MI FANTASÍA CRUEL -María Loreto

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Si no hubiera estado en mi cabeza durante tanto tiempo y de manera tan nítida, rechazaría de pleno su existencia.

Me estoy refiriendo a mis ganas de golpear con furia a un bebé de un año de edad. Golpearlo con mucho enfado, sacudirlo, descargar mi ira, traspasarle por completo mi malestar. El malestar de una niña de tres años, que es la cortísima edad que yo tenía cuando sentí rugir dentro de mi toda esa violencia.

A lo largo de mi vida he querido darle una explicación convincente a esto. He llegado a la conclusión de que debía de tratarse de una suerte de fantasía mediante la cual, me vengaba de mis mayores en un ser aún más pequeño e impotente que yo; le aplicaba el malestar que yo sentía y me liberaba al causárselo a él.

Lo encuentro terrorífico.

Un recurso desesperado que nacía de la incapacidad de ponerle nombre a las cosas y explicación a los hechos que me dañaban. Quiero pensar que esta triste opción es la buena, ya que otra opción significaría que, una parte oscura y maléfica habitaba dentro de mi cuerpo rechoncho y pequeño desde muy temprano.

No es ningún descubrimiento que dentro de cada uno de nosotros conviven el bien y el mal poniéndose reiteradamente la zancadilla el uno al otro. El resultado varía según el día y la ocasión. También en los niños habita por naturaleza ese dueto, y es difícil saber en qué medida cada quien resuelve el duelo, pues la interferencia de los mayores deforma ese molde original con el que venimos de serie al mundo.

Sea propio o sea ajeno, ese monstruito que nos parasita y acompaña puede dar la cara desde bien pronto.

Me puedo remontar a mis escasos seis años de edad para descubrir con sonrojo alguna maquinación cuyo trasfondo era ver sufrir a otro. Manejos banales e infantiles, pero repletos de ese innoble fondo.

Los abusones no suelen actuar solos, se parapetan siempre en la mirada cómplice de otro que también disfruta del mal ajeno. En mi caso se repite el nombre de mi compañera de fechorías; Marta en Madrid y Marta en Tenerife.

Gestos de sutil maldad, como esconder el juguete favorito del vecino, Juanillo, hijo del conserje, un ser frágil y asustadizo, que a sus cuatro años de edad deambulaba por los patios y azoteas del edificio con la misma supervisión que nosotras; NINGUNA. Recuerdo que no contentas con verle llorar por la desaparición de sus indios de plástico, le hacíamos creer que el armario del desván era una nave en la que debía esperar en silencio a ser transportado a otra galaxia, la criaturita no osaba llorar ni tratar de esquivar su encierro.

Los verdugos y las víctimas son piezas de un mismo puzle diseñado para encajar, no existen los unos sin los otros.

De mi segunda cómplice necesaria, conservo un recuerdo de cuando teníamos diez u once años que me hace sentir gravemente abochornada por nuestra conducta. Fuimos crueles con un compañerito que, para mayor vergüenza, bebía los vientos por mí:

Orlando.

Orlando era de esa clase de niños a los que nadie escoge para su equipo de balón prisionero, ni para las carreras de relevos o el juego del pañuelo.  Acostumbrado a entretenerse de manera apacible, se mantenía en ese limbo escolar donde habitan los niños que leen, los que estudian, los que hablan bajito, los que gustan de pasar desapercibidos, o como en el caso de Orlando, además poseen algún signo de enfermedad.

Orlando representaba todo ello. Tenía asma, y su lugar estaba al otro lado del juego ajetreado, las carreras desbocadas, y las peleas por cualquier asunto mayor o menor.

Y allí estaba él, con una sonrisita entresacada a duras penas de su gesto de timidez, mirándome con arrobo y ofreciéndose a acompañarme hasta un punto intermedio entre su casa y la mía. Eso sucedía los días en los que su hermano mayor no iba a buscarle para llevarle la mochila.

Ese día en que Orlando debía andar con su mochila, encontrábamos divertido hacerle cargar también con la mía. No recuerdo haberlo hecho sin la ayuda de mi mejor amiga.  Visto con la perspectiva del tiempo, me resulta evidente que la maldad infantil se alimenta mejor en compañía; ambas nos reíamos de la cara de abnegación y esfuerzo, a partes iguales, del pobre Orlando, quién no sólo era incapaz de rebelarse, sino que se reía bovina y resignadamente mientras avanzaba dando traspiés delante nuestra.

Me inquieta sobremanera pensar que aquello nos hiciera gracia. Nos gustaba ver su vulnerabilidad y nuestro detestable poder sobre él.

Como en el caso de la fantasía sobre ese bebé imaginario, quiero pensar que nuestra conducta era la espita por la que aflojábamos la presión de nuestros propios abusos sentidos. Abusos en forma de indiferencia, de no tener a ningún adulto que con cierta regularidad e interés quisiera saber qué sentíamos, qué queríamos. Un adulto que nos diera el protagonismo que alcanzábamos por otra vía más fácil; dominando a aquellos aún más débiles.

Más allá del malestar por nuestra pésima conducta, el recuerdo de estos episodios me despierta cierta piedad hacia nosotras. Fruto del abandono, sacábamos nuestros más bajos instintos infantiles. Muchos de nuestros días pasaban sin que ningún adulto supiera por nuestra boca de nuestras necesidades, temores o tristezas. Jamás sentimos el interés de alguno de ellos dándonos un lugar estelar en su día a día. La mera supervivencia bastaba para despachar las semanas, los meses y los años sin miramientos del calado del que disfrutan muchos de los niños de hoy en día.

El hambre lo aguantábamos jugando, el miedo callando, y la frustración; dañando.

De esas torpezas y mezquindades me he recuperado.

El amor, el optimismo y la aceptación de lo que soy y lo que fui, ha borrado casi por completo esas cucarachas negras de mi alma. He sabido perdonarme a mí y a los otros.

Me resta saber si alguna vez obtendré el perdón de Orlando y de Juanillo.

Ese día, se habrá completado al fin un remoto, pero necesario círculo.

 

 

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