LA EDICIÓN VESPERTINA – Renata Aranzazu de las Heras Ocón
Por Renata Aranzazu de las Heras Ocon
Tres timbrazos cortos y dos largos anticiparon su regreso. El viaje había durado casi dos meses, una eternidad. Visitar la casona familiar de Quimper le resultaba cada vez más difícil. Al menos Matilde, su hermana mayor, lo recibió con los brazos abiertos. Agitó la cabeza enérgicamente, intentando despejar los pensamientos que podrían agriar el reencuentro. Al otro lado de la puerta, un taconeo ligero se acompasaba con la atropellada carrera de los pequeños peleando por llegar a la meta. Sonrió, justo a tiempo. Pepa abrió la puerta y se abalanzó a su cuello. Aspiró brevemente el olor a jazmín de su cabello negro. Sacó un puñado de caramelos del bolsillo del abrigo de cashmere de Savile Raw, la sastrería londinense que se imponía en París, un capricho innecesario. René repartió las golosinas entre sus hijos, tomó a su mujer de la cintura y entraron en la casa.
En la salita de estar, Pepa se acomodó en una silla junto al ventanal, se entretuvo jugueteando con la pipa de marfil y ébano, antes de emboquillar el cigarrillo, dispuesta a disfrutar de ese placer reservado a los hombres. René se sirvió una copa de Cassís.
– ¿Y bien? – le espetó sin dejarle dar un sorbo. Él sonrió y aquella sonrisa le anticipo que quizá, solo quizá, esta vez las cosas podrían cambiar.
– Llegué justo en el momento preciso – afirmó agitando triunfal un documento que sacó del bolsillo interior de la americana. – Hay que ser un loco visionario para imaginar las posibilidades de una mochila que despliega un paracaídas cuando el piloto tira de la argolla. Eso, y sólo eso, ha hecho posible que pudiera adquirir en exclusiva la patente de la Kotelnikova, bueno, eso y que con el último salto fallido de Grant Morton los inversores se han desinteresado-.
Grant Morton, el primer piloto en saltar con éxito con un paracaídas desde un avión, sufrió, meses después, un grave accidente al repetir la hazaña desde un globo aerostático. El paracaídas frenó el impacto, pero le dejó incapacitado. Este revés, convenció a René de que con sus pocos ahorros podría hacerse con la patente. Presentía la velada amenaza que se cernía sobre Europa, soplaban vientos de guerra y si su intuición no le fallaba, la aviación militar tendría un papel relevante. Fabricando los paracaídas salvaría la vida de muchos pilotos, y a su familia de la precaria situación económica en la que vivían.
– ¿Y ahora que tienes la patente cuál será el siguiente paso? – Pepa dio una larga bocanada y expulsó el humo, mirándole intensamente a los ojos.
La estancia se iluminaba con su presencia. Pepa le había salvado de un matrimonio de conveniencia en Quimper. Se estremeció recordando la primera vez que la vio en el vestíbulo del Gran Hotel Inglés, lugar de encuentro de la vanguardia intelectual madrileña. Les bastó una mirada para saberse perdidos. René decidió no regresar a Francia con el único y firme propósito de ser presentado.
Pepa, nieta y única heredera de un terrateniente de Huesca, había convencido a su abuelo, riguroso hasta la médula, para visitar Madrid acompañada de la tía Maruja deseosa de asistir a las tertulias de Valle Inclán y Baroja, mientras degustaba una buena taza de café negro. Rubén Darío había escrito que en sus posos había tantos poemas escondidos como en una botella de tinta y ella estaba dispuesta a comprobarlo.
Se casaron seis meses después de aquel primer encuentro, apadrinados por Emile, tutor y compañero infatigable de René en sus viajes y por la tía Maruja, que se rindió al amor de los jóvenes. Ambos fueron desheredados. René se convirtió en un proscrito al despreciar el matrimonio orquestado por su madre en Quimper. A don Francisco se le rompió el corazón, pero no estaba dispuesto a perdonar a su nieta.
