MI LEJANA MÁLAGA – Mª Ascensión Millán Jiménez

Por Mª Ascensión Millan Jiménez

Me duelen los ojos. Será por eso quizá que en esta madrugada de invierno, cuando miro a través de la ventana, todo me parece más oscuro que nunca.
Duermen mis hijos, espero que no hayan oído nada. Duerme Juan, a pesar de todo, duerme… Duerme el cortijo blanco en la inmensidad de esta campiña de olivar que, por más que lo he intentado, nunca he podido sentir mía.
Falta mucho para que amanezca, aún no ha cantado el gallo del corral. Pronto tendré que dar comienzo a mis tareas cotidianas y hacer, un día más, como si no hubiera pasado nada. Empezaré, como cada día, encendiendo las chimeneas, porque esta casa de labor, en cualquier día de cualquier mes, sin las chimeneas encendidas no es capaz de ponerse a funcionar.

Cuando llegué a este pueblo desde mi Málaga natal, cuando bajé del tren, Juan me esperaba en la estación. Yo traía conmigo la ilusión por mi boda a la que padre y madre se opusieron desde el principio porque Juan era viudo y padre de un niño de cuatro años que, nada más verme, alzó sus bracitos para ofrecerme un enorme ramo de margaritas.
Quién no iba a ser feliz así, pensé. Arruinada, absolutamente arruinada estaba mi familia. Padre se jugó en el casino el inmenso patrimonio que tenía él, y también el que era de su mujer, y las deudas del juego nos hicieron huir de noche, a escondidas, desde nuestro pueblo de siempre hasta la ciudad de Málaga donde, por fuerza, todos tuvimos que comenzar a hacer lo que nunca habíamos hecho: trabajar. Yo, que siempre he sido hábil con los números y las cuentas, aprendí pronto, con el señor Ramón, a llevar la contabilidad del cine Olimpia, y allí, gracias a la generosidad de aquel buen hombre, mi padre fue contratado también como acomodador. Mi madre limpiaba casas vecinas, mis hermanos también se estrenaron como solícitos dependientes en los distintos comercios de esa bella ciudad. Lo habíamos perdido todo, sí, salvo los prejuicios de clase, seguía pensando yo, qué oposición más cruel a mi matrimonio y a mi felicidad la de mi familia, maldito e inconcebible orgullo el suyo.
Vestí un precioso vestido blanco el día de mi boda. Yo era una mujer alta, de elegante figura. Mis ojos del color de la miel brillaban aquel día como nunca sobre mi tez blanca; peiné mi pelo largo y del color del azabache con esmero y, sobre un sencillo recogido, prendí una guirnalda de nardos. Tienes manos de pianista, me decía siempre mi abuela, y en efecto, sobre uno de mis dedos suaves, finos y alargados, cayó aquel día el anillo de boda. Así, espléndida y admirada por todos, me entregué a mi futuro. Juan me hizo sentir la mujer más dichosa del mundo; el pequeño Luis, simpático y ávido de cariño, no se separaba de mi lado, y la familia de Juan me acogió desde el primer minuto de manera irreprochable. El mundo me sonreía y, en la nube en la que yo estaba, repleta de dicha, no fui capaz de interpretar la mirada compasiva de Carmen y Pedro, los padres de la primera esposa de mi marido.

Llené de luz nuestra casa en la calle principal del pueblo. Abrí ventanas y pinté de color todos sus rincones con las rosas del jardín, las flores que siempre he adorado. Es curioso, me decía yo a mí misma, pero ni siquiera echo de menos el mar de mi Málaga…
Nunca podré olvidar el día que cosía yo unas cortinas de color blanco para poner en el comedor cuando Juan llegó de sus gestiones y trabajos. No te esfuerces en arreglar todo esto, me dijo, que aquí no vamos a vivir, nos iremos al cortijo en unos días; la faena está allí, el trabajo del que vivir está allí, no en este mundo de ilusión que estás pintando.
Recuerdo esas palabras de Juan como si me las hubiera dicho hace un momento. Mi mundo, en el cortijo, ya nunca volvió a ser de ilusión ni de luz; zozobraron allí mis esperanzas de felicidad en medio de una oscuridad que pienso que fue siempre tan intensa como la de esta noche fría y sin luna que observo tras el ventanal.
Puse todo mi empeño, Dios lo sabe, en integrarme en las faenas del campo y, como nunca he sido torpe ni perezosa, creo que lo conseguí. Yo miraba cómo lo hacían Concha y Antonio, los caseros del cortijo, y me empeñaba con todas mis fuerzas en imitar el trabajo bien hecho de estas dos buenas personas. Mi marido nunca me enseñó nada; al contrario, solo me reprochaba, a veces de qué forma tan brutal, lo que había hecho mal a su juicio tantas veces caprichoso, o lo que había dejado de hacer, según el alcohólico repaso de la jornada que hacía su mente alguna noche.
En compañía de Concha, yo hacía el pan, preparaba la comida para todos los trabajadores del cortijo, me desenvolvía bien en las matanzas, vendía la leche, los huevos y las patatas, encalaba los muros y la fachada, limpiaba el cortijo, alimentaba los animales, regaba la huerta, recolectaba la fruta, secaba la manzanilla, lavaba la ropa en el arroyo, tendía las sábanas al sol de los prados… El pequeño Luis estaba reluciente, como nunca, me decía Antonio; incluso, con todo mi cariño, comencé a enseñar a quien siempre consideré mi propio hijo sus primeras letras. Fatigada hasta no poder más, antes de acostarme y a la luz de un candil, apliqué mis conocimientos de contabilidad a ese desorden de ingresos y gastos que era la explotación de Juan, hasta que la puse al día y logré que los malos hábitos desaparecieran y que nadie, como me había dado cuenta, engañara más a mi marido.
Lo sabía, yo sabía que la criatura que llevaba en mis entrañas, la primera de las cuatro hijas que he tenido, iba a ser una niña, y soñaba, pobre de mí, con ponerle mi nombre, que además de parecerme tan bonito, era el nombre de mi amada abuela materna; con criarla al aire limpio y sano de aquel campo al que poco a poco y sin remedio me fui acostumbrando. Así fue. Di a luz a finales de noviembre a mi primera hija, que no se llamó Isabel, a pesar de mi ilusión, sino Angustias, porque Juan lo decidió así nada más ver a la recién nacida. Es el nombre de mi primera esposa y no hay más que hablar, esa fue la respuesta autoritaria y déspota de mi marido cuando yo pregunté por qué.
Ni mi bebé recién nacida ni las secuelas de un parto difícil y mal atendido me salvaron de participar en las tareas de la recogida de la aceituna de aquel año, ni del resto de quehaceres que se tenían que seguir realizando. Sé que Concha, esa santa mujer, duplicaba sus esfuerzos por aliviar los míos. Toma,

