ENTRE MAYO Y JUNIO – Carmen Mª Bande Fernández

Por Carmen Mª Bande Fernández

La luz del atardecer de finales de mayo penetró en la estancia a la vez que un hombre moreno, fornido, atractivo, consolaba a la familia presente y se ponía a disposición para honrar al fallecido y, sobre todo, ayudarle en su tránsito a la eternidad. Al preguntar por algún deseo especial en la definitiva despedida, una de las hijas del finado habló un rato con él y la reunión se disolvió.

Fue un funeral precioso, lleno de amor y esperanza.

 Yo, Lara, pedí algo el día de la muerte de mi padre. Había algo en lo que  creía  profundamente entonces, no tanto ahora, y sentía  que debía tener su lugar en las honras fúnebres; he de decir que por mí no existirían tales, pero no era mi palabra la que contaba y por tanto, imbuida por el general ambiente de duelo, a la pregunta de algún deseo especial, pedí que fuese leída la primera carta de San Pablo a los Corintios, si, la de las bodas, pero yo sentía que se debía cantar al amor, y que la homilía versase sobre el amor de pareja, el de aquella mujer que, enlutada, se acurrucaba en una butaca y el varón yacente en el ataúd. Me expliqué como mejor pude y debió de ser bien, pues la homilía fue un maravilloso canto al amor eterno.

 El duelo en aquel mes de junio supuso una desbandada familiar, de corto recorrido y distintos destinos: la viuda, Marisa, única doliente ante quien la quisiera oír (siempre fue especial), los hijos, huérfanos sin derecho a serlo, igual que no se les había concedido el de ser hijos ni personas, aprendiendo lo último en la enfermedad paterna. La mayor, un poco a su aire, se fue a la capital donde trabajaba, la mediana se encerró en un mundo en el que la ausencia del padre, su dios, cortaba cualquier posibilidad de continuidad, y el pequeño, a sus quince años, sobrevivió a base de adolescencia y buenos amigos. Conozco a esta familia de siempre y fueron momentos duros y solitarios para ellos.

Me fui para la ciudad donde trabajaba y no me presenté ni un solo día, exceptuando, por supuesto días de guardia en el servicio de urgencias. Aquel descontrol en que mis días se ocupaban en dormir, fumar, comprar sin sentido, gastando mi sueldo en tiempo récord y vacío, vacío, vacío…no era duelo, era NADA, esa era mi dimensión de vida. Casi me cuesta la obtención del título de especialista al año siguiente. Y creo que a día de hoy sigue ocupando en mi mente un sitio fundamental que me impide ser o sentirme plena alguna vez.

La víspera de San Juan, un grupo de amigas organizó un plan de cena, hoguerita y unos pubs al que me apunté. Buena noche en la que cuando ya una tras otra nos íbamos marchando del último bar, se me acerca un tipo que provocó en las que estaban saliendo algo así como una conmoción con latigazo cervical incluido. Dos besos de conocidos, interés general por la familia, sabía mi nombre ya del primer día, ahora también profesión, lugar de trabajo, edad, estado civil y casi, casi, documento nacional de identidad, o eso parecía. Surgió un rato de charla agradable al calor de otra copa y al abrigo del bar casi vacío. Durante el trayecto a mi casa, su amable compañía se entretejió en algún momento entre mis brazos, mientras sus manos protegían mi espalda, y hasta algún aliento de ambos no se perdió en la noche mágica, sino que se cobijó en nuestros interiores.

Al día siguiente desperté desconcertada, ¡mi madre!, era lo único que podía repetir, aún después del primer café y el tercer cigarro; intentaba hacer autocrítica y no podía, no encontraba argumentos, bueno si, los obvios, pero esos eran tan poca cosa frente a unos tremendos ojos negros, el negro pelo cayendo sobre ellos, y su tranquilo conversar tan calmante y sanador ¡oh no!, eso era mucho para perderse en lamentos que ni siquiera se me ocurrían. Quizás esa noche se apodero de mí la inconsciencia, o no.

 Recuerdo que ahí por julio se empezó a criticar a la hija mayor, la médico, con D. Pablo. Parece ser que alguien joven de aquí los había visto en la capital, en un bar, y paseando de noche. Yo no lo creo, Lara siempre fue muy formal, demasiado diría yo, muy dominada por los padres y nunca se le vio de fiesta, al menos aquí en Tomé. Es cierto que la gente engaña, pero yo aquí me jugaría una mano.

