EL VIAJE DE BRIANA – Miren Jaione Elejalde Elgea
Por Miren Jaione Elejalde Elgea
Erguida sobre un pequeño altozano, Briana observaba los pastos y lagunas que habían sido la fuente de riqueza de su pueblo. Muchas generaciones les habían precedido produciendo sal a partir de la cocción de las aguas saladas durante el verano. Las necesidades de los rebaños y su función en la conservación de alimentos la habían transformado en el auténtico oro blanco con la llegada de la agricultura y la ganadería. Convertida casi en moneda, su trueque les permitía obtener bienes necesarios de los que carecían, así como objetos exóticos que llegaban por las crecientes redes de intercambio.
El bronce empezaba a sustituir al cobre y el clima estaba cambiando. Al noreste de lo que cuatro mil años más tarde sería la provincia de Zamora, en las lagunas de Villafáfila, cada vez se necesitaba más esfuerzo para producir lo mismo. Los rituales y peticiones a los dioses no parecían tener respuesta y el ambiente se enrarecía en la comunidad. El tiempo le había dado sabiduría y Briana no ignoraba que se estaba cuestionando su capacidad de liderazgo, incluso que Aravo, su compañero de los últimos años, se postulaba para ocupar su lugar.
Ya no le quedaban lágrimas por derramar. Había llorado por la muerte de su hija, por el fin de su estirpe; y porque todos los esfuerzos y renuncias de su vida habían perdido su sentido. Briana ya no era una mujer hermosa ni tenía un carácter fácil, su sentido de responsabilidad sobre el grupo la había vuelto seria y reflexiva. Llevaba casi dos décadas tomando decisiones que afectaban a todos, era respetada, incluso temida, pero no se sentía querida. Su hija Aunia era el centro de su vida y acababa de morir de forma violenta y misteriosa. Sabía que, a su edad, ya no tendría más hijos y, como mujer, se sentía acabada.
El trompeteo de las grullas la sacó de su ensimismamiento. Su presencia anunciaba el avance del otoño y con él, el cambio de actividad. Al verlas cruzar veloces el rojo cielo del atardecer rumbo al sur, Briana decidió darse un tiempo para tomar las resoluciones que afectarían de forma crucial a su propia dinámica y a la de su comunidad. Después volvería, como ellas, regenerada, a enfrentar el siguiente capítulo de su vida.
Al amanecer del día siguiente, se iniciaron los actos de despedida de la difunta presididos por su propia madre, jefa y sacerdotisa, doble condición que legitimaba su estatus y garantizaba el respeto del grupo. Tras las agotadoras ceremonias y la cena ritual a la que asistieron líderes de comunidades cercanas, Briana anunció su retirada al bosque sagrado para reflexionar sobre el futuro y pedir prosperidad a los dioses. Sin dejar traslucir su temor, encomendó a Aravo la organización de las diferentes expediciones que debían partir hacia sus destinos antes del comienzo de las lluvias y el frío. Ella estaría de vuelta para inventariar la cosecha y el ganado. El invierno siempre era una prueba dura de superar y había que prepararse a conciencia.
Sin luna, la noche fue oscura y larga. Poco antes de que el sol saliera, dos figuras femeninas se alejaron del poblado. Althea se había negado a dejar sola a su lideresa. Los ritos necesarios para comunicarse con los dioses eran peligrosos; las drogas inducían trances de los que, en muchas ocasiones, no era posible retornar. La anciana curandera no iba dejar que nada así sucediera, ya le pesaba bastante la pena de no haber podido salvar a la joven Aunia. Llegado el momento, traería de vuelta a su madre con los consejos recibidos de Lug, el mayor y más poderoso de sus dioses.