me decía de vez en cuando, bébete esto, a ver si se te recompone esa cara pajiza que tienes. Y sin posibilidad alguna de negarme, yo me bebía el extraño brebaje que ella me preparaba con quién sabe qué hierbas y qué condimentos, además de con una yema de huevo cruda que echaba al final, antes de remover el vaso enérgicamente con la cuchara.
Cómo olvidar el día en que ambas habíamos escaldado una gallina y nos encontrábamos desplumándola entre las dos. Sentí un intenso calor al lado de tanta lumbre y tanta agua caliente y me quité la rebeca, dejando a la vista mis brazos desnudos. ¿Otra vez te has caído?, me preguntó espantada. Sí, contesté yo con mi mirada baja. Mi única amiga paró su tarea, secó sus manos en el delantal y me miró de frente: nunca he visto una mujer tan hábil alcanzando conejos y saltando acequias y que tantas veces se caiga por las escaleras. A mí no me engañas, Isabel, prosiguió, ya no te creo más.

Poco ha de quedar ya para la amanecida del día, tan distinta, tan silenciosa, tan plomiza en este lugar. Qué lejos quedaron aquellos cielos que parecían romperse sobre el mar al llegar el día. Málaga es un paraíso que quedó atrás para siempre el día en que yo subí al tren, Málaga ya no volverá nunca más. Lo he sabido siempre entre días de aceituna, entre cosechas de hortalizas, entre ordeños al alba, entre la tierra seca de estos infinitos olivares.
No sé dónde he guardado mi aspecto impecable, mis exquisitas formas, mis encajes y mantillas, la porcelana de mis días pasados. Si me asomo al espejo o miro mis manos, sé que he envejecido antes de que a mis años corresponda. Cuando mi hermano mayor y mi cuñada han venido a visitarme, he admirado el aspecto de esa mujer peinada a la moda, maquillada, bien vestida y bien calzada, al lado de la cual yo, con mi pelo descuidado y recogido en un moño bajo, mi vestido más que anticuado y mi delantal de cuadros siempre puesto, parezco una auténtica anciana. El riguroso sol de estos campos ha quemado sin piedad mi piel, ha secado mis ilusiones de tierra adentro, ha destrozado todas mis oraciones.
A pesar de que sé que el frío en el exterior es estremecedor a estas horas, me ajusto el chal de lana sobre los hombros y abro la ventana. El aire frío despeja mi cara y mis ojos encuentran consuelo. Allí abajo, aunque ahora, en la oscuridad, no pueda distinguirlo, está el pequeño jardín, lo único que realmente es exclusivamente mío en medio de estas propiedades de Juan. Me gané ese cuadrado de tierra con mi trabajo, es mío por derecho propio, solo mío. Ahí están, en su flor de diciembre, mis primorosas azaleas y mis gentiles crisantemos. No podría contar las horas que paso en el jardín para hacer de él el vergel que no existe en mi vida, el motivo de la belleza que no veo por ninguna otra parte, el lugar donde todo se me olvida. Deseando estoy ya que llegue la primavera y comiencen a florecer todos mis rosales, porque, ellas, las rosas, son las alas de mi soledad, el destino único e inevitable de mis luces y de mis sombras. Crecen generosas y afables mientras les hablo de mi secreto dolor, de mis atormentados despertares, de mi tristeza embravecida, y les enseño sin mentiras mis mejillas golpeadas, mis brazos doloridos; solo a ellas les grito, a veces desesperada, el proceder equivocado de Juan. Las rosas de mi jardín son los pétalos de mi corazón, mi mar en tierra firme, mi brisa, mis arenas, mis gaviotas, mi Málaga lejana.

Sí, Juan, porque todo lo demás es tuyo: esta casa, estos campos, esta gente, el nombre de nuestras cuatro hijas que nunca quisiste que fuese el mío; también es para ti el trabajo que cada día te regalo y que no me pesa en absoluto realizar ni nunca del mismo me he quejado. Para ti también, Juan, y esto sí que me pesa, mi miedo, mi dolor, mi piel eternamente morada.

El día empieza a clarear. El gallo Floridón ahí anda ya enredado en sus cantos madrugadores, mira que es escandaloso este animal. Es hora de cerrar la ventana, de dejar aquí, sobre el alféizar, uno a uno, los pensamientos que han pasado por mi mente en esta noche de vigilia. Es hora, un día más, de dedicarme a mis tareas. Es hora de comenzar a encender todas las chimeneas.

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