LA PRISIÓN DE MI MENTE – Estíbaliz Arenas Ortega

Por Estíbaliz Arenas Ortega

A veces pienso en lo curiosa y caprichosa que es la mente humana. Cómo puede ésta, enredarnos y sabotear nuestras vidas. Y en ese instante, es cuando tomo consciencia de la importancia de vigilar y controlar nuestro raciocinio. Observo que en el interior de mi cabeza brotan sin parar, encadenados, un juicio detrás de otro. Los puedo etiquetar y clasificar. Los hay agradables y desagradables. Van y vienen, sin parar. Parece como si tuviera una gran fábrica de pensamientos alojados dentro de mi cerebro. A veces me pregunto, quién acciona el botón de arranque, ya que surgen sin control alguno. No existe un orden ni guion. Son muy cambiantes y de ellos dependen nuestras emociones que darán lugar a nuestras acciones y patrones de conducta. Tienen vida propia y por más que quiera eliminarlos más resistencia encuentro.
A modo de ilustración, diré que puedo empezar el día con cavilaciones que etiqueto como agradables pero en cuestión de minutos mi sesera se convierte en la mayor cámara de tortura y sufrimiento, fabricando razonamientos muy desagradables. Llegando a provocar, incluso, una gran angustia y malestar.
Y eso es precisamente lo que me ocurrió aquel día en el que me quedé sin trabajo.
Ese día, me desperté, como es habitual, a las 7 de la mañana. Me sentía con vitalidad. Había dormido toda la noche de un tirón, sin despertares nocturnos, como era habitual en mí, lo cual me hizo sentir que había tenido un sueño reparador y profundo. Me levanté de la cama, abrí la ventana y allí, de pie me quedé un rato sintiendo la brisa de la mañana en mi cara. Cerré los ojos y pude escuchar el sonido de los pájaros. En ese preciso instante surgieron ideas agradables que me llevaron a un estado de felicidad y plenitud.
En mi interior se repetían las palabras alegre, vital, valiente, poderosa y llena de amor. Me sentía afortunada y agradecida por estar viva. Con ese estado emocional positivista, salí de casa hacia el trabajo en coche, como solía hacer todos los días. Iba contenta. Sin embargo, ese estado de ánimo no tardaría en cambiar.
El primer revés tuvo lugar con el inesperado atasco en el tráfico aquella mañana. Lo que normalmente eran veinte minutos de tiempo hasta llegar al trabajo, fueron sesenta. El retraso fue más que inevitable y suficiente para cambiar mi estado emotivo. Se sucedieron en mi cerebro una pequeña y débil cascada de pensamientos desagradables.
– ¡Qué torpe es la gente conduciendo! ¡Qué se cree ese, que le voy a dejar pasar! De eso nada voy yo antes que él; tengo prisa…-
Estas reflexiones y otras tantas, se instalaron en mi mollera haciendo que emergiera una sutil fuerza negativa que se fue apoderando poco a poco de mí; al principio casi de manera imperceptible hasta hacerse ya, de manera más grosera al final. Ahí tomé consciencia de que mi felicidad matutina se había esfumado como la espuma del mar.
El segundo revés surgió al llegar a la oficina, cuando me topé en el pasillo con un compañero.

– Ana, ¿dónde estabas? El jefe anda loco buscándote. Tienes que ir urgentemente a su despacho. Lleva rato esperándote. Hoy ha llegado de muy mal humor- me advirtió Alberto con voz inquieta.
Después de esa noticia me dirigí con premura al ascensor que me llevaría a la 2ª planta, la que albergaba los despachos de los altos cargos de la empresa. Sola, entre las cuatro paredes de la cabina, comencé a elaborar mentalmente una lista de posibles motivos por los cuales mi jefe podría querer verme.
– ¿Por llegar tarde? ¡Seguro quiere que haga más trabajo el fin de semana! ¿No será que me quiere despedir? – me planteé con angustia.
-La empresa lleva tiempo amenazando con recortes de personal. Seguro que no me ha perdonado el haberle dejarlo en ridículo delante de todos en la cena de Navidad de hace dos años, al rechazar su invitación a bailar con él – recordé con preocupación.
Todos estos discernimientos sucedían de manera vertiginosa, generándome una energía negativa con reacciones incluso físicas. Comencé a sudar, mi corazón latía de forma acelerada, noté la boca seca. Cuando las puertas del ascensor se abrieron percibí un nudo en la garganta que apenas me permitía respirar. Extraje un pañuelo del bolso que llevaba, y me sequé el sudor de las manos. En ese momento me di cuenta de que temblaban. Debía tranquilizarme antes de entrar al despacho de mi jefe. No tuve tiempo. De golpe la puerta de su despacho se abrió y él mismo me invitó a entrar, con un gesto de su mano. Un impulso irrefrenable, avivado por un recuerdo perturbador de mi pasado con él, me obligó a iniciar la conversación. No había vuelta atrás. Las ideaciones, que hervían en mi cabeza en el ascensor, fueron el combustible necesario y suficiente para hacer que explotara como una caldera que revienta. Saqué todo mi resentimiento inconsciente hacia él, desde hacía años guardado. El sentir de que fui para él una diversión en las noches de borrachera con los compañeros de oficina cuando él todavía no había alcanzado la jefatura, me sobresaltó.
Pensé que tenía superado aquel episodio. Sin embargo, es curioso, a veces creo que la mente posee un almacén de sucesos no resueltos, bien guardados bajo llave, sin saber que un día esas impresiones aflictivas pueden salir de su prisión sin tu consentimiento y jugarte una mala pasada. Y entonces, mi lengua como si fuera una serpiente que lanza dardos envenenados, escupió palabras torpes cargadas de ira y resentimiento, contribuyendo a una pésima y pobre comunicación entre nosotros dos. Fue irreversible. Eso hizo saltar como un resorte a mi jefe malhumorado y en consecuencia sin más justificación, que su amargo enfado, me dijo en un tono muy agresivo:
– ¡Quedas despedida! Recoge todas tus cosas, por favor y márchate de aquí. No quiero volver a verte-
En ese instante se me encogió el corazón. Me sentí la peor persona del mundo, frustrada por no haber sabido manejar la situación y haberme dejado llevar por mis impulsos. Las lágrimas brotaron de mis ojos. Me quedé mirando fijamente su cara. Su mirada me reveló al instante el daño que le habían hecho mis palabras. Sin mediar vocablo me di la vuelta y me marché de allí muy avergonzada por lo sucedido.