– Querido ¿Qué vas a hacer con la patente? ¿Cuál será el siguiente paso? – Insistió Pepa al verlo con la mirada fija en el líquido ámbar que se movía como un mar encabritado mientras agitaba rítmicamente el vaso.
– Una demostración, vamos a hacer una demostración -contestó ensimismado-Conozco a un piloto que, por un módico precio, podría sobrevolar el Aeródromo de Cuatro Vientos, un par de piruetas para insuflar algo de misterio y finalizar saltando con la Kotelnikova. Habría que convocar a los mandos del ejército y si fuera posible debería llegar la noticia a Alfonso XIII. Ya sabes del interés casi obsesivo del Rey por la aviación, dicen que participa en la fabricación de aviones La Hispano, si pudiera asistir, seguro que apoyaba la empresa.
– Pues así lo haremos – declaró enérgicamente Pepa- iniciemos los preparativos, concreta los detalles con tu piloto. El mes de mayo está próximo, la demostración podría preceder las celebraciones por el cumpleaños del Rey, pero antes de San Isidro, no vaya a deslucir entre tanto festejo. El 12 de mayo sin duda será un buen día para la exhibición.
Los días volaron y sin apenas sentirlos llegó el señalado para el acontecimiento que estaba en boca de la alta sociedad madrileña. Federico de Llanos se levantó aquella mañana con los nervios templados, se vistió el uniforme de aviador, se ajustó la corbata frente al espejo y se demoró un instante repasando los acontecimientos de la última semana. Chascó la lengua atusándose el bigotillo y se sentó frente al escritorio, para plasmar unas pocas letras a vuelapluma en una cuartilla de factura barata, cortesía de la posada de El Peine. Cerró la puerta sin mirar atrás. A lo lejos sintió el silbido del tranvía que llegaba inusualmente en hora, era uno de esos vehículos abiertos de color naranja que los madrileños habían bautizado como las jardineras porque recordaban a las macetas que alegraban con geranios los balcones de las casas. De una zancada se subió al coche eléctrico que puso rumbo a Cuatro Vientos y se sentó con la mirada perdida en el horizonte.
El aeropuerto recién inaugurado lucía precario, en la entrada le esperaban un fotógrafo y el periodista de El Imparcial. En el hangar, el aeroplano estaba listo, su copiloto había hecho la inspección de rutina. Elevó la vista al cielo, despejado y de azul intenso, sin apenas viento, pensó que era el día perfecto para volar.
-Don Federico – le urgió el joven – Dese prisa, todas las personalidades están en la tribuna, la prensa ha venido y Monsieur René ha preguntado por usted… ¡Vaya! Ahí viene, parece nervioso-.
Se deshizo del abrigo y saltó presto a la cabina sin prestar atención a René que se dirigía con premura hacía él.
-Vuelva a la grada, cuando vea la señal acordada iniciaré el vuelo. – le gritó imponiéndose al rugido de la hélice del avión-.
Unos minutos más tarde René se situó junto a Pepa, hizo la señal convenida, Federico inició la carrera de despegue, se elevó y pronto alcanzó la velocidad de crucero, casi 120 km a la hora. Realizó una pirueta simple nivelando el aeroplano próximo a la grada para deleite de autoridades y curiosos. Realizó una segunda pirueta, esta vez doble y enfiló directo al cielo, tan alto como le permitía ese viejo bimotor, casi dos mil ochocientos metros, se preparó para el salto. Dejó los mandos al copiloto y levantó la mano derecha con el pulgar hacia arriba, respiró hondo, despejando la duda que le atenazaba la garganta y sin dudarlo se impulsó saltando al vacío.
