KARMA – Mª José Velilla Sánchez de Rojas
Por Mª José Velilla Sánchez
Un fogonazo le sacó del feliz mundo de la inconsciencia, abrió los ojos sobresaltado para descubrirse tirado en mitad de la nada, envuelto en la oscuridad de una noche, que a intervalos, se interrumpía con cegadores relámpagos que lo inundaban todo de luz, para sumirlo al instante de nuevo en las tinieblas.
Con cada explosión, su sistema simpático rebotaba una y otra vez, intentando cerrar sus ojos sin conseguirlo. Su voluntad también probó, pero fue imposible y al intentar incorporarse descubrió horrorizado que ninguna parte de su cuerpo le obedecía. Había perdido el control de sus miembros.
Su memoria no alcanzaba a situarle ni en el tiempo ni en el espacio. No sentía ningún dolor y notaba su cuerpo liviano, como si la tierra ya no le retuviera con las mismas ganas; y entonces, ¿por qué no podía mover ni un solo dedo? El terror empezó a invadirle, se extendía como tinta china que su mente absorbía borrando todo pensamiento racional. Quiso gritar, pero ni siquiera era capaz de abrir la boca. Entre el eco de los truenos empezó a distinguir débiles lamentos humanos, algunos lejanos, pero otros tan próximos, que podía entender con claridad, las palabras que él pronunciaría si pudiera:
— ¡SOCORRO! ¡AYUDA!
De repente lo comprendió todo, sabía dónde estaba y por qué. Su memoria había empezado a funcionar y no le iba a dar tregua. Sin piedad, comenzó a mostrarle todas las imágenes de películas, relatos, leyendas y noticias que había almacenadas en su cabeza, acerca de personas enterradas con vida, de imágenes de ataúdes arañados por dentro y ensangrentados; cadáveres en proceso de descomposición con los ojos saliendo de sus órbitas y la boca petrificada en un eterno grito de espanto.
Recordó haber leído en algún sitio que la catalepsia, si es que esa era la mierda que lo paralizaba, entre otras cosas era producida por stock traumáticos y situaciones de alto estrés, cuyas consecuencias podían ser reversibles. Así que, si conseguía mantener la calma, pensó, tal vez se le pasara antes del entierro, o tal vez en pleno sepelio, provocando un susto de muerte a algún convidado al evento, que acabaría ocupando su papel de rígido protagonista.
Se consoló pensando que sin beber no podría sobrevivir mucho tiempo, tres días a lo sumo si tenía muy mala suerte, pero claro para acabar en esa situación en la que estaba, su suerte era malísima. Ese pensamiento le hizo reír, pero no pudo hacerlo. Su mente ya estaba dándolo todo para mantenerle a flote.
¿Qué eran para un hombre como él, tres días de sufrimiento? No era para tanto, posiblemente pasara la mayor parte del tiempo inconsciente, si es que no moría antes por falta de oxígeno. Morir, como todo el mundo sabe, es la putada más grande de la vida, pero a él, no le importaba demasiado, era consciente de haber vivido ya los mejores años de su vida y de habérsela jodido a muchos, pero la vida va de eso ¿no? comer o ser comido. Él no quería morir, pero si había llegado su hora se iría satisfecho. Otra cosa era la manera de hacerlo, un final como el que se le planteaba, le parecía demasiado cruel, incluso para alguien como él. El karma, diría algún gilipollas. El karma, el destino o la madre que parió a Perico Pérez, el caso es que estaba jodido y poco podía hacer para remediarlo, excepto mantener la calma y esperar. Trataría de afrontarlo en paz, sin pataleos, eso seguro, pensó tragándose de nuevo la risa.
Alguien se acerca. Las voces del personal sanitario interrumpen sus pensamientos y todos sus propósitos de tipo duro se desmoronan. Sin darse cuenta se ha puesto a llorar.
—Estoy llorando, joder, y puedo mover los ojos, muevo los ojos como un puto Nenuco. Puedo conseguirlo, por mis huevos que voy a conseguirlo. —Pensaba excitado.
