ILUSTRÍSIMO MIEMBRO!!! – Mª Mercedes Ros Rodríguez

Por Mª Mercedes Ros Rodríguez

Estoy comiendo en un bar (con un poco de prisa) un gazpacho y una ensaladilla de gambas. Suena el teléfono y una voz de ultratumba dice:
-Buenas tardes, soy el Dr.Ros (que casualidad, se apellida como yo, pero no me suena tener ningún pariente médico en Granada),la llamo para informarle, que yo solo he venido de otro hospital para realizar la intervención y que en este donde estamos parece ser que no existen contenedores para residuos altamente tóxicos, con lo cual, una vez extraído el miembro deberá llevárselo usted lo más pronto posible o no podré seguir operando.
– ¿Cómo? ¿Me está diciendo que me tengo que llevar la pierna?
– Si señora. – ¿Y, a donde me la llevo? Le pregunto con descaro-. ¿Desde cuándo en los hospitales te regalan algo y mucho menos las sobras de una intervención?
Con una voz fría e indiferente me dice:
– Yo no sé las costumbres de este sitio, pero sí sé, que se la tiene que llevar.
Estupefacta y con una gamba atravesada en la garganta le pregunto:
– ¿Sabe usted de algún lugar donde la puedan aceptar?
Él, con la prepotencia que tiene algunos médicos que ya han pasado la setentena y siguen ejerciendo el noble oficio de la medicina responde:
-Señora, yo no lo sé, solo sé que empezamos en media hora.
Pido la cuenta atropelladamente y alivio mi atragantamiento con un sorbo de gazpacho, que bien podía haber sido de vino, pues me hubiera sentado mejor.
Camino del hospital llamo a mi abogado y le cuento, que en un rato operan a mi padre, que le van a cortar una pierna a la altura del muslo y que me la regalan.
Yo tenía muy claro (aunque quizás no muy lógico) lo que quería hacer.
– La voy a tirar a un contenedor, le digo. Él me pone en sobre aviso de que si alguien la encuentra (ya que los contenedores se revuelven con frecuencia por chatarreros y perros) iré a la cárcel por abandono cadavérico o profanación, putrefacción o vete a saber, con el agravante de que tenemos el mismo ADN.
Mi idea era envolverla bien, el problema era que al ser tan grande llevársela a mi carnicero de confianza para que la hiciese taquitos y envasase al vacío no era propicia. Entonces, se me ocurre enterrarla en el campo, pero resulta que si algún depredador, o hippy o montañero la encontraba, seguiría siendo un delito.
Llegué al hospital donde esperaban ya mis cuatro hijos casi sin respiración y en estado de ansiedad junto a dos amigas porque creían que mi padre con sus noventa y dos años no saldría de esta.
No paré de pensar que podía hacer con la pierna, que tendría en breve entre mis brazos como un bebé recién nacido (o un recién muerto, según se mire) tal vez envuelta en una gasa, o en una bolsa blanca, o tal vez negra, incluso pensé que podría ser entre mantillas o chorreando sangre o con el zapato y el calcetín puestos. Con suerte, me la darían en una aséptica cajita, bueno, más bien en una maleta, debido al tamaño.
El hospital (afortunadamente ya cerrado) estaba relativamente cerca de una funeraria de la que soy clienta VIP (porque cada muerto que les envío en mi nombre, lleva una buena rebaja en el entierro) He de reconocer que en ese momento me vino bien.
Temeraria me asomo a las cortinillas y con ese “rigor mortis” que tiene en todas las funerarias me atiende un señor con su camisa celeste y su corbata, frotándose las manos esperando el entierro. Cuando le cuento el panorama me mira con sus ojos lapidarios y se niega a coger el caso. En toda la historia de la funeraria ni habían escuchado ni vivido una situación similar. Me cuenta sin morbo, pero con todo lujo de detalles que en los hospitales públicos recogen un dedito, unas verruguitas, los apéndices, las anginas… y cuando tienen un montoncito o el contenedor está lleno, llaman al cementerio y allí se encargan de la incineración y que todo eso corre de parte del hospital. Mira tú que bien, pensé, pero la pierna de mi padre pertenecía a Adeslas. Insisto en que me incineren la pierna y se niegan. Me dice que siga buscando, que a lo mejor en algún otro sitio me lo hacen y que si no encuentro nada ya haríamos un apaño. ¿Un apaño? Alucinada por dentro y ojiplática por fuera no quise preguntar en que barbacoa la pensaban camuflar (porque ya estaba bastante tostadita de aspecto).
El caso es que se me ocurre, ya que el tiempo apremiaba, llamar directamente al cementerio. Allí me atendió una chica muy amable y me dijo que sí. Que, aunque nunca se les había dado el caso, me lo hacían. Respiré profundamente y no pregunté ni el precio, claro está. Lo que quería era resolver cuanto antes el destino de esa pobre pierna a la que la gangrena, sin piedad, le había intimidado a mi pobre padre hasta el entre muslo en un par de meses.
Las instrucciones del cementerio fueron claras y escuetas: En el momento que esté cortada nos avisan y bajamos a por ella (En Granada el cementerio está en un cerro muy alto coronando la ciudad e incluso la Alhambra).
No había pasado media hora y ya la teníamos con nosotros. No habían pasado ni diez minutos cuando llegó el sepulturero, muy joven, con los ojos muy saltones y casualmente cojo, pero se veía buen profesional y nos da el pésame con mucha seriedad (deben de hacerlo de forma protocolaria, porque en este caso no procedía), con su impecable traje negro abrazando un maletín de piel marrón donde después de recorrer interminables pasillos y preguntar mil veces encontramos el quirófano. Al llegar pulsé el botón del interfono y dije con voz templada y clara: -Buenas tardes Dr. Ros, soy Mercedes Ros, hija de Fernando Ros. Ya estamos aquí para recoger la pierna
