LA MEJOR DECISIÓN- Catalina Pons

Por Catalina Pons

Tengo que salir. Tengo que salir. Así me despierto, después de varios meses encerrada en casa, mi refugio seguro, fuera de peligro. Fuera de sustos, fuera de emociones, fuera de todo. Me desconecté de la vida después del suceso. Nada ni nadie lo sabía, excepto él. Y yo. Ahora él ya no está en mi vida, pero sé que nunca se irá.

 

Antes de lanzarme a la calle tengo que vencer el miedo. Sólo levantarme, o hacerme el café suponen un reto indescriptible. Difícil, como si la batería estuviera agotada y nadie tuviera pinzas para mí. Así me siento. Una carraca en desuso y sin mecánicos cerca. La única relación que tengo con algún ser humano es con los del súper, que me traen todos los lunes la compra. Poca cosa. Agua, leche de avena, fruta, pan integral, brócoli, anchoas, palomitas de microondas, tortilla de patatas empaquetada y… vino. Mucho vino, porque la anestesia del alcohol me hace sentir mejor. Aunque sólo un rato.

 

Este lunes, sin embargo, algo cambió. Sonó el timbre. Tres veces. Tal y como había indicado en las observaciones de mi pedido recurrente. No abría a nadie más, pero a ellos sí. Dentro de mí había un poco de esperanza. El instinto de supervivencia seguía ahí, aunque su aliento fuera leve. El repartidor no era el de siempre. El de todas las semanas de mi voluntario cautiverio.

 

–   Buenos, días, su compra.

 

Me miró e hizo una mueca de complicidad, casi una sonrisa.

 

–  La conozco de la tele. Y de otras cosas.

 

–   Déjela ahí. Adiós.

 

–  Sé lo que le pasó. Más de lo que se imagina. Puedo ayudarla.

 

De nuevo, las cicatrices dolieron. Cerré la puerta con doble llave y algo de intriga me quedó dentro, además del pánico que me devolvió los temblores que creía dormidos. Me asomé a la ventana, brevemente, camuflada como quién vigila a la pareja de enfrente. Le vi meterse en la furgoneta de reparto, blanca sin logos, y marcharse. Empecé a pensar que también su cara me era familiar y creí recordar que incluso en algún momento estuvo cerca.  Abrí el vino. Ya eran las doce. Algún día tenía que dejarlo, pero por alguna razón, se había convertido en mi mejor amigo, aunque quizá tendría que apostar por alguno más caro. Los dientes se me teñían de negro y la cabeza me retumbaba muy a menudo. Me propuse hacer una cosa al día. Una. Beber y dormir no contaban. Algo nuevo. Por ejemplo, darme un baño, o mejor una ducha de agua caliente. Antes me encantaba, incluso era un ritual diario. En ayunas, antes que nada. Aunque la verdad, para qué, y además enfrentarme a mi cuerpo desnudo me daba miedo. El mapa del pasado estaba bien perfilado en la tripa, los senos, la espalda.

–   Quizá mañana. Busquemos un plan B.

 

Cuando estás así, como yo estaba, la culpa acecha. Duele no hacer nada, pero no hay fuerzas para hacer algo. Duele saber quién fuiste, pero a la vez, el recuerdo te incomoda porque el hecho de haberte sentido feliz alguna vez te parece ficción y aún peor. Una ridiculez innecesaria.  Aunque bien pensado, “doler” no es la palabra. Ojalá. Anhedonia absoluta. A la tercera copa de vino decidí que me ponía en marcha, antes de volver a tumbarme sin perspectivas de nada. Abrí la nevera y saqué de dentro los fósiles que algún día fueron alimentos. Medio limón, una lata de atún abierta y mohosa, una mermelada de naranja hecha por mi madre meses antes de morir, y un refresco. La limpié sin mucho afán y metí las cosas dentro.  Llené la copa. Tenía que premiarme el esfuerzo. Mañana otro reto. Quizá cambiaría las sábanas.

