LA CONJURA DE LOS NECIOS EN TIEMPO DE SILENCIO
Por Mario Marcos García Mozo
“Quien se enfrenta a los demás y gana tiene fuerza. Quien se enfrenta a sí mismo y
gana es la fuerza”. (Lao Tse)
La vida consiste en vivir todos los días, morir solamente en un solo día, una cita que
Manuel revive, sobrevive y convive con la resiliencia decidida, casi rozando al más puro
pensamiento del estoicismo mostrado por Epicteto.
Las 3:29 horas. Manuel se levanta taciturno a cubrir las necesidades prostáticas
de su cuerpo maduro. De vuelta, continua la segunda parte de la vigilia. 5:30, casi siempre
se despierta media hora antes que el despertador. Una estúpida lucha en ganar al tiempo.
Todos sabemos que el tiempo siempre nos gana. Durante esos treinta minutos, Manuel se
convertía en Manolín, un niño interior subconsciente jugando en la cama con un ronroneo
gatuno. Se motivaba contra la más absoluta soledad de la madrugada. De ahí su monólogo
matutino:
—Soy un gatito, un lindo gatito mimosón —y soltaba un leve maullido humano
seguido de una sonrisa picarona.
«Si uno no se quiere a sí mismo quien te va a querer», pensaba mirando al techo.
Otro mantra materno existencial que soltaba era el de mi mamá me mima mucho, cómo
me mima mi mamá. Otra risotada infantil. La risa es una medicina sin caducidad.
Todavía le quedaban quince minutos. Hacía tiempo que no les dedicaba a hacer
su 3M (Masturbación Médica Militar). Tres generaciones de cáncer de próstata no pueden
fallar. Su cerebro empezaba a realizar un recordatorio de su pasado inmediato. Los
pensamientos confluyen mezclados en los recuerdos, las emociones e ideas sin sentido.
¿Cuándo empezó todo?
Retrocedamos al 30 de diciembre del año 2019. Parecía que su vida se
estabilizaba dentro de la montaña rusa. Fue una de esas víctimas propicias de la última
Gran Crisis Financiera Mundial, un superviviente de la menguante clase media. Sin
embargo, tenía un trabajo precario, pero trabajo al fin al cabo. El oficio de contable-
fiscalista es bonito hasta que te aburre la propia monotonía. Perdió la habilidad especial
de esa rutina. Quería volver a la liga regular de los balances, los impuestos, las
declaraciones, las conciliaciones y sus amadas auditorías. Sobrevivía de sus ahorros como
un inversor guerrillero en la búsqueda inmediata de los botines en la economía neoliberal.
En teoría, cohabitaba un “amor”. Una aspiración de convertir una relación
esporádica en algo con continuidad. El furtivismo de Anastasia o Nastia contrastaba con
la madurez de una mujer de San Petersburgo.
Un cuerpo muy bien cuidado y unos ojos azules sin horizonte hechizaron a su
interrogante corazón. Le recordaba a una muñeca matriuska con sus capas y la más
pequeña con un ínfimo espíritu interior e intelectual. Le sucedían vagos recuerdos de las
cervezas Baltika, tomadas en el pub Troika; del pan de centeno que compartieron una
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tarde en el Retiro. La última cena en el restaurante El Cosaco, para que la amada tuviera
menos nostalgia de su país.
Su adicción a caminar por la calle Serrano en busca de trofeos con los que sablear
mi dorada Visa me producía ataques de ansiedad financieros. Seis meses de falsas
ilusiones y autoengaños.
Llegó el año 2019. La relación inestable se acabó con una despedida más fría que
el propio invierno ruso. Devolución involuntaria al purgatorio emocional. Descansaba
de nuevo de los chantajes emocionales a cambio de reencuentros de saldo con la carne
humana. Una maquinaria perfecta en la tortura del corazón.
Vinieron los días de invierno. Y los de la primavera, agotado por su depresión y
ansiedad. Manuel fue despedido con una frialdad quirúrgica. La pulcritud del deceso
laboral fue tal que no sintió dolor alguno.
Manuel vivía con su anciana madre. Carmela se llamaba en realidad Carmen
Manuela, pero acortaron su nombre; una nonagenaria mujer resistente de espíritu rebelde
con carácter veleta. Desde el divorcio de Manuel, vivía en la casa matriarcal. De vez en
cuando los nietos y los hijos, Álex y Rubén, realizaban las pertinentes visitas y
vacaciones.
Durante ese verano, Manuel sufrió un absurdo accidente deportivo. En principio
no le dio importancia, aunque lo lastró en su físico a largo plazo. El verano sucumbió a
una tranquilidad inusual entre las tres generaciones de cohabitantes. Solo hubo un día de
reproches y gritos, nada más.
