RAÍCES FAMILIARES- Rosanella Bado

Por Rosanella Bado

Para bien o para mal, compartir un secreto es fortalecer una unión.

 

El sol empezaba a expandirse sobre los tejados de Canaimara, un pueblo medieval escondido en las montañas de Alsacia.

Adèle Macel había recorrido muchos kilómetros dándole vueltas a la situación —desde su innata veta racional— sin encontrar ninguna razón lógica. No en vano, cuando era niña, su progenitor la llamaba cariñosamente Cere (por “cerebrito”). Sin embargo, su cualidad analítica le había sido muy útil para enfrentar diversos desafíos, graduarse con honores en Enología e integrarse a la empresa vitivinícola de la familia.

Inspiró profundo y exhaló lento intentando disipar las interrogantes que le generaban las indicaciones del abogado de su padre; la primera era: formularle una extraña pregunta a su tío Laurent.

Volvió a mirar de reojo el sobre lacrado; estacionó el Porsche en la silenciosa calle principal y cruzó la plaza desierta.

Tío Laurent estaba en su jardín, sentado a la sombra del viejo avellano.

Al ver a la estilizada y morena joven que se dirigía hacia él, la reconoció de inmediato.

—¡Ven aquí, pequeña!— la saludó envolviéndola en sus afectuosos brazos.

Adèle disimuló sus lágrimas y, por un momento, cada uno se abandonó a sus propios recuerdos.

—¿Por qué no fuiste? ¿Ni siquiera por algo así eres capaz de abandonar este pueblo?— le reprochó.

Con un gesto afable, él le indicó que se sentara a su lado.

—Quería ir, pero no podía. Existe una razón por la que compré esta casa y nunca salí de Canaimara— continuó Laurent.

—¿Y puedo saber cuál es?— replicó fastidiada.

—Sí, pequeña… Al fallecer tu abuelo, como hijo menor, asumí los roles de “vigilante y guardatemplo” del campanario que ves enfrente. Sin embargo, tu “venerable” padre contrajo otras responsabilidades…

—¿Qué pasa, tío? ¿Estás usando términos masónicos? El abogado ya me dejó llena de preguntas y tú no me lo estás haciendo más fácil.

—Calma, niña… Presta atención.

Resignada, Adèle asintió.

—En el siglo XV, nuestro antepasado Eno escapó de la Inquisición. La Hermandad lo ayudó a proteger aquello que, como primogénito, le había sido legado. Estableció su viña en lo que hoy es Canaimara y, desde entonces, la Iglesia ha intentado descubrir el secreto de los Macel.

—No entiendo. Si algo hay que ocultarle a la Iglesia ¿por qué papá viajaba tanto al Vaticano?

Mientras formulaba la pregunta recordó a Paul —su mejor amigo desde la infancia— cuyo hermano era sacerdote del pueblo vecino.

—Eso lo ignoro —comentó pensativo Laurent— pero es seguro que esos viajes no eran casuales. El hecho es que, cuando le llegó el turno a tu padre, hábilmente ocultó un indicio donde no lo buscarían: bajo sus propias narices. Es la razón por la que nunca abandoné el pueblo— dijo mirando en dirección a la iglesia.

Adèle no sabía qué pensar, pero sí sabía lo que debía preguntar:

—¿Sabes si el párroco aún deja la llave del campanario detrás de la caja de hostias?

—Sí, cariño, como siempre. En este pueblo no hay secretos. Ve— respondió sonriendo.

La antigua estructura de piedra caliza se erigía frente a la plaza. Relieves representativos del bíblico diluvio coronaban la entrada. Al abrir la pesada puerta de cedro, un largo chirrido interrumpió el reverencial silencio del ambiente.

En el sagrario encontró lo que buscaba y subió la estrecha escalera de caracol hasta el campanario. Antes de entrar se sentó en el último escalón y, siguiendo las indicaciones recibidas, rompió el sello del sobre.

“Amada hija, si estás en Canaimara es porque abandoné este mundo y el “vigilante” cumplió con su deber. Ahora, he de indicarte el camino hacia tu herencia.

