MISERIAS
Por Laura Rotger Coll
11/08/2020
Son las siete de la mañana y suena el despertador. Carmen lleva un buen rato despierta, pero lo deja sonar unos segundos. Cuando lo apaga, se queda sentada unos minutos en la cama, con la mirada fija en sus viejas zapatillas. El lado de Juan está vacío.
Lo primero que hace cuando se levanta es ducharse. Le gusta pasar los minutos debajo del agua caliente, que le quema la piel. Apenas le duele, igual que dejaron de dolerle las palizas de Juan cada vez que llegaba borracho a casa, las violaciones en silencio y a oscuras de quienes debían cuidarla en la niñez y las malas palabras de quienes supuestamente la querían.
Se viste rápidamente y prepara un bocadillo para comer en el hospital junto a Juan. Nunca desayuna en casa, sino en la cafetería que está al lado de la parada del autobús. Toma un café con leche y alguna pasta, mientras intercambia cuatro frases con la camarera.
Pasados unos minutos de las ocho, sube a un autobús lleno de gente que va al trabajo y a la universidad. Todos están tan concentrados en sus teléfonos móviles que, a pesar de ir cargada y con un bastón, nadie le ofrece su asiento.
Tres cuartos de hora más tarde se apea y camina diez minutos hasta el hospital. Y mientras espera que el semáforo se ponga en verde para cruzar, piensa en qué será de ella cuando Juan haya muerto.
Desde pequeña la educaron para servir y cuidar al marido y a los hijos, y ahora, a punto de quedarse sola, se siente perdida. Sus hijos hace años que se fueron de casa, y aunque todos los domingos comen con ella, es como si ya no estuviesen. Sus nietos solo la llaman el día de su cumpleaños y, cuando van a visitarla, pasan más tiempo mirando sus teléfonos móviles que preocupándose por ella.
Cruza la entrada del hospital de manera sigilosa, tratando de evitar que la recepcionista la entretenga y se empeñe en acompañarla hasta la habitación.
El ascensor tarda una eternidad en subir. Aunque muchas de las personas que entran y salen le resultan familiares, evita saludar. Por fin llega a la séptima planta, e incluso antes de que las puertas del ascensor se hayan abierto, escucha las quejas y las malas palabras de Juan. Esta vez es por el desayuno, el día anterior fue por los ronquidos de su compañero, y el otro por una almohada demasiado delgada.
Entra en la habitación y, a pesar de que ella sonríe, Juan la recibe con una mirada de desprecio. Siempre critica cualquier aspecto de ella; su pelo, la ropa que ha escogido, su peso o las gafas sucias.
El día pasa sumido en un intenso silencio que, de vez en cuando, interrumpen algunas palabras desagradables de Juan, y Carmen solo desea que pase la hora de comer para que se duerma y pueda estar en paz durante una horas.
Tras la comida, disfruta de unos instantes de tranquilidad marcados por los ronquidos de Juan y, a menudo, se descubre pensando en qué fue de aquel chico del que se enamoró perdidamente una tarde de verano en la feria. Él, unos años mayor que ella y sin duda el más guapo del grupo, resultaba simpático y divertido. Todas las chicas suspiraban por él. Podría haber escogido a cualquiera, y la eligió a ella.
Su noviazgo fue fugaz, y se casaron una mañana de otoño. No hubo banquete ni invitados. Los dos comieron solos en casa unas lentejas que ella había preparado la noche anterior. A pesar de lo mediocre de la situación, Carmen se sentía tremendamente feliz de haberse casado con Juan y deseaba formar una familia con él.
Pero poco a poco esa felicidad y esa ilusión se desvanecieron, dando paso a un infierno que le recordaba demasiado a su infancia. De pequeña, sus padres habían sido asesinados, según decían sus tíos, por un asunto político, y ella se crió en una casa en la que nunca fue bienvenida. A diario, su tía le recordaba lo inútil que era y rezaba para que encontrase un marido y partiera de allí cuanto antes. Su tío, que siempre olía a alcohol y a sudor, acostumbraba a visitarla en su habitación por la noche. Por suerte, en una casa cercana, de mucho lujo y servicio, necesitaban una criada interna, y con trece años no dudó en aceptar el puesto para huir de ese horror.
Esa casa y ese trabajo fueron como un sueño para ella y, se sentía feliz a pesar de las malas palabras de la señora y de sus hijas. Había hecho amistad con las otras criadas, y los domingos por la tarde salían juntas a pasear y a tomar un helado. Algunas veces la señora les daba permiso para ir al baile o a la feria, donde conoció a Juan.
Las primeras semanas de matrimonio no fueron lo que ella había imaginado. Había oído hablar de la noche de bodas y de lo que se suponía que pasaba en ella, pero jamás imaginó que eso doliera tanto, y mucho menos que Juan fuese tan insistente y agresivo. Esa fue la primera noche que se acostó llorando y con miedo, pero no fue la última.
A medida que pasaron los días, Carmen iba conociendo al verdadero Juan, y ese chico amable, simpático y encantador, se convirtió en un monstruo. Él empezó a trabajar como albañil, y ella limpiada escaleras y alguna que otra casa. Carmen salía de casa cuando todavía era de noche, y siempre le dejaba a Juan el desayuno y la comida preparados. No quería imaginar qué sucedería en caso de no hacerlo.
Al poco de casarse empezaron las primeras peleas, que pronto pasaron de los insultos a los golpes. Juan regresaba borracho de la obra y exigía a Carmen sus obligaciones, tanto en la cocina como en la cama. Ella sabía qué sucedería si se negaba, de modo que le preparaba la cena y se abría de piernas sin rechistar, aunque le doliese o no le apeteciera.
Fruto de esos encuentros forzados llegaron los niños, y la situación, en vez de mejorar, empeoró. Juan se volvió más irritable y agresivo, ya no solo descargaba su ira en su mujer, sino también en sus dos hijos. Los tres se acostumbraron a lo que les había tocado vivir, procurando que las palizas y las malas palabras no les doliesen, o les doliesen poco.
De repente, unos gritos ahogados de Juan devuelven a Carmen a la realidad y, asustada, ve que su marido pide ayuda desesperadamente con los ojos. Se ahoga, y ella se siente incapaz de pedir a otra persona que ayude a vivir al hombre que le hizo desear la muerte muchos años atrás. Están solos en la habitación, y Carmen lo mira y le sonríe.
RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura CreativaDeja una respuesta
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Carolina Rincón Florez
04/11/2024
Un relato muy duro sobre la violencia de género. Me ha gustado pero me ha dejado muy mal sabor de boca porque, desgraciadamente, lo que cuentas és tan real…
Gracias Teresa! sí que es un relato duro y demasiado real, por desgracia, pero creo que es importante visibilizar estas historias para acabar con estas situaciones.
He conocido mujeres que han pasado por ello y que fueron capaces de salir de ese mundo,pero que hoy después de años viven atemorizadas.
Siempre me pregunto lo mismo¿.Hasta cuando?
Impactante escrito, te hace reflexionar de verdad sobre la violencia de género y las consecuencias psicológicas que puede tener en una persona. Imposible no identificarse con Carmen y pensar en las mujeres que viven su misma situación. Muy buen relato.
Tengo una pregunta sobre sus talleres, ¿se pueden tomar online? Ojalá puedan contestarme, un saludo.
Buenos días, los talleres son online, puedes ver toda la información en http://www.yoquieroescribir.com. Saludos, Paula.