Volvió el otoño. Manuel comenzó más activo. Después se sintió demasiado
mermado en su salud. Visitó al traumatólogo, seguida de la rehabilitación. Resultó un
parcheado en ese cuerpo acorazado frente a la vida.
Muy rara vez, Manuel sufría de pesadillas. Sin embargo, se repetía casi
angustiosamente la misma. Ese sueño subjetivo, surrealista, rodado con cámara en mano
con planos centrales. La visión se describía así: entraba el sol radiante en el salón vacío
de la casa. Había dos ataúdes de madera de cedro puestos como observadores mudos en
el suelo, elevados para mirar hacia la terraza diáfana. La línea existencial de la ciudad en
un marco de ciento ochenta grados de una vista sinuosa perimetral. No había ruido, no
había coches, no había aviones, ni gente, ni animales. Una absoluta ausencia sonora en
una ciudad ruidosa, silencio sepulcral. No se veía vida, solamente los ataúdes y las vistas.
Manuel pensaba en un libro de José Saramago, Ensayo sobre la ceguera, que le recordaba
a ese mundo distópico asfixiante.
Como un resorte fugaz, terminó el otoño para dar paso al invierno con una energía
inusitada. No obstante, las navidades, una vez más, se convirtieron en tristes y
decepcionantes. El clima mundial, que rebosaba energía, comenzaba a tambalearse por el
gigante asiático. Se empezaba a renombrar la palabra crisis asociada con otra insalubre:
pandemia.
Manuel era un realista positivo. Vivía observando con paciencia algunas
incidencias invisibles al enfoque humano.
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Empezaba el año 2020, mal, muy mal, realmente mal. Miguel su amigo de la
academia militar se suicidó el dos de enero. El cuatro de enero le robaron el móvil
mientras iba con Rubencuajo (Rubén más renacuajo) a comprar un roscón de reyes, un
verdadero contratiempo. Aquellas fueron las últimas navidades con sus hijos.
El invierno trajo una amenaza a la salud mundial y los brotes pandémicos lejanos
se acercaban con una inquietud sospechosa. Manuel escribía en su diario de terapia:
“Enero termina y siento una extraña gripe muy fuerte que me ahoga con cada
respiración. El pecho me aprieta y me cuesta respirar. Mi cabeza y mi corazón retumban
desconsolados ante la fiebre alta. Sigue febrero y marzo, se certifica el problema
sanitario. Esta maldita pandemia ha venido para quedarse. Todo mi mundo abstracto se
convierte en una realidad duramente admisible. La vorágine de noticias y la
manipulación mediática en las redes sociales infectaron los cerebros y los estados de
ánimo. He pasado de no poder respirar a no poder hablar ni sonreír por las mascarillas,
no poder contactar con nadie. La pesadilla distópica se convertía en realidad. Todos los
días, la procesión de coches policía, ambulancias, bomberos y furgones fúnebres repletos
de una muerte ahogada por la soledad más absoluta”.
Ese año pandémico, Manuel perdió definitivamente a sus hijos. Buscaron la
excusa perfecta para no volver a verle. Por si fuera poco, su hermano José alias el imbécil,
llamado así gracias al libro Manolito Gafotas, de Elvira Lindo, realizó su última canallada
en el apartamento de Colmenarejo: la de apropiarse de los libros más preciados de la
juventud de Manuel. La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, y Tiempos de
silencio, de Luis Martín Santos.
A Manuel le resultaba muy extraña aquella convulsa situación política, sanitaria,
económica del mundo. Existían dos corrientes: la negacionista y la oficial conspiranoica.
Eran el ying y el yang de la estupidez humana sobrealimentada en redes sociales gracias
a las carencias psicoemocionales.
Su resistencia numantina se ejercía a través de un decreciente partido político de
centro-liberal. Aunque sabía muy bien que su ideario estaba en estado crítico, todavía
pensaba que resultaba necesario para la denostada clase media. Existía una voluntad de
seguir con su renovación de la política. Con seis años de activismo, envejecía casi más
rápido que su madre. A ambos, a veces, les costaba reconocerse frente al espejo.
Como tantas veces, desde hace nueve años, la conversación telefónica con sus
hijos eran calcamonías copiadas.
—Hola, Susana. ¿Se pueden poner los chicos por favor? Gracias… —iniciaba
Manuel la conversación.
—¿Qué quieres? No quiero hablar nada contigo. Te paso a Álex —respondía
Rubén con frialdad.
—¡Rubén! Solo… vale, como quieras. Pásame a Álex.
