LA CAMPANA – José Ramón Molins Margeli
Por Jose Ramón Molins Margeli
La abuela se encontraba sentada en el sillón de su casa, sola. Tras ella, las cortinas estaban echadas, pero por la rendija se filtraba la luz del día. Los muebles, los cuadros y todos los enseres de la vivienda, remitían a un tiempo lejano. Era una anciana que parecía una niña. O una niña envejecida por el tiempo.
Ella no quería pensar en el día que se dio cuenta de algo que había cambiado irremediablemente y empezó a pensar en tiempos pasados.
Aquel día de primavera llegó con prontitud. Antes, todo iba viento en popa. Después, el libro de la vida, ya en el final de sus páginas se iba acabando.
La abuela se agarró a los brazos del sillón igual que una lapa con sus dedos largos y delgados, como si tuviera miedo de caerse o no pudiera manifestar lo que quería. Poco después, oyó la voz de su nieta. Fue un recuerdo dulce y triste a la vez. La nieta le ayudó a levantarse apoyándola en el bastón, luego se colocó al lado izquierdo para poderle agarrar del brazo.
—Venga, ¡en marcha! —dijo la nieta.
—Con cuidado querida —contestó la abuela.
Fueron a la cocina despacio porque al lado del fuego era donde más cómoda se sentía la abuela. Al rato, notó que iba recobrando la confianza. Luego se puso a pensar en el tiempo pasado, en la larga conversación que tuvieron, con sonrisas y lágrimas. Algo quiso contarle la abuela a su nieta.
—No estoy tan mal como pensaba para transmitirte lo que quiero, ¡hija!
Al partir de aquella ternura e ilusión manifestada, como si el pan se abriera y el aire expresara por razón de la vida para seguir sintiendo la alegría. Como la piedra perpetua y anclada en el tiempo, que al mojar su cara con gotas del sonido expresa su historia. Sea lo que sea, en alguna parte será y en todo tiempo vivirá.
De aquella voz sonora creció la ilusión de la esperanza para dilatar las estrellas, y así el día, el mes y el año sonarán en el tiempo como campanas. Para que el estallido del alma se abra al futuro, enseñando su interior de metal envejecido, y, con furia, el sonido de la campana manifieste su sentimiento.
El aire se despidió de las casas y de las campanas, dando el mismo paso de un día para otro.
Así estuvieron las sonrisas invitadas al sueño, queriendo transmitir los vestigios para construir con la nueva claridad el rumbo de la vida, con el agua caída en la tierra donde puedan germinar las semillas.
El pueblo vuelve cada día para sentir ese metal que suena de alegría y nos manifiesta la aventura del tiempo junto a la historia.
—El sonido de la campana es como un fantasma, porque siempre escucho su voz y su sonrisa.
Para la abuela, siempre sonaba y cantaba. ¡Cuántas veces habló de la campana! Lo hacía cerrando los ojos y con voz baja, como temiendo que la oyesen con un tono de misterio como los cuentos que los abuelos enseñan a sus nietos; leyendas de viva voz que se crecen y se deforman en cada relato y van quedando encendidas en la memoria de las nuevas generaciones para forjar nuestra historia.
Con el recuerdo perpetuo, transparente y misterioso de aquella abuela donde guardaba los recuerdos como oro en paño, en el poso de la sangre, con su plenitud brillante para dar a conocer el principio y el fin que ella sabía. Porque el pueblo, la casa, la gente, hablan, crecen y esperan. Y así el aire se expresa para manifestar la razón de la vida y seguir siendo y existiendo en la alegría del propio camino.
A su nieta le invadía e inquietaba aquel sonido del metal, tin ton, tin ton… No sabía de dónde partían tantos toques. Su curiosidad le preocupaba y quería saber el por qué de aquel tañido. Había noches que el tin, ton le despertaba y no podía dormir.
—Ese sonido agudo de metal ¿de dónde viene, abuela?
—Es el sonido que anuncia la hora de nuestras vidas, y parte del campanario. La palabra campanario viene de campana, como símbolo de las iglesias, capillas, ermitas o edificios civiles, donde se han colocado siempre para convocar a los feligreses al servicio religioso o a los vecinos cuando pasaba algo extraordinario.
Al instante, las voces que se oían a lo lejos ya estaban más cerca de la nieta.
La misteriosa dama se movía como si fuera la dueña del pueblo porque era la protagonista de anunciar la hora. Nadie se atrevía a ponerse en su camino sin revelar su presencia. Corría sola, libre, y con su aire manifestaba continuamente su sonido. La abuela revelaba su presencia poniendo el oído para escuchar lo que decía.
—Hija mía, a ver si sabes esta adivinanza —animó la abuela a la nieta—. Una vieja con un diente hace acudir a toda la gente.
—Pues claro que la sé, abuela. No hay que ser muy lista para comprenderlo. Es la campana, protagonista de la vida del pueblo. Ella es muy vieja y lleva tocando muchas horas en la espalda con el badajo. El diente, vaya.
