NO HAY JUSTICIA CUANDO LA CONCIENCIA ES IMPURA – Jose Jorge San Juan Vallina

Por Jose Jorge San Juan Vallina

No hay Justicia cuando la Conciencia es Impura
“Orad por nosotros para que seamos librados de hombres perversos y
malos, porque no todos tienen fe” (Tesalonicenses 3:2).
Los sucesos que voy a contar, sucedieron ya hace tiempo, bastante tiempo.
Aún no comprendo bien la razón de que vuelva a enredarme en aquellos hechos de horror y muerte.
En aquella época yo era un monje del monasterio de San Adriano. Mi vida estaba centrada en la oración y la observancia religiosa. Me despertaba con los maitines a la madrugada y finalizaba con las completas a media tarde. Mi trabajo era ayudar en la cocina, por lo que solía estar bien informado de lo que acontecía en el monasterio. Recuerdo que la noticia de la aparición de un cadáver en el río, recorrió todas las habitaciones sembrando una ola de incertidumbre y miedo entre los que allí habitaban.
Fue ya más adelante, cuando se descubrió que el cuerpo estaba
descuartizado, desangrado; quizás una cosa consecuencia de la otra.
Pasó un tiempo, y supimos que el cadáver era del novicio Ramón Esparza, y nadie en aquel momento tuvo ninguna sospecha acerca de su posible asesino.
El prior del convento, Fernán Doló, puso en conocimiento del obispo lo
acontecido; y este, pensando en posibles y oscuras maniobras, envió un mensajero al inquisidor.

Francisco Noval era inquisidor. Formado en la orden de los benedictinos, siempre fue gran aficionado a la historia y a las antigüedades. Este fue el motivo por el que se le asignó el gobierno del Archivo y Biblioteca del Monasterio Benedictino de San Julián de la Peña, y más tarde, nombrado como tal por el Inquisidor General, con la misión de perseguir todas aquellas ideas contrarias a los dogmas de la iglesia católica.
Durante 20 años, el inquisidor asistió a infinidad audiencias, tormentos, torturas; autos de fe en los que muchos penitentes acabaron en la hoguera; en definitiva, presenció muchas desdichas.

Esta vez, se dirigía al monasterio de San Adriano a participar en una audiencia, a juzgar algo más que un delito de fe, brujería o hechicería. Iba a juzgar un crimen cometido quizás por uno de los suyos, un hombre de la iglesia.
Pensaba en el obispo de Huesca, que iba a estar presente, y torcía la boca de desagrado. Siempre tenía discrepancias y muchas diferencias con los obispos, sobre todo por asuntos de rango y poder. Él nunca había sido fiel a la orden benedictina de San Benito, a sus dogmas sobre la humildad. Él se consideraba el mismo Dios, creyendo poseer conocimientos preclaros sobre el bien y el mal.
Le gustaba suponer que los inquisidores tenían que ser más duros que otros jueces, porque los crímenes de la fe y de la iglesia, se ocultaban, y eran difíciles de demostrar. Le deleitaba hacer sufrir, y sentir el temor que infundía en sus infortunadas víctimas.

“En punto a herejía, se ha de proceder llanamente, sin sutilezas de
abogado, ni solemnidades en el proceso. Los trámites del proceso han de ser lo más cortos que posible fuere.”. Directorium Inquisitorium (Manual del Inquisidor) Nicolao Eymerico, 1376.

Todos salimos a recibirle. Destacaba su hábito totalmente oscuro, su nariz aguileña, labios finos y mirada fría. Mientras cruzaba las puertas del monasterio, un mal presentimiento nos envolvió a todos, que, junto con la niebla y oscuridad propia de aquel otoño, contribuyó a que todos nos recogiéramos pronto en nuestros aposentos.
Durante los días siguientes, el inquisidor comenzó sus pesquisas. Buscaba pistas, alguien que le informara. Al final, resultó que uno de los monjes, Isaac Blanco, había sido visto en compañía del joven novicio los últimos días.
Isaac Blasco era carpintero. Se encargaba de todo lo relacionado con el mobiliario del monasterio; para ello utilizaba diversas herramientas como hachas, cinceles, gubias y también sierras de mano. Era de pocas palabras, no dado a confraternizar y de un humor reservado e irascible. Isaac era mi hermano.
De pronto, un miedo intenso me invadió. Un fuerte presentimiento invadió mi espíritu. Isaac era el primogénito de la Casa de Alfaro, noble y rica; ambos habíamos dirigido nuestras vidas a servir a Dios, con la bendición de nuestro padre. Temía por la vida de mi hermano; por eso y porque si era condenado, confiscarían los bienes de nuestra familia, según las normas de la inquisición.

. Según me explico Fernán Dolo, el prior, se encontraba trabajando como solía, cuando le prendieron y me detalló:” Le llevaron al calefactorio, le desnudaron y le ataron las manos y los pies a una mesa de madera. Trajeron una pequeña fragua con el hierro.
El primer grito de tu hermano me estremeció, y resonó en toda la sala. El olor me mareaba; el tufo de su piel quemada, el humo, y los carbones encendidos, nos encogían el espíritu.
Isaac gemía, mientras los demás le mirábamos entre el horror y la lástima “.
“Cuando la delación hecha no lleva viso ninguno de ser verdadera, no por eso ha de cancelar el inquisidor el proceso, que lo que no se
descubre un día se manifiesta otro” “D.I. 1376”
Empezó el interrogatorio exigiendo pruebas. Le espeto a Isaac:” ¿Te declaras culpable de los hechos por los que se te acusa?; ¿Has tenido algún cómplice en esta herejía? Sabes Isaac, que, si no colaboras con la Inquisición, nadie evitará que te quemes hasta morir”.