Desde hace siglos y gracias a la astucia de uno de nuestros antepasados —que convirtió a los Macel en benefactores de la Iglesia— se logró encubrir el secreto y desviar la búsqueda. Contarás con una “herramienta” para seguir haciéndolo.

Antes que tú, cada sucesor recibió lo que verás. No busques más explicaciones, solo ábrete a la experiencia.

Entra al campanario y lleva contigo la llave cuando salgas de la iglesia.

Busca en el suelo un desteñido mosaico con una marca simulando una M. En el vértice inferior de la letra, seguramente oculto bajo el polvo de los años, hay una hendidura. Inserta la llave y se aflojará una tapa de caliza. Verás un cofre cerrado con candado.

Lleva el cofre a Larcea. Una vez allí, mirando al sur desde la puerta de la casa, toma el sendero de la tercera hilera de vides. Ve al pie de la septuagésima planta y cava. Allí hay una caja que abrirás con la llave. Estaré contigo en el camino.

Te quiero.”

Las lágrimas le nublaron los ojos al recordar a ese padre tan diferente a ella. A lo largo de su vida, cada vez que Adèle se había empecinado en encontrar soluciones mediante la razón —y la frustración la abrumaba– era él quien la había guiado para “sentir las respuestas” y “escuchar sus emociones”.

Con el cofre —que parecía haber emergido de una excavación arqueológica— salió al calor del mediodía y volvió a la carretera.

Larcea estaba al sur de Canaimara, al pie de la montaña más alta. Desde allí se extendían trescientas hectáreas de una de las mejores cepas europeas de Riesling.

Ansiosa y expectante, bajó del deportivo. Saludó cordialmente a los empleados de la casa, pidió al encargado que le trajera una pala y entró para refrescarse y calzarse unas botas.

Mientras lo hacía, la cocinera dispuso para ella una bandeja en la mesita de la galería exterior. La joven agradeció el gesto recordando que solo había desayunado un café desabrido en el despacho del abogado. Afuera, junto a una copa de vino afrutado, la esperaban un crujiente panecito recién horneado y amarfilados trocitos de Munster rociados con miel, delicias a las que no pudo resistirse.

Sentada a la sombra se dejó llevar por sus pensamientos.

Como buscando una respuesta en las vides su mirada vagó entre las múltiples hileras que se adaptaban a las ondulaciones del terreno hasta que, de pronto, sus ojos se detuvieron en una silueta familiar.

Vio a su padre envuelto en una luz dorada. Medio encorvado y con su típica calma, iba revisando algunas hojas, inspeccionando racimos, ahuyentando algún insecto con la mano… hasta que levantó la cabeza y, sonriendo, la llamó con un gesto. En ese momento la imagen se desvaneció.

Aún conmocionada por la aparición, advirtió que la figura de su padre había desaparecido justo en la cabecera de la hilera que le indicara en la carta.

Con la pala al hombro y un canasto —en el que llevaba la carta de su padre, el cofre y la llave—, acompañada por el monótono cantar de las cigarras, emprendió la caminata.

Cientos de veces había recorrido ese viñedo. Parte de su trabajo incluía visitar las plantaciones, tanto en época de poda como durante la vendimia. Periódicamente evaluaba la composición de los suelos y sus nutrientes, controlaba la altura de las plantas, el desarrollo de los frutos y tomaba muestras para analizarlas en el laboratorio. Le gustaba su trabajo, era una combinación de técnicas precisas orientadas hacia la formulación del mejor vino posible.

Se dejó envolver por el aroma seco y dulce que se desprendía de la tierra y de las uvas. Suspiró y cerró los ojos.

—Papá, ayúdame a silenciar mi mente y a ver con claridad— dijo con voz casi inaudible.

En la calma del paisaje, le pareció distinguir un susurro proveniente de los nudosos troncos. Despacio, se acercó a una de las vides. Alargó la mano y, al sostener un racimo, la recorrió un cosquilleo casi imperceptible. Esa piel suave y perfumada le estaba transmitiendo la energía de la fruta. Como en una visión, los elementos primordiales se manifestaron con total claridad en las uvas: la tierra nutritiva, la humedad creadora, el aire de la montaña y el fuego liberado en cada rayo de sol. Entendió que, de algún modo, esas jugosas esferas expresaban la historia de su familia y sus raíces.