Entre sorbo y sorbo decidí recordar. Germain era el capo de los narcos y una vez se me antojó pedirle una entrevista. Quedamos a las cinco de la tarde de un sábado en la plaza mayor de Manacor. Antes de eso, fui a una rueda de prensa de la Guardia Civil, en la calle Manuel Azaña de Palma. Allí nos contaron que habían quemado viva a una vendedora de cupones, y que sabían quiénes eran. Nombraron a Pedro Yuste, Domingo Vidal y al capo de los narcos, Germain Avellaneda.  A la salida lo comenté a mi compañero de sucesos del diario Ultima hora, del mismo grupo editorial. Él tenía mucha relación con la Benemérita y les dio el chivatazo.

– Lina le entrevista a las cinco. Dejad que acabe su trabajo que cobra por temas. Estarán en la plaza Mayor de Manacor.

Fui con José, el cámara mejor que jamás he tenido. En la entrevista ante la cámara, negó todo y se abrió ante mí como la persona que era.

– Adoro a mi mujer, a mis niños y quiero que ellos vayan a la escuela, Que sean alguien. Que se trafica en el poblado supongo que es cierto, pero yo no sé nada. Vendemos chatarra y ropa en los mercadillos, aunque siempre hay alguna oveja negra suelta…

Durante toda la entrevista me temblaron las piernas, callada porque yo sabía qué había hecho y él vendiéndome una vida que era mentira. Tuve miedo y ni se me ocurrió preguntar por la cuponera. Tuve miedo, su mirada me helaba la sangre. Aunque yo callé, no sirvió de nada. A las dos horas estaba detenido y tanto mi compañero Javier del periódico como el Comandante de la Guardia Civil, – en privado -, me dieron la enhorabuena. A la semana, estaban fuera por falta de pruebas, aunque a partir de ese momento, se les empezó a acabar el negocio de la droga.

Quince días después, saliendo de mi casa, dos hombres encapuchados salieron de una furgoneta blanca. Me metieron en ella y uno se descubrió. Era Germain.

– Eres la listilla que has quebrado mi vida, mis sueños y mi negocio. Quien la hace la paga y sabemos que fuiste tú. En mi clan no perdonamos a chivatos y está claro que tú lo eres.

El otro hombre me sujetaba. Era muy alto y delgado. Germain me violó y después me marcó todo el cuerpo con una navaja muy afilada. Fue el principio del fin.

 

Todos esos recuerdos me estremecieron de nuevo, aunque el esfuerzo realizado me permitió verlos más claramente.

A la semana siguiente repetí el ritual de compra, y esta vez, deseé por dentro que el repartidor de la furgoneta sin logos me la trajera. La vida es así de caprichosa, y aunque me sentía muerta por dentro, algo en el interior clamaba por recuperarme. El sonido del timbre me sacó del ensimismamiento. Una, dos y tres llamadas. Miré por la mirilla. Era él, pero ésta vez no venía solo. Decidí dar un paso hacia adelante y confiar, con un sentimiento que no supe si era temeridad o valentía.  Abrí. No me dio tiempo casi a decir buenos días, porque el hombre empujó a su acompañante que cayó al suelo. Volvió el miedo.

 

– La compra tendrá que esperar, pero te traigo a alguien que seguro tenías ganas de ver. Todo tuyo. Por cierto, mi nombre es Antonio y vi todo lo que te pasó aquella noche. De hecho, le ayudé yo, pero éste cerdo es un harapo irredento y n sin remedio. La siguiente en pasar por la piedra fue mi mujer y se fue de la lengua con la poli. He tenido que engañarle para que saliera del poblado y llevo meses intentando que confiara en mí. Si quieres, hoy todo se acaba aquí.

 

Me fijé en la cara del forzado acompañante y efectivamente era él. Desmejorado, apestando a alcohol y con la mirada vacía.

 

– Lo siento, no sé por qué lo hice. Me arrepiento del daño que te hice. Sé que nunca has vuelto a ser la misma y me enteré de que, por mi culpa, no has vuelto a salir a la calle. Si me permites…

 

Antonio le dio un puñetazo contundente que le partió el labio. MI primer instinto fue correr, aunque de alguna manera tenía la oportunidad de vengarme por tanto dolor. Sentí repugnancia, odio, ganas de matar.  A continuación, Antonio sacó un gran cuchillo de carnicero y le cortó las venas. Después se sentó en mi butaca a ver cómo se desangraba.

