LA HERENCIA DESCONOCIDA
Por Manuel Badas
02/03/2018
De figura destartalada, por su enfermiza delgadez, inusual altura y movimientos desacompasados, Alonso Quijano era un abogado de familias pobres. Su decidida vocación de hombre justo, y de impartir justicia para todos, le había llevado a montar aquello que él llamaba su bufete, pero que más se parecía a un trastero de libros y papeles viejos, con un minúsculo ventanuco que apenas proyectaba luz y aire fresco a la estancia.
Cobraba a sus clientes lo que buenamente pudieran pagarle, que en muchas ocasiones era nada, pero se dejaba las cejas en sus defensas. Las condiciones para aceptar casos eran muy básicas: sólo era necesario que el encausado fuera, o pareciera ser, una injusta víctima de la poderosa administración, y no tuviera posibles para pagar un buen bufete.
La pírrica fuente de ingresos de su oficio se notaba en toda su persona y en sus alrededores. Siempre vestía el mismo traje de tres piezas, pantalón con brillos casi sicodélicos en rodillas y trasero, chaqueta con coderas cien veces repuestas, y chaleco con manchas ya ancianas. Su mesa de trabajo era un desordenado compendio de tomos del Aranzadi, sentencias del Supremo, códigos y leyes de Administrativo y un revoltijo de folios con apuntes escritos a vuelapluma durante las vistas.
Atendía a sus clientes escuchándolos primero con toda atención, sin interrumpirles, mirándolos fijamente con unos ojos muy abiertos, pero inexpresivos. Hasta que de repente, algo se disparaba en su cabeza, y entonces comenzaba una frenética sucesión de preguntas al cliente para atar cabos, de revolver entre los legajos y códigos de su mesa, de toma de apuntes para el esbozo de la estrategia de defensa, y un parloteo constante, muchas veces de pensamientos en alto. Los clientes se marchaban con la segura sensación de haber dado con un loco, pero con el convencimiento de que aquel loco iba a ayudarles sin escatimar esfuerzos.
Al menos eso le parecía a la señora Margarita del Amo, la nueva clienta que, sentada frente a Don Alonso y arrepentida ya de haber entrado en aquella especie de santuario, contenía sus ganas de salir corriendo en busca de alguien aparentemente más cuerdo. Doña Margarita era una mujer ya entrada en años, viuda desde hacía una década, con pocas ganas y, en honor a la verdad, pocas posibilidades de encontrar nueva pareja. Su rostro mostraba una sola ceja, que le subrayaba toda la frente en negrita. Pero sus ojos grises casi transparentes, o su mirada magnética, hacían que sus interlocutores se olvidaran enseguida de esa enorme franja negra y quedaran prendidos en el enigma de sus ojos.
—Verá usté, Don Alonso— empezó Margarita a exponer su caso—. Me ha llegao esta carta de la Hacienda, y como yo no entiendo de estas cosas, la señá Dolores, mi vecina de arriba, m’a dicho que venga a verle, porque creemos que s’an equivocao.
A Don Alonso le costó unos segundos desengancharse de aquella mirada, y mostrando la seriedad que se le supone a un abogado de postín, cogió la carta que le tendía la señora Margarita y comenzó a leerla.
—Doña Margarita, el Ministerio de Hacienda, en cumplimento de sus obligaciones y velando por el cumplimiento de la legalidad vigente, le conmina a usted para que haga efectivo el abono correspondiente a los impuestos derivados de la herencia que ha recibido de su tía, Doña Virtudes del Amo Buenaventura.
—¿Cómo dice usté?— Margarita estaba ahora más perdida que antes de entrar. No había entendido absolutamente nada de lo que el abogado acababa de explicarle.
—Que tiene usted que pagar una parte de la herencia que ha recibido de su tía Virtudes— simplificó Don Alonso.
La conversación entre ambos continuó con algo parecido a un careo entre acusador y acusada. Doña Margarita juraba y perjuraba que no había recibido ningún dinero de nadie, que hacía muchos años que no veía a su tía Virtudes, y que no tenía ningún dinero que pagar. Por su parte, Don Alonso insistía en que si la diligente Hacienda le reclamaba esos impuestos, tendría que ser por algún ingreso que hubiese recibido. Pero sin olvidar su vocación de ayuda a los débiles, y magnetizado como ya estaba por esa mirada cautivadora de tan singular mujer, se ablandó y tomó la decisión que terminaría por cambiar su vida:
—Está bien, Margarita. ¿Puedo llamarla Margarita?— Acababa de dar el primer paso—. Le propongo que visitemos juntos esa oficina del Ministerio de Hacienda y pidamos a los serviciales funcionarios que nos ofrezcan las explicaciones pertinentes. ¿Le parece bien?
