PRISIÓN DE DELIRIOS
Por Angeles Mella
14/12/2020
A menudo se busca lo misterioso en lugares lejanos, recónditos, oscuros, cuando la realidad nos muestra que se halla en el interior de la mente humana, la cual suele desfigurar la realidad percibida por los sentidos, otorgando a los hechos que no atienden al razonamiento humano una dimensión mágica.
En los hospitales psiquiátricos viven en perfecta armonía mentes que se desvían en su pensar y forma de interpretar el mundo, que difieren de las otras mentes que, aunque están fuera de estas paredes (siendo siempre candidatos a entrar), se enorgullecen o presumen de saber interpretar el mundo y su gran desorden.
Hace algún tiempo tuve el disgusto de albergarme en uno de estos lugares y hoy tengo el gusto de presentarles a una persona nueva, que no es ni la que entró ni la que salió después de un mes en aquella “casa de locos”.
Aquel sanatorio no aparentaba ser el hospital que era ya que ocupaba una antigua mansión de cuatro plantas rodeada de jardines, uno de los cuales, en la parte trasera, estaba rodeado por altos muros de piedra.
La planta baja tenía una gran sala con chimenea, decorada con plantas y cuadros aunque los protagonistas eran los sofás y los sillones. Varias puertas comunicaban con espacios destinados a despachos de los facultativos y especialistas en la recuperación del juicio.
Una escalera se elevaba hasta el acogedor primer piso surcado por pasillos con puertas que daban a las habitaciones, casi todas con baño completo, a la farmacia siempre cerrada y bien custodiada, otro que conducía al comedor, a la sala de curas y a una de estar con una pequeña televisión siempre encendida y que nadie miraba.
En el segundo piso también había habitaciones, pero era el gran salón el soberano por antonomasia, lugar este de reunión, bueno, de estar cada uno a sus asuntos y el único lugar de la casa, además del jardín trasero, donde se podía fumar. Allí había otra televisión que nadie miraba, excepto un hombrecillo silencioso que estaba abonado a un sillón frente al aparato y se había erigido en dueño del mando a distancia. Había dos pisos más a los que nunca accedí.
En aquel lugar convivíamos unas veinticinco personas, de distintas edades, diferente sexo, distintas procedencias geográficas y sociales, más los cuidadores que se turnaban mañana, tarde y noche. En realidad no era una convivencia, sino muchas vivencias, tantas como individuos, cada uno con sus pensamientos, unos obsesivos otros esquivos y los más, dispersos, muy dispersos.
Había residentes y otros que entraban por unos días o semanas y se iban, de los cuales algunos volvían pasado algún tiempo, con recaídas y caídas, ya que a algunos les costaba trabajo permanecer de pie o sentados en equilibrio.
Mi comida preferida era el desayuno, era la única hora del día en que sentía hambre pues el resto del tiempo el apetito desaparecía por arte de magia y la comida y la cena se convertían en un suplicio, porque me obligaban a ingerir aquellos alimentos y las pastillas que tenía que tomar.
El desayuno, sin embargo, discurría con tranquilidad. La gente estaba aún bajo la influencia del sueño y se hacía en silencio, sin sobresaltos.
Las sorpresas aparecían a la hora de comer. Las mesas eran de cuatro resignados pacientes, que no eran ni amigos, ni enemigos, ni siquiera conocidos, pues a algunos de una hora para otra no reconocían a los demás. Éramos entes, no personas (con todos los atributos de su definición) que hacíamos lo que había que hacer en cada instante, porque venía impuesto, pero creo que si no nos indicaban a los lugares a los que debíamos ir en cada momento, la mayoría estaríamos vagando por la casa día y noche.
El jardín era un recinto grande con varios caminos de gravilla, árboles centenarios enormes y al fondo una fuente y una parra, que en aquella época del año tenía pequeños racimos de uvas muy sabrosas, que solo probé una vez. Les cuento el motivo: uno de los internos subía hasta allí y comía uvas. Un día me aventuré a comer de ellas y realmente estaban ricas. Continué comiendo, pero un hombre me miraba sin decir nada. Interpreté que aquellas uvas eran suyas y que las tenía como una propiedad. Ante su insistente mirada amenazadora dejé de comer y no lo volví a hacer, es más, en mis paseos procuraba no acercarme a aquel lugar.
