LUCIFER – Raquel Ibarra Sánchez

Por Raquel Ibarra Sánchez

¿Realmente somos ciegos o elegimos serlo? ¿Cuánto somos engañados y cuánto dejamos que nos engañen? Decidimos ignorar esas miradas, canjeamos los desplantes por cenas románticas cuyo efecto analgésico hace que olvidemos todo. Y así la relación se va viciando, se vuelve un teatrillo de marionetas donde tienes un ojo puesto en los hilos por si se rompen.
Pero… ¿Qué pasa cuando se rompen? Se pregunta Emilio hipnotizado por las llamas danzantes de la chimenea de la biblioteca, mientras agita por inercia los hielos del vaso, cree avistar la respuesta. Se toma el brandy de un trago y su mirada regresa a las ascuas vivas y sus compañeras danzarinas; con decisión, deja el vaso en la repisa de la chimenea y se va a ver a su amada esposa.

Marina se observaba en el gran espejo del vestidor, sus manos conspiraban contra ella y le estaba resultando desquiciante abrochar la gargantilla de esmeraldas, regalo amargo de su marido; esta noche tenía que lucir radiante, era su aniversario, veinte años de feliz matrimonio. Marina había dedicado

cada instante de su vida a que así fuera, nunca había permitido que nada ni nadie empañaran esa felicidad. Oyó cómo su marido subía por las escaleras y lo esperó con una sonrisa infantil.
—Estás preciosa, querida.

Emilio se acercó a ella, y con manos de seda le abrochó la gargantilla.

—Te queda espléndida —continuó mientras enderezaba la joya.

—Tienes buen gusto, amor.

Emilio le colocó un beso en el hombro, lo que provocó cierto rubor en su esposa.
—Solo me quedan los zapatos y el chal.

—Ve calzándote, ya voy yo a por el chal.

Marina obedece, con los restos de esa sonrisa aún presentes, se sienta en el otomán para ponerse los zapatos a juego con su vestido de seda, las cadenas de Swarovski que los sujetan a los tobillos son peliagudas, pero con destreza

consigue vencer a la primera. Los zapatos de charol italiano de su marido aparecen en su campo visual.
—Ya casi estoy, estos dichosos cierres no atienden a prisas.

—No te preocupes, tómate tu tiempo.

Tras abrochar la segunda cadena, Marina se endereza en el asiento y contempla sus zapatos mientras revisa que está todo en orden. Emilio le coloca el chal sobre los hombros a modo de caricia. Ella respira complacida.
En un instante el chal se ajusta a su cuello demasiado fuerte.

—Emilio, ¿Qué…

El chal sigue abrazando con insistencia su garganta, clavándole la joya; nota cada una de las gruesas gemas incrustándose en su piel. Intenta, sin futuro alguno, librarse del chal, forcejea con él, pero su marido aprieta con fuerza. Siente palpitar su cabeza, fruto de la falta de oxígeno, convulsiona, hasta que finalmente, Marina se convierte en aquella marioneta sin hilos, blanda y lacia. El chal se suelta dejándola caer por su propio peso.

—Ha sido más fácil de lo que creía, querida.

Emilio se dirige al suntuoso espejo del vestidor: se coloca el pelo, se quita la chaqueta del esmoquin, y se deshace de los gemelos de platino con soltura (adquirida a base de práctica), para poder arremangarse; mientras lo hace, evita mirar el cuerpo de su mujer.
Al salir de la habitación, que tantas noches ha compartido con su esposa, respira, cierra los ojos y prosigue con la delicada tarea que le espera, ahora debe deshacerse del cadáver de Marina.
Lo tiene todo previsto: lo primero sería llamar al restaurante para anular la cena, era repentino, pero el restaurante era suyo y no le pondrían problemas; después metería el cadáver en el coche, lo estrellaría en un lugar relativamente cerca de su casa; le prendería fuego y volvería andando. Se aclaró la voz, descolgó el teléfono y se preparó para mentir.

Las llamas del falso accidente de tráfico en el que oficialmente “habría muerto su esposa” le producían cierta paz. Estaba hecho. Miró al cielo y la noche le pareció sobrecogedora.
—Mereces una poesía —le susurró al cielo.

Se descubrió sonriendo, era una sonrisa sincera, de las que llevaba veinte años sin saber nada. Veinte años había necesitado para reunir el valor y deshacerse de esa muñeca de porcelana con alma de Lucifer.
Se arrepintió de casarse con ella nada más dar el “sí quiero”; fue una boda sobreexpuesta, cada persona que viviera en este mundo debía enterarse de que la hija del magnate hotelero se iba a casar. Al principio le pareció buena idea casarse con la niña rica, pero tras ver qué podía hacer con tal de salirse con la suya, el pánico se instaló en él. No fue algo repentino, fue un goteo distraído, del cual no fue consciente hasta que el vaso se desbordó. En un principio pensó que podría controlarla, después se centró en proteger a su hija Elena; ahora que ésta se había ido, solo quedaban ellos dos, y conociendo el alcance de su mente impía, quién sabe cuánto tiempo tardaría en ocuparse de él.

