LA CRUZ DE MADERA

Por Fatima Maldonado

A Vitaliano lo llamaban los presos “El de la picaína”. Había nacido en Montehermoso, un pueblo de la alta Extremadura, donde los hombres se tomaban la justicia por su mano. Se decía que en este pueblo los hombres tenían mucho “cuajo”, un genio de mil demonios que no soportaba las injusticias y hacía brotar lo peor del alma de cada uno.

Desde su celda, fría y húmeda, en la cárcel de Plasencia, recordaba Vitaliano su pasado más reciente. La despedida más dolorosa entre las lágrimas de su madre y el abrazo de su padre, cuando se lo llevó la Guardia Civil.

− Hijo, hay que apechugar con lo “jechu” – dijo su padre, un hombre curtido por el sol y el trabajo duro de la tierra.

− Padre sea fuerte usted, contestó Vitaliano.− mientras se le ponían los ojos vidriosos y le abrazaba con cariño.

Ahora, veía en su duermevela, las mañanas en que salía de su casa, para ir a trabajar al campo. Siempre se encontraba en la fachada de enfrente, la maldita cruz. Aquella frase se le clavaba en el alma y le hacía sentir tan mal, que antes de ir a la era, pasaba por la taberna y se echaba al coleto, un par de vasos de aguardiente de cabeza. “Muerto por manos airadas”, “Muerto por manos airadas”, “Muerto por manos airadas”… resonaba en su cabeza como una maldición.

Los meses antes de que lo encerraran habían sido una tortura. Iba tambaleándose por los campos como un fantasma con el que nadie quería tener cuentas y, todos los que se cruzaban con él, le daban de lado.

Su ira era tan grande, que le rechinaban los dientes, mientras pensaba que había perdido a su novia, a Jacinta, la mujer más bonita del pueblo.

Era delgada, de ojos oscuros y piel blanca. Llevaba unos aretes en las orejas y un pañuelo de “cien colores” que le envolvía el cuerpo, delgado como un junco. Los pies calzados con unas alpargatas de tela y suelo de esparto. Unas medias de hilo le cubrían las piernas y la cabeza tapada con un pañuelo blanco. Su atuendo se completaba con una saya de rayas que le llegaba a media pierna.

Había sido al salir del baile una noche de domingo cuando vio a Fidel, el más chulo del pueblo acompañarla a su casa. Sólo él sabía que Jacinta era suya, pero verlos besarse, en la reja al lado de su puerta, le volvió completamente loco.

Desde que tenían catorce años, había empezado a mirarla cuando se cruzaban  por la calle. Ella, bajaba los ojos y él se la comía con la vista.

Los padres de Jacinta no querían que se casara con Vitaliano y hacían todo lo posible para que se dejaran. Ella era hija de una familia pudiente, de los más ricos del pueblo que poseían un capital abundante: fincas de secano para el cultivo del cereal, viñas, parte de la dehesa, prados y unas huertas en Aguas Canas que eran la envidia de más de uno.

Entre unas familias y otras, si había desavenencias, lo primero que hacían era tirar de navaja, lo que se conocía como “la picaína” para dirimir las ofensas. Las puñaladas se llevaban cada año a varios mozos jóvenes, era corriente, oír en el lavadero de Jerrao, contar a las mujeres las andanzas de unos y otros:

−¿Os habéis “enterao” de la muerte de Fidel? – dijo la más mayor de las lavanderas. −Se lo ha “llevao” por delante Vitaliano, el “Malajeta”.

No tardaban en enterrar al muerto y ya estaban sus familiares colgando la cruz de madera frente a la puerta de la casa del asesino.

Tío Genaro era el carpintero que las hacía y con una pintura negra le ponía con letras grandes: “Muerto por manos airadas”. Nadie osaba en el pueblo quitar la cruz, ni tocarla siquiera, pues las consecuencias podían ser aún peores y convertirse aquello en una matanza, de los de un lado y otro. Tenía que pasar mucho tiempo para que las inclemencias del tiempo la fueran corroyendo poco a poco, como el alma negra del asesino.