La única actividad que realmente deseaba hacer en aquella casa era salir a pasear por el jardín. Necesitaba estar al aire libre. Los días de lluvia no nos dejaban salir y esas jornadas eran tristes y tediosas. La mayoría de nosotros comenzábamos a caminar por aquellos senderos a buen ritmo, hacer ejercicio era una necesidad. Luego, sentarse en uno de los bancos y respirar, contemplar el cuadro que se ofrecía ante mis ojos, observar lo que hacían los demás. Un pequeño grupo cogía unas sillas de plástico y las colocaba sobre la hierba, cerca de la entrada y allí permanecían quietos hasta que nos mandaban entrar. Algunos hablaban con el cuidador, otros estaban a sus cosas, una mujer siempre llevaba una revista de pasatiempos y en ello ocupaba aquel tiempo de recreo, otra sacaba una labor de ganchillo que nunca terminaba, hacía y deshacía tercamente. Otros caminaban sin parar hasta que nos indicaban que debíamos entrar.
El reino de la luna era un remanso de paz. Los medicamentos administrados a los huéspedes eran poderosos somníferos que funcionaban como un reloj que penetrase en el cerebro, ya que medían las horas de sueño profundo y el despertar ocurría siempre a la misma hora. Algunos de aquellos preparados eran administrados por vía oral durante la cena, otros por el sendero de las venas, según las características del padecimiento particular. Las primeras cuatro noches pincharon mi brazo y dejaban que durante veinte minutos, gota a gota se internara en mi sangre un líquido que, en la bolsa que lo contenía no constituía ninguna amenaza pero que dentro de mi cuerpo actuaba como un poderoso sedante que me sumía en un profundo sueño, el cual no me abandonaba hasta las ocho en punto de la mañana, ni un minuto más ni un segundo menos.
Deambulábamos por la casa como una especie de muertos vivientes. Los fumadores nos concentrábamos en la sala del segundo piso y fumábamos sin parar, no teníamos otra cosa que hacer, ni ganas.
Mis pensamientos fluían sin detenerse, tenía verdaderas dificultades para concentrarme, sin embargo, había un hombre que tenía una sola obsesión, distinta cada día y se pasaba todo el tiempo repitiendo las mismas palabras. Durante mi estancia en aquel lugar solo una vez hubo una convocatoria para reunirse, no sé dónde porque no asistí, para celebrar una misa. Al principio creí que venía un sacerdote. Pero no, la homilía la iba a hacer una interna, ¡menuda reunión de dementes!
No existían manifestaciones de compasión de nadie hacia los demás. Cada uno sentía sus propias emociones de manera egoísta, lo que les ocurría a los demás carecía de importancia, no porque la tuviese o no, sino por verdadera incapacidad para aprehenderlas como suyas.
Casi todos los días había uno o más ingresos nuevos. Unos eran los “nuevos” como yo y otros eran “reincidentes” que tenían conocidos entre los residentes. Estos últimos entraban en precarias condiciones psicológicas y en dos o tres días remitían los síntomas y pasaban a ser individuos encerrados en sí mismos, como todos los demás. Milagros de la medicina.
Especial impresión me causó el caso de una joven que cuando ingresó, no era la primera vez, tenía alucinaciones. Era como si escapase de algo o de alguien, caminaba sigilosamente y nos decía que todos en aquella casa estábamos en peligro. En el comedor no podía permanecer sentada en su sitio, en ningún sitio. Ella se levantaba y se arrastraba por el suelo entre las mesas hasta que uno de los cuidadores, pacientemente, la levantaba y la colocaba en su silla. Esta operación la repetían muchas veces en el transcurso de cada comida. Ella no quería tomar los medicamentos, desconfiaba, pensaba que la querían matar. Entonces debía acudir el médico y cuando todos habíamos terminado y salíamos del comedor, se quedaban los cuidadores, el médico y ella, solos, para entre todos, obligarle a tomar las pastillas.
En varias ocasiones tuvieron que sentarla en un sillón de su habitación, atada de pies y manos, porque no podía estar quieta ni callada un solo minuto, esto último tampoco lo hacía ni estando inmovilizada. Ella tardó muchos días en calmarse.
Cuando salíamos al jardín aquella joven que no podía estarse quieta ni dejar de hablar, caminaba descalza sobre la hierba y se revolcaba como una poseída. En realidad su mente era dirigida por alucinaciones, Dios sabe que seres la tenían prisionera y asustada. Allí quedó librando su propia batalla cuando yo me fui a casa.
Mantuve alguna relación un poco más personal con alguna de las mujeres (es curioso pero no me acuerdo del nombre de nadie).
