LA TRISTEZA DE TODA LAS COSAS

Por Jesús Francés

I.S Kogarashi

o el primer viento de invierno.

El tejado de hojalata convierte el orballo en ruidosa tormenta. A estas alturas ya me he contagiado de parte del sosiego que irradia mi silenciosa musa japonesa. A veces hasta soy capaz de captar una mínima parte el misterio triste que encierran todas las cosas y observarlas a la manera oriental, cargada de reverente respeto y suma perspicacia milenaria, macerada a fuerza de ritos y paciencia, aplicando capas y capas de sabiduría ancestral como una gran cebolla mística, a objetos y situaciones en apariencia del todo intrascendentes. Aquí, desde mi cobertizo, intento aislarme del mundo, busco conexiones, sometiéndome a una tormenta de ideas casi literalmente, porque la lluvia sigue ahí persiguiéndome, como siempre en mi terruño, perpetua y omnipresente, modelando el carácter, las expectativas y la vida en definitiva. Hoy hace frío, el primer frío verdadero del año. Lo que para el resto de los paisanos es un hecho anecdótico, incluso lógico y sin apenas importancia, para mí marca la diferencia entre la paz y la guerra, entre el equilibrio y el caos, entre la armonía y lo terrible. Busco mi rincón perfecto. Nadie me molesta. Sé que algo, en algún sitio se ha despertado y acecha. El primer viento siempre da la señal de peligro. Es el inicio de alguna lucha distante que se acerca más y más y me encuentra.

II. Shinri-yoku

o el “baño forestal”. El acto de adentrarse en el bosque donde todo es silencioso y tranquilo para relajarse

Me llamo Cornelio Morandeira y soy comisario. Abro los ojos saliendo de un trance casi mágico. La lluvia sigue percutiendo en el tejado con paciencia de siglos. Salgo, paseo, estiro las piernas, me desentumezco y sacudo el abotargamiento de tantas horas de meditación. Hoy las ideas no fluyen como debieran. El bosque es tranquilo y silencioso, curiosamente cálido a pesar de la humedad que rezuma. Las rocas, los árboles y el suelo están envueltos en la lujuriosa exhuberancia que destila cada rincón. Todo es paz. La calma que precede a la tormenta. Aquí no hay cobertura. Alguien estará preguntando por mí.

III.

Yugen

un profundo y misterioso sentido de la belleza del universo… y la triste belleza del sufrimiento humano

Odio llegar a la comisaría y que todos los ojos se claven en mí. La mala nueva revolotea en el aire. ¿Qué significa todo ese silencio? Me están asustando. Hasta la locuaz Ofelia, tan parlanchina siempre, ha optado esta vez por ejercer el voto de los mudos. No hay nadie superior a mí en el mando ¿por qué entonces me siento tan desvalido? ¿por qué me estoy poniendo tan nervioso? Son muchos años de servicio sí, pero me cuesta cada día más escarbar en el sufrimiento ajeno, indagar en la miseria humana, que me cuenten lo sucedido, abrir carpetas, examinar archivos y sobre todo tener que ver fotos desgarradoras de vecinos que conocí en días más felices. Esta vez no hay fotografías de cadáveres, solo declaraciones nebulosas de testigos asustados que dicen haber visto, que cuentan que quizás sintieron algo, que tal vez oyeron ruidos al otro lado de la noche. El caso es que hay varios niños desaparecidos. Ese es el hecho terrible. Nadie se atreve a mirarme a los ojos. Todos están esquivos. Saben que la cosa es grave. Quizás trascienda las competencias de una comisaría rural. La amenaza de una intromisión de la capital planea sobre las cabezas de los agentes. A nadie le gusta que husmeen en sus asuntos ni que metan las narices en un caso que es solo suyo. Lo contrario les hace sentirse inferiores, es una humillación en el fondo. Nadie está dispuesto a claudicar en este caso. Me encierro en el despacho con mis mejores colaboradores, los de máxima confianza. Les escucho con sumo interés. Tomo notas, me hago una composición de lugar, me indigno tanto como el resto con el añadido no pequeño de la responsibilidad del que se sabe jefe. Ordeno controles, reúno pruebas, planteo teorías, dibujo diagramas complejos en las paredes, luego vendrán las fotos de los sospechosos, los pósits pegados, las flechas enrevesadas apuntando nombres y fechas en el calendario, los modus operandi, los horarios, las rutinas, el magnífico halo cinematográfico de largas esperas con donuts en el coche patrulla. Reconozco que a veces me gusta sentirme así, como una estrella de cine en medio de un caso turbio. Al final el bien siempre triunfa y el agente Morandeira es condecorado. Ojalá. Lo de la medallita es lo de menos la verdad, la parte más dura es interrogar a los padres. Siempre niños pequeños. Todos de clase trabajadora, tirando a pobres, con problemas económicos en el mejor de los casos. También está lo de las castañas. En el hueco donde una vez estuvo el niño en cuestión, quién sea les deja en la cama o en la cunita un puñado de castañas. En principio se me antojó un detalle nimio, luego me pareció macabro. Ahora estoy pergeñando una peregrina hipótesis de trabajo que acabo de anotar en mi bonita agenda Moleskine.