Pero los camilleros pasan de largo. La batalla, ahora lo recordaba con claridad, había sido una escabechina, debía de haber decenas de heridos, y a él le tocaría en el turno de los muertos, porque eso es lo que parecía. Un puto muerto. ¿Por qué se iban a fijar en él? Y si lo hicieran, sería casi imposible que notaran el leve movimiento de sus párpados, o sus lágrimas, que no dejaba de verter como una nenaza sobre su cara de muerto.
Estaba amaneciendo y los lamentos y gritos se habían ido apagando poco a poco como la oscuridad. Él seguía allí tirado como un muñeco macabro cubierto de sangre, con la vista forzosamente vuelta al infinito. La luz del sol le obligó a parpadear y al cerrar los ojos una irresistible paz le invitó a rendirse, y cayó en un profundo sueño.
Un soldado le arrastra sin cuidado agarrándole por los tobillos. Su cabeza golpea contra el suelo, con cada bache, con cada piedra, hasta que llegan delante de una furgoneta verde, del ejército; otro soldado aparece en escena, agarra sus muñecas y sin miramiento alguno, ambos le balancean hasta lanzarle a la parte trasera del vehículo, donde ya se amontonan los cadáveres.
Se despierta desorientado, no sabe cuánto tiempo ha pasado. No sabe si ha dormido o soñado, no es capaz de distinguir la realidad del sueño: pero su mente no tarda en situarle de nuevo en el horror.
Ve una figura recortada por una potente y fría luz de quirófano. Se inclina sobre su inerte cuerpo, parece que le está limpiando. Debe estar cubierto de sangre porque percibe el olor a hierro que desprende, es inconfundible, lo conoce muy bien y le gusta.
Le inunda la esperanza y comienza a abrir y a cerrar sus ojos, moviendo frenéticamente las pupilas.
—Estoy vivo. —Grita en su cabeza.
Martina está concentrada en su labor, tratando de borrar de los pobres infelices que han dado su vida por la patria, todo signo de violencia, para que sus seres queridos no tengan que contemplar lo crudo de la muerte, sus heridas, su sufrimiento. Le gusta su trabajo, lo cree necesario y lo hace con dedicación y respeto. Los muertos no le dan miedo, hace tiempo que le dan mucho menos miedo que los vivos. Lo único que le aterroriza es que entre los cuerpos destrozados que dejan a la vista las vísceras, los huesos astillados y las extremidades retorcidas en posturas imposibles, pueda encontrar algún día una cara conocida, querida. Y eso es precisamente lo que le está pasando con este cadáver, le resulta familiar. Esa cara, a pesar de los golpes y heridas que la desfiguran, la conoce, está segura.
Al fijarse en sus ojos, ve como parpadean y da un paso atrás, espantada.
—¡Dios mío, está vivo, este hombre está vivo! —Grita con voz chillona, pero nadie la escucha, solo los muertos. Y el…no sabe cómo referirse a él.
Respira hondo y vuelve acercarse, sujetándose las manos, que no paran de temblar.
—Tranquilo, no se preocupe, todo ha …—Se interrumpe bruscamente.
—No puede ser—. piensa, presa del pánico. Jamás olvidará esa mirada, esos ojos, ahora desorbitados y suplicantes, son los mismos, aquellos que le miran rabiosos cuando duerme y le hacen despertar aterrorizada.
Está paralizada, no sabe qué hacer, solo quiere no estar allí, no tener que volver a mirarlo. El miedo anula su voluntad, su impulso de coger un hacha y descargarla millones de veces sobre el engendro.
—Es aquella zorra de aquel pueblo de mierda—. Piensa. Él también la ha reconocido.