Pero eso era antes de ir a la cárcel. Ahora cuando se despertaba por las mañanas y salía de su celda, seguía viendo la maldita frase que le martilleaba los oídos a todas horas. Sabía que ahora, la había perdido definitivamente y tal vez ella, no le perdonara nunca por haber matado a un paisano rico, que intentó quitársela.

La cárcel era dura. Frío y ratas, un rancho hecho con verduras podridas, los reclusos de ojos tristes y caras demacradas, deliraban continuamente e iban como fantasmas deambulando, por el penal, sin enterarse de nada. A algunos les llevaban los familiares alguna garrafa de vino y estaban en un estado semipermanente de coma etílico. El alcohol dormía las penalidades y se llevaba a más de uno de alguna hemorragia de estómago.

Sin embargo había también gitanos, quinquilleros que estaban presos por robar en las fincas, ladrones y presos políticos que habían sido republicanos y estaban apartados de los demás. Los más peligrosos y atrevidos eran los quinquis. Eran astutos, listos y no eran de fiar. Pero Vitaliano consiguió poco a poco acercarse a ellos, porque un día les oyó hablar algo de una escapada.

Los quinquilleros eran muy desconfiados. Vergaña era su jefe. Se consideraba un patriarca entre los suyos. Curtido, de piel oscura y barba poblada; los carceleros no osaban, acercarse mucho a él. Vestía unos pantalones andrajosos y una camisa que había sido de rayas en sus buenos tiempos. Compartían entre ellos un código de honor y hablaban en un dialecto propio, muy difícil de entender.

Eran leales en la amistad e intolerantes ante las injusticias. Estaban divididos en clanes y se identificaban entre ellos por un apodo. Estaban sometidos a un estricto código ético.

‒ Son los payos, los “julais”, los que os ayudaran a escapar – le dijo un día Vitaliano a Vergaña.

Éste no respondió, pero se le quedó mirando inquisidor, con una mirada que desprendía mil preguntas.

Vitaliano le había oído a los quinquis, que tenían compadres en Portugal; allí contaban con ayuda de familiares y amigos. Él le proporcionaría la huida y ellos le ampararían cuando llegaran al país vecino. Ese era el trato.

La cárcel se encontraba en uno de los ángulos de la Plaza Mayor. En el patio había un cuarto pequeño que era la vivienda del alcaide, un aposento que hacía de calabozo y junto a él, un callejón, con reja que daba a la Plaza. Por la reja, cada martes de mercado, pedían limosna los presos. Allí les llevaban las familias lo poco que tenían y la gente de posibles les daba limosna.

Los tejados y cubiertas de la cárcel estaban muy deteriorados, las maderas muy podridas, y con gran peligro de hundirse. Cuando llovía había muchas goteras en el tejado al que se subía por una escalera desvencijada.

Vitaliano cada martes, se acercaba a la ventana de la plaza, para ver si venía alguien del pueblo. Un día vio pasar cerca, a Raimundo, un paisano del que se contaban muchas historias. Raimundo era compadre y amigo de su padre y le debía algunos favores de cuando la guerra. Había estado en Cuba varios años y según las malas lenguas había matado a algún terrateniente, al que le había robado su hacienda, sus tierras y su oro. Se había convertido en un hombre rico y Vitaliano lo sabía. Así que se atrevió a llamarlo.

− ¡Eh, Raimundo¡ − acércate − dijo Vitaliano.

Raimundo al principio, no lo reconoció, dado el aspecto tan desastrado que tenía y se acercó más a la reja. Era el hijo de su compadre. Un hombre al que le debía mucho en su vida.

Mantuvieron una conversación en voz baja y quedaron en volver a verse, el martes siguiente.

Las semanas pasaban lentamente, en aquella miserable vida carcelaria. A Vitaliano se le hizo eterno el tiempo, hasta el martes siguiente.

Vergaña se acercó varias veces a él en aquellos días y algunos presos les miraban fijos, pues no era normal que el jefe de los quinquis, hablara tanto con un payo.

Una tarde en el patio Vergaña se acercó a Vitaliano.

‒ Oye ¿qué quisiste decir el otro día? Vitaliano “Malajeta” le miró fijamente y con voz susurrante le dijo:

‒El otro día hablé con un paisano, ha dicho que nos ayudará a escapar de aquí.

