RELATO EXPERIENCIA INFANTIL

Por Felipe Elexpuru

El viaje de retorno a las vivencias de la niñez  resulta  de lo más ameno, con el añadido de mi  reencuentro con la naturaleza  y la nostalgia de la tierna compañía de mis dos perritos Lili primero y Lagun después. Aún no había iniciado la primaria, por lo que debía tener menos de seis años, la tercera parte de los años del pelirrojo Lili, al cual habían empezado a blanqueársele los ojos producto de sus incipientes cataratas.

Después de la cena en familia nos arremolinábamos alrededor de la chimenea, único punto caliente de la casa en los fríos inviernos, al igual que en las húmedas primaveras y otoños. Eran momentos de contar las labores diarias, anécdotas y  cuentos, muchos de estos basados en la rica mitología vasca, principalmente sobre  la temida bruja Mari la cual moraba en una cueva cercana a la cima de la imponente peña de Anboto. Lili buscaba su acomodo a los pies de algún afortunado,  ya que todos deseábamos ser elegidos por el can. La relación de pertenencia a la tribu familiar de los perros, capaces de leer la expresión de la cara o a los ademanes de los diferentes miembros de la familia resulta de lo más tierno. En realidad era el alma del inmenso caserón, del cual se sentía el guardián,  por ello, sacarlo a pasear no resultaba fácil, aunque yo era consciente de que a medida que me alejara el me seguiría a pesar de las idas y venidas nerviosas hacia la casa  a fin de cuentas,  también él se sentía responsable de que nada malo me pasara.

Al tiempo Lili empezó a pegarse con las esquinas y tenía problemas incluso para entrar en casa no así para jugar,  ya que mantenía su buen olfato de perro experimentado. Una noche oí decir que habría que tomar una decisión sobre él –nunca pensé que se trataba del fin de su existencia- y a los pocos días el perro no volvió de una salida con mi padre.  Días después me enteré a través de mi hermana Maite que nuestro progenitor,  guía y señor de la casa – era cazador –  había terminado con él mediante un tiro de escopeta, enterrándolo en el campo, en un hoyo cavado al efecto  fuera del alcance de alimañas depredadoras. Para mí fue un shock, no lograba entender la crueldad de mi padre y por un tiempo mi admiración reverencial se hizo añicos. Además, empecé  a sentir la presencia  nocturna del  espíritu  de Lili que trataba de protegerme  de la maldad de la bruja  Mari , que pretendía llevarme a no se sabe dónde a lomos de los  zigzagueantes relámpagos sobre los cuales viajaba fugazmente. Las pesadillas fueron asiduas durante algún tiempo. El eterno dilema del bien y el mal de la cultura judeo-cristiana empezaban a anidar en mí.

A los pocos días me  trajeron a  Lagun, un perrito de pocos meses, de pintas  blancas y negras, juguetón conmigo  y aguerrido con las visitas, siempre enredado en mis píes a pesar de los numerosos pisotones involuntarios. Muchas veces me acompañaba hasta la puerta de la escuela para envidia de mis compañeros y regocijo mío, pero aún así no logró borrar nunca el recuerdo de mi amado Lili que  formaba  parte de  mí para siempre. Me sentía mayor que Lagún que aún era bebé,  y empecé a tomar algunas decisiones como el orden de  las comidas,  que no le faltara agua o elegir  el rincón  donde debía dormir. Le  costaba horrores obedecerme pero terminaba por hacerlo por aburrimiento,  creo yo.

Meses después murió mi abuelo paterno , Vicente, simpático y dicharachero, el cual me contaba cuentos, historias y anécdotas a lomos de sus frágiles rodillas. Aquellos días por primera vez me di cuenta de que la vida era finita , creía que después había otra pero me costaba entender que pudiéramos estar de nuevo  todos juntos, hacer las mismas cosas tan entretenidas, por mucho que en el cielo fuera todo felicidad y dicha. Además, nadie conocía cuando sería su partida al otro mundo, lo cual me inquietaba y era motivo de algunas pesadillas . La posible e imprevista partida de mi madre en cualquier momento me aterraba. Mi familia era muy creyente y todo giraba alrededor de Díos, al que en parte temía ya que si te morías en pecado te  ibas al infierno, donde las llamas eternas te martirizaban sin piedad. Yo miraba a las llamas del fuego al mismo tiempo que a las relucientes brasas, imaginando la atroz vida que me podría esperar si me portaba mal y me moría. Esa dualidad del temor a Dios –conocedor de tus pensamientos en todo momento- y al mismo tiempo misericordioso con tus pecados  me creaba controversia,  hasta que ya adolescente y al conocer otras culturas con sus religiones  y creencias , me  di cuenta de que  Díos  no era más que una historia humana, más bien muchas historias humanas sobre un mismo Díos o diferentes dioses, muchas de las veces a imagen y conveniencia de los mandamases de turno.

Décadas después me vi en la misma situación que mi padre, teníamos un perro mastín del Pirineo llamado Tarzán , todo un portento de la naturaleza animal, mimoso hasta límites increíbles y compañero inseparable de mis correrías montañeras. Donde yo no atisbaba nada él se paraba, se sentaba y dirigía su mirada a un punto fijo sin apenas pestañear, me ponía a su lado para fijar mi propia mirada en su dirección y en la lejanía se podía observar algún zorro, marmota o cabra montesa, ajenos a la observación del animal más noble que he conocido, ya que ante  cualquier iniciativa urdía en mí la acción a tomar. A los diez años un cáncer sangrante de su colon me puso en la tesitura de mi padre, en este caso la inyección letal a instancias del veterinario, pero  con la comprensión y aquiescencia de mi hija ya adulta. Con él se fue también un pedazo de mi corazón, la decisión fue dura pero no me imaginaba que iba a doler tanto en plena madurez de mi vida.

 

Agur !

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