casi preferí seguir inconsciente. La mano se había inflamado y no podía apenas usarla.

 

La noche siguiente, cuando todos dormían, el animal volvió a hacer acto de presencia y se sentó frente a mí en su sillón favorito. Como en aquella otra ocasión, el gato miraba detrás de mí, parecía seguir algo con los ojos, pero cuando me di la vuelta… allí no había nada.

 

Miré de nuevo al gato y éste seguía impertérrito mirando tras de mí. Entonces acerqué mi cara a la suya para asustarlo y casi me muero. Allí… reflejado en sus pupilas pude verlo. ¡Había alguien de pie junto a mí! ¡Estaba a mi espalda! Iba a gritar de terror, pero me sorprendí gritando de dolor… Fluby me arañó en la mejilla y salió corriendo hacia la oscuridad del pasillo, pero yo estaba tan asustada que no me atreví a seguirle, ni a moverme, ni a girarme. Temía que en cualquier momento… ese alguien invisible me agarraría por el cuello y… ¡Qué horrible! Un escalofrío me recorrió entera cuando armándome de valor me levanté y me giré para descubrir lo de siempre: el vacío. Aquella noche la lámpara de mi mesilla permaneció encendida y solo dormí a ratos.

 

Por la mañana, debido al desagradable incidente del reflejo en los ojos del gato, cambié el sofá de posición para poder tener a la vista aquel rincón que tanto me perturbaba.

 

Cuando el gato volvió a aparecer a medianoche, no pude evitar un estremecimiento. El animal, en vez de sentarse en su sillón, dio un salto y se subió a la mesita de fumador que tenía justo enfrente. Y de nuevo volvió a mirar tras de mí. Esta vez, me armé de valor y en lugar de volverme, me acerqué cuanto pude a su cara para mirar sus ojos y poder ver qué estaba mirando. En el mismo instante que lo vi, deseé no haberlo hecho.

 

Allí, parada tras de mí, en lo invisible, mi madre agitaba sus brazos y me miraba. Tapé mi boca para no gritar. Mi madre corría de un lado a otro del salón y los ojos del gato la seguían con la calma de quien ve una hoja movida por el viento. Cuando vi en el reflejo que mi madre se acercaba para tocarme, me levanté como un resorte. Al girarme, solo había aire.

 

Me fui a pasar el resto de la noche a mi habitación, con la puerta cerrada y atrancada con una silla, y la luz encendida. Fue una noche muy larga. La puerta se agitó varias veces. Creo que me dormí.

 

Al día siguiente mi hermano se iba a casa de unos tíos, así que quitando a mi padre, que venía a dormir por la noche, tenía la casa para mí sola… bueno… para mí y para el gato.

 

Me fui a la cama a media tarde, sin haber comido. Tenía mucho frío y muy mal cuerpo, y solo me apetecía dormir. Atranqué la puerta, encendí la luz y me zambullí en la seguridad de mi edredón.

 

Me desperté de madrugada. Aquel terrible dolor en la mano no se había calmado con las horas, muy al contrario, subía por mi antebrazo y me llegaba casi hasta el hombro. Seguro que en el botiquín habría aspirinas para calmar ese infierno ardiente que era mi brazo.

 

Palpé la llave de la luz y entonces lo sentí. Fue como si una brasa al rojo vivo se hubiera metido bajo mis uñas. Aullé de dolor. Cuando atiné a encender la luz no me sorprendió ver a la asquerosa alimaña mirándome desafiante en mitad del baño.

 

–¡Te voy a matar, hijo puta! –gritaba mientras le lanzaba la zapatilla, sin importarme que mi padre me oyera–. ¡Da igual dónde te escondas, asqueroso, te voy a encontrar!

 

Le perseguí y tropecé al entrar al salón y, al levantar la vista, allí estaba mi madre. Su mirada era recriminatoria. Me miraba con asco y desprecio… pero entonces, me di cuenta. Hacía lo mismo que el gato. No me miraba a mí, miraba detrás de mí. Pero ¿a qué? Entonces me volví y allí estaba el maldito bastardo, con su lomo encorvado y su pelo erizado. Al que miraba era a él. Estaba mirando al gato, que tenía las fauces abiertas indicando su deseo de morderme de nuevo. Vi moverse algo por el rabillo del ojo, pero las fuerzas me abandonaron y caí al suelo sin sentido.

