HABRÁ UN MAÑANA – Mª Elena González Sanz

Por Mª Elena González Sanz

Salir

Desorientada, escuchó la verja chirriar tras ella. Se obligó a no volver la cara al sentir los cuatro ojos que se clavaban en su espalda y comenzó a caminar.

A pesar del cansancio y el entumecimiento que sentía en las piernas, fue capaz de disfrutar el corto trayecto andando hasta tomar el Linecar, hacía muchos años que caminar en línea recta más allá de 70 metros había sido un acto cotidiano imposible de realizar. Llegó a su destino después de cuarenta minutos escasos de bacheado y accidentado trayecto. La rueda delantera derecha del viejo Setra Seida reventó sin consecuencias para el pasaje, pero dejando claros indicios de que el tiempo del anciano vehículo estaba ya por terminar.

En Segovia, a mediados del mes de agosto, el asfalto se derretía por debajo de la suela de sus viejas y destartaladas Converse All Star blancas y azules. A principios de los 2000 cualquier jovencita de su edad moría por tener unas de esas; ahora pasados siete años, cuatro meses y tres días desde que ingresó en la cárcel de Brieva, lo cierto era que nada de su indumentaria y aspecto físico tenía importancia para Elisa. Su cabeza la ocupaba un solo pensamiento, una sola razón para seguir: Él.

Cumpleaños

Viernes, 15 de septiembre del 2000. Hoy cumplo 18 años. Me he despertado con el subidón emocional de la fiesta que se avecina esta noche y con la resaca física de la que aún no sé muy bien si ha terminado, aun a riesgo de resacón mañanero, el fiestón de anoche era para no perdérselo. Me he pasado de vueltas y mucho.

Nunca había probado el LSD. La maría sí, pero me da mucha hambre y por eso paso de fumar. Ahora, cada vez que queremos ponernos un poco a tono, pillamos un gramo de coca y con eso vamos bien, sin más. Anoche Borja invitó a un amigo y a su novia a La Nave —Jaime y Laura—, así se llaman. Después de unas copas, Jaime sacó un diminuto papelito cuadrado con un dragón pintado, un trippy, según me dijeron. Aunque parezco muy lanzada, a mí esas cosas ya me empiezan a dar mucho miedo y dije que pasaba.

—Vamos Eli, no seas corta rollos —me ponía mala cada vez que me llamaba corta rollos, Borja sabía de sobra que no lo aguantaba y que era la forma de hacerme caer—. Total, un cuarto para cada uno es como nada, verás que subidón.

Muchas veces he querido, sin conseguirlo, salir de este círculo en el que estoy inmersa; es tóxico, en todos los sentidos. Eso es lo que me dicen todas y cada una de mis neuronas a coro de góspel mientras me miran con la misma cara que Britney cantando: “No hay escape, no puedo esperar. Necesito un golpe, amor, dame eso. Eres peligroso y me encanta”. Eso es Borja, peligroso y tóxico, y la razón principal por la que sigo metida en este mundo que, más pronto que tarde, terminará con alguno de nosotros.

No recuerdo cómo llegué a casa anoche. Tengo una ligera idea de que, después de comernos el cuarto en el coche, ayudando a tragar con un buen taponazo de JB, entramos y nos unimos al resto. La Nave era un local muy grande, unos antiguos gallineros que un compañero de la facultad de Borja había habilitado a las afueras. Aunque por fuera seguía teniendo aspecto de gallinero, por dentro la decoración era espectacular, al parecer habían invertido un pastizal en ella con la intención de hacer del local un lugar de referencia para la noche de la ciudad.

—Ya sabes, gente guapa. De nivel. Cuanto más raro y excéntrico, más cool —me dijo Borja una noche, señalándose a sí mismo con los pulgares.

Las luces, la música y el LSD hicieron el efecto que se esperaba de ellos. Sentí como mi cuerpo se elevaba a medio metro del suelo, liviana como una pluma, bailé y bailé hasta que una mano, la de Borja, me agarró por la cintura. Me hizo bajar al suelo y, si la única parte de mi cerebro que funcionaba en modo ON no me falla, tiró de mí hasta hacerme montar en su Cayenne negro.

