LOS DISFRACES DE MI MADRE

Por Manuel González

Son las actuales circunstancias las que me han empujado a esbozar algunos recuerdos de mi vida. Aquel chico airado que fui, díscolo,  desarraigado al fin, por propia voluntad del entorno familiar y escolar, es ya un hombre, aunque joven todavía. La soledad en prisión y las eternas horas entre las paredes de este aburrido cubículo, que es mi celda, me han llevado a reflexionar y plasmar por escrito algunos de los episodios que conformaron mi niñez y parte de mi adolescencia. Recuerdo, cómo, aún muy niño, me fascinaban los pocos cuentos que, por casualidad, caían en mis manos, los dibujos en color, con los cuales recorría todas las estaciones de mi fantasía. Recuerdo también, a pesar de los inconvenientes, cómo aprendí a garabatear las primeras letras; cómo engullía cada renglón de las tareas del colegio; cómo, en fin, sorbía las sencillas lecturas a mi alcance. Ávido, siempre inquieto, con los escasos recursos que aún manejaba, me escribía historias forjadas por la imaginación, en las cuales yo era el protagonista. Mis manos, siempre activas, hojeaban con fruición los libritos y tebeos que me prestaban los compañeros.

Estos lejanos recuerdos han sido el estímulo que me ha sacado de la tediosa rutina, para reflejar en negro sobre blanco aquellos años de actividades furtivas, como una venganza contra mi madre, que, de un manotazo, me destrozaba cualquier libro que tuviera en las manos, aduciendo que eso era cosa de vagos e inútiles.

Siempre encontraba mi madre cualquier pretexto, lo comprendí más tarde, para mantenerme alejado de ella; siempre, con su aspereza habitual, me encomendaba las más diversas tareas y recados, que nunca, naturalmente, estaban relacionados con los deberes escolares, los cuales  realizaba a menudo imponiéndome al sueño, antes de acostarme; siempre, si ejercía la más mínima oposición a sus mandatos, se salvaba la polémica con una contundente bofetada. Su sola imagen, con aquel rictus hosco, como si el mundo entero estuviera obligado a rendirle tributo y no se lo concediera, era la perfecta estampa de la discordia.

De mi padre, puedo decir que, si bien nunca me reprendía ni maltrataba físicamente, al contrario que mi madre, tampoco mostraba el más mínimo interés por mis asuntos. Jamás me dirigí a él en demanda de un cierto amparo, hubiese sido inútil. Su más preciada ocupación consistía en hacer la ronda por todas las tabernas del barrio.

Pero al lado de aquellas encomiables inclinaciones que me sumergían en un mundo ideal, desarrollaba, al mismo tiempo, una furibunda rebeldía que contrastaba con la docilidad mostrada por los muchachos de mi misma edad y entorno.

Mis comienzos, tanto en el hogar, si es que pudiera asignársele tal nombre, como durante el tiempo malgastado en los estudios, fueron una continua y enconada reacción contra lo que consideraba injusticias,  tanto por parte de  mi madre como de mis maestras.

En cierto sentido, podría agradecerle a mi progenitora el cambio de rumbo en cuanto a mis aficiones. Aquello de la escritura, ¿para qué me había de servir? Siguiendo el ejemplo de mi madre, aprendí a relativizar las monsergas del bla, bla, bla sobre la moral y los derechos humanos. No hay más derecho que el de la propia voluntad.

Bajo estas convicciones, no me tiembla el pulso a la hora de eliminar a quien intente pisarme. No me interesa  la honradez o falta de ella en la gente con quien me relaciono en mis negocios, y lo que es más importante: he conseguido un extraordinario colchón económico, naturalmente a buen recaudo, que me permitirá vivir con espléndida holgura, así como continuar ampliando mis empresas cuando abandone la cárcel, lo cual sucederá no a mucho tardar.

En definitiva, no tengo nada de qué arrepentirme, mi conciencia está limpia y mi sueño es profundo y tranquilo. Solo una ligera, pero amarga turbación me provoca, al desplazarme a mi infancia con el pensamiento, el recuerdo de aquellos ojos maternos, que no maternales, carentes de afecto y cargados de desprecio.

En los primeros años de escuela veía, en cada una de las maestras, a mi madre disfrazada; tal era la obsesiva percepción que de ella guardaba en mi conciencia. Y no es que le atribuyera el don de la ubicuidad, no. Sin hablar con nadie ni descubrir mi íntimo secreto, trataba de averiguar a toda costa en qué aula, ropero o cuartucho escondido de aquel colegio llevaba a cabo mi madre la transfiguración en la señorita Blanca, de mate, en doña Fernanda, de religión o en la señorita Casilda, de lengua, por ejemplo.

A la salida del colegio corría hacia casa sin reparar en empujones, pisotones o codazos, por ver si podía sorprenderla en su cambio de atuendo. Pero era inútil, siempre me ganaba la partida. Allí estaba, en la cocina, con la radio a todo volumen y pelando las últimas patatas. Mi presencia la alteraba, y mostraba aquella mirada inquisidora, saturada de censura y de algo más que me hacía temblar, y que más tarde comprendí que era odio, el mismo que iba incubando en mi interior hacia ella y sus disfraces.

