LA CASA – Ana Virginia Hoyos Quijano
Por Ana Virginia Hoyos Quijano
La lluvia incesante y constante es una melodía conocida. Me devuelve a mi infancia. Como en muchas tardes, el silencio de la tarde era atravesado por los rayos de la tormenta que parecía que tenía un horario fijo. Diría que casi a diario en mi ciudad llovía y estaba marcado que cuando mis padres salían para volver al trabajo y yo me quedaba sola con las empleadas, sobre las tres o cuatro de la tarde, empezaban a caer las primeras gotas que luego terminaban en aguaceros desbordantes.
Y aunque la llovedera interrumpía mis juegos en la calle, la lluvia y yo teníamos un encuentro concertado. Agradezco ahora que me hiciera entrar en la biblioteca de casa a encerrarme en mi silencio. Ojeaba libros que me llamaban la atención y me ponía a leer enciclopedias. Elegía el tomo de acuerdo a las letras que me despertaban más curiosidad. Otras veces me paraba al frente con los ojos cerrados y al azar sacaba un copioso volumen. Pesaban un montón y difícilmente mis pequeñas manos podían agarrarlos sin que hiciera malabares. Con un mutismo absoluto salpicado por el eco de los chorros de agua que bajaban por los canales de la casa y los relámpagos, empezaba a pasar las páginas. Si las imágenes que veía no eran atractivas, sacaba otro tomo. Momentos como ese se me repiten mentalmente cuando llueve ahora. Me envuelve dejándome de nuevo con mis soliloquios, con la misma sensación de introspección que tenía cuando me quedaba horas pasando páginas de los libros que fueran.
Aquellas tardes la casa olía a ropa planchada. Ese particular olor del algodón humedecido por el vapor de la plancha salía del cuarto de la ropa, así lo llamábamos, y no era más que una minúscula estancia de la casa, en la que se guardaba una escalera casi rota, un asiento manchado, botes de pintura y una mesa rústica de madera forrada con mantas viejas que hacían el trabajo de forro de la misma. No se habían inventado las modernas tablas de planchar de ahora. Era un cuarto triste y oscuro. Del techo caía un cable que terminaba en una bombilla. El cuarto de los recovecos. El olor iba rodeando el corredor, el salón, se movía por el comedor y llegaba a la biblioteca. Si la tormenta eléctrica era muy fuerte, el olor cambiaba por lejía. Estaba prohibido encender la plancha porque – según decía mi madre: el diablo es puerco y las desgracias aparecen como invitadas poco gratas.
Había momentos épicos. El olor del café recién colado marcaba las cuatro de la tarde. Sin ir a mirar el reloj tenía la certeza. Era mi hora favorita. Se me permitía encender la televisión, aún en blanco y negro, para ver mi serie favorita: “Mujercitas”. Proyectaba mi vida en los libros y en esa serie. Yo era todos los personajes y aunque mi imaginación entraba y salía de los personajes, creo que en algún momento de mi vida tuve algo de las cuatro hermanas. El amor platónico, el desamor, las desgracias. Tan dramática me proyectaba sin saber que la tranquilidad es la miel en una vida sencilla y contenta.