Llegaron a la orilla del rio y construyeron una cabaña temporal. Se purificaron en sus aguas y se separaron para prepararse de cara a sus respectivos cometidos. Althea encendió un fuego y colocó sobre él un tosco cuenco de cerámica lleno de agua. A continuación, cogió su zurrón y partió en busca de las setas, hierbas, flores, líquenes y demás ingredientes necesarios para elaborar el bebedizo que abriría la mente de su amiga y confidente para anular su voluntad y permitir salir la pena que le impedía continuar. El bosque era generoso si se tenían los conocimientos necesarios; en poco tiempo, la hechicera había obtenido casi todo lo necesario y volvió su mirada a las copas de los árboles para descubrir un último componente, la agalla del roble. Localizada, su cuerpo enjuto y fibroso trepó sin aparente esfuerzo por las ramas para recogerla; pese a su edad, la mujer se movía de forma felina, como poseída por algún espíritu de la floresta.
Mientras tanto, Briana decoró su bien alimentado cuerpo con ocre y carbón procedente del fuego sagrado de la ceremonia fúnebre y esperó el momento de iniciar el peligroso viaje espiritual del que confiaba volver con la fuerza y los conocimientos necesarios para reanudar sus obligaciones.
Oscurecía cuando, sentada junto al fuego, observó cómo se cocinaban los ingredientes en la olla. Las llamas, el humo y los olores la iban predisponiendo para el gran momento, el de la toma del brebaje en el interior de la cabaña. En ella había dispuesto un pequeño altar dedicado a Amma, la diosa que la protegería de los demonios del inframundo e incluso de la ira del gran Lug. Su madre le enseñó a amarla y respetarla y toda la vida la había sentido cerca, solo le había fallado una vez: no había evitado la muerte de su única y adorada hija, no permitió su eternidad.
Llegado el momento, Althea le ofreció el ansiado y a la vez temido cuenco. Tras beber todo el contenido se tendió sobre el helecho fresco y fue cubierta con protectoras pieles de lobo. El efecto fue casi instantáneo, el vértigo se apoderó de su cerebro y la mente abandonó su cuerpo. Sombras y sonidos la rodeaban por completo. El miedo la invadía mientras atravesaba la oscuridad a la velocidad del rayo. Su cuerpo yacía inerte, el rápido movimiento de sus ojos era la única señal de vida perceptible. Al cabo de lo que le pareció una eternidad, llegó la calma y la claridad. Se vio viviendo su propia vida:
De niña, escuchando a su madre hablar con su compañero de la irregularidad de las lluvias, de la falta de agua en las lagunas, de lo dificultoso de hacer panes de sal. Fueron años complicados durante los que Briana creció, aprendió y fue ganando autoridad moral y el respeto de la comunidad.
De adulta, haciendo ofrendas a los dioses, que a cambio concedieron salmuera suficiente para la actividad salinera. Los rebaños crecieron y las cosechas fueron abundantes. El poblado prosperó, pero ella continuaba yerma. Acumulaba poder, incluso riqueza, en forma de objetos preciosos llegados desde lugares lejanos, intercambiados por la necesaria sal. Pero ni con los sacrificios más elaborados conseguía lo que cualquier mujer hacía de manera natural, tener hijos. La gente murmuraba y cada día crecía su angustia. Se hablaba de malos augurios que ponían en cuestión su liderazgo.
Volvió a sentir su desesperación al encomendarse a Dana, la diosa de la fertilidad, y recordó cuando, como salido de la nada, un día de otoño llegó al poblado un comerciante de tierras lejanas. Abadutiker le habló de un lago salado sin fin que aumentaba y menguaba a diario; de un gran río a cuyas riberas crecían exuberantes las cosechas y se
multiplicaban los rebaños; de altas montañas y minas de preciosas piedras verdes. Tanta abundancia obnubiló a Briana, que acogió al viajero durante el invierno. Escuchaba sus historias con la misma fruición que disfrutaba de su cuerpo y con la llegada de la primavera se sintió embarazada. La diosa Amma le dijo en sueños que sería una niña y, antes de partir, su exótico y hermoso amante le indicó que debía llamarla Aunia, como su madre, y le entregó para ella un pequeño tesoro.
