LA FORASTERA
Por Alejandra Fernández Sánchez
10/12/2021
Nunca nadie supo qué había pasado. Pero era mejor así; el misterio actuaba como
aliciente, pues las múltiples teorías sobre qué fue de aquella misteriosa mujer causaron
que los rumores pasasen a convertirse en leyendas, fábulas.
Lo que tampoco supo nadie es que se trataba más bien de una tragedia.
Las montañas rodeaban el recóndito pueblo como leales centinelas, barreras protectoras
que contribuían a su aislamiento. Pero últimamente su función se había visto mermada; no
era necesario que actuasen como guardianes, dado que eran más los que abandonaban el
lugar que los que llegaban.
Así pues, las montañas se limitaban a ser testigos de la constante peregrinación de aquellos
en busca de las promesas de una nueva vida. Las flamantes oportunidades de las grandes
ciudades eran un canto de sirena al que pocos ya se resistían. En el pueblo no quedaba nada
para nadie, era bien sabido.
Por eso, cuando una mujer, sola y cargada de maletas, se abrió paso entre las cumbres y se
instaló en la casa del antiguo boticario, el pueblo vibraba con curiosidad.
– ¿De dónde venía? ¿Qué hacía allí una mujer, sola? ¿Qué quería? Todas estas preguntas le
fueron hechas directamente y sin ninguna discreción, pues es bien sabido también que por
aquellas regiones las gentes eran más desconfiadas que hospitalarias.
Se solía achacar el mal carácter de los lugareños al inclemente viento que azotaba la aldea
día y noche, estación tras estación; decían que tanta corriente acaba por enloquecer un
poco a quienes la sufren, que se vuelven tan crudos como el clima de las tierras a las que
llaman hogar.
Sin embargo, la misteriosa forastera no se dejó amedrentar por sus huraños anfitriones. A
todo el que le preguntó, le dio la misma explicación, dando muestra de una infinita
paciencia y cortesía: era viuda, sin hijos y venía de un pueblecito costero del sur; no, no era
boticaria, pero disponía de remedios naturales para diversas dolencias; no, tampoco estaba
buscando marido; sí, venía para quedarse.
Durante un tiempo, su buena disposición no fue suficiente para bajar la guardia de los
aldeanos. Abrió de nuevo la botica, pero sus mejunjes y plantas secas no se parecían a nada
que ellos hubiesen visto antes. Nadie entró en la tienda durante semanas. De hecho, no se
atrevieron a reconocerlo en voz alta, pero por la mente de todos revoloteó en algún
momento la palabra “bruja”. Sin embargo, incluso para este pueblo congelado en el tiempo,
una acusación así apestaba a épocas pasadas y oscuras.
Además, la mujer no tenía el aspecto que se espera de una bruja. Era alta y menuda, con un
porte que solo se podría calificar como elegante, pese a vestir ropa sencilla. Llevaba siempre
una flor prendida del sombrero y olía a jabón y a madreselva.
Su edad era un constante debate. Había quienes se referían a ella como la joven boticaria y
estaban los que criticaban que una mujer con sus años no tuviese ya varios hijos en edad
de escuela.
Eran sus ojos los que desconcertaban. Del color del otoño, cálidos, joviales y rebosantes de
inteligencia. No obstante, estaban enmarcados por un millar de líneas serpenteantes.
Líneas que dejaban patente que su vida no había sido ajena al sufrimiento, a las
preocupaciones, al llanto.
Con el paso del tiempo, no fueron los ungüentos para verdugones que vendía los que
lograron derretir el frío corazón de los aldeanos. Ni el hecho de que siempre estuviese
dispuesta a echar una mano.
Fueron sus historias las que le brindaron el cariño de sus vecinos.
Se volvió costumbre que los domingos después de misa la recién llegada contase alguna
historia en la tasca en la que todo el mundo se reunía para comer algo.
Todo comenzó cuando un día alguien le preguntó cómo era el mar; pocos allí lo habían visto
y ella venía del sur. Lo describió con tanta maestría que la tasca se convirtió en un barco y
los pueblerinos en una tripulación ensimismada que casi podía oler la sal y sentir la arena
pegajosa entre los dedos de los pies.