Siempre sospechó que la mano que empujó a su hija al suicidio fue la de Marina, esa sospecha llevaba tiempo acompañándole; simplemente un día sumó dos más dos: una mirada furtiva al descubrir el cuerpo, esa sonrisa ladina junto al ataúd; en un principio, el dolor cegó sus sentidos, pero con la distancia de los años, esos matices sueltos tomaban otro significado. Se convenció la última vez que fueron al cementerio, por el aniversario de su muerte; ella miraba la tumba con cara angelical, marmolada y gélida. En ese momento Emilio descubrió esa sonrisa sutil que le provocó un escalofrío, de golpe apareció en él esa reacción primaria que todo ser vivo posee, un instinto que le golpeó el espíritu y le hizo sentir miedo.

El paseo hasta su casa había sido purificador, mañana por la mañana llamaría a la policía para notificar que su mujer, tras una pelea, se había ido de casa hecha una furia y no había vuelto a saber de ella. Después encontrarían el coche estrellado. Tenía todo ensayado: las palabras de preocupación; la crisis nerviosa, fruto de la incertidumbre; y finalmente, tras darle la noticia, el derrumbe desconsolador.
Abrió la puerta y se fue a la biblioteca, se sirvió un brandy, tomó la botella por compañera y se sentó en su sillón de orejas frente a la chimenea. Siempre había sentido paz observando el fuego del hogar: el calor que te acompañaba nada más tomar asiento; las formas imposibles de las llamas; las chispas espontáneas y el olor a leña quemada. Era catártico.
Emilio se despertó confuso, por algún motivo la biblioteca olía al perfume de Marina, se levantó para abrir las ventanas y que ese asqueroso aroma a flores se fuera; en el exterior el aire era fresco, una ligera brisa acompañaba a la noche y en algún lugar una lechuza avisaba de su presencia. Oyó algo, una especie de eco indefinido; miró a ambos lados, entornó los ojos en un intento de llegar más allá, pero fue inútil. Se giró hacia el interior de la biblioteca y caminó hasta el sillón con ánimo de acomodarse. Se paró un instante, había visto algo, se giró de golpe, no había nada.
—La cabeza te está jugando malas pasadas —se dijo en voz baja.

—¿Tú crees?

El corazón se le paró, esta vez lo había oído con claridad, se giró, pero no había nada. Intentó serenarse, respiró profundamente. Me estoy volviendo loco, dijo más alto de lo necesario tratando de convencerse.
Con calma obligada se acercó a las puertas dobles de la biblioteca, las cerró de golpe y echó el pestillo, solo por si acaso, asegurándose de que estuvieran bien cerradas.
—Mañana mismo me voy de esta maldita casa.

Al llegar al sillón una sensación se volcó dentro de él, alguien le observaba, al girarse la vio, intentó moverse, pero su cuerpo le ignoró, se congeló ante la visión que le esperaba.
—No puede ser, te he matado.

Frente a él, algo traslúcido y frío lo contemplaba. Era ella, ahí estaban las marcas que las esmeraldas habían hecho en su garganta, ahí estaba esa mueca satánica, esa sonrisa oscura. En un instante un cúmulo de sentimientos se manifestaron dentro de él provocando que le doliera el pecho, era todo lo que durante esos veinte años de maltratos e impotencia había dejado en su interior.
—Mataste a Elena, lo sé —consiguió decir Emilio con esfuerzo.

La única contestación que tuvo fue una carcajada cavernosa. Emilio comenzó a retroceder, buscando una salida a su espalda. Esa cosa avanzaba lentamente con la barbilla clavada en el pecho, la mirada infernal y la sonrisa tétrica; no iba a librase de ella, ni viva ni muerta.
—Mataste a Elena, nuestra hija no tenía culpa de nada — le reprochó Emilio casi sin voz.
Se sobresaltó al llegar a la pared, temblando miró a ambos lados en busca de auxilio; Marina le había ganado, se había salido con la suya, él era de su propiedad y tenía la clara intención de llevárselo con ella al mismo infierno.

Una voz suave acudió a su mente, la imagen de su hija apareció en su retina, ahora entendía todo. Hizo acopio del poco valor que le quedaba y con la imagen de su hija presente saltó por la ventana. De este modo los hilos de Emilio se cortaron y se liberó, se liberó de sus fantasmas y de su vida.

Deja una respuesta

Esta entrada tiene un comentario

  1. Isabel

    AhÍ está mi escritora asesina. Jajaja. Bien, sigue trabajando y te convertirás en una escritora de novela negra muy interesante. Un abrazo.

Descubre nuestros talleres

Taller de Escritura Creativa

85 horas
Inicio: Inscripción abierta

Taller de Escritura Creativa Superior

95 horas
Inicio: Inscripción abierta

Taller de Autobiografía

85 horas
Inicio: Inscripción abierta

Taller de Poesía

85 horas
Inicio: Inscripción abierta

Taller de Literatura Infantil y Juvenil

85 horas
Inicio: Inscripción abierta