Empezar

Entró en la estación y buscó una cabina de teléfonos. Sacó un papel del bolso del pantalón en el que también guardaba los 870 euros que le habían entregado en Brieva junto con sus pertenencias. Una pequeña bolsa de deporte, con un pantalón de la talla 38 y un top blanco en el que ahora, si intentara ponérselo, le saldrían sus pechos a cada lado caídos y fofos como alforjas vacías. Un Michael Kors de pulsera de acero, regalo de su padre por su graduación en Bachillerato, un bolso Guess negro y unos aros de plata de tamaño considerable conformaban todas sus posesiones.

Marcó en la cabina el primero de los dos números del móvil que tenía anotados en el papel y esperó. Al quinto tono, cuando ya casi había desistido, una voz familiar contestó:

—¿Diga? —la respiración sonó agitada, en el tono de voz se notaba la intención de recobrar la compostura.

—¿Mamá? —sin embargo, la voz de Elisa sonaba casi a decepción, quizá no espera respuesta a la llamada.

—Elisa, ¿Elisa, eres tú?, tenía el móvil en el salón. ¿Dónde estás?, ¿has salido?, no nos has llamado. ¿Cómo se te ocurre salir y no avisarnos antes? Enrique puede coger el coche y salir ahora mismo, dime donde le mandamos a buscarte. Hace meses que intento comunicarme contigo y siempre me decían que no querías recibir llamadas ni visitas. Elisa, Eli… Dime algo, hija.

—No te preocupes mamá. Estoy bien. No voy a volver a casa, es mejor para vosotros que todo siga como hasta ahora. Necesito espacio y pensar. No sé lo que quiero hacer con mi vida, pero tengo muy claro lo que no quiero, no quiero volver. Solo he llamado para que lo sepáis y, si te es posible, no intentéis buscarme.

—¡Pero hija! Ven a casa, ¿qué va a ser de ti? Elisa, ¡no me hagas esto!

—Adiós mamá, da un abrazo y un beso a papá. Os quiero.

Al otro lado del auricular, un pitido agudo y continuo taladró el tímpano de su madre. Colgó, se secó una lágrima con el pañuelo de hilo que guardaba en el bolso de la americana del traje de tweed y salió al jardín. Avanzó por el camino empedrado, la música apaciguaba su alma y sosegaba su espíritu. A los cinco minutos la conversación con Elisa quedó obligatoriamente olvidada por la que mantenía con la esposa del alcalde.

La fiesta

He conseguido levantarme y meterme bajo la ducha antes de que mi madre haya entrado en la habitación acompañada de Adamá.

Adamá trabaja en casa desde antes de que yo naciera, llegó a España desde Nigeria. Tuvo la suerte de que mi padre, en aquella época marino mercante, la encontrara y la trajera a casa. Mi padre es de esas personas que escasean en el mundo. Un hombre hecho a sí mismo al que su dura infancia le hace apreciar las pequeñas cosas de la vida. Le miro, y siempre pienso en no decepcionarle. Solo nosotros dos nos reconocemos en esta gran jaula de grillos que es la familia de mamá. Papá perdió a los suyos en la mar y a su madre en un sanatorio mental cerca de Somiedo, solo nos tiene a nosotras.

Me encanta cuando Adamá me abraza con esos brazotes grandes y duros como columnas griegas, es cariñosa y discreta y siempre huele a bizcocho. Ella me conoce, sabe de mis locuras y mis desfases. Me riñe con sus inquisidores ojos negros, pero siempre calla. Calla cuando mi madre se enfada con ella y le chilla. Calla hasta cuando a veces le llama negra, no sé ni cómo se puede controlar. Me he tomado la manzanilla que me ha traído haciendo los oportunos ascos, pero reconozco que me ha venido bien. Adamá me ha ayudado a vestirme, mientras mi madre, revoloteaba por la habitación como una urraca enjaulada. Me ha colocado el pelo y revisado que todos y cada uno de los botones del vestido de shantung de seda verde quedaran debidamente abotonados.

