MEMORIAS DE ASFALTO

Por Mª Carmen Paz

La infancia tiene ese ligero encanto, mezcla de nostalgia y olvido, que nos permite llegar a la edad adulta con una idea tamizada del pasado.

Para Pablo Salinas sin embargo no fue así. Recordaba con tal intensidad su niñez, que le dolía el recuerdo y eso que tía Águeda estuvo siempre allí para que encontrara un refugio.

Su familia estaba formada por sus padres, Juana y Pepe; Águeda hermana de éste y sus  hermanas: Paquita y Xuxa. Inmigrantes como tantos otros que llegaban por aquel entonces al puerto de  Buenos Aires, se alojaron en un conventillo donde se mezclaban a diario los olores de los pucheros con el de la ropa tendida al sol, en el patio común de la casa.

Disponían de dos habitaciones en las que el desconchado (¡cuántos personajes creyó Pablo descubrir en esos girones de pintura!) dejaba adivinar un incierto color del pasado. La más pequeña, ocupada por sus padres, sólo tenía una cama algo desvencijada y un armario. En la otra se acomodaba como podía el resto de su familia: unos catres plegables, que al llegar la noche se abrían para recibir su cuerpo cansado junto al de tía Águeda y las pequeñas; un aparador y una mesa con unas sillas (no había dos iguales) completaban el mobiliario. Sólo el cariño que su tía ponía en cada cosa, hacía que aquello fuera lo más parecido a un hogar: unas flores de plástico en un frasco sobre un tapete tejido al crochet por sus manos inquietas, una foto amarillenta de sus abuelos puesta en la pared para tapar las humedades que se empeñaban en escapar del borde del marco. ¡Tantas cosas que siempre recordaría!

Los primeros tiempos no fueron fáciles para Pablo, la morriña unida a la mala salud de su madre, empeorada por las duras condiciones del viaje en barco, hicieron que su padre, hombre de campo, se sintiera perdido en la gran ciudad y comenzara a ir cada día más temprano a buscar trabajo y a volver cada vez más tarde con las manos vacías, cabizbajo.

-Papá -decía el niño-, ¿no cantarás hoy para que madre se alegre?

– ¡Para cantos estoy yo zagal, canta tú si quieres! -Y sin mediar palabra se dejaba caer pesadamente en el camastro con la cara vuelta a la pared.

Tía Águeda trataba de suavizar la situación llevándose a las pequeñas a un minúsculo cuartucho que hacía las veces de cocina; allí preparaba algo de cena mientras madre, sentada en un sillón mecedora de mimbre dormitaba, el rostro demacrado por la anemia que la consumía.

-¡Shh, no hagáis ruido, mamá tiene que descansar!-les decía mientras batía unos huevos que tenían que multiplicarse, como en Galilea los panes, para que aquellas barriguitas voraces quedaron satisfechas.

– ¡Pero queremos jugar, tía Águeda! -decían las pequeñas.

– Vale diablillas, vais a salir un rato a la vereda con Pabliño pero no os alejéis, haced caso a vuestro hermano.

–  ¡Venga santito mío, ve con las niñas así puedo acabar rápido y luego os cuento la historia del pastor que tenía cinco ovejitas!

Ese era un momento duro para Pablo, no por cuidar a sus hermanas  ni porque no quisiera contentar a su tía a quien veía bregar con todo, sino por tener que salir de la casa. En ella se sentía protegido, lo  poco que tenía estaba allí, era lo único seguro. Siempre vivía con temor a perderlo todo, por eso muchas veces miraba las figuras de la pared y se agitaba al no verlas igual que el día anterior.

La calle era el desafío a su ignorancia: apenas chapurreaba una mezcla de gallego y castellano, no tenía amigos, los chavales que por allí correteaban no se acercaban a él. “¿Sería porque no tenía botines de futbol o porque no sabía jugar…?” Lo cierto es que se sentía solo y este sentimiento, junto al hambre no saciada, fueron las duras improntas de su niñez aunque no la únicas…

A sus 10 años sabía  manejar una azada, decir cuándo  los nabos podían ser cortados o buscar un nido de palomas en el roble más alto, lo había aprendido en su pueblo. Pero en los jacarandás del barrio, cuyo color le recordaba su mar lejano, no había nidos y sus pies curtidos, torpes sólo sabían patear guijarros no balones.