A Doña Margarita le costaba cada vez más entender a aquel hombre, tan bien hablado, tan instruido y, mirándolo bien, con tan buena planta de señor respetable. Empezaba a notar algo raro en el estómago.
—Don Alonso…
—Llámeme Alonso, por favor.—El abogado quería estrechar distancias y crear confianza con su nueva clienta. No entendía bien lo que le estaba pasando, pero notaba una extraña atracción hacia la mujer. Atracción que no había sentido antes en su trato con ninguna otra.
—Ta bien. Alonso pues. ¿Dice usté que vayamos juntos a preguntar?
—Exactamente, ¿quiere?
—Sea, vayamos. —Definitivamente, el estómago de Margarita estaba del revés ante tal tesitura.
Los funcionarios de Hacienda resolvieron el entuerto con toda diligencia. Doña Margarita, sin ella saberlo, había heredado una auténtica fortuna de su tía Virtudes. Tras unos rápidos y sencillos trámites, con la ayuda de Don Alonso, la herencia se ejecutó, pasando la enorme cantidad de dinero a la hasta entonces exigua cuenta corriente de la heredera, y dejando las obligaciones con Hacienda liquidadas.
Doña Margarita, desde que había enviudado hacía ya quince años, vivía al día y hacía juegos malabares para llegar a fin de mes con el escaso sueldo que ganaba trabajando en la portería de la finca donde vivía. Estaba como noqueada con la noticia, y no fue del todo consciente de su nueva condición de millonaria hasta que, ya fuera de la oficina de Hacienda, Don Alonso le enseñó el resguardo y leyó en voz alta el montante total, para que ella lo entendiese bien. El amago de soponcio que sufría la pobre mujer impelió a Don Alonso a entrar en una cafetería, sentar a Doña Margarita en una mesa y pedirle una tila. Tila que Margarita inmediatamente pidió cambiar por una buena copa de anís –para recuperar el alma–, según dijo.
—¡Ay, Alonso, pero qué bueno ha sido usté con servidora!
—Ha sido un trámite sencillo, Margarita, no he hecho casi nada.—Alonso se sentía halagado por su éxito profesional, y conquistado por la ternura del agradecimiento.
—Venga a mi casa, Alonso. Es muy poquita cosa, pero cocino que va’usté a chuparse los dedos, y quiero invitarle. Y con el postre me dice qué le debo. Pero antes déjeme tomarme otro anís, que tengo el alma todavía descompuesta.
La comida fue opípara. No hubo ninguna delicatessen, pero sí abundancia de una comida casera que hizo las delicias de Don Alonso, quien nunca había probado manjares tan amorosamente cocinados y con tanto cariño servidos. A las copas de la cafetería se sumaron los chupitos de los postres, y la cantidad de alcohol que regaba sus entendederas les hizo perder la compostura que hasta entonces habían mantenido rigurosamente. Ella soñaba con una nueva casa, joyas, bolsos, vestidos caros de las marcas que veía en las revistas de la portería. Él le sugería viajes exóticos, clubes exclusivos donde conocer a la jet set, partidas de canasta con señoras de postín, que eso vestía mucho.
Y así pasaron la tarde.
—Un chupito más, Alonsito, que’stamos de fiesta.
—Por mí que no quede, Margarita. Ponga la radio y bailamos, que así lo celebramos mejor.
A la mañana siguiente, cuando ambos amanecieron abrazados en la cama de Margarita, la resaca monumental no les ayudó a salir de su azoramiento inicial, pero como ninguno se acordaba de lo que había pasado, estallaron en carcajadas y remataron la fiesta con un copioso desayuno.
Dos meses más tarde, Alonso y Margarita se embarcaban en un vuelo rumbo a la playa de Ipanema. Él, con pantalones blancos, camisa de seda floreada y mocasines. Ella, con la ceja depilada en dos líneas perfectas sobre sus magnéticos ojos, blusa y falda playera también blancas, y sandalias de tacón que enseñaban uñas de manicura, de un rojo vivo.
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Carolina Rincón Florez
04/11/2024
Me parece un relato maravilloso y tierno, muy bien estructurado y ejecutado.
Los personajes están tan bien descritos…me encantan los dos.
El lenguaje, superior, enhorabuena.
Muchas gracias por tus comentarios, Risa. Se agradecen de veras. Un abrazo.
Manuel Badás