El aire húmedo que entra me regresa a los años de la despreocupación ingenua. Moja mi alma y tengo una necesidad gigante de recorrer imaginariamente mi casa. Pasear cada rincón. Las paredes blancas salpicadas por algún rayón. En algunas manchas de un pelotazo. Esas marcas recordadas vienen unidas de un grito, o de la bronca que nos ganábamos día sí, día no. Y el suelo de madera oscura, casi negra. Jugaba de pequeña a que caía al vacío y era tragada por un remolino oscuro que todo se lo llevaba. El mismo suelo que devolvía crujidos dependiendo de la velocidad y la intensidad con la que lo pisáramos. Lijado y pulido. Casi puedo oler la viruta que le ponía. Soledad, nuestra empleada de toda la vida, se encargaba de todo. También ahora la recuerdo a ella con una ternura tardía pero inmensa. ¡Cuánta gratitud! Su nombre era lo más fiel a ella. Poco sabíamos de su vida. Sus padres la habían puesto a trabajar desde que era una niña. A nuestra casa llegó siendo ya entrada en años. Esa mujer fuerte y maciza con uñas duras como trozos de cuerno. Mi madre la acogió como a una hermana. Se quedó para siempre con y entre nosotros. Ella y la hija que tuvo muy mayor con un tipo que vio no más de quince días y la dejó embarazada. En casa se crio su hija también como a una más de la familia. Nació con síndrome de Down, según expuso el médico de la familia porque el padre del que poco, o nada se sabía era un alcohólico. De eso pudo enterarse mi padre cuando intentó averiguar para denunciarlo por paternidad. Mi padre, en ese entonces juez de menores, quiso hacer justicia para nuestra cuidadora. Con poca suerte eso fue todo lo que consiguió saber del personaje ese. Otro fantasma del pasado que pasó dejando una hija tirada y a una mujer sufriendo en silencio otra penuria. A Soledad lo que más le costaba era reírse y si hablaba era cortante. Con suerte y si estaba de buenas pulgas, asentía mirando de lado, nunca a los ojos. Siempre con sospecha y con algo de desprecio. Nos quería. Al compartir tantas tardes, era mi adulta a cargo y solía preguntarle que podía hacer, coger, comer. Aunque su cara y sus gestos eran de un desapego casi hiriente, sentía que podía ir y volver donde ella cuantas veces lo necesitara. Convivíamos a millas de distancia. Vislumbraría con los años que nos conocía más que nadie, que como un buen mago que conoce su baraja, estaba al corriente de milagros y caídas. En mundos diferentes coexistíamos en la rutina de los siete días de la semana, las horas lentas del día; en el caos, los ritos establecidos y la algarabía de una casa con hijos pequeños y dos adultos ejerciendo su papel amorosamente y como mejor podían.
Llego a la sala. Mirando desde el marco de la puerta, la alfombra de la sala que nos regaló la abuela María para decorar el salón a la “altura”. Según decían era de importación. ¡Fi-ní-si-ma! decían mis tías para señalar lo privilegiados de recibir ese regalo y de paso advertirnos de no estropearla. Si hubieran tenido el poder de hacernos volar para no pisarla, lo hubieran ejercido. Algunos menos indulgentes sí aplicaron las hermanas de mi madre. De lado y lado, el sofá y los muebles. Al fondo, acompañaba a un lado el espejo gigante de tres lunas, la mesita fina y alargada, de palo de rosa, coronada con un florero, que o tenía claveles, o pompones coloridos. El recorrido grabado que he conservado, cambiado y contrastado con fotografías antiguas es irrelevante. Muchas tardes de tormenta me devuelven a ese paisaje. A recrear lo grabado con mis ojos de niña, testigo de mis vivencias en la casa que habité y a revivir a los que ya no están en este mundo. Mientras escribo, escucho voces de niños de las casas vecinas y pienso que esas voces formarán sus futuros recuerdos, que regresarán como lo hacen los míos. Continuo mi recorrido. Me paro frente a las ventanas de mi cuarto que, vistas desde fuera, son una pantalla de vidrio y cortinas rígidas, de tela pesada, salpicadas por algún muñeco, dejado de cualquier manera en un acto de limpieza improvisada.
Cuando paso al comedor el cuadro de la última cena gobierna el espacio. Brilla con luz propia. Revivo el momento, escuchando la explicación esmeradísima de mi padre sobre la traición de Judas, el pasaje de la Biblia, los discípulos entregados a Jesús y los manjares que comían. Yo como buena glotona siempre le pedía que me contara más del menú que de las desgracias de los doce apóstoles. Creyendo que no le paraba bolas a su charla, me sorprende recordar casi todo su discurso. Resucito el entusiasmo, su sonrisa de dientes grandes, en medio de sus labios gruesos. Su intención por ejercer continuamente de maestro, por ilustrarnos en sus temas favoritos. Disfrutaba como un niño esclareciendo detalles de todas las teorías posibles y sus ojos aún con una mirada viva e infantil, contrastaban las gafas de pasta gruesa que usaba y le daban un aire de catedrático distinguido.
