HEAP SIZE OVERFLOW – Miroslava García Blanco

Por Miroslava García Blanco

I.
Jobita cumplía doce años trabajando para los Valle. Por supuesto que ya era vista como si fuera de la familia y a pesar de esa virtual condición no dejaba de tener la característica de la gente que trabaja al servicio de la casa, esto es, que cada vez que hacía la limpieza de alguna de las habitaciones invariablemente cambiaba de posición los adornos que la decoraban.
Los Valle vivían en una casa bastante cómoda y tal vez un poco grande para ser solo tres de familia. El Dr. Valle, médico de profesión, era un hombre que desde su juventud había sido brillante, y su buena posición económica se debía al resultado de su trabajo y a su reconocimiento a nivel mundial por su investigación científica en su ramo.
La Sra. Valle era una madre dedicada a su hija, a su casa y a atender los compromisos sociales resultado de las actividades académicas y profesionales de su esposo. Tenía obsesión por la limpieza y por que las cosas siempre estuvieran en su lugar.
La decoración de la casa era al más puro estilo francés, un poco recargado con gobelinos en sus sillones, lunas de espejo enmarcadas en pesados marcos estofados con hoja de oro, y figuras de estilo Lladró, Capodimonte y alguno que otro estilo alemán sobre las mesas de mármol y madera que combinaban con los marcos de los cuadros que colgaban de los muros en el mismo material. El piano de pared gozaba de un lugar privilegiado, pues había sido empotrado en el espacio que alguna vez había sido proyectado para una chimenea que al final fue cancelada. En fin, todo esto alargaba y complicaba el aseo de la estancia para la querida Jobita.

Montserrat Valle gozaba del mismo gusto que su papá. Tocar el piano para distraerse, liberar estrés y al final de todo disfrutar. Universitaria, con una carga de esperanzas y frustraciones puestas sobre ella que reflejaban los éxitos y fracasos de sus padres; asistía por supuesto a la mejor y más prestigiada universidad de tecnología, con un nivel académico tan alto que exigía de los alumnos no solo buenos resultados sino también su hígado y estómago.
En general era una chica de familia, tranquila, amante de la música, con un sentido del humor sarcástico que sólo ella se entendía. Las más de las veces aceptaba sin dudar las decisiones que se tomaban en casa a pesar de que no siempre estuviera de acuerdo con ellas. La rebeldía no figuraba en su perfil y sin embargo en más de una ocasión se reprochaba no haberse sublevado en casa ante situaciones que le molestaban, y terminaba aceptando resignadamente. Como aquella ocasión en que se perdió la fiesta de su mejor amiga, porque su madre la obligó a ir a la cena de la familia, que Montserrat aborrecía, “Total, fiestas con las amigas ya habría muchas”. O aquella vez que no la dejaron comprarse el vestido que ella quería y tuvo que conformarse con el gusto y aprobación del vestido que le gustaba a su madre con la vergüenza que tuvo que aguantar enfrente de la auxiliar de la tienda. O esa otra en la que llamaron del colegio porque la joven se había sentido mal y sus padres pensaron que era un pretexto para faltar a clases terminando en un vómito de salida de la escuela que evidenciaba la descomposición estomacal de la joven.