—Hola, papá, estoy muy liado (…) No quiero vacunarme, no insistas. Es mi
libertad y no me dejo engañar por esos políticos manipuladores. ¡Estoy harto!
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Álex, al ser mayor de edad, podía decidir por sí mismo. Es una persona
emocionalmente dependiente y su inmadurez resulta patente. Es difícil para un padre
becario lidiar en el mundo adolescente sobre todo cuando existe un problema de Síndrome
de Asperger, una especie de autismo que siempre ha existido, pero que apenas se habla
de forma familiar.
—Álex, Álex, por favor, ¡escúchame! ¡Te quiero! ¡Te quiero! Me preocupo por
tu salud, por la salud de todos. ¡Yo también tengo miedo!
Como otra madrugada más, en el cruce de pensamientos que puede pasar por una
cabeza apesadumbrada desde las 5:45 hasta las 6:00 de la mañana. Intentando levantar el
espíritu cuando el alma deambula con una tristeza invisible, impermeable a la humedad
de las ocasionales lágrimas.
Comenzamos el día, y quiero escribir ese discurso. Me gusta escribir, quiero
escribir, amaría por escribir. Mal lo hacemos si no vamos acompañados de la pareja de
baile: la lectura. No tengo claro si soy un escritor cojo o si soy un escritor ciego. No puedo
tener todo controlado, lo intento, pero no puedo o no quiero.
Dos horas con el papel en blanco. ¿Crisis? La niebla mental de la pandemia me
hace perder la concentración. Este discurso es muy importante, es mi trabajo.
Miro un viejo libro Tao-Te-King, de Lao-Tse. Algo me sucede en una tormenta
mental sin igual cuando leo un trozo de la página 15.
El sabio gobierna de modo que
Vacía su corazón,
llena el vientre,
debilita la ambición,
y fortalece los huesos.
Así evita que el pueblo tenga saber
ni deseos,
para que los más astutos
no busquen su triunfo.
Quien practica el no-obrar todo lo gobierna.
Se abrió el cielo. Los rayos de la mañana iluminaban mi mano zurda sobre un
borrador escrito automáticamente a golpe de portaminas con goma. Se borraba y se volvía
a escribir. Se pasó al ordenador. Revisaba el orden, la gramática, la corrección de la
puntuación y las tildes. Lo imprimí tres veces. Se volvió a leer, con sus pausas y con sus
palabras cargadas de mensaje, claro, conciso y directo. Al final, el parto del discurso sin
cesárea de casi cinco horas, fue enviado a la oficina directiva con copia a secretaría y
vicepresidencia. Ponía mi nombre en una esquina. Fue leído, televisado, radiado y
extendido por las redes sociales con un extraordinario efecto viral exponencial. La cuenta
de Twitter de Manuel pasó de 28 seguidores y 53 me gusta, a números sin precedentes.
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Un rotundo éxito entre tanta tiniebla en un mundo dirigido por una conjura de necios en
tiempos de silencio.
—Papá, soy Álex. Me ha gustado mucho tu discurso, aunque creo que podría
hacerte algunas matizaciones. También me gustaría que me pidieras perdón por llamarme
negacionista cabezón. Yo elijo mi libertad individual frente al obstruccionismo caótico
estatal y mundial.
—Bueno, Álex. Muchas gracias por tu llamada. Me gusta cuando llamas. Muchas
gracias por tu apoyo, te quiero chavalín. Respecto a lo otro, de cabezota a cabezón, qué
quieres que te diga, ¿que el caballo de Santiago es verde? Pues vale, lo admitimos con
cariño y ternura. ¡Te quiero, Álex! Eso siempre.
FIN
RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura CreativaDeja una respuesta
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Carolina Rincón Florez
04/11/2024
Realto desconcertante, al menos para mí.
Lo veo enreversado. ¿Hay que leer entre líneas para entender lo que pasa?. Sospecho que sí.
No me meto con el estilo literario, sino con lo que transmite. Lo siento.
BUENOS DIAS MARIA JOSE:
Muchas gracias por tu comentario, el efecto que has tenido esa ese realmente que quería producir en el lector, la Pandemia, la Vida Actual… ¿ No produce desconcierto e incertidubre?
– Al menos a mi me produce esa sensación. Enrevesado no creo, sin embargo, desnudar las esencias de los personajes es más dificil en un relato corto. Me interesaban que más los hechos, las situaciones que todos los personajes arropados entorno a Manuel.
Escribir desde la Inteligencia Emocional es complicado porque se debe de sintonizar dentro de la misma onda emocional y eso es muy muy complicado dentro del primer relato. No tienes que disculparte, valoro sinceramente tus comentarios, te agradezco tu valoración.