No paraba de insinuarse, con esa falda mínima, enseñando las bragas, la muy guarra y ese top apretado que marcaba insolente sus pezones duros y dispuestos. Todo eran risas y miraditas altivas de princesa, hasta que se quedaron solos y tubo que bajarle los humos. Cómo gritaba, la condenada, le hizo destrozarse los puños hasta que consiguió que dejara de chillar. Pensaba que estaba muerta cuando la dejó tirada en aquella cuneta, pero mírala ahora, toda una doctora de muertos. No me ha reconocido. — El reprimido ataque de risa va a hacerle explotar por dentro. —Así que la putita suplicante y chillona va a terminar salvándome la vida. Menuda mierda de karma.
Pero Martina está buscando algo con que taparle, más tarde pensará qué hacer. Pone patas arriba la fría sala de azulejos blancos, revuelve cajones y vitrinas sin parar de temblar, hasta que encuentra una sábana verde y le cubre con ella.
—¿Qué estás haciendo, cerda? ¿Por qué me tapas? —grita su mente mientras bulle de rabia.
Martina ha ido a buscar a Isidro, que entra cojeando en la morgue tras ella. Es su mejor y más discreto ayudante. Es cojo y tuerto, cosas de la guerra, pero siempre está dispuesto a echar una mano.
Una inesperada corriente de aire ha levantado la sábana al abrirse la puerta y el rostro del yaciente queda al descubierto con sus anhelantes pupilas, que siguen los movimientos de la pareja que acaba de entrar. Martina siente como su mirada trata de doblegar su voluntad, su cuerpo se contrae, va a vomitar, tiene que esconderlo, no puede permitir que Isidro descubra la verdad y corre a tapar el rostro de sus pesadillas antes de que su amigo pueda verlo. Y lo consigue.
—¿Es este el fiambre? —Pregunta el hombre, resuelto.
—Este, sí. Anda ayúdame a meterlo en su caja.
—Pero Marti, ¿no lo metes en la nevera como a los otros?
—No Isidro, a este lo van a enterrar ahora mismo. — Contesta, deseando con todas sus fuerzas que el monstruo esté escuchándolo todo.
Y así es. Ya no puede ver nada con claridad a través del tejido de algodón. Solo distingue sombras que se mueven a su alrededor.
Así que la hija de puta esta y el Igor de los cojones van a meterme en un ataúd. Espero que esté rezando para que no me recupere, porque si lo hago me los como vivos, a los dos.
Pero eso no ocurre, al menos de momento. La luz se ha apagado con un golpe sordo al cerrarse la tapa de la caja fúnebre. Escucha voces, hay más gente, piensa mientras su cabeza golpea la madera.
—A ver si tenemos más cuidado, que aquí dentro hay un ser humano. —Interpela Isidro afectado de justa indignación a los fortachones que cargan con el muerto.
—¿A la fosa común, señorita?
—Sí, y muchas gracias por venir tan pronto.
El monstruo, apenas oye la conversación dentro de su habitáculo, solo percibe el vaivén del movimiento cuando los hombres se ponen en marcha; luego el motor del coche retumbando en su caja torácica, grave.
Después escucha la primera palada de tierra golpeando la madera, suena como una ola rompiendo contra las piedras de la playa. Luego la segunda. Quiere gritar, está tan desesperado que no es consciente de cuándo sus puños han empezado a moverse, golpeando la caja de pino, pero ya hay demasiada tierra encima para que pueda romperla. Lo intenta con sus ya móviles garras, pero sus uñas no aguantan muchos envites y enseguida comienzan a sangrar y se rompen. Algunas se quedan clavadas en la tapa del ataúd. Y grita, ahora sí puede, aunque nadie puede oírle, grita desesperado.
En la superficie, Martina contempla como la tierra lo cubre, va enterrando su miedo con cada golpe de pala hasta que desaparece ¿para siempre?
RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura CreativaDeja una respuesta
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Carolina Rincón Florez
04/11/2024
Un relato que me ha atrapado desde el principio hasta el final. La prosa fluye y engancha. y la trama gira.
Simplemente genial.
Hola, María José:
Me ha enganchado desde el principio. Me ha gustado como lo has relatado, el ritmo, la trama y las descripciones.
Aunque no soy fan de este tipo de relatos, no he podido dejar de leer hasta el final.
Un saludo,
María Victoria González Iglesias