Ubicada frente a la mesa gigante, robusta, con patas pesadas, sigo el orden de los puestos. Le pongo caras. El mantel que la cubre sin nada particularmente atractivo tiene encima la bandeja de la fruta cubierta con una servilleta de tela, para protegerla de los moscos; el servilletero de madera con frutas pintadas, la azucarera de cristal que aún por magia divina yo conservo, y una campanita de bronce con la que nos llamaban a comer. Prosigo observando los artilugios que marcaban nuestras rutinas, sintiendo una melancolía inexplicable por objetos tan sencillos, impregnados de significado y que por tantos años estuvieron inanimadamente presentes, cuando la vida ya había comenzado, pero a mi corta edad, incauta, no lo sabía. Conversaciones, discusiones, decisiones, horas muertas, alegrías y algunas desgracias ignoradas por mi edad temprana, ocurrieron ahí. Aquellas tardes, solo entraba para mirar y de alguna manera pasaba a cerciorarme que todo estuviera en su orden. A repasar los objetos en su sitio, un momento de descanso para esas cuatro paredes que contenían a diario la vida y el orden de una familia. Los días buenos, las prisas, la fiesta, la rabia, las desavenencias. El peso de los silencios eternos y el olor del sofrito conocido, al que si le variaban un ingrediente mi olfato lo notaba. Cierto. Los jueves comíamos fríjoles. Mi padre y yo unidos en el amor a la buena mesa éramos los primeros en sentarnos cuando nos llamaban a comer. Le veo y tengo a mi derecha, intercambiando sabores, contándonos la anécdota del día, el resumen de labores del colegio.
-¿Te vas a comer todo eso, hija mía? -me decía, con mirada entre inquisidora y burlona.
Y yo siempre contestando afirmativamente con los ojos bien abiertos, masticando y degustando cada pedacito, descubría tempranamente uno de los placeres más personal y grato. Deleitarme con un buen plato. Así nos entreteníamos; pasándonos trocitos de amor en forma de fruta, de guiso, de postres, melcochas y mantecados. Sentarme a comer con mi padre, sin el resto de la patota, era el paréntesis del día; la complicidad desarrollada por décadas y por sabores. Nuestras conversaciones privadas y los códigos que desarrollamos a partir de una comida repetida en ese tiempo atemporal, ahora revivido. Retomadas con tanto amor al volver a visitarles, siendo una adulta. El papel invertido de dar a probar cosas nuevas, de prepararle yo algún plato novel y exquisito. Esa es ya otra historia.
Agradezco la lluvia por transportarme a mi tiempo sin edad. A la intensidad del sonido del agua golpeando, formando mapas y ríos en el suelo. Al olor a viento húmedo. Contenida en medio estaba la casa. Un cuadro de colores variopinto, animado y con vida propia entre el gris de las nubes y el pavimento. La desaparecida casa materna que llevo a cuestas, ha quedado abierta de par en par, calada de añoranza, instalada en mi cabeza, mientras contemplo por mi ventana el diluvio que cae fuera.
Barcelona, junio 2024.
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Carolina Rincón Florez
04/11/2024
que bello relato, me traslado a mi infancia, a la CASA que hoy habita en nosotros y que volvemos a ella de cuando en cuando , como cuando cerramos los ojos o cae la lluvia y huele a petricor (tiera mojada) que le encantaba a nuestra madre
que bello relato, me traslado a mi infancia, a la CASA que hoy habita en nosotros y que volvemos a ella de cuando en cuando , como cuando cerramos los ojos o cae la lluvia y huele a petricor (tiera mojada) que le encantaba a nuestra madre
Me encanta la narrativa: sencilla, clara y poética…
Me trasladé inmediatamente a la casa de infancia de mi querida amiga en donde también muchas tardes compartí sus vivencias familiares 🤗
Que maravillosa manera de poder vivenciar esa casa a través de una descripción que es capaz de transportarme hasta allí, reconocer espacios de una casa que poco conocí, a Soledad con su nombre fiel a ella y transmitir una infancia feliz!! Precioso relato!!
Que hermoso escrito. Delicada descripción de momentos preciados que a mí también me llevaron a la infancia. No conocía esas dotes de escritora. Felicidades