 

Cuando desperté estaba en el hospital, ardiendo como una brasa. No podía dejar de temblar y me había vomitado encima. Me pusieron algo que me mejoró bastante. Después mi padre me contó que eran antibióticos, sulfamidas creo.

 

Lo que vi antes de desmayarme fue a mi padre entrando en el salón. Por lo visto mis gritos le habían despertado, y eso que desde que murió mi madre tomaba pastillas para dormir. Se espantó al ver mis heridas. Me pidió perdón llorando, por no haberse dado cuenta de lo que ocurría.

 

–Casi te pierdo a ti también, hija – musitó cabizbajo.

 

Le miré medio sonriendo para tranquilizarle. Volví a quedarme dormida.

 

Al parecer, el gato me había transmitido una enfermedad llamada Toxoplasmosis. Y lo peor fue cuando me dijeron que casi con total seguridad había sido una toxoplasmosis, complicada con algo subyacente, lo que había terminado con la vida de mi madre. Volví a casa al día siguiente, destrozada por la rabia y la impotencia.

 

Cuando entré, la casa me pareció extraña, como si ya no fuera mía. Mi padre volvió al trabajo y yo intenté adecentarla para el regreso de mi hermanito. Abrí todas las ventanas para ventilar hasta el último rincón y que se fuera todo lo malo. Pero lo malo volvió.

 

Fluby se plantó en mitad del salón, pero esta vez no iba a escapárseme. Salté sobre él tan rápido que lo pillé desprevenido. Saqué un cuchillo que tenía preparado del bolsillo de mi chaqueta y lo apuñalé sin piedad. Justo en ese momento me mordió en mi castigada mano, pero no solté. Al contrario, volví a hundir el cuchillo en su cuerpo ignorando el dolor que me provocaban sus mordiscos. Grité mientras lo apuñalaba una y otra vez.

 

Mi hermano entró justo en ese momento acompañado de mis tíos. Todos estaban horrorizados, pero yo me anticipé a ellos para que no me juzgaran mal por lo que estaba haciendo.

 

–Puedo explicaros todo –dije–, Fluby no para de atacarme, se había ido, pero ha vuelto y ha seguido mordiéndome…

 

–Mari –dijo mi hermano temblándole la voz–, suelta el cuchillo… por favor…

 

Como Fluby ya no me mordía, hice lo que me había pedido mi hermano y dejé caer el cuchillo. Mi tío dio una patada al arma y mi hermano corrió a abrazarme.

 

–No te asustes, ya está –me decía abrazado a mí, llorando y acunándome–, ya pasó todo…

 

–Siento haber matado al gato –le dije–, pero no me dejó otra opción.

 

–Mari… –me contestó temblando–, el gato murió… antes que mamá ¿no lo recuerdas? –dijo acariciando mi cabeza.

 

Pero yo sabía que mentía. El maldito gato había conseguido hacerle creer que estaba muerto desde hacía mucho, pero era ahora cuando lo estaba.

 

Bajé mi vista para coger su asqueroso cadáver y así enseñárselo y sacarle de su error. Y fue entonces cuando lo vi. A mi lado, junto a un inmenso charco de sangre, había un amasijo de carne deforme y sin vida. No pude dejar de gritar y llorar al mismo tiempo al descubrir que lo que había estado acuchillando todo el rato era mi propia mano, que colgaba apenas unida a mi muñeca.

 

Levanté la vista y vi a Fluby, mirándome mientras meneaba su asquerosa cola sentado en la ventana. Su maullido estridente lo inundó todo.

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Esta entrada tiene 2 comentarios

  1. Javier Ceron

    Un cuento interesante. Original. Muy del estilo de los «horror movies» de Stephen King. Atrapa.

  2. Mar Martín

    Muchísimas gracias por tu aportación Javier. Un placer que me compares con el gran Stephen King. Algún día espero acercarme a mi gran inspiración, el maestro Poe.
    Encantada de que mi pequeña creación te haya gustado.

    Un saludo!
    Mar Martín

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