LA ESTAFA

Por Ana María Gómez Olaya

Elena se levantó muy temprano, como cada mañana. Puso la cafetera y aprovechó para
ducharse y vestirse mientras se hacía el café. Hoy se maquilló muy poco pues no tenía
ganas. Le esperaba otro día difícil en el despacho con un par de casos muy complicados.
El  primero  y  más  duro  era  la  defensa  de  un  tipo  que  había  acabado  con  la  vida  de  su
esposa y de sus hijos. Por más vueltas que le daba, seguía pensando que le iba a resultar
imposible seguir con algo que le parecía indefendible.
Se tomó el café en la cocina, de pie, mientras preparaba su cartera y echaba un
último vistazo a su ordenador y su teléfono.
En el coche, ya de camino al trabajo, pensaba en demasiadas cosas a la vez: el día
que le esperaba, la compra, las llamadas pendientes, los muebles, las telas y, por supuesto,
en Luis.
El calor apretaba en la calle. Bostezó antes de entrar en su despacho pues había
pasado muy mala noche. Este año casi no había disfrutado de sus vacaciones y su cuerpo
comenzaba a resentirse. Demasiado trabajo, muchas presiones y apenas un respiro para
poner en orden su casa y su vida. Elena estaba ilusionada con su nuevo hogar, y el poco
tiempo  que  le  quedaba  libre  no  resultaba  suficiente  para  terminar  de  amueblarlo.  Ese
hogar que iban a compartir Luis y ella y que ahora iba a ser demasiado grande para ella
sola.
Pensó  también  que  tenía  que  ver  a  su  hermano,  que  no  pasaba  por  un  buen
momento, aunque él nunca se preocupaba por ella. Estaba cansada de ser siempre la que
sustentaba a todos y nunca tenía una alegría de nadie. Y debía hablar con sus padres tras
dos días sin llamarlos. En estos pensamientos andaba cuando se le cruzó Luis entre ellos.
Estaban enfadados, se había ido de casa y desde entonces no había vuelto a saber nada de
él. Y había pasado un mes. Elena no entendía su silencio.
Cuando llegó al despacho tenía la cabeza tan embotada de tantas preocupaciones
y  tantos  asuntos  pendientes  que  se  sintió  mareada.  Se  tiró  en  su  sillón  y  cerró  los  ojos
intentando dejar la mente en blanco antes de embarcarse en el trabajo.
La mañana resultó interminable. Después de repasar de nuevo todos sus informes,
se fue a comisaría. Su cliente iba a ser interrogado y tenía que estar presente. Cuando le
vio la cara volvieron sus dudas: «Dios mío, ¿cómo voy a defender a un asesino? Tengo
la  sensación  de  estar  perdiendo  el  tiempo  con  este  indeseable».  Elena  sabía  que  podía
renunciar  a  la  defensa  en  cualquier  momento  sin  necesidad  de  justificar  su  decisión
siempre que no se produjera indefensión al acusado.

