LA MUJER DEL HOMBRE DE BOGOTÁ- Jose María Martín

Por Jose María Martín

Nos avisaron a la Unidad Central por una mujer encaramada en la cornisa del hotel Villareal, en la plaza de las Cortes. Mientras el coche avanzaba con su alarma por las calles de Madrid, yo iba abstraído recordando que precisamente ahí fue donde hace años convencí a una mujer joven de desistir ya que intentaba suicidarse tirándose al vacío. Por cierto, además de joven era muy guapa. En esa ocasión recurrí al relato conocido por todos los psicólogos que nos dedicamos a esto como el hombre de Bogotá. Tan absorto iba en mis pensamientos, que el cinturón me hizo daño cuando el coche frenó con brusquedad.

En el lugar ya estaba toda la feria montada: coches de la Policía Municipal, una UVI del SAMUR, un camión de bomberos y gente expectante, contenida por un cordón de seguridad de la Policía Nacional. Me bajé del vehículo colgándome mi identificación de inspector, e inmediatamente el teniente a cargo vino a informarme.

—Se trata de una clienta del hotel, de 44 años, natural de Madrid pero residente en Colombia. Ha salido por la ventana de su habitación a la cornisa en el sexto piso. Amenaza con tirarse.

“Tiene cojones la cosa. Juraría que aquel suceso también fue en el sexto”, pensé contrariado.

—¿Alguna posibilidad de consumo de alcohol, medicamentos o drogas?

—Negativo, inspector. En la primera valoración de la habitación no se ha encontrado nada. Por la cafetería del hotel no ha aparecido. Las cámaras le muestran llegar perfectamente a las 18.35 horas, con un andar normal. Su billete de avión, procedente de Bogotá, indica que ha aterrizado en Barajas a las 17 horas. Se ha registrado en el hotel y ha subido a su habitación.

—¿Y a qué hora se le ha visto en la cornisa? —pregunté mientras miraba hacia arriba y veía la silueta de la mujer, pegada como una araña a la fachada.

—Hace media hora. Le vieron unos turistas y avisaron en la recepción. Desde ese momento, permanece quieta. Los equipos de Alta Visión dicen que no se la ve alterada.

—Lléveme con ellos. Quiero verla antes de subir.

Seguí al teniente, que lo tenía todo bien controlado. Dos potentes aparatos ópticos, con capacidad de grabación y toma de fotos, enfocaban hacia la mujer. Yo me puse en uno y el teniente en otro. Me encontré con una mujer demacrada, caquéctica, vestida con gusto y con una melena blanca desordenada que se movía ligeramente con el viento. De hecho, era lo único que se movía. Impresionaba la fusión del delgado cuerpo con la pared.

—¿Quiere un megáfono para comunicarse? —preguntó el teniente.

—Negativo, compañero. Lo que hablemos entre ella y yo tiene que ser privado. No voy a fomentar al público a que apueste si consigo que baje o no.

—Entendido, inspector. Perdón.

—Nada. Vamos para arriba. Por ahora no va a saltar… Quiero que los bomberos estén atentos a mi señal. Cuando yo levante el brazo y lo mueva, que extiendan las lonas.

—Entendido, inspector.

Entramos en la habitación 615. Había una pequeña maleta abierta encima de la cama, con muy poco equipaje.

—Voy solo. No quiero a nadie detrás. Tengo que ganarme su confianza.

—Entendido, inspector. Mucho cuidado, por favor.

Salí a la cornisa por la ventana e inmediatamente me di cuenta de que las cosas habían cambiado. Desde que inicié la carrera de psicología, hacía muchos años ya, practicaba la escalada en roca. Disfrutaba con la verticalidad y no conocía el vértigo. Pero hace dos años murió mi compañero de cordada haciendo una vía ferrata. Desde entonces, sufro un vértigo paralizante. Avancé a pasos cortos, mirando a la pared. Oí un murmullo abajo procedente del puto público. Los ignoré, yo solo miraba la pared. A los dos metros de desplazarme, toda la ropa estaba impregnada de un sudor incómodo. Avancé un poco más, quedando a corta distancia de la mujer. Giré la cabeza lentamente y le vi de cerca. No soy médico, pero el aspecto de esa persona era de padecer uno de esos cánceres chungos de verdad. En otros tiempos, hubiera apostado por el SIDA. Para mi sorpresa, ella estaba mirándome con un gesto que parecía una sonrisa, muy triste pero sonrisa.

—Buenas tardes, inspector —me saludó.

—Buenas tardes —me surgió una duda, pero seguí—. Escuche, soy el inspector Luis Frutos, pero ejerzo de psicólogo de la policía de Madrid. Todos tenemos momentos malos, pero los podemos analizar y reconducir —me molestaba terriblemente el sudor en los ojos, pero no estaba para separar mis palmas de la pared, que me hacían creer que actuaban como ventosas—. Le quiero hablar de un caso que ocurrió hace unos años y que nos puede ayudar a analizar el problema que tenemos. En psicología está descrito como el hombre de Bogotá… Resumiendo, en aquella ciudad, un hombre muy rico fue secuestrado durante meses. Al ser liberado, se había curado de una fuerte adicción al alcohol, tabaco y cocaína. Como ve, una situación adversa, transformó para bien su vida.

—Inspector, sé perfectamente cuantos años han pasado de aquello. Yo soy la mujer del hombre de Bogotá.

Se estableció un intenso silencio, porque creo que los silencios como todo, tienen su graduación. Bueno, aquí estaba animado por los chillidos intermitentes de bandadas de vencejos que estarían trazando sus maravillosos vuelos varios metros por debajo de nosotros.