El mes de Julio salí del letargo y desarrollé mi trabajo con normalidad, transcurrió tranquilo, con mi familia, amistades…hasta que un día, recibí una llamada en un teléfono cuyo número no recordaba haber dado a quien me respondió: “Hola Lara ¿qué tal?”. Ahí estaba de nuevo, la tentación, así se me representó en la cabeza, casi con luces rojas de peligro y toda la parafernalia. A la vez, una tremenda alegría salida de no se donde me invadía al oír su voz. Al colgar pensé que aquello no estaba bien, que parecía un acercamiento peligroso, que -sé yo cuantas cosas más…pero mientras me preguntaba acerca de la posibilidad de conseguir material sanitario para una ONG con la que colaboraba, mientras yo pensaba que aquello era una excusa, cuando me decía de quedar para tomar un café y hablarlo, entonces, en esos todos momentos, me dejaba llevar con muchísimo placer por la posibilidad de ver de nuevo al más atractivo de los hombres que conocía.

Quedamos un caluroso día de agosto cerquita de mi casa, eso sí, con ese tramposo pudor que surge cuando sientes que haces algo malo aunque la apariencia sea inocente, te atreves incluso a denominarlo así, y en tu interior inocente es el último de los calificativos que, siendo honesta, podrías dar a tus emociones.

Hablamos de lo que nos traía allí – las medicinas, ¿recuerdan? – con verdadero interés por mi parte y el suyo, de la posibilidad de ayudar a los pacientes  en el hospital a través de su ministerio, que he de decir que me sorprendió  agradablemente, y así de infinidad de cosas, pues ambos éramos buenos conversadores; pronto llegarían las fiestas patronales, con multitud de conciertos y demás actividades, hablé de Sabina, pues era y soy fan incondicional, que pensaba ir con mi hermana y una amiga y, ¡mala suerte!, me dice que las entradas están agotadas, le digo que no puede ser, y, adivinen, adivinen rápido que va: él podía conseguir dos. En ese punto ya me sobrepasó la situación, ya no supe hablar y  quedamos  casi por gestos en que me avisaría. Así fue, teníamos entradas, dos entradas.

No sé en que momento me convertí en la persona más tímida del mundo aquella noche, entre las más de quinientas posibles, si al cruzar la calle melancolía o quizás al darnos las diez entre la multitud, no sé.

Desconozco cuando me comencé a enamorar, y sintiéndolo mucho, pero así fue, si al atravesar el bulevar de los sueños rotos mientras unas manos encontraban hueco en mi cintura, o sintiendo su dedo acariciar mi brazo mientras me devolvía aquel robado mes de abril. Fuera como fuese, fue real aquello de peor para el sol, pues se perdió el embrujo que rodeaba a un hombre y a una mujer, sin adjetivos posibles, aquella cálida noche de septiembre.

Más días, más vida, más trabajo, el discurrir normal.

Pero, increíblemente, o al menos esa era mi sensación, él siempre volvía a aparecer. Y en esta ocasión que os voy a contar, con tintes cómicos y, lo peor, escandalosos. Habiéndome subido yo al autobús en la parada inicial, al llegar a la de salida del pueblo natal de ambos, veo por el rabillo del ojo que  hacían señas con los brazos intentando llamar la atención de algún pasajero; cuando fijé la mirada, vi que era mi atención la que buscaba aquel inesperado molino de viento con sus aspas a toda velocidad indicándome que me apeara, y eso hice, cual quijote dispuesto a librar, no una batalla que esa ya la sabia perdida en este juego, sino un pulso a la vida por mi cuota de felicidad, durase lo que durase.

Fue una noche maravillosa. Palabras. Risas. Fue poner en claro mi libertad y su compromiso, mis reticencias y las suyas ante lo prohibido, lo juraste, pero por un bien mayor. Hasta hubo tiempo para eso de aclarar hasta donde podía dar, chocando con mi ausencia de necesidad de promesas, futuros ni nada que se le parezca. Y así transcurrió aquella primera vez de tantas, pero aquella, plena de primerísima vez, de curiosidad y descubrimiento, llena de inocencia y lo otro, de corazón y lo que no lo es. Única para siempre.

 “Cuando el rio suena agua lleva, se dice aquí en mi pueblo, y cuando suena tanto, no hay duda. Si uno los vio aquel día en un bar, no se quién en el concierto y encima a él llamándola desde la carretera al autobús, y a ella apeándose, que más se necesita saber”. Ante estos comentarios y otros parecidos yo que iba a hacer, contrastaba la información, porque al final eran vecinos y yo muy amigo de su padre que en paz descanse, y por su memoria tenía que enterarme bien y hacer lo que es debido. Por defenderla tuve incluso alguna discusión. Lo hablé únicamente con algún conocido muy cercano y nos extraña mucho, pero…

Pasó el tiempo y como a todo hijo de vecino, a Pablo lo llamaron a filas y para Madrid que se fue. No sé si realmente lo deseaba, a día de hoy creo que igual sí la razón y no el corazón, pero sí creía que el tiempo y la distancia pondrían fin a lo imposible.

