MIS ZAPATOS ROJOS- Rosa María Miravalles

Por Rosa María Miravalles

No sé qué tendrá ese charco que ha aparecido en mi calle después de la tormenta. Un cúmulo de agua inmenso que me emboba más y más. Una paloma se acerca porque quiere beber agua. Un ciclista pasa por medio. Un señor lo rodea para no mojarse los zapatos nuevos.

Ese charco es como mi vida llena de agua que me ahoga. Mi vida perfecta según muchos. Cada uno ve lo que quiere ver. Según una frase que me enseñó mi abuela, quien critique tus pasos que se ponga en tus zapatos. Están llenos de agujeros, con manchas, mojados por la lluvia que acaba de caer.

Yo sola en la calle, con los pantalones negros como mi alma y la mirada perdida. Siento que me estoy mojando, se están mojando mis zapatos, unos zapatos rojos como mi corazón enfurecido. Un alma resentida y atrapada en una maraña de sentimientos incoherentes. Tengo sueño y hambre. Tengo ganas de volar muy lejos.

—¡Despierta, Linda, que la tormenta ya está aquí! —me grita mi madre desde el balcón una y otra vez. De momento, la voz de mi madre que me llama es lo único que percibo en la distancia.

Solo oigo las gotas que caen sobre mí y me calan hasta los huesos, hasta lo más profundo de mi ser. Estoy ensimismada pensando en la vida que he tenido y en el rumbo que mis pies van a tomar de nuevo. Sin embargo, un gran golpe en el pecho me hace reaccionar ante mi ensoñación. Siento como si alguien le diese un puñetazo a mi corazón, ese corazón resentido por las cosas que había sufrido desde mi niñez. Pero ahora, ya convertida en una mujer adulta, con una vida fácil, la cosa cambia mucho.

Cuando era una niña y tenía problemas acudía a los brazos de mi madre. Ella se encargaba de solucionarlo todo. Era como un gran armario donde entraba y salía con la ropa limpia y los zapatos nuevos. Así me he sentido siempre. Mi madre, su fuerza, su temperamento y su actitud han guiado mi vida. Ahora soy ese armario grande y fuerte de roble, no de pino, débil y frágil, que se puede rayar con facilidad. Mi hijo es quien necesita mi fuerza, mi templanza, mi determinación.

Sigue lloviendo, siento como el agua se ha colado por mis zapatos rojos. Es hora de entrar en casa. Ya me he concedido cinco minutos para apreciar la vida de otro color. Es momento de cambiarme de ropa y de zapatos. Me pondré algo cómodo y seco.

Mi hogar es mi salvación. Son muchos años viviendo en el veintiséis de la calle Azorín. Una casa tan grande que puedo gritar a pleno pulmón sin que los vecinos se den cuenta de mi desesperación. Las ventanas permanecen cerradas porque la tormenta todavía no ha cesado. Sentada en el sofá de piel oigo los truenos y veo las gotas que empapan el suelo del salón. Sí, tengo que subir a ponerme ropa seca. No puedo soportar esta sensación. Esta ropa pesa mucho, como un lastre del que me tengo que deshacer.

El armario está hecho un desastre, lo tengo que ordenar, toda la ropa está revuelta y no encuentro nada. De repente caigo en la cuenta que mi vida está igual que mi armario. Continuamente me encargo de organizar otros armarios, pero el mío siempre es el último. Así nunca encuentro nada, es imposible.

El rojo de mis zapatos ahora lo siento en mi cara. La furia que llevo dentro debe salir y lo hace como un vendaval. Es un momento de rabia, toda la ropa está encima de la cama, fuera del armario, desordenada como mi vida. Aunque fuera sigue la tormenta, en mi habitación la calma impregna las paredes. La rabia se esfuma en pocos minutos. Ahora toca organizar mi armario, pero eso lo dejaré para cuando tenga fuerzas.

Uy, qué gusto da llevar la ropa seca y las zapatillas limpias. Éstas son las de ir por casa, no son rojas como los zapatos, no tienen que demostrar nada, simplemente son azules con puntos blancos. Esas zapatillas que te colocas en los pies cansados y que te reconfortan después de un duro día.

Tras un largo suspiro pienso que aquí estoy a salvo y nada malo me puede pasar. Una pequeña ventana se golpea, cada vez con más ímpetu, por el aire de la tormenta. Está muy alta, no la alcanzo a cerrar. Con esta banqueta tengo suficiente para llegar y cerrarla. Me pongo de puntillas para llegar al cerrojo, pero no llego, me faltan un par de centímetros, así que pegaré un pequeño salto como he hecho muchas  veces y la cerraré.