Ver la cara de todos los invitados cuando he aparecido en lo alto de la escalera ha sido la leche, lo reconozco: las profesoras de mi antiguo colegio, mis compañeras, el socio de mi padre y su exuberante segunda mujer, las amigas del club de mi madre, siempre pulcras y remilgadas, mi padre, mi adorado padre con su sonrisa y semblante bonachón. En fin, políticos, empresarios, gente de la cultura, lo mejor de cada casa. Luego están los míos, mis amigos. Todos hijos de familias bien, sin sospecha de conductas desordenadas y con un futuro brillante al alcance de sus manos. Y por último Borja, mi novio, fiel reflejo de lo que una madre espera siempre para su hija, el chico ideal.

No es fácil tener esta doble vida. La diurna, con mis clases en la facultad de derecho, mis colaboraciones con la parroquia y mis pequeños artículos en la gaceta del club…, y la nocturna, con desfases de jueves a sábado, ayudados por esos polvitos de color blanco. No ha sido complicado guardarlos en el pequeño bolsillo interior del corpiño de mi ideal vestido de puesta de largo. Antes de salir de mi cuarto he gastado una pequeña fracción, había que coger valor ante semejante despliegue. He de reconocer que mi madre sabe organizar una fiesta, los jardines del chalé que la familia tiene en El Espinar se prestaban para ello. Todo es perfecto, la noche perfecta, el catering perfecto, los invitados perfectos. Ahora solo me queda hacer el papel de niña perfecta

Seguir

Compró un billete para Madrid. Elisa subió al tren y empezó a ser verdaderamente consciente de la situación en la que se encontraba. Tomar distancia ayuda. Tomar distancia nos sitúa en el plano donde verdaderamente estamos, sin artificios, sin influencias, sin nada que nos nuble y nos haga olvidar lo que hemos sido, lo que somos y lo que queremos ser. La soledad, cuando es elegida, no es soledad.

Hacía más de siete años que estaba sola, con una soledad impuesta que, sobre todo al principio, fue insoportable. Recuerda los primeros días en la prisión como un sueño del que, por mucho que lo intentaba, no podía despertar. Después, las noches eternas, encerrada en la celda de doce metros cuadrados que compartía con Águeda. Su compañera, era una colombiana poco habladora, de la que decían que había matado a su marido después de enterarse de que se la estaba pegando con su hermana. Había mucho tiempo desde las nueve de la noche hasta las ocho de la mañana para hacerse amiga de la soledad y aprender a convivir con ella. Homicidio en grado de tentativa, este fue el veredicto que dictaminó el juez, Elisa tenía 18 años recién cumplidos.

Llegó a Chamartín a las cinco de la tarde de un 19 de enero del 2008. En la misma estación se hizo con un terminal móvil y una tarjeta prepago. Sacó del bolso del pantalón el papel donde tenía anotados los dos números de móvil y marcó el segundo.

Al contrario que cuando contactó con su madre, en esta ocasión sólo hicieron falta dos tonos:

—¿Diga? —esa voz con acento nigeriano, a pesar de los años pasados, le sonó como el repiqueteo de unas castañuelas.

—Adamá, ¿eres tú? —sabía de sobra que era ella, pero se estaba dando tiempo, no tenía claro que decirle.

—¿Eli? ¡Mi niña!…

Y en ese momento Elisa se derrumbó. Lloró, lloró como cuando era una niña y Adamá, para consolarla, la abrazaba con sus brazotes, grandes y duros, como columnas griegas.

Adamá ya no trabajaba en la casa de los padres de Elisa. Salió de la vivienda en el mismo momento en el que la policía se llevaba a su niña, con las muñecas embridadas y metida en un coche patrulla. Nunca más volvió. El padre de Elisa le escribió de su puño y letra una carta de recomendación que le hizo llegar a la casa de su hermana. Con mucho esfuerzo y la ayuda de su benefactor, Adamá había conseguido traer a España a su hermana hacía muchos años, casi tantos como los 26 años que tenía Elisa en este momento. Ahora trabajaba en una lavandería de Barajas, ocho horas, el sueldo no era muy alto, pero tenía una vida y una libertad que antes no conocía.

Pim, Pam, Pum

¡Qué bien está resultando todo!, mi madre parece encantada, ahora solo quedan los fuegos artificiales y nos vamos a La Nave. Ya es suficiente, ya me he cansado de tanto paripé, tanta sonrisa forzada y tantos besos al aire.