En su mente oyó la cálida voz de su padre:

—Confía cariño…Confía…

Bajo un cielo despejado, que acentuaba los tonos verdes y pardos a su alrededor, Adèle llegó hasta la planta indicada y hundió la pala. En el tercer movimiento hubo resistencia. Se sentó en el suelo y, con cuidado, retiró la maraña de raíces que se aferraban al objeto.

Era una antigua caja de hierro con cerradura de bronce. Introdujo la llave.

Había tres piedras planas, grabadas por ambos lados en caracteres imposibles de descifrar, y un pequeño rollo de papiro que estiró con cuidado. Era el dibujo descolorido de un hombre de pie, con los brazos extendidos hacia el cielo y rodeado de animales. Detrás de él se veía una montaña y, junto a ella, algo parecido a un barco. El último objeto era una llave, con ella abrió el candado del cofre pequeño.

Un viejo y astillado frasco de vidrio ambarino, sellado con lacre, conservaba varios granos similares a pepitas de uva. Debajo del frasco vio un sobre de la empresa de su padre.

“Queridísima hija, en tus manos están nuestra herencia y compromiso ancestrales.

Debes comprometerte a preparar el camino para la próxima generación teniendo en cuenta que, en forma individual, la información carece de sentido. Por eso debes ocultar el cofre y la caja por separado.

Las placas están escritas en arameo y narran testimonios de los primeros Macel. El resto ha sido transmitido, de padres a hijos, a través de los siglos.

Estas vides son el legado de nuestro linaje y cada primogénito asume el compromiso de continuar el camino.

La viña simboliza la sabiduría que surge con el tiempo y éste ennoblece las propiedades del vino. El vino representa lo oculto, inhibe la razón, revela aquellas emociones que nos empeñamos en esconder e invita a sincerarnos con nosotros mismos. Por eso, cada sucesor debe conectar con sus emociones más profundas.

Oculté la caja siguiendo la Gematria hebrea. ¿Recuerdas cuando eras niña, que jugábamos a relacionar palabras según el valor numérico de sus letras? En hebreo, vino es yain y su valor es setenta, el mismo valor que la palabra sod: secreto.

Nuestras raíces se originaron en la antigua Mesopotamia. Siglos después, Eno llegó a estas tierras en busca de un lugar propicio para que su descendencia mantuviera vivo el legado. No por casualidad llamó Larcea a este lugar. Tampoco su nombre ni nuestro apellido son aleatorios. Todos son anagramas[i] que ocultaron nuestro origen, tanto de las antiguas persecuciones como del persistente interés del clero.

Estas pepitas milenarias son de las primeras que sobrevivieron al gran diluvio, y el primer labrador que cultivó una viña en este mundo fue nuestro antepasado Noé (puedes comprobarlo en Génesis 9:20).

A partir de ahora, eres el eslabón principal entre nuestros ancestros y el futuro.

Te quiero siempre”.

Como en cámara lenta, Adèle se dejó caer sobre la tierra tibia. A través de sus lágrimas, miró hacia arriba y le habló al cielo:

—¿Estás ahí papá? ¿Estás con ellos? No sé cómo decirte lo que siento… Me indicaste el camino hacia el origen de nuestras vides, hacia las raíces de nuestra familia y descubrí que soy parte del linaje de la creación. No sé si es asombro…o si es euforia…o si me abruma la responsabilidad de preservar parte de la historia de la humanidad. Me siento minúscula y también inmensa… Me siento parte de todo.

En medio de esa oleada de emociones confusas, recordó las últimas palabras de su tío.

—Ahhh, tío Laurent… y tú dices que en Canaimara no hay secretos.

Acababa de terminar la frase cuando una silueta se interpuso entre ella y el sol.

—¿Hablando sola?— dijo una voz conocida.

Paul, su amigo entrañable, le ofrecía la mano para que se pusiera de pie al tiempo que agregaba:

—Como Gran Maestro de la Logia de Canaimara y tu “herramienta”, estoy aquí para asistirte.

Consciente de los desafíos por venir, Adèle sonrió.

[i] Larcea es El Arca. Eno es Noé. Macel es Lamec, padre de Noé.

 

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