II.
Una tarde que Montserrat se acercó a tocar el piano se percató de que sobre la caja del instrumento había unas figuras nuevas, pero esta vez no eran de estilo francés o italiano. Eran unos pequeños elefantes traídos desde la India. Uno era más grande que el otro y ambos estaban decorados simplemente con cuadritos de espejo que dejaban un mínimo de espacio entre ellos.
A Montserrat le parecieron curiosos, no solo porque brillaban sus minúsculos espejos sino por que destacaban sin armonizar en absoluto con la decoración tan bien establecida del salón. Y su pensamiento fue:
“Qué feos se ven, no vienen al caso”.
De cualquier manera, se propuso abrir la cubierta del piano, y en el movimiento, la pequeña adquisición se movió precipitándose hacia el suelo.
Montserrat, con toda calma, los levantó, los hizo a un lado y se puso a tocar. Lo que no se imaginaba es que a partir de ese momento la historia se iba a repetir cada vez que quisiera calmar su estrés. Y cada vez que los levantaba se acordaba de la fascinante costumbre de Jobita de cambiar los objetos de lugar y en particular de esta extraña manía de dejar casi al ras del piano a estos paquidermos orientales que provocaban su invariable lanzamiento al vacío y la impaciencia de la ejecutante.
Un día, para continuar la sobremesa, la Sra. Valle y su hija pasaron a la sala y Montserrat se dirigió al piano. Recordando sus experiencias anteriores con los figurines, inmediatamente le reclamó a su madre la molestia que tenía que pasar cada vez que abría el piano ya fuera para recogerlos o hacerlos a un lado antes de comenzar sus repetidos conciertos. En tono de burla le dijo a su mamá que le parecían horribles y que seguro habría un lugar mejor donde colocarlos “donde combinen mejor” agregando en broma “¿qué tal guardados en el closet de triques?”, que, por supuesto toda casa tiene, o “¿qué tal en la basura?”
Su madre, que les tenía una especial estima, no tomó muy bien las risas y bromas hechas sobre estos gorditos, pero respondiendo de manera compasiva dijo:
-Ahí para nada estorban y no se ven tan mal.