‒ ¿Cómo? – respondió el otro con cara de asombro.

‒ El martes que viene fijaremos la fecha ‒ dijo Malajeta. Y se separaron porque los chivatos estaban siempre al loro.

Había pasado un mes y ya habían acordado que el primer día que lloviera, por la noche, vendría Raimundo con caballos, ropa y avituallamiento para sacarlos de aquel infierno.

Una mañana se despertaron mojados. Cada vez que llovía caían las goteras en sus celdas y amanecían empapados. Sin embargo esto, iba a ser su salvación. Habían organizado la escapada por el tejado de vigas podridas y medio rotas. Ya habían buscado el sitio más deteriorado y estaban todos de acuerdo.

Con los sacos de anjeo que les servían de sábanas, tejieron una cuerda. Vitaliano sabía hacer las capacetas con esparto. Se usaban en su pueblo para moler el aceite y filtrarla así que no le costó mucho tejer una trenza que le sirviera para huir.

Aquella noche hacía un viento de mil demonios y caía agua como si el cielo se hubiera roto.

A la hora acordada, ya anochecido y cuando los guardias, ya habían hecho la ronda, Vergaña y los suyos junto a Vitaliano se juntaron al fondo del pasillo y emprendieron, en silencio, la huida.

Las trojes del edificio estaban llenas de agua. Avanzaron en silencio procurando no hacer ruido. Cuando llegaron a la gotera por la que entraba más agua, empezaron a quitar los trozos podridos de la madera. Trabajaban con prisa para hacer un boquete por el que pudieran pasar.

Vergaña llevaba la cuerda que habían preparado, enrollada en el brazo. La ataron a una viga que se veía más fuerte y comenzaron a descender. Vitaliano dijo que él, iba el primero; en el fondo no se fiaba de los quinquis.

La bajada fue difícil. Se arañó las piernas en las paredes de piedra, se hizo rasguños en las manos y cuando llegó abajo, parecía un cadáver ensangrentado y degollado.

Una vez que todos hubieron bajado, montaron en los caballos que Raimundo había traído y salieron al galope, dejando atrás aquel penal miserable, donde habían pasado muchas penalidades.

A Vitaliano le resonaba dentro la maldita frase: “Muerto por manos airadas”… mientras cabalgaban en dirección a Portugal. Avanzaron toda la noche, descansando sólo, para que los caballos comieran y cogieran fuerzas para seguir. En una de esas paradas se cambiaron de ropa y se curaron las heridas. El miedo no les dejaba pensar en dormir un poco, sólo querían avanzar y llegar cuanto antes al país vecino.

Habían pasado Perales del Puerto y Cilleros; ya les quedaba poco para la frontera. Marchaban por caminos, ocultos entre la maleza, entre madroñeras, jaras, retamas enormes, encinares y robledales en las sierras, y campos de cultivo en los llanos.

Era una carrera contra el tiempo. Estaban ya en la Raya cuando, en un recodo del sendero por el que transitaban, un grupo de “Guardiñas” de la GNR y Carabineros les dieron el alto.

Todo había sido en vano. De nuevo los llevaron presos. Todo su esfuerzo había sido inútil. Vitaliano seguiría mucho tiempo recordando la frase maldita, en un nuevo penal de mayor seguridad. Los presos lo llamaban “el de las manos”. Se volvió loco repitiendo continuamente y a todas horas: “Muerto por manos airadas”, “Muerto por manos airadas”, “Muerto por manos airadas…

Fátima Maldonado Campos.

RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura Creativa

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Esta entrada tiene 3 comentarios

  1. Concha

    ¡Muy interesante!
    Pero muy decepcionante en su finall!
    Siempre ha sido Montehermoso el pueblo de la picaina, la bravura de sus habitantes invitaba a dicha denominación .
    ¡Buen relato!

  2. Fátima Maldonado

    Muchas gracias Concha por tus palabras.

  3. Francisco Domínguez Motonta

    Bella y magistralmente retratada la miseria de la postguerra española, con sencillas pinceladas , cual cuadro de Goya, en las que su perfección y luminosidad nos descubre los principios y sentimientos mas profundos del ser humano, manteniendo hasta el final la atención del desenlace.

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