Cuando abandonó la comisaría, iba dándole vueltas a la cabeza, dilucidando qué
hacer.  Se  subió  al  coche  en  el  aparcamiento  y  entonces  lo  vio.  Y  observó  su  sonrisa  a
través del cristal. Pero supo de inmediato que no era para ella, esa se esfumó una mañana
de domingo. No quiso seguir mirando. Sintió frío, a pesar de que afuera, en la calle, hacía
un calor pegajoso y hasta la tarea de respirar se tornaba fastidiosa. Se quedó un rato en el
asiento del coche pensando mientras sentía su presencia muy cerca. Ahí estaba, detrás de
ella. No podía verlo, pero percibía su olor, su aliento, su tímida sonrisa. No podía verlo,
pero sentía el cálido roce de sus dedos acariciando su cuello y su espalda. No podía verlo,
pero su boca le traía un te quiero al oído, un requiebro suspendido en el aire. No podía
verlo, pero se adormecía al abrigo de sus brazos.
Se estremeció.
Abrió los ojos y supo que había desaparecido. Seguía echándole de menos con la
misma intensidad con la que se sucedían sus silencios. Las palabras se paseaban por su
mente de una manera torpe, desordenada, desnuda. Desaprendió a hablar cuando hablaba
su tristeza. Pensó que le gustaría no tener memoria para no tener que olvidar lo que fueron
hace tan solo un mes.
Elena se dio cuenta del tiempo que llevaba en el aparcamiento de comisaría y de
la amalgama de ideas y de pensamientos que invadían su cabeza. ¿Se estaría volviendo
loca? Se sintió ridícula. Arrancó el coche y volvió al despacho parando un momento a
hacer un avituallamiento de emergencia. Como ella decía, su nevera estaba tiritando.
Llegó al trabajo, pero el resto de la jornada no logró concentrarse. Ver a Luis la
había  descolocado  por  completo.  Seguía  preguntándose  por  qué  no  la  llamaba  aunque
fuera para decirle que todo había acabado. Elena sabía que tenía razón al estar enfadada,
más dolida que enfadada, en realidad. Creía que era Luis quien tenía que dar el primer
paso y enfrentar la situación. Un mes era demasiado tiempo después de siete años juntos
en los que apenas se habían separado.
Se levantó, se lavó la cara y volvió a su trabajo. No podía permitirse faltar a sus
obligaciones. Al rato subió al despacho de su socio para hacerle saber que renunciaba a
la defensa de su cliente. Esteban hizo un mohín de desaprobación.
—Lo  sé,  lo  sé,  puede  parecer  poco  profesional  por  mi  parte,  pero  legalmente
puedo hacerlo. Sin justificación alguna, además. Sí, sí, ya sé que lo sabes, pero puedes
imaginar el porqué de mi negativa. Lo siento, voy a seguir con el asunto de la inmobiliaria
—zanjó.

Pensó  en  tomarse  un  tiempo,  pero  lo  pospondría  un  par  de  semanas;  iban  a
montarle dos habitaciones en esos días. Volvió a su despacho y se puso con el tema de la
estafa  inmobiliaria,  un  asunto  muy  oscuro  que  afectaba  a  más  de  cien  personas.  Pero
decididamente, su cabeza no daba para más. Hizo un par de llamadas y decidió que su
jornada  laboral  había  llegado  a  su  fin.  No  se  sentía  contenta.  Sabía  que  había  dejado
muchas cosas pendientes, pero no terminaba de enfocarse en nada.
Llegó a casa y se preparó para una larga ducha. Pensó que sus neuronas en remojo
le darían, tal vez, una tregua. Nada más lejos de la realidad. Se sirvió una copa de vino y
arregló una cena rápida. Con su bandeja en el regazo, Elena puso la televisión para ver
una serie que seguían Luis y ella desde hacía tiempo. De nuevo Luis. Volvía a su mente
en cualquier rincón, en un gesto, en un detalle, en su toalla, en un aroma, en su ropa que
aún  aguardaba  en  el  armario.  Tenía  que  apartarlo  de  su  cabeza  a  pesar  de  que  todo  le
recordaba a él, incluso hasta las macetas que se encargaba de cuidar y regar. La vida no
se paraba en Luis, continuaba a pesar de él. Elena se lo repetía como un mantra, intentando
convencerse, aunque con escaso éxito.
Al terminar la serie, leyó un rato tumbada en el sofá. La lectura la relajaba y total,
no  tenía  prisa  ninguna  por  acostarse.  El  insomnio  y  el  calor  sofocante  eran  sus
compañeros  de  cama  en  el  último  mes.  Cuando  se  cansó  de  leer,  se  deslizó  entre  las
sábanas y comenzó a imaginar. No podía conciliar el sueño y se levantó para prepararse
una infusión. Abrió el ordenador. Nada, vacío, silencio.
Había  llegado  el  momento  de  reaccionar.  Última  vez  y  última  oportunidad.  Era
incapaz de contactar con él por teléfono; nunca se lo cogía y, además, no eran horas, así
que se sentó a escribirle un correo:
Querido Luis:
No  sé  si  hago  bien,  si  es  o  no  el  momento,  pero  a  estas  alturas  tampoco  me
importa. Ya  no  sé  si  te  conozco  o  si  te  he  idealizado,  si  he  creado  un  personaje  a  mi
imagen y semejanza o si he estado ciega. ¿Será cierto eso de que nunca se llega a conocer
a las personas? No entiendo tu silencio. Siete años merecen, al menos, una
conversación. Tu postura es del todo infantil. Quizás es que has dejado de quererme, es
posible, pero no concibo tu actitud, no es propia de un adulto, no es propia de ti. ¿O sí?
Ya no lo sé. Los cimientos de mi vida se tambalean y quiero volver a pisar sobre seguro.
Concédeme una charla. Después, haz lo que quieras.
Buenas noches.
Elena.