La niña nació, se crió sana y trajo prosperidad. Era bella e inteligente como sus padres. Aprendió de su madre la dirección del proceso de fabricación de las tortas de sal, los secretos de las negociaciones comerciales y los rituales de petición y agradecimiento a los dioses. Madre e hija se comportaban como una sola entidad, dedicando sus vidas al beneficio del grupo y haciendo que el futuro se viera con esperanza.
Revivió la tarde de verano en que un revuelo de pájaros negros anunció infortunios. Briana, haciendo frente al miedo, acudió a espantarlos. Al llegar, la sangre se heló en sus venas; en medio de la vorágine yacía Aunia, inmóvil y cubierta de sangre. No había duda; había sido agredida con brutalidad. Un ronco alarido brotó de sus entrañas, Althea sintió que el mal rondaba y acudió al lugar. Llevaron a la joven a la choza de la hechicera que luchó contra la muerte durante horas hasta que, exhausta, perdió la batalla. La negrura se llevó a la joven a punto de cumplir catorce otoños
De pronto, Lug se apoderó de Briana. Su cuerpo convulsionó sin control, su mente se aceleró de nuevo y ante ella se desarrolló la escena que nunca hubiera querido ver: Aravo, su compañero, violaba salvajemente a su hija mientras invocaba a los dioses prometiéndoles culto incesante si le concedían el poder de controlar los grupos que explotaban el entorno de las lagunas.
La ira crecía en su alma de madre, quería despertar y matar con sus propias manos al monstruo traidor, pero Lug tenía otro plan, mostrarle el futuro: su lucha por recuperar la autoridad que en ese mismo momento le estaba siendo arrebatada, su incansable trabajo para volver a procurar un futuro solvente a su pueblo y su inmenso esfuerzo para superar el dolor por la pérdida de una gran parte de su ser, Aunia, hija del amor y el deseo que, llamada a ser una gran mujer, yacía ahora en un hoyo con las piedras verdes que le dejó su padre antes de partir y el collar de plata y cuentas más querido de su madre.
Briana, la justa y valiente mujer, se retorcía y de su boca salía una espuma densa, Althea temía por su vida. Lug la poseía y no sería fácil arrebatársela.
De pronto, su cuerpo quedó desmadejado bajo las pieles y en su cara se dibujó la perplejidad. Estaba viendo su propia muerte: un dolor intenso atenazaba su pecho hasta que la presión se hacía insoportable y todo se volvía negro. El poderoso dios quiso también que supiera lo que ocurriría después: los miembros de su comunidad la enterrarían con honores. Vestida con sus mejores ropas, depositarían junto a ella sus objetos más preciados; algunos, de gran valor, como puñales de cobre y diademas de oro y otros, los más amados, como el zurrón de Abadutiker y el primer cuchillo de Aunia. Las ceremonias y los banquetes serían fastuosos y tras ellos volverían al día a día.
En su viaje, vio nacer y morir muchas generaciones. Llegaron extranjeros, hubo guerras y su pueblo desapareció. Un lejano verano doraba los campos cuando un grupo de extraños removía el lugar que un día fue su hogar y su misión de vida. Se horrorizó al ver
como desenterraban a su amada hija y sus preciosas joyas. Su cuerpo había servido para clausurar el cocedero de salmuera, sacralizar el lugar y devolver a la madre tierra parte de los bienes extraídos. El odio y la impotencia por tal profanación crecieron hasta que sintió el respeto de quienes así actuaban movidos por la necesidad de entender el pasado. Sintió que todo iba a estar bien y se abandonó.
Comenzó a sentir su cuerpo, escuchó cánticos y, lentamente, volvió. Althea se estremeció al ver la nueva luz en los negros ojos de Briana, su sonrisa le hizo ver que lo conocía todo, que no había secretos para ella y que nada ni nadie la detendría jamás. Una fuerza incontenible emanaba de cada uno de sus poros y, tras sentir su abrazo, la vio partir decidida a cumplir su destino.
RELATO DEL TALLER DE:
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María Isabel López Ben
07/10/2024