Francisco Noval sometió al pobre cura a varios días de “sesiones”.
Al final del tercer día, exhausto y con punzantes y abrasadores dolores, en un quejido, mi hermano confesó:

“En el fondo de mi corazón, de mis entrañas, tenía la necesidad de yacer con un hombre; y sin pensarlo, me fui aproximando, poco a poco, al novicio, atraído lascivamente hacia él.
Pronto me gané su confianza, y empezamos a pasar todas las tardes juntos.
Ramón disfrutaba de mi compañía, le divertía estar conmigo.
Un día, el novicio notó que le miraba y actuaba de una manera extraña. Él permanecía de pie, delante de mí, sin entender, y termino pidiéndome explicaciones con cierto nerviosismo.
Yo, no solo no le respondí, sino que muy pálido traté de intimar con él. Como Ramón me rechazó, me rebelé, le insulté, y llegó a tal grado mi cólera que le golpeé, le cogí del cuello, y apreté hasta el final.
Confieso que yací con el cuerpo del joven, aún caliente, y que luego, asustado, decidí descuartizarlo.
Utilicé uno de las sierras de la carpintería; lo llevé a la cuadra, y en la duerna de los cerdos empecé mi trabajo. Lo hice así porque del cadáver manaba gran cantidad de sangre.
Una gran parte de la sangre se derramó al seccionar el cadáver con las hemorragias de las heridas… y, el resto, quedo empapando, impregnando sus vísceras…
Una vez descuartizado, metí todas las partes del cuerpo del joven en un saco, y salí de la cuadra, ya anochecido, para llevar todos los restos al río que pasaba cerca de allí.”

Su confesión, la confesión de Blasco, quedó así anotada en los registros de la inquisición. Los testigos respondieron a una serie de preguntas hechas por Noval, y proporcionaron más información sobre el caso. Los escribanos del inquisidor registraron todas esas respuestas y así finalizó el juicio.
“Como la herejía es delito del alma, muchas veces no puede haber de ella otra prueba que la confesión del acusado” “D.I. 1376”
Yo asistí a la audiencia donde se iban a presentar las pruebas. Fuimos todos congregados allí, junto al obispo, que para tal fin había venido de Huesca.
No me fue indiferente el cruce de miradas entre el obispo y Noval. Era algo irracional, un sentimiento de repulsa mutuo se percibía; era intenso, y además delataba en las facciones del obispo una intensa sensación de desagrado.
Entre los monjes se comentó que eran varias las veces que sus egos se habían enfrentado, y como resultado había germinado el odio entre ambos.
“El diablo está en todas partes”, se lamentaban los monjes. Ninguno de ellos comprendía qué pudo pasar por la cabeza del carpintero para matar al joven que, a la sazón, tenía veinte años.
Estaba claro que Isaac Blasco tenía una doble personalidad. Bajo esa aparente afabilidad y bondad, se escondía un asesino cruel, comentaban.
El inquisidor comenzó su alegato:

“Es evidente, que Isaac Blasco, poseedor de los más bajos instintos, y esclavo de sus vicios, está muy distante de ser un modelo de religiosidad y moral.
Nadie puede negar los hechos. Este monje que aquí veis, arrodillado frente a vosotros, no es un hombre honesto ni de actitud irreprochable; es un ser malvado, que ha asesinado al novicio en un arrebato de ira que resulta incomprensible.
Blasco es hijo de familia católica; hijo de buenas personas, muy honorables que trataron de hacer de él un buen cristiano. Su pecado es la sodomía, y también el cometido contra el quinto mandamiento de nuestro señor: No matarás.

Aunque fue educado en una familia cristiana antigua, y respetuosa con los mandatos de Dios, Satanás se ha apoderado de él, y le ha convertido en el ser depravado que es hoy.
Este tribunal concluye que, dada la gravedad de los hechos, Isaac Blasco debe ser condenado a la hoguera; arderá hasta morir, y no se le concederá la gracia de untarlo en grasa para alargar su tormento.”
A la mañana siguiente, muy temprano, salí del convento con mi hermano en dirección a Albarracín. Poco sospechaba el inquisidor que la parca le arrastraría con ella al infierno.
Todavía oigo los gritos desesperados de Noval en la pira, amarrado a una viga, con la descomposición por el calor de sus órganos vitales, mientras sus gruñidos ininteligibles salían a través de un saco que le tapaba la cara.
Bien conocía yo el odio que le tenía el obispo, y sabedor de su ambición, ideé la salida que cuento. Mi libertad y la de mi hermano, a cambio de las posesiones de mi familia… Y ya explicaría el obispo el motivo de la desaparición del inquisidor…
Así, de esta guisa, dejamos atrás, mi hermano y yo, con gran sensación de alivio, el monasterio, aunque los fantasmas de nuestros actos nos acompañarían fielmente hasta el final.

 

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Esta entrada tiene 2 comentarios

  1. Antonio

    Muy duro ,muy fuerte, me gustó.Tiene algo del “Nombre de la rosa”

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