IV. Bakku-shan

Una mujer hermosa… siempre y cuando se le mire de espaldas.

Luego está lo de volver a casa. No hay nadie. La soledad. Me acuesto roto y triste. Cierro los ojos. Sueño con mi musa. Tan bella de espaldas. Hermosa nipona sin rostro.

V:

Wabi-sabi Búsqueda de la belleza dentro de las imperfecciones de la vida, aceptar pacíficamente el ciclo natural de crecimiento y decadencia.

Ella me sopla susurros. Tengo el dudoso don de ver la triste belleza que reside en todas las cosas, un sexto sentido, una sensibilidad extraña para notar, catalogar, medir y contemplar las situaciones y los objetos que están fuera de lugar, como inconexos, sacados de su realidad y que conviven como si fueran recortables y pegados en un universo que no es el suyo. Por eso me encanta trabajar en Nochebuena, cuando toda la gente celebra con su familia y amigos alrededor de una mesa repleta de ricos alimentos y regada con generosidad, donde supuestamente evocan, sin recordarlo ya, un nacimiento pobre. Un pesebre fuera de lugar, una familia perseguida y en exilio a la que todo el mundo negaba el hospedaje, guiada por voces celestes, una mujer virgen dando a luz al Salvador del Mundo en el mismísimo lugar donde comen los animales. Me siento identificado con aquella familia remota. Yo, que simplemente no tengo familia, experimento una inmensa simpatía por aquella familia sagrada de inmigrantes. Por eso trabajo esta noche, por eso y porque siento la imperiosa obligación de dar con el desalmado que está secuestrando niños por la comarca. Me siento cerca de los trabajadores de los peajes alejados de cualquier parte, me reconforta ver los vehículos de los empleados aparcados cerca de las cabinas, la tranquilidad íntima de saber que tienen medio de transporte para regresar a sus hogares. Siento cariño por los taxistas que patrullan la ciudad en esa noche, quizás nadie los espera hoy, con su esperanzador faro de luz verde haciendo señas de bienvenida a todo aquel que quiera entrar en su coche. A los que están despiertos haciendo guardia en los hospitales, bien cuidando en vela a enfermos graves, bien esperando a nuevos accidentados en las salas de urgencia, a los vigilantes en garitas oscuras, a los locutores de radio de voz intimista de confesionario, casi susurrantes. A los que escuchan a Bach con auriculares porque padecen de insomnio y a la vez no quieren despertar a nadie. Es un lujo pervivir de madrugada cuando todos duermen. Saber que todos pernoctan tranquilamente en la calidez de sus madrigueras, en la blandura de sus colchones, entre sábanas suaves y mantas calientes, soñando a pierna suelta mientras seres como yo vigilamos. Me gusta pensar que todos duermen.