Una noche, después de acostarme, oí a mis padres discutir con vehemencia por algo que ellos llamaban eso. Él se empeñaba en seguir adelante con eso, mientras que ella insistía obstinadamente en deshacerse de eso, porque con uno había sido más que suficiente, según decía, y ella no se casó para convertirse en una esclava. Las discusiones se repitieron durante algunas noches sin que entonces pudiera comprender el motivo de las mismas. Poco después, mi madre desapareció un par de días y a su vuelta no se habló más sobre el asunto.Todo continuó como antes: ella maldiciendo entre golpes y portazos, y él llegando las más de las veces, tambaleante, turbio y dando voces.

Aquella  temible mirada de mi madre, era la que descubría en cada una de mis maestras. Una mirada que veía al acostarme, en sueños, al despertar y que ahora se trasladaba también a mis horas de escuela.

Es cierto que mi comportamiento distaba mucho de ser el más dócil, pero acostumbrado a la mejor caricia en forma de bofetada, a desdenes, asperezas y castigos, desarrollé muy pronto espectaculares y sutiles métodos de defensa y ataque, de los que mis padres no resultaban indemnes.

Doña Fernanda no se mostraba tan conciliadora y piadosa como hubiese requerido la enseñanza de religión. Sufría con aparente humildad los tirones de orejas que me propinaba, pero, en mi interior, maquinaba mis venganzas. Tras un severo castigo, al día siguiente, entré en clase tarde, no sin antes haber embadurnado generosamente con grasa las primeras baldosas ante la puerta de acceso al aula. Mi retraso propició el consabido tirón de orejas, pero mereció la pena. Al terminar la clase, doña Fernanda salió en primer lugar, pisó las baldosas, resbaló y cayó de bruces. Poca cosa, en realidad. Solo se rompió las gafas y sangró algo por la nariz.

Pero no solo doña Fernanda, todos los demás disfraces también gozaban de mi atención. Raro era el día en que en sus bolsos no apareciese una lagartija, una cucaracha o, en los cajones de las mesas de la clase, un ratón. Mi popularidad creció en la misma proporción que los pescozones, palmetazos, encierros sin recreo y amenazas de expulsión. Esta circunstancia, sin embargo, agudizaba mi ingenio y cada día inventaba nuevos desquites.

En los años siguientes cambió mi percepción de las cosas. Desaparecieron los disfraces y me convencí de que la vida era un círculo hostil de cuyas garras solo podría desprenderme en tanto afilara y fortaleciera las mías.

Nadie entre mis compañeros cuestionaba mi autoridad. Todos me temían. Quienes solicitaban mi ayuda frente a otros, pagaban su tributo puntualmente. ¡Pobre de quien faltara a su palabra! Las pequeñas propinas dominicales se transferían a mi bolsillo.

En mi casa aparecía lo menos posible y evitaba el encuentro con mis padres. La misma atención que me prestaban era la que yo les dedicaba a ellos. El vínculo familiar se convirtió en un purulento tumor de desidia y aborrecimiento.

Según crecía, mis necesidades aumentaban y mi audacia me llevó a acometer iniciativas más provechosas.

Un lamentable accidente doméstico vino a dar  con mi madre en urgencias y conmigo en un correccional. Alguien me informó algo más tarde, sin que para mí tuviese el más mínimo interés, de su rápida recuperación, mientras yo, en principio, me pudría en aquel fétido y oscuro caserón.  Pasé por varios establecimientos de este tipo, pero superado el impacto inicial, pronto pude manejar la situación trabando amistad con excelentes maestros en el arte de camuflar lo ajeno. Mi carrera estaba perfectamente definida. Una vez en el aire de la libertad, puse en práctica lo aprendido y no transcurrió demasiado tiempo sin obtener beneficios. Seguro y orgulloso de mi trayectoria, extendí mis redes en un amplio y variado campo de negocios que en la actualidad abarca toda la escala social.

No fue precisamente oportuno aquel chivatazo. Una cuestión de impuestos me trajo de nuevo a la sombra, aunque estrechos colaboradores se hicieron cargo del delator que, por supuesto, jamás tendrá ya ocasión de incurrir en otros errores.

Hace años que alcancé la mayoría de edad. Aquí, los demás reclusos me respetan. Tengo buenos negocios y excelentes relaciones dentro y fuera de estos muros. Mi círculo de amigos es sólido y fiel, nada tiene que temer quien se ajuste a las reglas del juego, al contrario, es generosamente recompensado. Los funcionarios se muestran solícitos y se preocupan por mi bienestar; se dejan untar amablemente y no tienen que preocuparse por cualquier casual y desagradable incidente en el exterior.

Ahora, espero con impaciencia el día de mi libertad, pues mi más ferviente deseo es pagarle a mi madre un entierro por todo lo alto.

 

FIN

RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura Creativa

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Esta entrada tiene un comentario

  1. iris

    Me gustó mucho la historia «Los disfraces de mi madre» el punto de vista del escritor y su astucia.
    felicidades a tu imaginación , si es real ya tienes un futuro y mucho por entregar gracias a la experiencia.
    si son ambas, te deseo éxito, te felicito por el relato y que logres tus objetivos.

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