– Ya lo sabes guapa, la venganza se sirve en plato frío y, no tengo prisa. Remata la faena.  Disfruta el momento.

Me pasó el cuchillo lleno de sangre y estuve a punto de cogerlo, pero, de repente, me paré., Algo de clarividencia se abrió ante mí como un día claro de sol. Podía haberlo matado y seguro que el otro “perla” se encargaría del resto. Creí que vengar sus actos me haría bien, pero en aquel momento empecé a sentir náuseas y rechazo por su dolor postergado.

Corrí hacia la habitación a por algún trapo grande con el que cortar la hemorragia.  Cogí una sábana que me quedaba limpia y la corté a pedazos.

 

– Te haré un torniquete. Antonio, llama a urgencias. Ahora.

 

– Te lo he traído para que pudieras descansar después de tanto tiempo. Sabes que la policía no hizo nada, ni hará. Los tiene comprados, así que es tu momento. No te preocupes que yo me encargo de limpiar la escena.

 

Empecé a gritar y llorar desconsolada, mientras intentaba salvar la vida de aquél hombre que destrozó la mía. De repente, tuve claro que no quería pagarle con la misma moneda y sentí cierto alivio al ayudarle.

A la media hora llegó la ambulancia y le preguntaron qué había pasado.

 

– Mi chica me ha encontrado después de haberme querido suicidar. Gracias a ella he vuelto a la vida.

Así se quedó el relato oficial y Germain se fue por donde había venido, en ambulancia y bien atendido, con otro amigo que estaba en casa de visita. Una transfusión y varios puntos de sutura en cada muñeca hicieron el resto. Todo quedó ahí y cada uno volvió a su vida.

Cambié de teléfono, cambié de casa, cambié de súper y dejé el vino. Hoy acudo a terapia a diario para superar mi dependencia al alcohol y el principio de agorafobia. Una psicóloga me hace el seguimiento por tanto abandono y he pedido regresar al trabajo.

De momento, me conformo con dar un paseo al día por el parque, volver a ducharme cada mañana y dar todo el amor que guardo dentro a Bruixa, una perrita callejera que me encontré mientras daba mis primeros pasos, casi después de haber vuelto a la vida. Me siento bien por dentro y las cicatrices que me acompañan ya no marcan cómo me veo. Mi venganza ha sido mucho mejor de la que siempre había imaginado, aunque no planeado. Me siento en paz y enfrentarme a quien me hizo tanto daño sólo sacó quien soy yo en realidad. Una buena persona.  Me alegro mucho de no haber sacado mi instinto básico devolviéndole el golpe.

Al cabo de unos meses, leí en la prensa local que el capo de los narcos de Son Banya había entrado en prisión, después de superar un “intento de suicidio” en casa de una amante y sucesivos episodios violentos. Al parecer, algunos de sus primos le robaron parte de la droga y les quitó la vida uno a uno, con la pistola que guardaba bajo el fregadero de la cocina.

Le han caído veinte años y un día.

Hace una mañana increíble. Me he teñido el pelo, pintado las uñas y recuperado la blusa de seda blanca que me queda tan bien. Salgo a dar una vuelta con Bruixa, que lleva una pelota en la boca para jugar en el parque. La vida me parece maravillosa y me reafirmo en que, al salvarle, tomé la mejor decisión. Al ayudarle empecé mi sanación. Salgo a la calle, con paso decidido y una gran sonrisa. Para celebrarlo, hoy, me tomaré un helado gigante de avellana y menta. Me lo merezco. Mañana iré al Carnatge, la playita cerca del Coll den Rebassa donde los perros tienen permiso para bañarse. Estoy de subidón, así que creo que es el momento de empezar a desandar el camino mal andado y retomar algunas relaciones, porque ahora el corazón se expande con cada sorbo de aire que inhalo, saboreando la vida.  Saco el teléfono:

 

– ¿Mamá?

 

RELATO DEL TALLER DE:
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Esta entrada tiene un comentario

  1. Me ha gustado mucho el relato. Mantiene la atención de principio a fin y la trama se desliza suavemente para finalizarlo con esa llamada de teléfono. Saludos

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