MIENTRAS HAY VIDA HAY ESPERANZA – Juan María González Dou
Por Juan María González Dou
La enfermera se ha ido y le ha dejado solo. Otra vez. Ya está acostumbrado a la soledad.
Antes todo era distinto, cuando Laura se ocupaba de todo. La casa estaba en orden, los horarios se cumplían, los amigos eran esperados. Ahora él no sabe dónde dejar las cosas, llega tarde a los sitios, y nunca sabe cuándo debe llamar a los amigos para felicitarles (ya no vienen de visita, pero es que eran los amigos de Laura).
Se conocieron en la oficina. Ella era jefa del departamento de ventas; él, un simple administrativo de publicidad. Ella era muy popular entre los compañeros; a él casi nadie le conocía, pero es que él tampoco se daba a conocer. Ella siempre estaba alegre, sonriendo, repartiendo felicidad con todo aquel con quien se cruzaba; él era muy frío, muy reservado, de tal forma que los compañeros ni se daban cuenta de si estaba en la oficina o no.
Todo el mundo se sorprendió cuando se casaron. Sabían de su amistad ya que ella lo contaba, porque de la boca de él no salió ni una palabra, excepto cuando fue a pedir permiso para ausentarse unos días para hacer el viaje de novios.
Fueron a pasar unos días a Villamediana, en Palencia, el pueblo de los padres de ella, y luego al Valle de Arán, en Lérida. A ambos les gustaba la montaña. De hecho, fue esto lo que permitió que empezasen a hablar. Salían los fines de semana para caminar por los senderos que bordeaban la ciudad. Y los fines de semana largos o los puentes incluso buscaban una fonda para pasar la noche. En los tres últimos veranos recorrieron bastantes etapas del Camino de Santiago, y fue en la última donde se comprometieron. La idea partió de ella, pero Luis ya llevaba tiempo con esa idea rondándole la cabeza; su timidez le hizo retrasarlo mucho, demasiado. El pueblo fue Hontanas, en Burgos, y la hora, el atardecer.
Luis se prepara un café, y lo bebe mientras cocina el almuerzo. El microondas le ha salvado la vida en muchas ocasiones. Calentar un caldo de tetrabrik no es especialmente difícil, igual que calentar unas judías de bote. Con Laura sí que comían bien. Ella cocinaba muy bien, y muy variado.
Siempre que viajaban, Laura se interesaba por la comida típica de los sitios en los que se encontraban. En los restaurantes siempre llamaba al chef y le preguntaba por los ingredientes de las comidas que ponía en sus platos. No siempre obtenía respuestas, y cuando sí, no eran completas, pero Laura adivinaba el secreto que los cocineros se reservaban para ellos mismos.
Luego, ya en casa, invitaba a los amigos a cenar y preparaba las recetas que había aprendido. Posteriormente, en la sobremesa, mientras enseñaban las fotos del viaje comentaba el menú de la cena. El tema podía no parecer muy interesante, pero la forma en que Laura explicaba los pasos a seguir en la preparación de la receta era maravillosa, y todos la escuchaban embelesados.
Después de comer, Luis lava el plato y los cubiertos en la pila de la cocina. Hay un lavavajillas, pero hace años que no funciona. Luis no lo sabe poner en marcha, así que siempre lava a mano. La enfermera también come en la casa, pero nunca lava los platos, ni prepara la comida. “No es por lo que he sido contratada”.
Con la ropa pasa algo parecido. La lavadora fue comprada junto con el lavavajillas, y también está en desuso. Luis coge la ropa una vez a la semana y baja a una lavandería pública que hay a dos manzanas de distancia de la casa. Pero la verdad es que se cambia poco de ropa. Casi nunca sale de casa.
Se podría decir que desde que se jubiló no pisa la calle. Al principio salía todos los domingos para ir a misa, y los jueves para comprar en el colmado del barrio. Pero poco a poco fue distanciando estas salidas. Empezó a seguir la misa por la televisión y a hacer las compras por teléfono.
Se jubiló cuando le tocó por edad. Algunos compañeros seguían en el despacho unos años más, pero Luis lo dejó. Le hicieron un acto de despedida, pero más por compromiso que por sentimiento. Unas galletas y unas bebidas en la sala de juntas, un reloj de recuerdo, unas fotos de su paso por la empresa…
En las fotos estaba siempre junto a Laura, excepto en las de los últimos años. Ella ya no estaba en el despacho, cuando se tomaron las últimas fotos. Éstas son pocas, porque al no estar Laura, Luis volvió a la rutina del aislamiento y no se relacionaba con los compañeros.
Con la jubilación se encontró que el coche ya no le era necesario, así que lo vendió. Le dio un poco de pena, pues era el que se habían comprado Laura y él después de volver del viaje de novios. Realizaron varios viajes largos, y los fines de semana estaban siempre ocupados. Iban como mínimo una vez al mes a Villamediana, incluso después de la muerte de los padres de Laura. Y también el Valle de Arán fue su destino en múltiples ocasiones. Pero sin Laura, Luis no veía motivos para hacer estos viajes.
