LA VERDAD TRAS LA CARTA – Blanca Gozalvez Rasero
Por Blanca Gozalvez Rasero
Por la ventana del cuarto piso se colaban los rayos de la luna. Pepa levantó un poco la mano como si los quisiera tocar, mientras imaginaba que bajo el cielo azul que veía se encontraban los olivos de su pueblo.
Dio otra vuelta en la cama, no soportaba el calor de las noches de julio en Valencia. Se recostó muy despacio para no despertar a Juan, su marido.
En realidad, sabía que la humedad que envolvía la estancia no era la que le impedía conciliar el sueño. Tampoco eran las ganas de despertar a Juan y vibrar con él hasta el amanecer. Los arrebatos de pasión que de modo accidentado los habían unido en su día, quedaron guardados en un cajón cerrado desde que sus encuentros pasaron de ser furtivos y excitantes detrás de cualquier matorral a ocultarse bajo las sábanas de su cama conyugal. Recordó la primera vez que vio sus ojos azules observándola en la plaza, en las fiestas de agosto de su pueblo. Los dos pasaban de los treinta y su madurez les confería la picardía de una sexualidad mejor entendida, y de reconocerse sedientos de las ganas del otro. Las miradas y el coqueteo delante de los amigos de ambos tejieron una telaraña de complicidad entre los dos, que fue creciendo a medida que avanzaban los días de feria. Y la última noche, entre rebujitos y cerveza, se escaparon de la multitud para saborearse con frenesí, con la voracidad de la fiera que por fin caza a su presa.
Pero ahora, todo aquello había quedado atrás, al menos, para ellos dos. Pepa desconocía qué vida extramarital podía tener Juan, porque realmente no le importaba. Casi que prefería que la tuviese, así no tendría que cumplir con sus obligaciones de buena esposa cristiana. Sin embargo, esa sensación de hastío con Juan sólo hacía que alimentar su nuevo deseo. Llevaba tiempo soñando con volver a sentir el fuego en sus entrañas, queriendo sentirse nuevamente deseada, excitada, ¡viva! Y era esta necesidad imperiosa que parecía salírsele del pecho la que le atormentaba cada noche en la oscuridad de su cuarto desde que supo que, quizá, había una posibilidad de que se convirtiese en realidad.
Sólo quedaban unas horas para acudir a su cita clandestina. Pensó entonces en su hija Antonia, durmiendo en la habitación de al lado y ajena a todas sus dudas. Sentía que estaba perdiendo el control de su vida, que se estaba volviendo loca, que no tenía derecho a desear nada que no fuera lo estrictamente marcado por las reglas; nada que fuera más allá del calor de un hogar, de la seguridad de un marido y de la tranquilidad de una reputación intachable. Pero lo que realmente alimentaba su culpabilidad era el miedo de no saber qué podría suponer en la vida de su pequeña el que ella se dejase llevar. Pepa pensaba que ninguna hija merecía sentir las miradas de la gente por la desaprobada actitud de su madre. ¿Sería ella capaz de perdonarse que sus pasiones más ocultas y sinceras pudieran de algún modo arrebatarle un futuro digno a su hija?
Se quitó el camisón y se miró sin pudor. Empezó a recorrer las líneas de su cuerpo con las manos, imaginando que eran las de él. Había perdido algunos quilos desde que cruzó media España en el borreguero, por lo que también había desaparecido alguna de las curvas que antes ensalzaban su poco más de metro cincuenta. <<Sin duda, no soy la misma mujer que cuando nos vimos por última vez>> – pensó resignada.
Intentó calmar sus nervios sopesando todo lo que ya había pasado en esta vida: la guerra civil, la postguerra, el escándalo… Una mujer que podía llevar esas piedras en su mochila no podía ahora derrumbarse por, simplemente, acudir a una charla en un café.
Salió del baño y se fue directa hasta el baúl donde guardaba todas sus pertenencias privadas. Lo abrió con sigilo y empezó a rebuscar entre todos sus enseres en busca de aquella carta que había recibido hacía ya tres meses y que había agitado todo su universo. Pero al ir a cogerla, vio otra que captó su atención. Era una que en su día le había mandado su hermano Tomás y que, al igual que la que buscaba ahora, había provocado un despertar de su conciencia.
29 de marzo de 1961
Querida hermana y cuñado,
Valencia solo hace que crecer. Mi capataz dice que faltan obreros, que aquí son todos muy señoritos y no quieren sudar.
Le he hablado de ti, Juan. No te voy a mentir, se trabajan muchas horas. Pero también el jornal es mayor que en el campo, eso seguro.
Un amigo me ha comentado que conoce una familia de Córdoba que alquila una habitación. Puedo hablar con él para que os la dé a vosotros. Yo puedo ayudaros con los gastos del primer mes, tengo algo de dinero ahorrado.
Pepa, también sé de varias familias que necesitan criadas. Aquí nadie te conoce, podrías empezar de cero.
La carta continuaba con las narraciones de Tomás sobre los detalles de la nueva vida de gente conocida de la familia que también se había resignado a la emigración hacia la costa levantina en busca de sustento. En aquel momento Pepa supo que su futuro no podía depender de que Juan siguiera mendigando faenas mal pagadas en los pueblos vecinos, mientras que ella, allí, ya solo podía que criar a su hija. Estaban viviendo aún en el pueblo, en casa de su madre doña Manuela, quien los acogió cuando se casaron dos años antes. Bueno, realmente Manuela a quien recogió fue a su hija mayor cuando ésta tuvo que salir por la puerta de atrás de la Casa Grande, antes de que se le empezara a notar su barriga de embarazada, puesto que una mujer en estado y sin marido no podía trabajar para una de las familias más prestigiosas y acaudaladas de la región. Después, una vez que Juan se convirtió en su yerno una mañana oscura y lluviosa de marzo, no tuvo más remedio que aceptarlo también en su pequeño hogar.