Recogí todas las cosas de mi escritorio, bajo la mirada atenta y de sorpresa de mis compañeros que no acababan de entender lo sucedido. Me despedí de todos ellos cabizbaja y me marché.
Dentro del coche, antes de emprender camino a casa, me quedé un rato inmóvil sentada en el asiento del conductor, mirando mi reflejo en el espejo retrovisor. Rumiaba ideas de culpa por lo sucedido. Sin duda había sido presa de mis emociones. Asolada y abatida me quedé allí llorando, sin tener control del tiempo hasta que mis lágrimas se secaron. Ya no tenía nada más por lo que llorar. Me había vaciado por completo.
Sin embargo, sin saber su procedencia, una voz amable y tranquilizadora surgió de mi interior
-Relájate, Ana has hecho todo lo mejor que has podido; saldrás adelante como ya lo has hecho en otras ocasiones- susurró la voz
Y en ese preciso instante, en mi cabeza se accionó un botón que hizo brotar a la superficie un recuerdo amargo y vívido, encerrado desde hace mucho tiempo en el inconsciente.
Surgió de la nada. La memoria sensorial de mis fosas nasales reprodujo el olor que desprendía aquella noche, el aliento enólico de Juan, que impregnaba todo mi ser. Sus manos inquietas y torpes ascendían por mis muslos hasta llegar a mi sexo. Traté de quitármelo de encima pero sus zarpas se aferraban cada vez más a mí, a pesar de mi incomodidad manifiesta. Vencida por el agotamiento, mi cuerpo se debilitó. Dejó de luchar. Sentí un gran dolor interior mientras escuchaba sus gemidos. Tras terminar, satisfecho, se subió el pantalón, me dio una palmadita en la cara y se marchó dejándome allí, sola, en aquel apestoso baño.
Estuve unos minutos allí, quieta, sin saber qué hacer, asimilando lo ocurrido. Repuesta, salí muy nerviosa hacia la pista de baile donde estaban todos los compañeros de trabajo riendo y disfrutando de la noche navideña. Me acerqué hacia una compañera para comunicarle que me marchaba.
– ¿Dónde te habías metido, tía? Te has perdido el notición. Juan nos acaba de anunciar que después de año nuevo va a ser ascendido. Será nuestro jefe- dijo Elena muy excitada y algo borracha.
– Vaya, sí que es un notición -le espeté con cara de preocupación. Elena no se percató de mi estado, así que le dije con prisas:
-Elena, la cena no me ha debido de sentar muy bien así que me marcho a casa. Ya me contarás cómo acaba la noche-. Y me despedí de ella y de los demás.
Me di la vuelta para marcharme, sin embargo sentí una presión en mi brazo izquierdo y alguien que me agarraba por la cintura.

– ¿A dónde crees que vas, guapa ? ¿Y sin despedirte de mí? La noche no ha terminado y aún me debes un baile. Esta noche eres mía. Vamos, vente conmigo a la pista, a bailar bien pegaditos- dijo Juan con aires de grandiosidad y muy borracho.
Me quedé mirándole unos instantes con sentimiento de repugnancia y me lo quite de encima con un empujón que le desestabilizó, allí delante de todos. Juan muy ofendido se recompuso como pudo y se fue de nuevo a la pista de baile donde estaban los demás, como si nada hubiera ocurrido. Yo me marché a toda prisa de aquella discoteca con lágrimas en los ojos.
Tras ese recuerdo pasajero, elevé de nuevo la mirada hacia el espejo. Esta vez el reflejo era distinto, con más luz. Mi semblante había cambiado. Sentía que algo dentro de mí se había transformado con esa vivencia. Me di cuenta de que había liberado en aquel instante una emoción atrapada de antaño y que ahora me sentía más liviana. Ahora sabía que no debía sentir culpa alguna por lo ocurrido en aquel despacho con Juan, sino que, más bien liberada de él y que ahora tenía la oportunidad de empezar de nuevo en otro trabajo sin trabas emocionales del pasado.
Pude ver una leve sonrisa en mi rostro. Arranqué el coche y puse rumbo a casa.
La voz tenía razón. Hice lo mejor que supe hacerlo y tenía claro que superaría aquel infortunio, como en otras ocasiones ya lo había hecho. Esa reflexión me hizo sentir mejor.
FIN
Estibaliz Arenas Ortega

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