Por todo esto acompañar a sus hermanas a la vereda era penoso. Sentado en el umbral, mientras ellas saltaban a la cuerda, con la mirada perdida, recordaba el paisaje de su solar natal que nada tenía que ver con el gris asfalto porteño. Sin embargo había algo curioso en esa calle: las fachadas de las casas habitadas por personas diversas venidas de lejos como él.

Así decidió inventarse un juego: adivinar de dónde procedían sus habitantes según el color exterior de las viviendas.

“A ver…, pensaba con los codos apoyados en las rodillas y los puños sujetando la barbilla mientras entrecerraba un ojo, creo que en las amarillentas viven italianos, como comen mucha pasta, según me dijo tía Águeda, las pintarán  así”.

 “Aquella azul celeste debe ser de quienes vivieron cerca de la mar como yo”.

“¿Y en esa blanca…? seguro viven unos más pobretones que nosotros porque ni le han dado color”. De pronto eso le recordó la piel cetrina de su madre.

La voz de tía Águeda llamando desde el interior interrumpía su juego.

“¡Bah!, seguiré otro dijo, se dijo, total no tengo mucho que hacer…”

El ritual de cada noche le hacía bien: ayudar a su madre a llegar a la mesa de la cocina, sintiendo el  calor de su brazo.  Hacer que sus hermanas se lavaran las manos, sentarse a saborear esa tortilla esponjosa que se deshacía en la boca con una explosión de sabores, mordisquear una manzana fresca. Luego recoger, desplegar los catres mientras su tía acompañaba a su madre a la cama. ¡Cómo hubiera querido ser él quien le ayudara apretándose a su pecho agitado! Ésta  se tumbaba tratando de no despertar al marido que refunfuñaba entre sueños. Intento inútil porque al poco rato se oía:

– ¿Dónde están todos?, una voz ronca resonaba en el patio.

Pablo temía ese momento, otro gran reto: calmar a este hombretón que dando tumbos iba hacia la cocina buscando algo para echarse al buche.

– Papá te hemos guardado algo de cena.

–  ¿Y el vino, dónde está? – preguntaba su padre.

– No pudimos comprar.

Entonces ese hombre se transformaba y de un manotazo tiraba por tierra todo lo que había sobre la mesa y salía profiriendo insultos dando un portazo.

En el suelo quedaban cristales, un mendrugo, la tortilla ahora deslucida  y sus lágrimas. Mientras recogía  recordaba otros tiempos cuando su padre volvía del campo canturreando y traía unos frutos silvestres o unos huevos que había quitado a alguna paloma distraída. Entonces supo que  aquello había sido la felicidad y se había quedado varada en una playa gallega.

Pasaron unos meses, su familia fue afincándose en el barrio. Comenzó a ir al colegio cercano con sus hermanas. Entonces conoció a Franco, una tarde en la que éste se acercó sonriente mostrándole unas canicas brillantes que iban y venían tentadoras en el hueco de su mano, mientras pronunciaba unas palabras que no comprendió bien aunque el lenguaje no le era extraño. Estaba emocionado: ¡alguien le había invitado a jugar!

Así comenzó una amistad: él y Franco, dos lejanas geografías del sur de Europa que se fundían en ese crisol de razas que se estaba forjando en el sur de América.

Por entonces su padre había conseguido un humilde trabajo cargando y descargando camiones en el mercado. Su tía lavaba y planchaba para una familia del centro de la ciudad. Juana, su madre, hacía lo que podía para atender la casa, muy poco en verdad, siempre fatigada.

De aquella época recordaría dos cosas: el empeño que ella ponía, a pesar de sus pocas fuerzas, en peinar a sus hermanas y esas manos tan delgadas que él miraba con devoción cuando iban y venían trenzando los cabellos. “¡Cómo envidiaba a Paquita y Xuxa!”

A veces hasta creía que volvían a ser felices.

Pero ya se sabe, la felicidad sólo es eso: momentos fugaces, chispazos de esperanza.

Las continuas trifulcas en las que se veía envuelto “el gallego”, como  llamaban a su padre, hicieron  que perdiera el empleo. Las broncas volvieron a la casa y con ellas el dolor y las lágrimas.

