EL SILICIO ASESINO – Jesús Lazcoz Iso

Por Jesús Lazcoz Iso

Vivimos en el año dos mil trescientos cincuenta. Las marcas lo han consumido todo y cada ser vivo ha pagado su tributo, incluido uno de nuestros protagonistas. De nombre, Arthur. Las luces, pantallas y juegos, pueblan lo que antes eran frondosos bosques llenos de vida. El «Homo Tecnologicus» ha nacido. Las ciudades ya no se llaman, se nombran. Todas responden al nombre de Tecnópolis. Los espacios en los que jugaba Arthur con sus hermanos han sido reemplazados por grandes salones en
los que los videojuegos, las luces parpadeantes y los sonidos programados, han sustituido el olor de la lluvia, el sonido del viento y el tacto de la vegetación bajo los pies de nuestros predecesores «Homo Sapiens».

En este nuevo espacio, el silicio ha desplazado, casi hasta la extinción, toda muestra de materia orgánica. Solo el bosque de las afueras de Eutecnópolis sobrevive a duras penas. Se ha convertido en un
poderoso símbolo que transmite esperanza a todos los que luchan por el cambio. El resto del paisaje es seco, polvoriento y asfixiante. Este nuevo entorno tecnológico no solo arrebató la vida a los espacios naturales, sino que también lo hizo con la inocencia, los diálogos, las bromas y la alegría compartida con la que Arthur disfrutaba junto a sus hermanos. Ya nada es lo mismo.

Antes de llamarse Eutecnópolis, la ciudad era Oberta. El sonido de sus calles era el de los niños y niñas alborotando; corriendo de un lado a otro; riendo y hablando. Los vecinos se saludaban por la calle. Se miraban a los ojos y se abrazaban en ocasiones. Las familias se reunían en un parque
inmenso de diez hectáreas en las que organizaban merendolas y se jugaba al frisbi y al fútbol. El tiempo discurría a cámara lenta. Disfrutar de la vida se ejercía sin prisa.

La familia de Arthur jugaba a los dardos en una secuoya de mil años en la que dibujaban círculos concéntricos. Las máquinas todavía no lo habían conquistado todo. El ser humano tocaba, saltaba, se tumbaba sin ver otra cosa que el cielo y el horizonte verde de árboles y de la pradera infinita que acolchaba los cuerpos de la familia McFly.

Arthur era el más listo de sus tres hermanos. En el colegio era un superdotado con “capacidades tecnológicas avanzadas”, antes llamadas “altas capacidades”.

Ingresó en la universidad con el mejor expediente de su clase. Desde muy pequeño, Arthur había tenido muchas dificultades para relacionarse. Era rechazado una y otra vez. El germen antisocial crecía en su interior. Su carácter se fue agriando con los años. De carácter arisco, hoy, casi no habla con sus empleados; no levanta la vista de sus dispositivos táctiles y apenas se comunica verbalmente.

Ha construido un imperio a costa de todo aquello a lo que ama. Adora a las máquinas. En ellas puede confiar.

Nunca le defraudarán. El ser humano ya no le importa. Incluida su familia, a la que no ve desde hace diez años.

No siempre ha sido así. Arthur era una persona amable, ayudaba a sus vecinos, se divertía más que hablaba y se perdía durante varios días
en su actividad preferida: jugar al escondite en el bosque de su ciudad natal. A principios de siglo, enormes secuoyas poblaban la tierra, helechos del tamaño de un árbol mediano surcaban caminos inverosímiles, riachuelos discurrían relajados al igual que lo hacían los pensamientos de Arthur cuando se sumergía en esa paz. Petirrojos, frailecillos y torcaces sobrevolaban los sueños y miradas del pequeño Arthur. Todo ha
cambiado. Hoy todo son luces estroboscópicas; ya no se habla, se teclea.

La tecnología ha eliminado la sabiduría.