VI. Gaman

la determinación para afrontar los obstáculos en la vida, de persistir frente a desafíos que parecen insuperables Aunque sé que hay uno por lo menos que también está como yo. Quizás fuera de lugar, quizás asustado o tal vez victorioso. Te estoy siguiendo la pista. Sospecho de un gigante. No es un indicio muy fiable la verdad, para tirar del hilo. Pero algo es algo. Tampoco sería muy difícil dar con un gigante por aquella zona de gente de estatura normal tirando a bajita. Alguien le describió además como barbudo y pelirrojo. Y luego está lo del rastro de castañas que deja por cada niño. El testimonio de un chaval que aterrorizado se encerró en el armario y miró por la rendija ha sido clave para redirigir la investigación del caso. Los de la capital me presionan pidiéndome resultados. Un nombre, algo. La prensa local está escribiendo ríos de tinta con el caso. El eco comarcal está llegando a informativos de más calado. La televisión nacional empezará a abrir telediarios con sus nombres. Y yo tan solo tengo un gigante pelirrojo y castañas. Nada. Además el testimonio del chico, único testigo del caso, se ha filtrado a la prensa. Ese maldito Vázquez ha tenido la feliz idea de empezar a hablar del caso del Apalpador, aludiendo a la figura mitológica gallega de un viejo, apacible, barbudo y grandote que fuma en pipa, lleva boina y viste chaqueta colorida con pantalones llenos de remiendos. Cuenta le leyenda que en Nochebuena y Nochevieja abandona las montañas para bajar hasta las aldeas y entrar sigilosamente en las habitaciones de los más pequeños. Su objetivo es palpar sus barrigas, ver si han comido suficientemente durante el año y dejar un puñadito de castañas. Por supuesto yo también he pensado en el Apalpador pero qué sentido tendría. Un mito. Un cuento de meigas. No podría entregar nada de eso a mis superiores. Se reirán de mí. Acabarán con mi carrera para siempre. Y sin embargo… todo apunta al Apalpador aunque la hipótesis carezca de ningún soporte científico.

  • Final. Irusu

Fingir que no estamos en casa cuando alguien llama a la puerta.

Vuelvo a casa. Me encerraré durante algún tiempo, puede ser un día o una semana. Fingiré no estar, ya sea el cartero o alguno de los pocos amigos que tengo. Intentaré no rememorar lo ocurrido, pero siempre recuerdo. Hago inventario del caso. Dar carpetazo al asunto no implica dar carpetazo a la cabeza. En esta ocasión opté por la vía más descabellada, como casi siempre: esta vez fue tirar del hilo de la sabiduría popular encriptada en los cuentos populares. Sabíamos que el Apalpador también actuaría en Nochevieja. Preparamos un cebo en una cabaña aislada en el centro del bosque. Cuando vimos aparecer a un gigantón de más de dos metros, pelirrojo, fumando en pipa y con el ropaje que se le supone, la incredulidad dio paso a la excitación. Las explicaciones en gallego fueron de lo más convincentes. Un rico terrateniente de la zona se hacía pasar por Apalpador y elegía a los niños que él consideraba más pobres. En cierto sentido seguía la leyenda al palparles la barriga para ver si habían comido bien durante el año. Cuando percibía hambre o demasiada delgadez en alguno de ellos, lo tomaba prestado durante días. Lo instalaba en su mansión con toda clase de lujos y cuando decidía que el niño estaba en un estado óptimo lo devolvía a casa. Nos quedamos boquiabiertos, por supuesto todo aquello no podía trascender y como los niños ya habían aparecido nos inventamos alguna travesura infantil para justificar su desaparición. Lo hemos soltado. Le hemos advertido severamente que no puede ir por ahí robando niños para cebarlos. No sé si el año que viene volverá a aparecer el Apalpador. De todas formas nos ha dejado una saca llena de castañas en la comisaría.

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