LA CARTA – Asunción Balado Insunza
Por Asunción Balado Insunza
Santiago cruzó el umbral de la puerta para irse ¿a dónde?, no sabía, seguía un impulso. Su vida se desmoronó cuando encontró la carta en el cajón de la mesa guardada en el trastero desde hacía tiempo. Oliva su vecina del quinto, le salió al paso en la escalera cuando se iba a trabajar.
Le explicó, que tenían una vecina nueva, “no tiene casi muebles” y seguro que él podría ayudarla.
-. En el trastero, seguro que tiene algún mueble que le pueda servir, dijo Oliva. Esta pobre mujer no tiene nada, solo el corazón roto, sé acaba de separar de su marido.
Quedó con ella por la tarde, cuando regresara de trabajar.
“¿Por qué se dejó convencer?”
Bajaron al trastero, le temblaba la mano agarrada al picaporte de la puerta. Al entrar notó un olor a rancio, a naftalina, a tristeza, no había vuelto a entrar desde que desmontó media casa cuando Ana lo abandonó. No podía respirar todavía, se le hacía insoportable su recuerdo.
El día que Ana se fue, retiró todo lo que podía recordarle a ella: mesas, sillas, cortinas etc. En el momento que encendió la luz recordó todo tal como estaba colocado, cuando había flores, fotos, velas, amor…. Intentó reconocer el olor de Ana, pero ya no estaba.
Para mover la mesa quitaron los cajones. Pesaba como tiene que pesar una mesa de madera maciza. Y de repente la vio, entró por su pupila aquella letra maravillosa y llegó al cerebro: “Para Santiago”, reconoció la letra y sintió que se le paralizaba la respiración, un sudor frío le recorrió la espalda. No sabía si era miedo, ilusión…. ¿Qué hacía aquella carta allí después de tanto tiempo?
Toda la angustia que sentía le hizo recordar el día que Ana se fue, no lo había olvidado pero los recuerdos le golpearon con más fuerza.
El último día que pasaron juntos fue increíble, pasearon entre risas, nunca hacían planes. Vivían el presente, no hablaban de lo que podían hacer al día siguiente, no planeaban un viaje, hacían el viaje. Se amaban a ratos, un rato cada día.
Ana no era perfecta y él solo era una pieza pequeña en el puzle de su vida. Se arrepentía de no haberle dicho que la quería con todas sus fuerzas, no quería incomodarla, no quería presionarla. Pero era feliz.
Aquella noche fue la última en que Santiago durmió bien. Cuando se despertó, Ana no estaba. No sospechó nada de lo que sucedió, repasaba la conversación, las caricias del día anterior y nada le hacía sospechar ese final.
Los dos días siguientes a la marcha de Ana fueron eternos, miraba el teléfono, mientras comía, mientras bebía, mientras fumaba y mientras lloraba, completamente solo. Al tercer día, decidió vaciar aquella casa. Y ahora 10 años más tarde estaba delante de aquella carta. La miraba incrédulo.
¡Cómo no se le ocurrió mirar en los cajones antes de quitar la mesa del salón! Bueno la mesa, las sillas, la cama, ¡todo aquello que le recordara a Ana!
No sabía que hacer ¿leerla? Tenía que ordenar sus pensamientos
¿Qué podía decir aquella carta después de tanto tiempo? Cuando Ana se fue sin dar explicaciones se quedó hundido, su vida se desmoronó.
¿Iba a mejorar su ánimo leyendo esa carta?
No durmió en toda la noche, todo fue una pesadilla, recordaba momentos vividos y también el dolor que llevaba sintiendo tanto tiempo.
A la mañana siguiente con todos esos pensamientos que le golpeaban la cabeza, salió de casa, cogió el coche y puso rumbo a ninguna parte. Llevaba la carta en el bolsillo, una maleta pequeña, el poco dinero que tenía en casa y un nudo en la garganta. No sabía qué estaba haciendo, ni adonde iba a ir.
Comenzó a conducir sin rumbo, o quizás no quería reconocer el rumbo que pretendía seguir. Se le agolpaban los recuerdos vividos.