Enfrentada a las Tecnópolis y todo lo que representan, se encuentra su hermana Rosana. Es la líder de un movimiento que busca restituir todo lo perdido; lucha por recuperar los bosques, el diálogo y todo lo que nos hizo humanos una vez. El movimiento se llama “Killmachine” y tiene filiales en todo el mundo. Lo que le ha pasado a Oberta se ha replicado en todas las grandes ciudades del planeta. Todas han pasado a llamarse Tecnópolis con el prefijo de las dos iniciales del país. Todos los bosques y selvas han sido casi erradicados; los ríos son ahora de un caudal ínfimo y sus habitantes mantienen un contacto exclusivamente digital con sus congéneres. Lo
humano se está diluyendo en océanos inmensos de silicio.

El movimiento de Rosana tiene la esperanza de vencer. Saben que la guerra será dura, pero vivir sus anodinas vidas lo es todavía más. Rosana era una niña alegre, tímida y sumisa. Nada hacía presagiar en qué se convertiría con los años. En una líder de toda una resistencia. Le gustaba jugar con sus hermanos al escondite en el bosque y tras años de juegos
había adquirido una destreza inusual en el arte del rastreo. Se alistó en la marina y se licenció con honores. Adquirió habilidades de mando cuando cursó un máster en liderazgo situacional en la prestigiosa escuela Hersey y Blanchard.

Sintió en lo más profundo de su ser que debía emplear todos sus conocimientos y años de adiestramiento en un fin más importante que ella misma: recuperar a la tierra y a sus habitantes. Recuerda exactamente cuando se produjo.

Estaba con su familia en una excursión a un parque tecnológico en las afueras de la ciudad. Sus hijos desenfundaron sus móviles y empezaron a chatear con sus amigos, su marido consultó los movimientos bursátiles de su empresa tecnológica mientras ella comía en soledad y en silencio. La conversación era inexistente. Los únicos sonidos que rompían el silencio eran los de los dispositivos móviles y el de mi cuchillo contra el
plato troceando la carne.
-Mamá, te pasa algo- le preguntó su hijo mayor al percibir su mirada triste.
-Cuando acabes de consultar tu dispositivo XRT4 te lo digo -contestó Rosana no sin cierta ironía.
Su marido y sus otros dos hijos ni se enteraron de este furtivo micro diálogo. Todo sigue igual.
Echó una mirada furtiva al resto de las mesas y ocurría lo mismo. Todo el mundo tecleaba; no hablaban ni intercambiaban miradas ni gestos de cariño. Parecían estar de mal humor ya que no sonreían mientras miraban sus pantallas. En ese mismo momento, decidió que no quería vivir esa vida; añoraba su infancia, echaba mucho de menos los juegos con sus hermanos, los pies sucios y los baños desnudos en el caudaloso río Tanín. Ese mismo día supo a qué quería dedicarse el resto de su vida: a luchar contra las máquinas. Era conocedora de que existían movimientos incipientes de resistencia en todo el mundo. Decidió agruparlos con una misión común: acabar con la esclavitud a la que las máquinas habían sometido al planeta y al ser humano.

Reclutó a todo un ejército de ingenieros rebeldes y comandos de élite para poder cumplir su propósito. Se instalaron en un bunker que habían construido bajo las secuoyas que albergaban sus juegos cuando era una niña. Llevan diez años diseñando el plan. Una de las mayores dificultades que tiene su ambicioso proyecto es el de la comunicación: conectar con sus miembros es muy arriesgado ya que las ciudades disponen de bots que rastrean todas las comunicaciones que se producen, tanto en el entorno superficial, como en el profundo. El ejército de la tecnología rastrea
cada rincón de la ciudad en su búsqueda incesante de cualquier atisbo de humanos que juegan a ser humanos. Desde las diez de la noche hasta las ocho de la mañana existen toques de queda en Eutecnópolis.

Prohibido ser humano. Su justicia ha sufrido una deriva hacia la simplicidad. Los juicios son rápidos; los jurados han desaparecido y el veredicto es emitido por un juez elegido democráticamente. Las pruebas físicas
han dado paso a las tecnológicas. No hay posibilidad de recurso y el fallo de
culpabilidad tiene asociada la pena de muerte para el acusado y sus familiares. Esto es precisamente lo que le pasó a Rosana. Su marido fue acusado de robar y difundir un código secreto que ponía en riesgo las finanzas de todas las Tecnópolis del mundo.