—¡Qué inteligente eres, hija!
—Cuénteme más cosas, abuela, usted que sabe tantas…
—Antes las manifestaciones de alegría solían ir acompañadas del repique de todas las campanas. Por ejemplo, para celebrar la llegada de la ansiada lluvia después de un período de sequía, como ocurrió el 6 de junio de 1864, que se celebró una solemne procesión de acción de gracias a la que se sumó todo el pueblo y fue acompañada del volteo de todas las campanas… La toma de possesión de los vicarios era un complejo ceremonial que incluía el toque de la campanilla del coro y el repique de las campanas de la torre. Un toque triste de campanas era el que acompañaba al Viático y a los difuntos en los entierros; o el que se emitía en la víspera de Todos los Santos, donde las campanas sonaban toda la noche…
—¿Qué más cosas sabe, abuela, que me gustan mucho?
—En la procesión de los Difuntos era tradicional observar los fuegos fatuos o feéricos, inflamación de ciertas materias que se elevan de las sustancias animales en putrefacción (fósforo) y forman pequeñas llamas que se ven arder en el aire y se observan en la noche. Al contemplar la luz se decía: “Ángel con brillo, vida en un muerto; sal del camino, no absorbas mi aliento”. Se creía que era un mito sobrenatural. Los protagonistas de la procesión se ponían una capa y portaban un farol, luego salían a dar la vuelta por el pueblo y en cada casa tocaban la campanilla diciendo “por las pobrecitas almas todos debemos rezar…”, con la plegaria se establecía la creencia de que las almas del cementerio iban a las casas y se quedaban el día de Todos los Santos. Ese mismo día, en la penumbra volvía la procesión por las casas pegando al picaporte y reclamando el alma diciendo en voz alta: “¡Baja, alma, baja ya! Y vete a tu lugar…”
—Ahora me empiezo a dar cuenta la importancia que tenían antes las campanas, abuela.
—Y muchas cosas más. Pero lo dejaremos para otro día que ahora estoy muy cansada.
Este era el recuerdo perpetuo de la abuela, que quería preservar aquellas tradiciones, leyendas de viva voz que crecen y se deforman en cada relato para quedar encendidas en la memoria de las nuevas generaciones y así forjar la historia.
—Después de todo lo que me ha contado, abuela, la siento crecer en mi alma. Ahora le empiezo a entender. Usted es como la campana, que quiere transmitir y desvelar su más preciado secreto, que no es otro que la pasión por la vida.
—¡Qué parecida eres al más largo beso, hija!; el carácter de la campana sale de las entrañas de la tierra que no espera nada, pero encuentran todo lo que estaban buscando. Tú eres como una estrella, hija, como un beso fijo. Ya oigo el sueño de viejos tañidos, sueños que se fueron como el tiempo, pero se vuelven a repetir, a nacer, hija, porque la vida es así de efímera, es la potencia de la semilla con esa proporción maravillosa. Yo ya me voy, pero lo hago con la conciencia tranquila de haberte enseñado el lenguaje claro y profundo de la campana. Porque es la noche del tiempo y del corazón, la gota de tu nombre invade ya el silencio, circulando y rompiendo todos los maleficios, porque es la hora de la verdad, es la hora de la campana. Porque la vida te lo da y te lo quita y todo vuelve a continuar con su armonía.
Así se dirigió la abuela a su nieta por última vez.
La nieta, en ese momento, reflexionó sobre sus enseñanzas. Gracias, abuela, por haberme enseñado tantas cosas de la campana, ahora lo comprendo todo. Será para mí muy importante poderlo trasmitir a mis hijos para que no lo olviden. Gracias por todo, abuela, infinitas gracias. Porque dar las gracias es la expresión de vuestro agradecimiento, de vuestra deuda. ¿A quién? ¿A la vida misma? Hoy ha muerto una anciana a la que yo quería porque era mi abuela y porque me enseñó muchas cosas. Es una mujer muy importante para mí. Debo corresponder a la trasmisión de la enseñanza. ¿Es así como se mide la gratitud? En realidad, ¿fui sufientemente agradecida? ¿Le mostré mi agradecimiento como se merecía?
La abuela se durmió poco después en el más profundo sueño: el de la muerte. Surgieron los sonidos roncos de la campana vibrando sus voces secretas en el aire. La nieta le cerró los párpados y mantuvo su mano fuertemente apretada, una mano firme que la sintió muy grande entre la suya. No será fácil para mí, pensó la nieta, transmitir todo lo que encerraba la abuela en su pequeño o gran mundo.
La tierra crecida y germinada salió rugiendo de las entrañas como una inmensa voz para luego llenar el sonido de palabras y dar la claridad necesaria.
Las campanas sonaron porque era su hora, el momento de la verdad. El clamor retumbó y estalló. La nieta, junto con su abuela muerta, comprendió el sentido de la vida y la muerte insertado en la campana.
RELATO DEL TALLER DE:
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María Isabel López Ben
07/10/2024