– Ha saltado -susurró Pepa y le apretó la mano con tanta intensidad que notó como se le cortaba la circulación. La grada entera contenía la respiración, con los ojos puestos en el avión, ansiosos por ver cómo se abría el paracaídas. Diez segundos le había dicho René, diez segundos desde que salte y se abrirá. Contó mentalmente, once, doce, empezó a sentir vértigo, Federico caía en picado y el ingenio no se abría. No hubo tiempo para pensarlo, en una fracción de segundo el piloto pasó de ser un pájaro a caer a plomo en el sembrado próximo. Un silencio absoluto se impuso entre los presentes, algunos se refugiaron en el hangar ahorrándose el espectáculo, susurraban incrédulos buscando una explicación. Los periodistas arrancaron sus motocicletas rumbo a las redacciones, la catástrofe prometía unas suculentas ventas del vespertino.
René ordenó a los operarios del aeropuerto que evitaran que los curiosos se acercaran hasta donde yacía Federico y se precipitó campo a través. Cuando llegó junto al cadáver vio el paracaídas todavía en su mochila, la argolla intacta. Si no había fallado, qué había pasado. Dejó a Pepa en casa y sin mediar palabra se dirigió a la posada de El Peine, tenía que entender. Entró en la habitación de Federico, estaba perfectamente ordenada, reparó en la carta que había sobre el escritorio, iba dirigida a él. Rasgó el sobre con torpeza, los labios le temblaban mientras leía, no podía dar crédito. Federico se disculpaba por elegir la demostración para quitarse la vida. En su misiva le contaba que su mujer se había fugado con un cómico un par de días atrás uniéndose al elenco en su gira.
-La amo profundamente – le decía en la carta- y allí donde esté le llegará la noticia de lo que ha pasado, ha huido de mí, pero la prensa la alcanzará, jamás descansará por la culpa; aunque espero que usted me perdone a mí-.
Maldito necio, pensó René, se planteó si el engaño justificaba el suicidio, los españoles y su código de honor, matar o morir, extremo y estúpido, sentado al borde de la cama se imaginó qué haría él si hubiera sido el engañado. Se preguntó hasta donde sería capaz de llegar por amor, asintió, conocía de sobra la respuesta. Abatido, salió de la pensión, la misiva arrugada en el bolsillo junto a la patente que carecía ya de valor. Cuando la prensa publicara lo acontecido nadie en su sano juicio apostaría por él. Entró en la casa y se desplomó en el sofá, cómo decirle a Pepa que lo habían perdido todo, no soportaba la idea de acudir de nuevo a Matilde. No les quedaba ni un céntimo, quizá su hermana podría ayudarle de nuevo distrayendo algunos francos a espaldas de sus padres. Sí, y con ese dinero pondría en marcha un nuevo invento que tenía en mente para mejorar la cría de gallinas, pero para eso debían trasladarse al campo, se imaginó el conflicto familiar.
Pepa entró en la habitación, los ojos húmedos, se acomodó en sus rodillas y le acarició el pelo. Frunció los labios con determinación, no estaba dispuesta a que sus hijos sufrieran por este desastre, no importaba de quien fuera la culpa. Decidida, pensó que había llegado el momento de volver a la finca en Huesca, cuando el abuelo conociera a sus biznietos cedería, estaba segura, con René sería otro cantar, tenía que pensar cómo le iba a plantear la vuelta al campo.
Así sin más, permanecieron abrazados en silencio, cada uno refugiado en sus pensamientos, ajenos al pedaleo de una bicicleta que se aproximaba y al voceo que le acompañaba anunciando la edición vespertina del Imparcial.
RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura CreativaDeja una respuesta
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María Isabel López Ben
07/10/2024
Impresionante, me ha encantado!
Extraordinario!!! Bellísimo y muy buen escrito!! Una delicia leerlo!! Enhorabuena a la autora deseando que publique más y seguir leyendo de ella!!
Magnífico.
Un relato que engancha desde el principio y te hace disfrutar de su lectura.
Magnífica quiero seguir leyendo , que pasa con los personajes . Se merece una novela