Asomó en su mente la imagen de Ana, no se había ido nunca de ella. La vio aparecer en aquel bar donde se celebraba todos los martes el club de lectura, aquella mujer rubia con el pelo recogido en una larga coleta. La veía hablar con tal desparpajo y tanta seguridad que no podía dejar de mirarla, la leía como novela, esa mirada, arrolladora, seductora, que se cruzó con la suya. Se enamoró de ella nada más verla.
Siguió conduciendo sin fijarse en la carretera, en las señales, sin ser consciente de como pasaba el tiempo. Pensaba que tenía que leer la carta, pero no era capaz, se le agolpaban las imágenes de los días felices con Ana, las conversaciones, la vida.
Recordaba cuando leían juntos una novela, cuando discutían porque no estaban de acuerdo en la trama u opinaban diferente de los personajes. Después acababan besándose, abrazándose, sus cuerpos encajaban a la perfección, pero nunca se habían intercambiado la palabra “te quiero”.
Se hizo de noche y paró en un hotel de carretera. Sus ojos iban nublados por las lágrimas y el cansancio. Había perdido la noción del tiempo, no sabía cuántas horas llevaba conduciendo. No tenía sueño, ni hambre, solo le pesaba el desaliento y la desolación, pero quería pararse a pensar.
“Maldita la hora en la que llegó esa vecina desvalida”.
No era especialmente feliz, pero se había acostumbrado a esa vida, a esas carencias, a esa soledad, sobrevivía.
Entró en el hotel y pidió una habitación. Una vez dentro se sentó en la cama y se puso a llorar. Ya estaba en un sitio anodino, impersonal, que no podía recordarle a nadie ni a nada. Salió de casa para alejarse de los recuerdos, pero no podía contener la emoción ni los pensamientos, era el momento. O rompía la carta o la leía, no podía aguantar más, necesitaba conocer la razón por la cual Ana se fue. Descubriría el motivo por el cual Ana lo abandonó de esa manera, sin despedidas. Encontraría la explicación que nunca tuvo.
“Bueno sin explicaciones no, ella dejó una carta que él no vio” pensaba mientras mantenía la carta en sus manos.
Se levantó, se dio una ducha. Sabía que estaba alargando el momento, todo eran excusas para no enfrentarse a la realidad. Por su cabeza sobrevolaban mil razones por las que Ana se fue, y ninguna era lógica. Se preguntaba si estaba preparado para leer esa carta.
Con manos temblorosas abrió el sobre, respiró hondo y comenzó a leer la carta que Ana le había escrito diez años antes.
“Mi querido Santiago, no sé cuántas veces he empezado a escribir esto. No sabía cómo empezar. He cometido un error al no decirte por qué me he ido. No dejes de leer por favor. En ningún momento pienses que es porque no te quiero o porque no quiero estar contigo.
Claro que quiero estar contigo y claro que te quiero, no lo dudes nunca.
Mi querido Santiago, tengo cáncer, no creo que llegue al verano, y no podía soportar el dolor que esto te podía causar. Pensé que sería bueno que me odiaras, que te olvidaras de mí enfadado. Que no sintieras pena por mi muerte, sólo rabia por mi abandono.
Pero después pensé que era una tontería, que me equivocaba. Lo que hemos vivido ha sido real, complicado en algún momento, pero real y maravilloso. Por eso te pido que vengas a verme, los médicos no me dejan viajar, ven a mi casa, no me quiero morir sin verte otra vez, esperaré a que estés conmigo. Entiendo que no quieras venir, no me debes nada, no lo hagas por pena, hazlo porque tu corazón así te lo dice. Te espero. Ana”
Sentado en la cama no era capaz de ordenar los pensamientos, se le agolpaban en la cabeza.
“Qué había pensado Ana, que no la quería, que no quiso despedirse de ella. ¿Cómo fue su final? ¿Sufrió, pensó en él? ¿Cómo había sido tan estúpido?”
Ya sabía dónde iba a dirigirse a la mañana siguiente, de alguna manera tenía que ir a despedirse de ella, aunque fuera tarde.
RELATO DEL TALLER DE:
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María Isabel López Ben
07/10/2024