—Sabía que iba a venir usted. Lo he reconocido desde aquí arriba cuando ha llegado. Si no se cae, le voy a contar cómo es la historia en realidad del hombre de Bogotá.

—Claro.

—Yo nací en Madrid. De hecho, a cinco minutos de aquí estaba mi casa. Una noche hace muchos años, estando de copas por Santa Ana, conocí a Adrián Mendoza, que estaba en Madrid por negocios. A los seis meses nos casamos y a los doce era evidente que el matrimonio fallaba en algo. Luego vino lo del secuestro, unos meses durísimos para los dos. Afortunadamente todo acabó bien: los secuestradores fueron detenidos y el dinero recuperado… ¿Se encuentra bien, inspector?

—Sí, le aseguro que no dejo de escucharla.

Mi ropa y piel estaba tan húmedas, que incluso dudaba de si me había orinado encima.

—Bien, pues seguimos. Adrián efectivamente cambió, delegando sus múltiples negocios en eficaces asesores. Él se convirtió en un obseso del deporte, con gimnasio diario, medias maratones todos los meses y un maratón anual. También en un ferviente defensor de la comida vegetariana. Cinco años después del episodio del secuestro, recibí la triste noticia que mi única hermana estaba ingresada con el diagnóstico de carcinoma de mama. Había debutado con un ataque epiléptico ocasionado por las múltiples metástasis que tenía en su cerebro. Por supuesto vinimos a Madrid, y nos alojamos en este hotel. En la semana que pude estar con ella, Adrián no cambió en absoluto su estilo de vida: madrugar para correr por el Retiro, sesiones de dos horas en el gimnasio, piscina por la tarde, cena vegetariana y acostarse pronto porque estaba reventado. Cuando murió mi hermana, nos quedamos una semana más para solucionar papeles. Con mi cuñado nunca me llevé bien, y el matrimonio no había tenido hijos, con lo cual había desaparecido mi último vínculo familiar con Madrid. Una tarde que estaba sola en la habitación, salí a la repisa y desde esta altura pensé en lo mierda que había sido mi vida. Sonaron las sirenas igual que hoy, y entonces apareció usted. Me gustó su aplomo, andaba por la cornisa como por el pasillo de su casa. Entonces me contó como hoy lo del hombre de Bogotá. Yo no soy creyente en ninguna religión, pero admiro los caprichos del destino. Levanté la vista, le miré y cogí su mano, encallecida y fuerte. Me dejé llevar como si usted fuera el príncipe azul que me hubiera gustado encontrar en mi vida. ¿Sigue bien, inspector?

—La verdad es que no, pero aguanto. ¿Y qué ha pasado desde entonces?

—Es usted un caballero, inspector. Después del entierro volvimos a Bogotá. La brecha con Adrián se fue haciendo más grande. Hace un año, me informó que se había apuntado a una expedición de pago para coronar el Everest. Pero en las semanas elegidas, el Monzón se retrasó y nadie puro coronar el ansiado techo del mundo. Volvieron teóricamente derrotados, aunque Adrián consiguió una vez más lo que quería. Una semana después del regreso, me citó en su despacho y me comunicó que estaba enrollado con el jefe de la expedición. Ahora se daba cuenta que siempre había sido homosexual… No quería escándalos. Me enseñó el traspaso del título de propiedad de la casa a mi nombre, y dos cuentas corrientes, una en Colombia y otra en las Barbados, las dos bien nutridas. Firmé como quien compra un frigorífico a plazos. Me llevó tiempo ajustar todo con mis abogados, incluido la recuperación de mis apellidos de soltera. Cuando lo tuve todo dispuesto, investigué qué tarde estaba usted de turno, compré un billete a Madrid y reservé en este hotel la noche de hoy.

Nuevo silencio. Siempre me han gustado los vencejos y ahí seguían.

—¿Cómo estamos, inspector? —oí su firme voz.

—Sin recursos como psicólogo y abrumado como humano… Podría decirle que puedo dar una orden de que despejen la zona y nos vamos los dos a tomar unas copas. ¿Le apetece el plan?

El comentario le provocó una risa nerviosa.

—Qué bueno, Luis. Además de ser un caballero, es ingenioso. No, no puede ser, pero muchas gracias. No se preocupe que ya acabo, que el público se impacienta. Ahora va a retroceder lentamente hasta la ventana y volver a la habitación. Si no lo hace, me abalanzaré sobre usted y caeremos los dos. ¿Entendido? —me miró con una sonrisa más abierta, una sonrisa sólo conseguida desde un estado de paz interior—. En mi maleta encontrará, en un doble fondo, unos sobres con instrucciones para contactar con mis abogados. Hay toda una fortuna. Un 10% es para usted, por sus servicios pasados y futuros. Un 20% es para los abogados. Con el resto, quiero que organice dos casas de acogida para mujeres maltratadas, con su correspondiente autogestión. Usted solo tiene que supervisar, el bufete de abogados se ocupará del resto… Un último detalle. Sé que a todos sus informes le tienen que poner un nombre. A este llámelo la mujer del hombre de Bogotá. Gracias por todo, Luis. ¡Venga, andando!

Nada más cruzar el marco de la ventana, tan pendiente estaba de ayudarme con las manos, me di cuenta de que no había dado la señal a los bomberos para que extendieran las lonas de seguridad. Oí el grito de la multitud. Me quedé escuchando, no se oía nada.

Incluso los vencejos habían desaparecido.

 

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