Maldita sea, ese pequeño salto no ha sido como yo imaginaba. Siento un gran golpe en mi cabeza y en mi espalda. Un golpe seco con todo mi cuerpo en el suelo de mármol. Permanezco inmóvil unos minutos, muerta de miedo, pensando por qué me he subido a la banqueta en vez de coger la escalera, que la tengo al lado. Un fuerte alarido sale de mis pulmones. Es momento de comprobar mi estado: que las muñecas no hayan sufrido contusión alguna, que mis brazos puedan moverse con cierta facilidad y que mis vértebras estén todas en su sitio, resentidas, pero en su sitio. Lloro amargamente, no por el dolor que siento sino por el miedo al pensar lo que podría haber sucedido. Intento tranquilizarme tomando aire y expulsándolo lentamente como me enseñaron hace años.

Cuando por fin puedo llegar hasta mi habitación miro por la ventana y me doy cuenta que la tormenta ha cesado, pero el charco todavía permanece con la misma cantidad de agua. Una niña con su madre de la mano pisa ese charco y chapotea sin saber que yo la observo en la distancia. Habían pasado escasos cuarenta minutos desde que la lluvia resbalara por mi cara. En ese corto espacio de tiempo he reflexionado sobre las cosas más importantes de mi vida, una vida llena de verdades y mentiras, llena de armarios ordenados y sin ordenar, llena de zapatos rojos que me colocaba al salir a la calle para que nadie notara lo que ocultaba, para que nadie supiese el infierno que hay en mi interior.

En este momento la niña que habita en mi interior grita para que salga a disfrutar en el charco. Ahora estoy frente a esa laguna con mi chubasquero, pero quien se refleja no es una chiquilla sino una mujer de casi cincuenta años, con algunas arrugas en la piel, muchas canas en su pelo y unos cuantos kilos de más. De repente, un coche blanco pasa a gran velocidad y me moja toda la ropa. En ese momento caigo en la cuenta de que mis zapatos se han vuelto a mojar. Necesito unos zapatos secos que me ayuden a salir adelante.

En mi zapatero existen modelos de todos los colores: azules para disfrutar de paseos cortos, verdes para caminatas por el campo, negros para pasar desapercibida en la ciudad, amarillos para cuando necesito gritar y rojos para cuando quiero ser yo misma. Los zapatos rojos me encantan, da lo mismo si son de un color intenso o un color oscuro, siempre y cuando sean rojos. Vuelvo a sentir una intensa ensoñación, no sé lo que me sucede. Oigo voces a mi alrededor.

—¡Linda, ya ha pasado la tormenta! Vuelve conmigo —me susurra una voz masculina conocida.

Yo quiero abrir los ojos pero me cuesta muchísimo. Me siento encerrada en mí misma. En mi mente se agolpan imágenes de los momentos vividos con mi madre: mi bonita infancia, mi arrogante adolescencia y mi inquietante juventud. Un halo de color rojo enmarca todos esos instantes. Otra vez el color rojo. Me inquieta que en todos los recuerdos se percibe el mismo color.

—¡Linda, ya ha pasado la tormenta! Vuelve conmigo —vuelve a repetirme con más insistencia.

Estoy luchando para abrir mis ojos. Siento un leve parpadeo que se intensifica pasados unos segundos. No puedo ver con facilidad lo que hay a mi alrededor. Siento el vapor de respiraciones sobre mí. Mi respiración se agita y una fuerte punzada atraviesa mis pulmones. No oigo los latidos de mi corazón. No puede ser que esto sea el final, aún me quedan asuntos que resolver, aún me queda mi ropa por recoger y mi armario que organizar. Miro mis pies descalzos, no llevo zapatos. ¡Necesito llevar zapatos, mis zapatos rojos! Así podré volver a ser yo misma.

Tres personas vestidas de blanco a mi alrededor. Tres voces susurrando a la vez, solo una de ellas es conocida, el doctor Martí, mi psiquiatra desde hace años.

—La sesión de psicoanálisis ha sido todo un éxito —comenta con entusiasmo.

Llevo seis meses con estas sesiones y nunca había visto el entusiasmo del doctor Martí hasta hoy. Siento que me he quitado una losa de encima. Estoy muy tranquila. Todo mi cuerpo está en reposo. Me siento liberada. Miro mis pies descalzos, no llevo mis zapatos rojos. No sé lo que me pasa pero ya no quiero esos zapatos.

—Hemos llevado a cabo una formación transaccional. Es una producción del inconsciente destinada a lograr que los contenidos reprimidos sean admitidos en la consciencia.  Se trata de llevar a cabo un retorno de lo reprimido —me explicó el doctor Martí con palabras tan técnicas que yo no llegaba a entender—. Hemos entrado en tu subconsciente para averiguar cuál es el motivo de tu obsesión por los zapatos rojos. El color rojo provoca emociones como la valentía, el amor, la pasión, la fuerza y la iniciativa… Después de este tiempo de estudio he llegado a la siguiente conclusión: los zapatos rojos se relacionan con tus deseos más profundos —concluyó.

Desde ese día sigo buscando “mis deseos más profundos” en zapatos de otros colores, intentando hacer desaparecer, de una vez por todas, MIS ZAPATOS ROJOS.

 

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