Una mañana al despertar, Pablo oyó movimientos extraños en el patio: un ir y venir de vecinas. Una de ellas, una robusta mujer polaca, le llevó aparte y le dijo que tenían que llevar a su madre al hospital. Ella les cuidaría hasta que regresara su padre. “¿Dónde estaría?”, pensó Pablo.

Miró el rostro de su madre más pálido que de costumbre, de nuevo el miedo a la pérdida surgió de su interior. Se acercó temeroso, ahora esa mano enjuta peinaba sus cabellos dejándole ese suave aroma a colonia que le era familiar. La mirada de tía Águeda, le infundió ánimo. “¡Cómo no, ella siempre allí!”, pensó Pablo.

Observaba a sus hermanas como si todo fuera un sueño. Paquita, ajena a todo, abrazaba a Xuxa que lloraba porque no encontraba su muñeca de trapo. Él nunca había llorado por un juguete perdido pues nunca lo había tenido.

A media mañana volvió su padre y como tantas veces se echó en la cama sin reparar siquiera que nadie estaba en casa.

A la hora de comer la vecina preparó una humeante sopa de letras que él y sus hermanas tomaron  encantados ahogando todo el abecedario con trozos de pan. El conventillo era una gran familia en la que no sólo se compartía un patio sino mucho más: la misma soledad, idéntica nostalgia de lo lejano. Por eso había estrecheces pero nunca miseria. Cuando su padre despertó también hubo un plato de comida caliente para él.

Fue la única vez que vio llorar a su padre. El hombre rudo, había desaparecido  entre sollozos. Agradeció la comida  y salió de prisa al hospital apretando en sus manos la vieja gorra gris.

Más tarde, llegó Franco con unos tebeos y su madre con un trozo de bizcocho para merendar. Con el permiso de “la polaca” los niños fueron a su casa.

Era la primera vez que entraba en una casa amarilla. Allí iba a descubrir otro mundo: unas mujeres mayores vestidas de negro con unos delantales blanquísimos amasaban sobre unas grandes mesas y colgaban de unas varillas unos largos hilos de pasta que le recordaron los cordones de sus zapatillas. Sus hermanitas también “ayudaban” bajo la mirada complaciente de una abuela que las dejaba hundir las manitas en la pasta fresca viendo cómo se enharinaban la nariz. Al fondo los hombres pelaban tomates, los machacaban y ponían en unas botellas de boca ancha como las de la leche, las tapaban y  sumergían en unas grandes ollas con agua hirviendo. ¡Fascinante espectáculo!

Así pasó el resto de la tarde jugando con unos cromos, mareó una peonza y  por unas horas se olvidó del pesar de esa mañana.

El timbre le volvió a la realidad. Águeda entró apesadumbra, le abrazó fuerte  apretándole contra su pecho. Supo entonces que lo que siempre había temido acababa de ocurrir: su madre, había muerto. El dolor era punzante pero lo aguantaba. Sabía que ella ya podía volver a respirar ese aire marino que colorearía sus mejillas, sus frágiles pies podrían sentir las olas que  los acariciarían como cuando corrían juntos por la playa. “Madre ahora eres feliz, pensó”.

Franco le puso una mano sobre el hombro y le dio su mejor canica. ¡Su gran amigo!

Regresaron a la casa. El patio del conventillo estaba más silencioso que de costumbre, guardaba duelo. Su padre sentado en una silla miraba sin ver, no había lágrimas en sus ojos. Corrió a abrazarle y una imagen se grabó en su memoria: un hombre vencido por la pena.

Tía Águeda suavemente comenzó a trenzar el pelo de las niñas, tenían que estar guapas así las querría ver su madre.

RELATO DEL TALLER DE:
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Esta entrada tiene 2 comentarios

  1. Elba Dengler

    Entrañable,real y muy bien narrada historia de tantos inmigrantes que llegaron a Argentina dejando su tierra sus raíces y sus costumbres y supieron con gran sacrificio y sobretodo trabajo construir un gran país

  2. Nilda Rosalva Epilman

    Mary me ha conmovido tu cuento. Me has hecho ver escenas como pinturas. Triste, penoso, como fue la vida del inmigrante. Ahora con los años he tomado conciencia de cuánto deben haber sufrido hasta lograr lo que vinieron a buscar y no sé si todos lo consiguieron. Hermosa esta tarea que has emprendido. Quiero más , de manera que a escribir y publicar.

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