III.
Era a finales de abril cuando la temporada de exámenes comenzaba y el piano extrañaba la presencia de Montserrat.
La universidad consumía por completo su tiempo, entre pequeñas tesinas a presentar y exámenes finales, pasaba horas en su cuarto estudiando y, por supuesto, no tenía mente para otra cosa que no fuera librar la batalla como guerrero para aprobar el semestre y una vez más convertirse en héroe.
Las nueve de la noche era regularmente la hora de llegada del Dr. Valle del consultorio. Esa noche como todas, su esposa lo recibió cariñosamente y se dirigió a la cocina a prepararle la cena que más bien consistía en recalentar la comida del medio día.
Mientras, el Dr. Valle se acomodó en el banco frente al piano a deleitar a todos en casa con sus melodías favoritas.
Cuando la cena estuvo lista, en vez de avisarle en voz alta como en otras ocasiones, la Sra. Valle se acercó hasta el piano para después acompañarlo a la mesa.
De repente, la Sra. Valle se puso a gritar con unos alaridos que asustaban:
– ¡Montserrat! ¡Montserrat!
Montserrat abrió la puerta de su cuarto asustada y respondió:
– ¿Qué pasa?
– ¡Baja inmediatamente!
Montserrat se apresuró a bajar a la cocina con cara de sorpresa.
– ¿Qué pasa? -preguntó.
– ¿Dónde están? -había furia en la voz de la madre.
– ¿Dónde están qué?
– ¡No te hagas! ¡Perfectamente sabes de qué te estoy hablando!
Montserrat miraba perpleja a su madre y, como si hubiera sido extraída de un templo de meditación y puesta en la silla eléctrica, el corazón de la joven empezó a palpitar rapidísimo, sin explicarse la razón de la agresión que sufría; mientras el piano sacaba armoniosas notas en el fondo.
-No sé de qué me estás hablando -contestó la chica.
Pellizcada por el brazo fue arrastrada hasta el salón
Y entonces continuó su mamá:
– ¿Dónde están los elefantitos?
Fue hasta entonces que Montserrat supo de qué le hablaba su madre, se percató de que los elefantes no estaban.
– No sé -contestó con una voz de sincera ignorancia, dirigiéndose de regreso a la cocina.
– Pues seguro tú los escondiste -arremetió la señora- nunca te han gustado y seguro los quitaste de ahí.
La joven de repente se sintió como una niña, pues no sabía qué contestar, estaba enmudecida y la madre aprovechó para continuar:
– ¡Pues yo no sé cómo le vas a hacer, pero esas figuras tienen que aparecer!
– ¿Y por qué me preguntas a mí? ¡Yo qué sé! ¡Llevo días sin tocar el piano! ¿Me estás culpando? ¿Por qué piensas que fui yo? ¿Por qué no le preguntas a Jobita? ¡Ella siempre deja las cosas en otro lugar!
La chica miraba sorprendida a su progenitora por la seguridad de las palabras que de su boca salían y, además, porque no sabía de dónde diablos iba a sacar un par de molestos e indigestos monstruos que por obra y gracia del Espíritu Santo habían desaparecido para calmar a la fiera que se parecía a su mamá.
Con ojos de plato Montserrat salió de la cocina con una cruzada más grande que la de aprobar seis materias. Lo primero que se le ocurrió fue ir como investigadora profesional a buscar evidencia en el lugar más obvio, y ese era el piano que estaba siendo ocupado en ese momento. Así que, sin molestar al ejecutante, la pobre joven buscaba tratando de no interrumpir a su padre, por los lados del piano, por abajo del banco y en los sillones cercanos sin tener mucho éxito en el resultado. Fue tal su insistencia que su padre volteó a verla sin dejar de tocar el piano y le preguntó:
– ¿Qué buscas?
– Papi, ¿no has visto los dos elefantes con espejos que estaban aquí?
– ¡Ah!, ¡sí! – contestó echándole un ojo al piano para no equivocar la nota-, cuando abrí la tapa del piano se fueron para atrás.
En ese momento Montserrat sintió un alivio profundo y al siguiente le recorrió por todo su cuerpo una corriente eléctrica de coraje. Por primera vez en su vida sentía que frente a sus ojos pasaban eventos y sensaciones parecidas a esta, pero que por alguna razón había dejado pasar. Sin embargo, esa noche, aquella desconfianza en ella había disparado un overflow en la estudiante y dolorosamente se daba cuenta de que no era la primera vez que era sentenciada sin tener la oportunidad de demostrar antes su inocencia. ¡Esto ya le había sucedido antes!
Montserrat se apresuró a la cocina para traer a su mamá al piano casi de la misma forma que la había llevado a ella. Y estando los tres en torno al instrumento le pidió a su padre que le repitiera el accidente ocurrido con las figuras en cuestión.
Entonces la Sra. Valle dijo:
-Pues habrá que sacarlos de ahí -y regresó a la cocina con actitud de ecuanimidad para disimular su falta.
La estudiante, molesta recordó que tenía que regresar a su estado anterior de estudio del que había sido abruptamente interrumpida, pero había un vacío en medio. Por lo tanto, se dirigió a la cocina se plantó en frente de su madre y le dijo:
– ¿Cómo se dice?
A lo que la otra replicó un poco altanera:
– ¿Cómo se dice qué?, ¿de qué hablas?
Y Montserrat sintió en el estómago un dolor más fuerte que el que le pudiera provocar cualquier examen, y después de un instante de silencio murmuró con la voz entrecortada:
– Se dice “perdón, me equivoqué”.
Dejando a su madre atrás sin oportunidad de nada subió a su cuarto, completamente distinta a la que había salido hacía apenas quince minutos antes.
Tratando de recuperar la calma tomó su libro y se puso a estudiar. Esa noche ya no volvió a salir de su cuarto.
A la mañana siguiente, las prioridades de la joven estaban en la evaluación a presentar.
Cuando abrió la puerta de su recámara estaba completamente arreglada y con las llaves de su auto en mano.
Al pasar por la cocina se despidió con un frío “ya me voy”. Hizo una pausa para saber si tendría alguna retroalimentación positiva sobre el suceso de la noche anterior, pero al no haber indicio alguno salió a la calle dejando atrás cerrada la puerta de su casa.
Se subió al auto e hizo una pequeña reflexión; supo en ese momento que nunca iba a recibir una disculpa y se dio cuenta de que algo adentro de ella se removía y ya había cambiado.
Con cara de decepción metió la llave en el switch del auto y arrancó el coche. No sabía qué quería ser de adulta, pero sí sabía qué no quería ser. Suspiró, encendió la radio a todo volumen para no escuchar más sus pensamientos, levantó la cara, se puso su armadura y se fue a la conquista de su examen.

RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura Creativa

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Esta entrada tiene 5 comentarios

  1. Mercedes

    Gracias Miroslava por tu relato. Es muy bonito

    1. Miroslava

      Gracias a ti Mercedes por tomarte el tiempo de leerlo

  2. Rosario

    Muchas gracias por tu relato. Las mujeres en diálogo con sus penas y vivencias. Felicidades.

  3. LOREDANA

    Felicidades por tu minucioso relato, muy evocador y bien articulado.

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