El  sol  comenzaba  a  desperezarse  y  a  bostezar  poco  después  de  que  Elena
consiguiera quedarse dormida. La luz se colaba a través de la ventana de su habitación.
Se levantó, bajo la persiana, corrió las cortinas y volvió a la cama. Hoy no estaba para
nada ni para nadie. Pero a pesar de todo, el mundo seguía girando.
Amanecía un nuevo día.
Cuando  consiguió  salir  de  la  cama,  llamó  a  Esteban  para  decirle  que  no  iría  a
trabajar. Pero él tenía malas noticias y a Alicia no le quedó otra opción que ir al despacho.
Al llegar se topó con un chico joven que iba a hacer una pasantía con ellos.
—Buenos días. Soy Fernando, el nuevo pasante.
—Hola, yo soy Elena. Bienvenido, te estábamos esperando.
Elena dejó su cartera y su bolso en su despacho y se asomó al de Esteban.
—Pasa, Ele. Buenos días.
—Buenos días, Esteban. Ya puede ser importante para haberme hecho venir.
Esteban estaba cabizbajo y tenía mal color. Algo no iba bien.
—No sé cómo decirte esto, amiga, ni cuánto me duele, pero tienes que saberlo.
Luis está implicado en la estafa inmobiliaria.
Esteban  percibió  el  horror  y  la  desesperación  en  la  cara  de  Elena,  que  no  daba
crédito.  Le  aconsejó  entonces  que  se  tomara  unos  días  de  descanso,  pero  antes  de  que
terminara de decirlo, ella le espetó con rabia:
—Por favor, Esteban ¿crees que es el momento de irme a descansar? Tengo que
saber qué está pasando. ¿Cómo he podido ser tan tonta? —gritaba Elena, desquiciada.
Había  echado  un  vistazo  al  expediente  y  ni  siquiera  lo  había  visto.  Esteban  le
seguía hablando, pero ella ya no le escuchaba. En el pasillo, y sin dejar de llorar, se dio
de narices con el pasante que salía de su despacho.
Elena volvió a hablar con su socio para decirle que le ayudaría con el
interrogatorio. Luis ya estaba en comisaría.
—Ele, de esto me encargo yo. Y no quiero oírte. Vete a casa, llora, patalea, grita,
maldice, desahógate, pero no vuelvas hasta que todo esto acabe.
Los días siguientes fueron, además de duros, anodinos. Le invadía un frío que le
calaba hasta el alma, pero no dejó de investigar a espaldas de Esteban. Descubrió no solo
la estafa. Supo, leyendo la prensa, que Luis estaba casado y tenía dos hijos, uno de ellos,
Fernando, el nuevo pasante. Ahora entendía el asalto a su despacho y los muchos viajes
de Luis. ¿Qué más le podía pasar? Su vida se había ido por el desagüe en tan solo un mes
y le parecía estar viviendo una historia ajena a ella.

Mientras se desarrollaba el caso, Elena comenzó a ver a un psicólogo; necesitaba
escapar al desastre que arrasaba su vida. Supo que Luis había sido puesto en libertad con
cargos tras el interrogatorio.
Una mañana, al abrir la puerta de su casa, advirtió que alguien había deslizado una
nota por debajo. Se puso de los nervios. Era de Luis: «Necesito hablar contigo, El». Tiró
la nota a la basura y comenzó a reír y a llorar al mismo tiempo. Tres días después le hizo
llegar una respuesta a través de Esteban: «Mi madre me enseñó que no debía hablar con
desconocidos».

 

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