Antes de que comiencen los fuegos, me dirijo con paso firme hacia el baño de servicio. Mientras, saco la pequeña bolsita que guardo en mi corpiño —un poquito más para aguantar media horita y nos vamos. A mitad de camino de vuelta, unas voces me hacen parar en seco. Desde el ventanal que da a la parte de atrás de la vivienda veo tres sombras, reconozco la voz de mi madre, altiva, desdeñosa y soberbia. La de mi padre, sin embargo, suena apocada, servil y resignada. A la tercera voz no le pongo cara, pero el alma se me encoge cuando el tono de súplica se hace cada vez más audible y me asomó a la puerta entreabierta y escucho:

—Señora, por favor, déjeme ver a mi madre —la voz sonaba como una plegaria—, mañana embarco hacia el Mar del Norte, no sé si podré volver y me quiero despedir de ella.

—Sal de esta casa, maldito bastardo —gritó la madre de Elisa—. Ya es un infierno tener que aguantar la presencia de tu madre aquí, no me impongas ahora la tuya.

—Amelia, por favor, deja al muchacho. ¿Qué culpa tiene Dubba? —el anillo de boda de mi padre tintineaba contra la copa que tenía en su mano derecha. Su cara había demudado en un gesto de dolor y rabia contenida y su voz, aun sin elevar el tono, sonó desesperada y suplicante.

—Él, tú, la buscona de su madre, qué más da. Estáis a punto de colmar mi paciencia. Es tu bastardo, tu problema, no quiero verle aquí. ¡Fuera!

Sin terminar de pronunciar la frase, mi madre se abalanza sobre el chico, pierde el equilibrio y ambos ruedan por las escaleras. Corro hacia ellos, el vestido de mi madre está manchado de la sangre del muchacho, debajo de su cabeza, un charco de sangre se hace cada vez más grande.

Los fuegos artificiales empiezan con su pim, pam, pum. Miro las lágrimas de mi padre mientras balbuceando me intenta explicar. Mi madre, mareada y maltrecha, grita histérica pidiendo una ambulancia. La herida, debajo de la cabeza de Dubba, no deja de brotar y yo, espabilada por el polvo blanco, pienso en mi madre, ella es fuerte, lo soportará.

Corro hacia el vestíbulo y marco el 091:

—Policía Nacional, ¿cuál es la emergencia?

Desde el vestíbulo veo a mi padre, en pie, pequeño, muy pequeño. De repente sus hombros están caídos y fofos. Parece un anciano. Ella es fuerte, lo soportará. Visualizo a mi madre en prisión, acabará siendo una reina con su pequeña corte de meninas. ¿Pero papá? No, no podrá vivir sin ella. Y tomo una decisión, sin pensar. No lo pienso.

—Vengan deprisa por favor, creo que he matado a un chico —el auricular del teléfono de mesa cae de mis manos.

Encuentro

Estaba nerviosa. Salió al amanecer de la pensión en la que se había alojado y deambuló por las calles de Madrid. Aún estaban encendidas las luces de la navidad pasada, comenzaba el año y para ella comenzaba una nueva vida.

Entró en la cafetería del hotel Abba Castilla y no tardó en verlos. Adamá con su imponente presencia sonreía y la saludaba con la mano. A su lado, Él, su hijo, Dubba, se levantó y desplegó la sonrisa más radiante que Elisa hubiera visto en mucho tiempo. Alto, fuerte y de piel morena, como su madre, en su cara destacaban unos preciosos ojos verdes, como los de su padre.

—Elisa, este es Dubba —dijo Adamá, con un orgullo en la mirada en el que vio el orgullo con el que su padre la miraba hacía ya casi una vida.

Le miró y sus ojos se llenaron de lágrimas, lágrimas pacientes y felices, que habían estado esperando para brotar. Elisa se adelantó, le cogió la mano, le miró a los ojos en los que se vio reflejada y comenzó a hablar:

—Hola hermano, llámame Eli.

Los tres se fundieron en un abrazo y lloraron, lloraron de alegría como se llora cuando no importa nada más que el aquí y el ahora. Ya habría tiempo de contar, ya habría tiempo de pensar, ya habría tiempo de explicar. Pero no sería hoy, ya siempre habría un mañana.

F I N

 

 

 

 

 

 

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