Una vez ha guardado el plato y los cubiertos, Luis va a la habitación a correr las cortinas del ventanal, para que el sol de la tarde no entre de lleno. Esto lo hace siempre la enfermera, pero hoy se ha ido antes de hora. Se ha ido sin comer, deprisa, enfadada, asustada…
Cuando la cortina está bien puesta, en la única posición posible en la que no deja pasar ni un solo rayo de sol, Luis pone en orden las sábanas de la cama y avienta la almohada. Se dirige a la mesilla para poner un poco de orden, dado que las cajas de pastillas están fuera del cajón, cuando suena el teléfono. Luis se sorprende un poco, y se queda parado. Hace tanto tiempo que no utiliza el teléfono, que no recuerda muy bien dónde está.
Sale del dormitorio y se dirige hacia el recibidor, pero el teléfono se encuentra en el pasillo que une la sala de estar con el recibidor, así que se para junto al teléfono. Está en la pared a media altura, y es de los de diseño clásico, con disco para la marcación. Luis descuelga el teléfono e intenta decir algo, pero tartamudea.
– Sí… ¿Dí… Dí…. Dígame?
– ¿El señor Baeza, por favor?
– Sí… Soy yo… ¿Qué quiere? – Luis está nervioso, incómodo.
– Buenas tardes. Soy el sargento Martín, de la Jefatura Superior de Cataluña – la voz del otro lado del teléfono suena neutra, sin pasión, indiferente–. Esta tarde vendrán unos agentes a visitarle. Le pido que no abandone su piso hasta entonces.
– No pensaba ir a ningún sitio.
– Perfecto. Nos vemos de aquí a un rato– y cuelgan.
Luis se queda pensativo unos minutos. No reacciona. ¿Por qué ahora? ¿Por qué no vinieron hace años, cuando el accidente? Luis se pasa una mano por la cara. Está cansado. Lleva días sin dormir, años sin descansar. Nunca se ha quejado, nunca ha dicho nada para dar a entender su malestar. De hecho, está contento. Hace lo que tiene que hacer. Por fin, después de muchos años, a Luis se le empañan un poco los ojos. Está llorando.
Pasó años atrás, antes de su jubilación. Fue una noche de diciembre, en el Valle de Arán. Estaban los dos muy felices, esperando la llegada de su primer hijo. Era una niña, y todas las pruebas estaban saliendo bien. Faltaban aún unos meses para el momento en que la familia aumentaría. Ya habían preparado una habitación del piso para acoger a la niña. Tenían la cuna, la bañera, el andador… incluso una silla especial para poner en el coche (la compraron en Suiza porque en España no se encontraba). Sólo les faltaba el cochecito, pero ya estaba localizado.
Luis se apoya en una puerta que hay junto a la del dormitorio. Pone su mano en el pomo de la misma, pero no abre la puerta. Se queda quieto, inmóvil durante varios minutos. Le cuesta aguantar el llanto.
Habían subido múltiples veces a las montañas, y nunca habían tenido un accidente: Aneto, Puigmal, Mulleres, Montardo… Siempre iban con mucho cuidado. Es por esto que nunca subieron a una montaña fuera de España; allí sólo hacían excursiones, senderismo.
Por eso fue como una bofetada del destino que todo pasase en una ciudad y no en la montaña. Era diciembre, un diciembre frío y nevado. Las calles de Viella estaban limpias de nieve. Pero en una esquina quedó un punto de nieve que la máquina quitanieves no detectó. Sólo un punto, unos cinco centímetros cuadrados, casi nada, como si fuera una baldosa…
Laura pisó esa baldosa de nieve y resbaló, cayéndose al suelo con tal mala suerte que se dio con la cabeza en el bordillo de la acera. Todo pasó muy deprisa. Fue sólo un instante. Pero ese instante duró toda una vida, la vida que Luis le dedicó a su mujer.
Perdieron a su hija. Laura quedó en coma. Luis se quedó solo. Y la policía no actuó.
Al principio Laura estaba en una clínica, pero cuando se vio que el coma era irreversible, Luis decidió tenerla en casa. Mientras estuvo trabajando contrató a varias enfermeras que por turnos cuidaban de ella. Después de su jubilación, se quedó sólo con una enfermera, pues él estaba todo el día con ella, y toda la noche. Nunca se separó de su lado. Dejó de ir a misa, de salir para comprar, de visitar a los amigos de Laura…
Últimamente se notaba que la medicación no era suficiente para calmar el dolor de Laura. Estaba en coma, no decía nada… Pero Luis lo veía, Luis lo sabía. Y empezó a pensar en ello.
Llaman a la puerta. Luis no corre. Vuelve al dormitorio, y pone las cajas de pastillas en el cajón, ordenadas según la fecha de administración. Incluso la que está vacía también la guarda junto a las otras. Entonces va a abrir la puerta. Es la policía. Por detrás, asoma la cara de la enfermera.
RELATO DEL TALLER DE:
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Carolina Rincón Florez
04/11/2024