– ¿Qué hacemos nosotros en Valencia? – le preguntó Juan, cuando ella le declaró su propósito de acudir junto a su hermano.
– Pues labrarnos un futuro, Juan, procurar darle a Antonia un techo propio donde dormir. Y educación. – Le contestó ella mientras removía el café con leche casi hirviendo que tanto le gustaba.
– Pero si eso ya podemos hacerlo aquí… Y aquí es donde está toda nuestra familia y amigos. Allí estaremos solos, perdidos en una gran ciudad. – Juan suspiró y le cogió la mano a su mujer. – Pepita, nosotros somos de campo, allí no vamos a saber hacer nada, nos va a venir grande. Piensa en la niña, lejos de sus primas y de sus abuelos, encerrada entre cuatro paredes en lugar de poder corretear sin miedo de una casa a otra.
Pepa le quitó la mano y le miró a los ojos.
– ¡Pues eso hago, precisamente, eso hago! ¿Qué clase de futuro le espera aquí, sin medios y sin dinero? ¿Vivir siempre en la casa de su abuela, con un padre que hoy recoge oliva, mañana pinta una fachada y al otro se va al bar a matar las horas jugando a las cartas, a la espera de que otro trabajo le caiga del cielo? Un lugar donde su madre ya no puede pedir trabajo por su pisoteada reputación. Quiero que crezca sabiendo que tiene una oportunidad real de hacer todo lo que nosotros no podremos nunca. Los tiempos están cambiando, Juan. Las chicas de las grandes ciudades siguen estudiando más allá de la escuela y son maestras o enfermeras, no se ensucian las manos como las mujeres de aquí. Quiero algo más para ella. Y no se lo podremos dar si nosotros no pegamos un salto al vacío y cogemos la oferta de mi hermano.
Pepa suspiró, se acabó de un trago el café que le quedaba y mirando fijamente a su marido le anunció su decisión.
– Mañana mismo le contesto que aceptamos su oferta y averiguo cuál es el próximo tren que viaja desde Sevilla.
Y es que, aunque de puertas para fuera pareciesen un matrimonio convencional, dentro del seno familiar, Pepa se encargó siempre de imponer su voluntad.
En ese momento entró Pilar, la hermana pequeña de Pepa, con Antonia en brazos. Entonces aún era un bebé de dos años, regordeta, con la nariz respingona, ricitos negros azabache y unos ojos almendrados que irradiaban casi tanta luz como el sol de verano. Juan se levantó de la silla directo hacia su cuñada para arrebatarle su tan preciado tesoro. Aquella niña le había dado una razón por la que intentar que la atracción sexual que sentía por su mujer se convirtiese en algo parecido al amor, una razón por la que procurar ser un hombre de familia. Pero, sobre todo, le daba amor incondicional. La cogió en brazos y la levantó por encima de su cabeza, viendo cómo ella se reía volando por encima del metro ochenta de su papá. Al momento la bajó de nuevo y le dio un beso y, aún con ella en brazos, se giró hacia su mujer.
– Haz lo que quieras, yo ya he dicho lo que opino de este asunto. Lo que pase a partir de ahora será bajo tu responsabilidad, porque tú lo habrás querido así. Yo me desentiendo.
– No esperaba menos de ti – le contestó Pepa mientras él salía al patio trasero a jugar con su hija.
El roce de Linda por su pie, la gata que se encontró en el portal de su nueva casa cuando tan solo llevaban una semana instalados, la trajo de vuelta de sus recuerdos. Puso entonces la carta de su hermano al final del montón de misivas que guardaba con cariño y cogió por fin la que en realidad andaba buscando.
3 de abril de 1965
Mi querida Pepa,
Sé que no me debes nada, pero desde que he sabido que estás en Valencia no he podido dejar de pensar en ti y en lo nuestro, en cómo acabó todo. Cada día me arrepiento de no haber entrado en aquella iglesia para entregarme a ti y convertirme en tu esposo. Y cada noche rezo a Dios para que me conceda tu perdón.
Por favor, tomemos un café juntos e intentaré explicarte lo que realmente pasó hace ya más de diez años. Lo que me empujó a huir hacia delante, dejando atrás al amor de mi vida.
Y si no consigo que lo entiendas, al menos habré podido verte, aunque sea por última vez.
Pepa rompió a llorar en silencio. Sentía nuevamente el dolor en su corazón como si aún se encontrase sentada en la cama, vestida con el traje de novia de su madre, abandonada y humillada por el amor de su vida y sin consuelo ni explicación alguna por su parte. Aquel día en la iglesia se rompió algo en su interior y se juró no entregarse de igual modo a ningún hombre y mucho menos a él. Incluso se juró a sí misma no perdonarle jamás, ni volver a mirarle a la cara.
– ¡Maldita sea! ¡Pero es que me muero por verte, cabrón! – dijo mirando a la carta, como si así él pudiera oír su lamento.
Se enjugó las lágrimas con la mano y se fue a la habitación de Antonia. Le besó con cuidado de no despertarla y le hizo el gesto de la señal de la cruz.
– ¡Bendita eres, hija mía! Tú eres el verdadero amor de mi vida.
Se levantó sigilosamente y salió de su habitación susurrando aún:
– Lo que sea para ti, aunque te quites; lo que no, aunque te des.
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