El domingo siguiente, la curiosa hija del herrero quiso saber si alguna vez había estado en
la jungla. Ella respondió que no, pero que su antiguo casero había sido explorador en la
lejana India. Relató cómo había conseguido espantar a un tigre de bengala que trataba de
merendarse a un pobre niño huérfano. No solo eso, sino que había domesticado a una
pantera y visitado un palacio en ruinas habitado por temibles orangutanes gigantes de los
que apenas pudo escapar vivo.
Incluso los más escépticos escuchaban absortos. Aun así, siempre había algún listillo que
decía que aquello era mentira, que les estaba tomando el pelo a todos.
Pero ¿qué sabían ellos? se preguntaba la mayoría. Esta mujer podría haber tenido una vida
apasionante, una vida que ellos no hubiesen podido imaginar. Al fin y al cabo, llevaban toda
su existencia con las mismas montañas como horizonte.
Ya fuese porque querían creer que sus relatos eran ciertos, o simplemente como forma de
escapar de la realidad (y más en un lugar donde no abundaba el entretenimiento) cada vez
se congregaban más y más oyentes los domingos.
Contó la vida de su primo, el capitán de barco obsesionado con una ballena blanca que le
había hecho perder la pierna. Narró con detalle la romántica historia de cómo conoció a su
difunto marido (se enamoraron durante un baile de máscaras, sin darse cuenta de que
pertenecían a familias rivales). Dejó a todos sin aliento con las excentricidades de un antiguo
caballero de su ciudad que había luchado contra gigantes que resultaron ser molinos de
viento.
Semana tras semana, les regalaba trepidantes crónicas; la forastera nunca defraudaba.
En cuestión de tiempo, la tienda estaba a rebosar. Ella despachaba y sonreía, sonreía y
despachaba. Si tenía un día más tranquilo, compartía alguna anécdota mientras machacaba
flores de lavanda o preparaba infusiones de caléndula.
El recelo inicial dio paso a la admiración. Las mujeres del pueblo comenzaron a llevar flores
prendidas de los sombreros. Algunas de ellas, las más jóvenes, mostraron por primera vez
interés por el mundo más allá de las tierras de los vientos. Ya nadie le preguntaba si se
casaría de nuevo, nadie le recordaba que cuanto mayor se es más cuesta tener hijos.
Se había forjado su derecho a ser independiente y respetada a golpe de relatos y amabilidad.
Y de repente, tan súbitamente como había aparecido, desapareció.
Así, sin más. Una lluviosa mañana de abril, la panadera se dirigía a comprar remedios para
las quemaduras cuando se topó con la tiendecita cerrada. Le extrañó. La joven boticaria era
siempre puntual. Llamó a la puerta y esperó unos minutos antes de volver a la panadería.
Lo mismo sucedió cuando el mesero se acercó a por vinagre de manzana. Trataron de llamar
a la propia casa de la mujer (situada en un pequeño apartamento encima de la botica) pero
tampoco obtuvieron respuesta.
Al día siguiente, preocupados al encontrarse de nuevo todo cerrado, algunos clientes
alertaron al alcalde de la aldea, quien ejercía las veces de guardián del orden y disponía de
una copia de casi todas las llaves de las casas del pueblo (detalle que nadie había
mencionado a la nueva inquilina).
Irrumpieron, curiosos, en el apartamento. Allí no había nadie. Parecía que la mujer se había
desvanecido en plena labor de preparar la cena. En la olla sobre el fuego apagado
descansaba un caldo que probablemente hubiese olido muy bien hace unos días. La mesa
estaba puesta; un plato, un vaso, una cuchara y un tenedor, todos limpios.
Pero la austera cena que nunca sucedió no fue lo que llamó la atención de los allí presentes.
Mirando a su alrededor, se percataron de que nadie había visitado esta casa nunca; de
haber sido así, todo el pueblo se habría enterado ya.
Era una casa digna de ser contada.
Las paredes desnudas apenas eran visibles, puesto que desde el suelo las tapaban columnas
formadas por libros apilados. Más libros de los que habían visto nunca en ninguna librería
(habían visto pocas), más libros de los que todos los vecinos juntos habían leído en su vida
(no todos sabían leer siquiera).