En el comedor compartía la mesa con dos mujeres y un hombre, el cual era sacerdote según me dijeron, aunque no me podía fiar, ya que los primeros días me contaron algunas paranoias, las cuales me creí hasta que me di cuenta de que estaba entre enfermos mentales que cambiaban sus historias o que se habían olvidado de ellas. Bueno, aquel compañero de comidas nunca hablaba con nadie y la hora de comer no era una excepción. Una de las mujeres siempre acudía al comedor muy bien vestida, con el pelo arreglado, maquillada y las uñas perfectamente pintadas, cosa que nadie hacía excepto ella. Hablaba coherentemente, o eso me parecía, y resultaba agradable su compañía. Un día que estaba yo sentada en un sillón de uno de los pasillos del segundo piso oí voces procedentes de una habitación y resultó ser esta mujer que se había despertado de la siesta. Horrorizada corría por el pasillo gritando, parecía que huía de algo. Pedía con urgencia que le administrasen la medicina. Pronto llegaron los cuidadores y la llevaron a la habitación intentando tranquilizarla. Salió al poco rato uno de ellos para regresar con un gotero que contenía la medicina que suplicaba la enferma. Durante la cena le pregunté por su estado y por su contestación me di cuenta de que no se acordaba de nada de lo ocurrido. Aquellas horribles pesadillas volvieron a sucederle un par de veces más y nuestras conversaciones en la mesa terminaron sin más. Volví a verla cuando fui a la primera consulta después de haber salido del hospital. Iba en compañía de otra mujer joven que todas las tardes de internamiento estaba con ella y cuando me acerqué a saludarla comprobé que su aspecto físico se había deteriorado mucho, que no me reconoció y actuó como si nunca me hubiese visto.
Había pasado una semana de mi estancia y me apetecía leer. Se lo comenté a uno de los cuidadores y muy amablemente me enseñó varios libros que otros pacientes habían dejado en sus habitaciones y que habían guardado en la farmacia. No recuerdo si cogí o no alguno, de lo que si me acuerdo es de que los títulos no me sugerían nada.
Una mujer que andaba por allí, siempre atenta a lo que ocurría, se acercó y me dijo que ella me dejaría uno. Yo acepté. Ella fue a su habitación a buscarlo y ofreciéndomelo dijo que lo estaba leyendo. Yo le dije que lo terminase y que ya me lo prestaría, pero insistió tanto que lo cogí.
Empecé a leerlo y me gustaba. Aquel mismo día por la tarde me dijo que ella lo quería leer también, quería compartirlo. A mi no me pareció buena idea y se lo devolví. La vi varios días leyendo aquel libro, lo llevaba a todas partes y se colocaba en un lugar donde yo pudiese verla. Un buen día me lo regaló. Yo no me fiaba de ella, a aquellas alturas ya no me fiaba de nadie, pero seguí leyendo hasta que lo terminé. Cuando me lo volvió a pedir creí que volvía a romper el trato, pero estaba equivocada, escribió una dedicatoria y dijo que era para que no me olvidase de mi estancia allí, como si eso fuese posible. Abandoné el libro en el cajón de la mesilla.
Pocos días antes de marcharme, mi hermana me llevó hilo, una aguja de ganchillo y una revista de labores en la que venía la foto de un tapete muy bonito con las instrucciones para hacerlo. Dijo que le gustaría que hiciese aquella labor para ella. Acepté, aunque no estaba segura de poder realizarlo porque mi cabeza no funcionaba bien. Puedo considerarme una experta en esta clase de trabajos pero, como sospechaba, me costó mucho trabajo entender el esquema y comenzar a tejer.
Una tarde estando sentada en un sillón tejiendo tranquilamente, apareció una mujer, que por lo general, lloraba mucho, y me dijo que ella también sabía tejer. Me preguntó si podía enseñarle a hacer sus labores en forma cuadrada ya que ella solo sabía la forma redonda. Quise explicárselo pero resultó ser un desastre porque era imposible que lo aprendiese, no tenía aptitud para ello. La pobre se esforzaba, quería pero no podía, se enfadaba consigo misma y lloraba. Procuré que no me viese tejer para que no volviese a pedirme ayuda.
Cuando el médico permitió que me marchase, mi familia estaba muy contenta, por fin me llevaban a casa. Pero yo tenía pánico a salir de allí, a ver a otras personas, estaba muy débil y aquella casa me producía seguridad, sentía que allí no me ocurriría nada malo.
La vuelta a la vida “normal” fue dura. Al principio no podría salir sola a la calle, la gente me daba miedo, era como si al mirarme las personas vieran en mi cara el reflejo de la locura, como si en aquella casa me hubiera impregnado de todos los pensamientos de los demás y me hubiera convertido en un recipiente lleno que vertiese delirios.
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