EL VIAJE (JAIME POR DUPLICADO)

Por Luis Cantarell Gregori

Una vez más, Hernán comprobó el billete en la pantalla del teléfono; sí, todos los datos eran correctos y en breves minutos atravesaría la puerta de embarque rumbo a su destino; necesitaba parar, se decía, el último año había sido una auténtica locura, la empresa familiar, levantada entre su abuelo materno y un hermano de este hace setenta y ocho años había quebrado; un modesto, aunque bien considerado taller de paños artesanales que, poco a poco obtuvo el reconocimiento y cariño del barrio hasta situarse como uno de los comercios más carismáticos y queridos del vecindario.

Ya en el pasillo de embarque, de nuevo recordó las caras de sus seis ex empleados y, moviendo la cabeza, se repitió que ya nada dependía de él; necesitaba parar, se repetía tratando de justificarse todavía.

Durante el vuelo cabeceó, de vez en cuando abría los ojos impelido por la costumbre de echar cuentas de manera compulsiva; así aprendió de su abuelo materno y sus tíos.

En ese duermevela, los nombres de sus ex empleados aparecían y junto a ellos sus rostros, sus voces, costumbres y aficiones. Leopoldo, por ejemplo, jamás perdonó un día sin el debate en la radio —siempre a la misma hora y en el mismo dial— sobre los partidos semanales mientras se peleaba con los patrones de costura. Mascullaba tan alto a veces, que parecía estar encarándose con alguno de sus compañeros. Gracia era toda una especialista a la hora de insistir sobre bocetos de paños basados en ideas propias y con un punto de modernidad. Llevaba de cabeza a Leopoldo, a quien llamaba Leopardo para enfadarlo aún más. Normalmente acababan discutiendo prácticamente por cualquier motivo y a menudo dejaban de hablarse durante parte del día. Y luego estaba Jaime. Siempre tan ensimismado en las cuentas y en los «manga» de los noventa que apenas salía de la mesa de trabajo, ni siquiera para comer con sus compañeros. Cómo echaba de menos a esos tres ahora.

Hernán se sentía humillado por lo ocurrido desde que la pandemia estalló y se vio obligado a tomar las riendas de la empresa; era el primogénito y en familias como la suya ya se sabe. En realidad, desde niño había querido ser arqueólogo y aquel taller resultó lo más parecido que la familia le supo y pudo ofrecer: arqueología de paños artesanales; pensarlo así le servía de consuelo en momentos de colapso como aquel.

Un hombre que rondaba los sesenta y cinco años ocupó el único asiento libre a la derecha de Hernán; llevaba una fina carpeta azul de cartón entre sus manos.

—¿Molesto? —quiso saber el inesperado compañero, lo que acabó por sacar a Hernán del ensimismamiento a pesar de ignorar qué contestar.

Continuaron el viaje sin intercambiar apenas palabra alguna, sólo escasas referencias al vuelo precisadas exclusivamente por aquel compañero inesperado y algo molesto, según la impresión que de él tuvo nuestro heredero truncado del taller de paños artesanales.

El avión descendió sin dificultad. Una vez en tierra y con el equipaje junto a él, Hernán, de pronto no supo qué hacer, había quedado en blanco.

—¿Tienes lugar donde quedarte? —preguntó el desconocido—. He conseguido una habitación a muy buen precio, voy a estar cuatro días; la prefiero a un hotel, al final me resultan muy fríos.

—Ah —acertó a contestar sorprendido, y bastante descolocado aún, Hernán.

—Me puedes encontrar aquí —Y le acercó una tarjeta con lo que sin duda era su número de móvil estampado y estrechó la mano derecha con cierta dosis de firmeza, aunque suavidad en el fondo— Saúl, encantado, disculpa no haberme presentado antes, qué cabeza la mía.

No fue hasta transcurridos unos días que volvieron a verse, esta vez en el interior de un café típico del casco antiguo de la ciudad. Hernán no recordaba las palabras de aquel hombre y prácticamente nada de lo ocurrido en el avión salvo alguna imagen vaga del aeropuerto a su llegada.

—Vaya coincidencia curiosa —exclamó Saúl con gesto de tranquilidad—. Como verás, sigo aquí.

—Ah, vaya —Hernán se mostraba completamente falto de interés.

—Si molesto, no tienes más que decírmelo, aunque mejor me siento en otra mesa —Y justo en el momento de hacerlo, una pareja ocupó la única mesa libre. Por alguna razón que Hernán desconocía, invitó a Saúl a tomar asiento a pesar de no tenerlas todas consigo.

El calor de aquel día era abrasador y Saúl hablaba de modo pausado, sin perder la sonrisa que a veces se transformaba en un gesto de marcada melancolía al final.

—Y por lo que veo, no deseas entablar conversación —dijo Saúl, que se giró levemente cruzando las piernas para tomar la carta y pedir un café irlandés sin azúcar en taza de café turco.