Sabedora del final a la que estaba abocada toda su familia huyó al único bosque que conocía muy bien. Los bots, fabricados en la empresa de Arthur, empezaron el minucioso rastreo de los fugados. Perros robot PRXO “olfateaban” hormonas de procedencia humana. La adrenalina y el cortisol eran fácilmente rastreables ya que en el ser humano permanecen más tiempo en sangre que en el resto de los animales.

Rosana tenía un plan: secuestrar a Arthur para salvarlo e infectar todas las máquinas con el virus que han desarrollado sus ingenieros. Ha llegado el día. Saben que solo tienen una oportunidad. Si fallan, todos morirán, incluidas sus familias. Los comandos especiales inician el asalto para abrir el paso a los ingenieros. Derriban las tres atalayas de vigilancia. Un grupo fuertemente armado de cincuenta mercenarios les opone una dura resistencia causándoles diez bajas. El comando de élite se refugia
detrás de un murete desde donde se comunican con Rosana
-¡¡Envía los drones ya, te paso ahora mismo las coordenadas!!- dijo el capitán con un tono urgente y asustado.

Los mismos drones que había fabricado Arthur serán los encargados de liberarlo de la prisión en la que se había refugiado en los últimos años. De la cárcel de su alma.
Inician la descarga de una lluvia de misiles orientados telemáticamente. Paul, campeón mundial de videojuegos bélicos, es el encardado de dirigir este ataque.
Todos los objetivos prefijados son eliminados en menos de un minuto. La tecnología había jugado a su favor esta vez. Los ingenieros consiguen colocar con éxito su virus encapsulado que se propagará en cuestión de minutos por todos los sistemas del planeta produciendo su extinción.
Una vez derribadas todas las defensas que custodiaban la fortaleza, el comando especial consigue acceder a la planta en la que Arthur se hallaba.

Ensangrentados, malhumorados y llenos de polvo se disponen a librar su última batalla. Tienen que eliminar a diez mercenarios de élite que custodian su despacho. Dos bajas más después, el capitán y sus tres supervivientes, consiguen acceder a él. Ahí se encuentra Arthur. Conocedor de su derrota y con la mirada perdida, observa con tristeza una fotografía de su familia cuando jugaban todos juntos.
-¿Es usted Arthur?- le preguntó el capitán. -Sí soy yo-replicó Arthur-, imagino quién les envía. -No tenemos tiempo de charletas señor, coja esa fotografía y venga conmigo-, le espetó en un tono seco y marcial el capitán.

Arthur accedió. En su fuero interno sentía que todo lo que había construido en su vida le había convertido en una persona inmensamente infeliz. Por primera vez en los últimos treinta años, nuestro protagonista respiró libertad. Se dirigía al bosque de Oberta. Donde empezó todo.

A las ocho de la mañana en punto todo se apagó. Los bots cayeron al suelo. La persecución había finalizado. Arthur llegó al bosque donde le esperaban su hermana, su cuñado y sus sobrinas. Se fundieron todos en un abrazo lleno de energía entre un mar lleno de lágrimas y afluentes repletos de culpa. El tiempo se detuvo. Ahora tenían un largo y arduo trabajo por delante. Tenían que recuperar el carbono dilapidado por el silicio; debían resucitar algo que se nos había olvidado hace muchos años: mirarnos a
los ojos. Hoy viven en Oberta y el resto de ciudades del mundo también han
recuperado su nombre. Trabajan por recuperar bosques, ríos y relaciones humanas. El “Homo Sapiens” ha derrotado al “Homo Tecnologicus”, pero ni la historia ni la guerra acaban aquí. Otro movimiento ha nacido. Es el de los Tecnófilos. Harán todo lo tecnológicamente posible por restaurar el orden perdido.

 

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