LENGUAS DE GATO

Por Elena Correa

En la mesa seguía la caja con las pertenencias de mi abuela, era extraño ver su collar en otro sitio que no fuera su cuello, y ese reloj ahora sin dueña, parecía más viejo. Toda su vida reducida a una pequeña caja de cartón; lloré al verla.  ¿No os habéis fijado en que cuando se llora con el alma lo primero que escuece no son los ojos sino la garganta?. Mi casa había sido tomada por un silencio que presagiaba la soledad que me acompañaría de ahora en adelante. La recorrí sin saber que buscaba, me senté con la espalda apoyada en una pared recordando momentos con ella y una vez más noté ese ardor en la garganta que anuncia un llanto incontrolado.

Nuestra casa no era muy grande, y mi abuela había vivido con mi hija y conmigo  desde que enfermó. Su vida había sido muy complicada, tuvo una salud frágil y desde hacía once años no podía moverse de la cama. Pero ni la mayor de las tragedias conseguía apagar su alegría y sus envidiables ganas de vivir. Desde donde yo estaba podía ver su habitación, y recordé  imágenes desordenadas. La traje a mi casa para cuidarla, y terminó cuidándonos  a nosotras. No me refiero a cuidados físicos; ella no podía levantarse de la cama. Me refiero a otros, a los que no se ven: una frase ocurrente, unas risas que despejan tus miedos, una mirada de aprobación que te da alas… Creo que ambas tuvimos una vida muy complicada. Pero nunca me compadeció, era su manera de enseñarme a no sentirme una víctima.

Yo sabía que el padre de mi hija no me amaba desde hacía tiempo, aun así me quedé embarazada; era tan obvio que no me quería, que todos se sorprendieron cuando lo anuncié. Por supuesto se fue antes de que mi pequeña naciera y con él no solo se fue mi inocencia  y mis historias de hadas, también el dinero de mi cuenta, los muebles, el coche… No lo vi venir, ni siquiera por las en las compras en perfumerías y tiendas de lencería en el resumen de la tarjeta. Estaba claro, pensé que eran regalos para mí, pero como es tan despistado olvidó dármelos antes de irse, él era así. Mi abuela solía bromear sobre mi ingenuidad y, aunque suene raro, me hacía sentir mejor.

Cuando mi hija comenzó a andar, por las tardes nos gustaba sentarnos al lado de su cama y ver series en la televisión. Era divertido comentar los episodios juntas, porque siempre les sacaba algo ocurrente. Como mi niña era demasiado pequeña pronto se cansaba y jugaba con el mando de la cama articulada, entonces mi abuela y mi hija se morían de la risa cuando de repente se  subían los pies y bajaba el respaldo.

Ahora esos momentos ya eran historia. Sonó el teléfono, era mi madre que entre lágrimas pedía que me encargara de buscar los papeles de la abuela. Para mi madre también había sido un golpe muy duro, pero ella era una mujer de hierro y solo lloraría unos días, luego seguramente pasaría página. Así lo hacía siempre, en cambio yo no sabía cómo decir a mi hija que ahora éramos dos otra vez. Mi madre añadió que volviera a su casa, mi padre y ella estaban solos, había espacio suficiente y así me ayudarían con los gastos.

No es que mi abuela tuviera mucho dinero, nunca le pregunté cuanto cobraba de pensión, de esas cosas se encargaba mi madre. Lo cierto es que siempre tenía algún detalle para mí o mi hija. Cosas insignificantes a los ojos de otros pero enormes para mi. Solía pedir a mi madre que nos comprara lenguas de gato y las escondiera en algún lugar de la casa, luego me daba una pista y yo las encontraba.

 

Parecerá una estupidez pero después de un fatigoso  día de trabajo, que un detalle tan pequeño pudiera llenarme tanto, me recordaba la suerte que tenía. Una suerte que hacía sonreír mi alma.

No sé cuánto tiempo pasé mirando hacia el cuarto de mi abuela, imaginando qué pensaría antes de morir. Aun tenía su reloj en mis manos; miré la hora y las manecillas marcaban las nueve en punto. “Qué raro, son las siete de la tarde”, pensé. Entonces me di cuenta de que el reloj se había parado. Eso sí que era extraño, ese reloj nunca había fallado, era de cuerda y no necesitaba pilas, ella siempre presumía de lo mucho que funcionaría, incluso después de muerta.

Al examinar el reloj vi que alguien había sacado la corona de dar cuerda. Si estaba sola al morir y yo fui quien la encontró solamente pudo hacerlo ella. ¿Por qué quiso pararlo?

Además no murió a las nueve de la mañana, yo salí a esa hora de casa y ella estaba viva. Era como si ella hubiera vuelto a organízame un juego de pistas. Estaba diciéndome algo, y yo debía averiguarlo. Con esta absurda idea en la cabeza acudí a la caja de sus pertenencias; volví a examinarlas una por una y no vi nada que me llamara la atención.

Necesitaba pensar, mi abuela había parado el tiempo cuando me fui. ¡Claro ya lo tengo! Ella siempre  decía que el reloj se paraba cuando yo me iba y que hasta que no volvía no pasaba el tiempo. Corrí a su habitación, ni siguiera la había limpiado, murió tosiendo y la sangre que escupió había salpicado las sábanas. Yo aún no había tenido valor de tocar nada. En la mesilla seguía su libro. “Cuando me iba a trabajar ella solía leer para matar el tiempo”, pensé. Pasé una a una las páginas buscando alguna con la esquina doblada o señalada de algún modo. Nada, no había nada, también el libro se había manchado de sangre… la imagen de ella sufriendo empañó una vez más mi razón y abracé ese libro. Pobrecilla, si viera como se había ensuciado… Un momento, pensé,  mi abuela no leía este libro, sino otro. Abrí el segundo cajón y ahí hallé una novela  Sherlock Holmes. Cuando lo cogí una llave cayó de sus páginas.

Parecía la llave de un diario o tal vez de un joyero; me emocioné, mi abuela estaría orgullosa de mí, pues adiviné dónde escondería su tesoro. En sus once años en la cama había cogido muchísimo peso, casi ciento veinte kilos y solía bromear diciendo que el sitio más seguro de la casa para esconder algo era bajo su colchón.

Metí la mano bajo el colchón y toqué una caja “Abuela ya lo tengo”, pensé.  La saqué y  vi un montón de lenguas de gato y una nota que ponía:

 

“Mi pequeña, a partir de ahora nos veremos menos y nos sentiremos más. Te he dejado unas lenguas de gato como premio por encontrar el tesoro que siempre has merecido. A veces las personas no obtienen lo que sería justo, eso no significa que no puedan alcanzarlo, no lo olvides. Siempre me has sonreído para que mis días fueran más agradables, a partir de ahora sonríete a ti misma, verás qué cambio.

Os he dejado unos ahorrillos para tu madre y para ti. Y dile a mi bisnieta que cuide de ti, que de ella ya me encargo yo desde aquí.

Me voy tranquila así que deja de pensar que sufro; te conozco y eres muy dramática.”

Mis lágrimas ahora eran de emoción, durante unos segundos había vuelto a hablar con ella, cerré los ojos y sentí como su mano acariciaba mi cabeza mientras me susurraba como siempre: “bien hecho”

Cuando abrí el sobre a mi nombre, quedé asombrada, había casi trescientos mil euros. En el de mi madre debía de haber algo parecido, lo deduje por la cara que puso ella cuando lo abrió.

Solo ella y mi hija me creyeron cuando les conté esta historia, nadie más lo hizo. Pero es que nadie más conocía a mi abuela como nosotras.

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