– Perfecto. Enseguida la sacamos.
A mí no me hacia ninguna ilusión verla, la verdad, pero entonces el de los servicios fúnebres, se acuerda que no me han avisado que, para poder trasladar el miembro, necesitan un certificado de defunción. Y yo le digo: – Mire usted, mi padre aún no se ha muerto.
Y él me dice:- Pero la pierna sí.
Pienso: “Esto no está siendo verdad, lo estoy soñando”.
Vuelvo a llamar el interfono del quirófano y a interrumpir nuevamente la operación.
– Disculpe, Dr. Ros, soy Mercedes Ros, la hija de Fernando Ros. Me dice el señor de la funeraria que para trasladar la pierna al cementerio necesita un certificado de defunción o no podrá llevársela.
El Dr. Ros, sin prisa y sin ningún problema me responde:
– No se preocupe que ahora mismo se lo hago, Mercedes Ros.
Y mientras, yo, alterada, pienso que me tenía que llevar al muerto entero, pues ¿Cómo van a certificarme la muerte pernil?, estaba equivocada, pues, aunque parezca increíble, ahí lo tengo metido en un cajón de casa, ya que nadie me cree cuando lo cuento.
Por fin, se llevan la pierna y mi padre sale un rato después más contento que unas castañuelas, porque ya no le duele. -Era muy mayor y padecía de una cierta demencia, pero no había perdido ni un ápice del sentido del humor, así que, tras la avalancha de nietos, besos y el típico cómo estás nos dice:
– Bueno, estoy muy contento, porque ya solo tengo que esperar a que esto crezca y nos podemos ir a la playa otra vez.
A la mañana siguiente, vestidas de negro, como procede en los entierros, mi hija Marina y yo subimos bien temprano al cementerio, a pagar los costes de la recogida, ya que habían tenido la deferencia de no pedirnos un adelanto por el trabajo realizado la tarde anterior. Nos hicieron pasar a una salita en la que nos indicaron que tomáramos asiento; allí comenzaron a ofrecer todos los servicios funerarios con los que despedir a la pierna; misa, velatorio, flores, urna, enterramiento, incineración…etc.
Yo no quería ninguno de ellos, solo queríamos pagar e irnos. Pues no, también nos informaron sobre la bonita ceremonia de entierro de cenizas que se podía celebrar en el jardín y que resultaba entrañable cuando el sacerdote las echaba con un embudo a la fosa común. Cansada de escuchar la retahíla de cosas que no iban con nosotras ni con nuestra pierna le dije sin querer parecer fría y desalmada: -Mire señorita dígame que le debo. Tengo prisa, haga lo que sea más barato.
Pero ella insistía en que allí descansaban personas con creencias diferentes, los que creen en la resurrección de la carne, los budistas; los visitaban gentes de diversas culturas y ellos como buenos profesionales, debían ofrecer servicios adecuados a todo tipo de ritos. Yo no sabía si tirarme de los pelos o tirarle a ella la pierna a la cabeza.
Y por fin llegaron las noticias económicas: 700 eurazos (casi el sueldo de un mes de una familia). Me quedé muda. Pagué. Mi factura en el bolsillo. Al salir, pensé “al ritmo de amputaciones que estamos teniendo…” y me vuelvo.
– Disculpe, una pregunta: Me han cobrado setecientos euros por una pierna. A mi padre en breve le tienen que cortar la otra, que serán otros setecientos euros. Me gustaría saber si cuando vengamos solo con el tronco y la cabeza tengo que pagar el entierro entero o me descuentan lo ya pagado por los dos miembros ya enterrados.
La chica muy nerviosa me dice:
– Mire, yo le voy a dar una hoja con todos los presupuestos y usted elige el que considere más oportuno.
– Que tenga un buen día y muchas gracias por su amabilidad -lo digo con dulzura, (pero una sonrisa de psicópata asesina ilumina mi rostro).
Pasaron dos años más o menos, la pierna no creció, la otra no hubo que amputarla y a mi padre le sorprendió un ictus y murió.
Una vez más en el cementerio, entregué los documentos, certificados, DNI y esta vez cuando parecía que todo marchaba según lo previsto, percibí el nerviosismo del funcionario. Imaginaos mi cara
Con gran preocupación, y después de mirar todos los ordenadores y todos los ficheros durante un buen rato, con mi padre ya preparado, maquillado monísimo, con sus coloretes y sus labios rosas (servicio gratuito que ahora realizan por defecto sin preguntarte siquiera) y colocado en su sala correspondiente, los receptores del cadáver me dicen, sin anestesia ni nada:
– No lo podemos enterrar- ¿Cómo?, me pregunto, sintiendo la cara desencajada, ¿querían ofrecer una misa por la pierna y cubrirla de flores y a mi padre no lo podemos enterrar?
Con sudores fríos, aunque era julio, día de San Joaquín y Santa Ana pregunto tímidamente y casi tartamudeando el motivo.
– Mire, no lo podemos enterrar porque aquí ya hay un señor con su mismo nombre y apellidos y con el mismo DNI.
Respiré profundo, y con una risa natural les digo:
– ¡No hay problema! ¡No se preocupen por eso! ¡Es el mismo! Solo que lo estamos enterrando por partes.

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Esta entrada tiene un comentario

  1. Isabel

    Como ya te dije , me parece increíble. me saca una sonrisa desde el primer momento y me pararece que es algo muy deificiel de escribir y que tú lo has hecho muy bien.

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