Para ser justos, algunos de los nombres de los autores les eran familiares; Miguel de
Cervantes, Julio Verne, Santo Tomás de Aquino, un tal Platón. La panadera juró haber leído
cuentos de Dickens. Pitágoras les sonaba por las matemáticas; a Homero lo habían
estudiado en la escuela los más jóvenes. Pero la mayoría les eran completamente
desconocidos.
Otros objetos extraños se repartían por la casa. Una caja llena de minerales competía por
el escaso espacio con una bella balanza dorada y un globo terráqueo; lupas, monedas con
aspecto arcaico, incluso un intrincado reloj solar que yacía medio desmontado junto a una
libreta repleta de anotaciones.
Un caos para el que ningún vecino estupefacto fue capaz de encontrar explicación o sentido
alguno. ¿Cómo había traído tantas cosas en las maletas? ¿Qué era todo aquello? ¿Por qué
tenía un millón de libros una mujer que se dedicaba a vender tisanas de valeriana para
dormir?
La preocupación colectiva dio paso a la sorpresa y después a la curiosidad. Aun así, fieles a
su gélida manera de ver el mundo, finalmente los vecinos optaron por desconfiar de todo
lo relacionado con la extraña boticaria.
Tras escasas indagaciones, no averiguaron nada acerca de su marcha. No se halló ninguna
muestra de violencia y en el pueblo nunca había tenido lugar ningún crimen ni desaparición.
El consenso alcanzado fue que se debía de haber largado por su propio pie, quizás huyendo
de alguno de sus primos locos protagonistas de las historias. O quizás en busca de su
temeraria hermana, la que supuestamente se propuso dar la vuelta al mundo en 80 días y
nunca regresó.
La palabra “bruja” sí llegó a escucharse. Las mujeres desprendieron las flores de sus
sombreros. El pueblo volvió a cerrar su corazón, esta vez con más fuerza que antes.
Tan solo la curiosa hija del herrero se molestó en leer algunos de los libros (que sacó a
escondidas antes de que se cerrase la botica a cal y canto para siempre). Descubrió, de
mano de Shakespeare y su Romeo y Julieta, que la forastera nunca había conocido a su
marido en un baile de máscaras.
Con el tiempo, pasó a ser conocida como la bruja de las mil vidas, la vieja boticaria,
cuentacuentos de la tasca que hacía pociones de amor y escondía artefactos siniestros en
su torre. Poco se volvió a hablar de su gentileza, de su saber estar; cuando cuentas cuentos,
las personas que parecen reales dejan de ser interesantes.
Tampoco se habló (porque tampoco se supo) de cómo un día, mientras elaboraba la cena,
a la forestara le llegó una carta. Era una postal con la imagen de un faro presidiendo una
pintoresca bahía; pese a la ausencia remitente, era claramente un mensaje enviado desde
su ciudad natal.
“Él te ha encontrado, hermana. Mañana parte para el norte y tardará cinco lunas en llegar.
Huye.”
Sustituyendo a la firma de la misiva, tan solo había una fecha.
Una fecha de hacía 4 días.
Maldiciendo al pueblo alejado de la mano de Dios donde no llegaba el correo más que los
jueves por la tarde, recogió sus pertenencias esenciales y se marchó. Esta vez no le dio
tiempo a empaquetar sus libros, no pudo terminar de arreglar el reloj de sol que tanto le
fascinaba.
Respiró hondo, asió su pequeña maleta y se adentró en la noche una vez más, hacia otras
tierras, hacia otro nombre, hacia otra vida.
La historia que nunca contó fue la suya. La de una mujer inteligente, curiosa, autodidacta.
Con ganas de descubrir el mundo. Con un marido que la enjaulaba entre paredes y
amenazas del que un día se atrevió a huir, llevándose consigo todos los libros que él nunca
le había permitido leer. Se marchó, sin saber que ella se convertiría también en una leyenda.
RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura CreativaDeja una respuesta
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Carolina Rincón Florez
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Bonita, interesante y sorprendente final