La vida sigue su curso, casi siempre rutinario, e inconscientemente pasamos pantallas, pero las hay que no te dejan pasarlas  con facilidad. Eso ocurrió aquel viernes. Era por aquel entonces médica adjunta del servicio de urgencias de hospital. Una guardia de viernes noche sin especial afluencia de pacientes. Charlas entre compañeros. Bastante más de medianoche. Un celador de puerta se me acerca sigiloso y con cierta cara de alarma, diciéndome: “doctora, pregunta por usted un hombre a la entrada”, me asusté, tanto que hasta recuerdo la cara del último colega que vi antes de salir. Esos avisos suelen ser por algo malo. “¿Le pregunto qué desea?”. “No gracias, ya voy yo”.

Hoy tengo muchos años más que entonces, infinidad de recuerdos almacenados, he vivido emociones muy hermosas y, sin embargo, he de reconocer que la sensación de aquel momento, el temblor que me recorrió y la ternura que sentí cuando aquel hombre, con cara de frio, plumas rojo y ojos brillantes, me susurró que había ido a ver si estaba allí porque al llegar me había llamado a casa sin cesar y al no responder pensó que podría estar trabajando y fue para verme unos minutos, sólo eso, convirtieron ese momento en, probablemente, el más bonito de mi vida (entre los dos o tres sería más correcto, pero falso).

Un fin de semana feliz, dos meses más y su primer destino fijo como apoyo espiritual de pacientes en el hospital. Rutinas compartidas, viviendo y con las alertas encendidas. Cenas especiales y regalos de cumpleaños. Imprudencias. Un ritmo de vida que mantiene mi sueldo. Viajes lejanos. Mi amor puesto en una balanza con la fe de contrapeso. Descaro inconsciente y persistente.  Primera matrícula de derecho para tener alternativa. El difícil equilibrio en que se convierte la vida cuando pretendemos hacer de lo anómalo, vida normal, previa anestesia de una estricta y bien inculcada moral.

Rupturas. Tener que retomar siempre porque el corazón parece que va a romper, porque dice que no soporta que sea de ningún otro y me lo confirman (o eso deseo creer yo) sus lágrimas.

 Uno siempre cree estar curado de espantos, pero sin duda no es así. En el caso de Lara, tengo que pensar que enloqueció. Ella, tan educada, correcta y formal, prototipo de no haber roto un plato en su vida. Sólo estudiando y por ahí con su madre, nunca de noche como otras y mira la desvergüenza que escondía. No se conoce un caso de descaro semejante, a plena luz, en su propio pueblo, en lugares llenos de gente, en el hospital, que horror. Él siempre fue un picaflor, no se puede entender que se hiciese cura, pero por respeto a su familia y a la iglesia creíamos que había cambiado y no, pero lo de ella, eso sí que es incomprensible.

Si hablé de sensaciones únicas, he de mencionar la mayor vergüenza que sentí en la vida. Fue un día radiante de finales de mayo, el posterior a la misa aniversario de mi padre, y ya, no puedo decir más de aquello.

Y cuando se mezclan, luchando, sentimientos y pensamientos, cuando ya los primeros pierden vigor y los segundos ganan en sensatez, la vida se va haciendo cuesta arriba. Aparece el llanto ocasional, los gastos en común excesivos, la mutua incomprensión y, como resultado, las dudas y la pérdida de alegría.

Como una despedida que nunca se resuelve pasaron meses y llegó otro mayo. Lo diré rápido pues creo que a pesar del tiempo aún duele: un retraso sospechoso, una charla seria; no tengo problema, me voy a trabajar sin dificultad a otra ciudad y sigo adelante; de ninguna manera, imposible; si fuera real no se detiene; yo te digo que sí, mi vida no va a alterarse por algo así; test tranquilizador; gracias a Dios; ni lo menciones, no tienes derecho. Adiós.

Se resolvió la despedida.

Un simple rato entre mayo y junio.

Quiso ser mi amigo, sólo una cosa le dije, que si era en adelante un tío decente lo sería. No he vuelto a responder a sus saludos en nuestros escasos encuentros. Y continúo sin intención de hacerlo.

A ratos me arrepentí, en la mayoría, no.

 Ayer vi a la hija de Marisa, a la médica, con una niña de meses. Hace tiempo sé que se fue a vivir a Extremadura, según me contó su madre tiene pareja allí. Vete a saber esa niña, muy bonita, por cierto. Que casualidad que después de la historia, del escándalo con D. Pablo se fuese lejos con el trabajo tan bueno que tenía aquí, en el que hay que reconocer que era muy buena, en eso porque en decencia, ya digo, a largas tierras, grandes mentiras y yo hasta le saqué parecido al padre, bueno, si fuese así y ella marchó huyendo, por algo, de aquí.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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