Con cierto recelo, Hernán lo observaba discretamente y él lo notó; aunque parecía no importarle en absoluto.

—Por mí no te preocupes —añadió—, he venido a tomar un café y no tardaré demasiado en marchar.

Saúl se acomodó y miró a través de la ventana. Sobre la mesita de madera con tablero de falso mármol colocó la misma carpeta azul, entonces Hernán creyó reconocer alguna de las letras que de pasada vio durante el trayecto: delicadas, de una caligrafía inglesa y sin muestras de debilidad en el trazo. En ese momento, el dueño de la carpeta colocó las manos sobre la etiqueta blanca y su dedo anular derecho mostró dos alianzas, una de plata y otra de oro, algo desgastadas y, sin embargo, relucientes.

—¿Qué te trae hasta aquí? —preguntó Saúl mientras removía su café con la mayor delicadeza posible para no diluir la montañita achatada de nata salpicada por leves motas de canela.

—Me han robado.

Hernán no sabía dónde meterse ni cómo arreglar tal aseveración, así que, tomando carrerilla continuó.

—¡Me han robado en el trabajo! He perdido a mis trabajadores, sangre nos ha costado mantener la empresa desde mis abuelos hasta hoy.

Su compañero se mantenía en silencio mientras acariciaba la taza de porcelana.

—¡Hemos invertido los mejores años para que ahora vengan y nos digan…! —Se alteraba por momentos—. ¡Mi familia ha invertido tanto, ha trabajado tanto y ahora se lo pagan así!

—Dices que te han robado.

La pregunta dejó a Hernán un tanto descolocado sin saber con certeza cómo contestar.

—Y que has perdido a tus trabajadores.

Volvió a suceder lo mismo a pesar de tener la respuesta en la punta de la lengua.

—Disculpa, no trato de ofenderte, quizá sea mejor que calle —El hombre vuelve a la carpeta creando un silencio tan audible. Ambos concentran sus energías en las respectivas tazas de café mientras, al otro lado del cristal las personas pasan ante ellos de forma totalmente ajena—. Una pregunta, si no te incomoda, ¿por qué te duele tanto haber perdido la empresa? Sé que suena extraño.

—¡Me está tomando el pelo!

—Lo sabía.

—Porque la pregunta es ridícula; ¿cómo puede preguntar algo así? No nos conocemos de nada y…

—Únicamente te he hecho una pregunta.

—¡Que es repugnante!, ¡quizá usted o sus intenciones también sean repugnantes!, con todos mis respetos.

Callaron de nuevo, Hernán, de pronto fue consciente de que en ciertos momentos se comportó de forma demasiado dura con Gracia, ella tan insistente en sus ideas siempre diferentes. Con Leopoldo, en cambio, actuó de manera ciertamente permisiva. En realidad, le temía. Y Jaime… la verdad, un tanto olvidado, relegado por rarito al cuarto trastero de aquel microcosmos que resultó ser el taller.

—Jaime —pensó en alto Saúl.

—¿Cómo dice? —Sintió el corazón golpearle.

—Era el nombre de mi hijo, su madre y yo no tuvimos más. Primero falleció ella y ahora él. Parece mentira, lo que más recuerdo es su camiseta de superhéroe medio desteñida al salir de casa esa mañana. Jaime pasó ante mí con esos andares de pato mareado tan divertidos que tanto hacían reír a su madre y luciendo su camiseta.

Las vueltas que da la vida, tú enojado, y con razón, por esta tremenda situación tuya y yo sin haberme podido despedir del único ser por quien habría dado la vida —hundió los labios en la nata para respirar con calma antes de continuar—. Dentro de un rato recogeré sus cenizas, llevo dos días dando vueltas por la ciudad sin decidirme a dar el paso. Parecerá una tontería o una cosa rara, pero no sé cómo coger la urna cuando me la entreguen, me da mucho miedo tenerla delante y que se me caiga, aún me cuesta creer tener que llevarme a Jaime de este modo. Por eso, si no te importa, antes me gustaría tomar en silencio y en tu compañía este café aquí, en donde tantas veces nos sentamos su madre, él y yo.

Tras algunos minutos de silencio, Saúl Gómez Avendaño se levantó para marcharse con su carpeta azul entre las manos. Se despidieron e invitó pese a la obstinación de Hernán Pavía Sastre, quien esperó un poco más mirando sin mirar a través del cristal, incapaz de ver a la gente que pasaba, los ojos se le habían llenado de lágrimas y los abrió intentando tragarlas en vano, otro acto en vano. A continuación, dejó unas monedas sobre la mesa y marchó despidiéndose del camarero.

Durante el tiempo en que quedó solo no pudo pensar más que en Gracia, en Leopoldo y en Jaime. Jaime por duplicado.

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