RÉQUIEM – Vanesa Trascasas Sobrin

Por Vanesa Trascasas Sobrin

Estoy de pie junto a la doble puerta de madera, a un lado de la escalinata de la vieja iglesia de San Marcos. No es la más grande de la ciudad pero tiene un encanto muy especial. El primero en llegar en su Porsche color gris perla es Ricardo, con su esposa, Diana. Siempre ha sido el más puntual de todos, virtud tal vez inculcada por ser el primogénito. Tras él, aparca Sonia, que va vestida completamente de luto con tocado en el pelo incluido, y del BMW baja también Catalina, la menor de los hermanos, mientras oculta sus ojos marrones tras unas gafas de sol. Manuel sale de un Ferrari rojo, elocuente elección para llegar al funeral de su padre, al igual que su pajarita de colores y sus gafas de pasta naranja. Los periodistas que se agolpan en la escalinata se lanzan hacia ellos, buscando una buena fotografía de los cuatro. Los micrófonos les acosan, llueven las preguntas. Ellos piden respeto por su dolor. Ellos, que no han respetado tan siquiera a su padre, ni en vida, ni después de muerto.
Yo mataría por fumar un cigarro mientras esperamos, lástima que no pueda. Poco a poco, el lugar se va llenando de otros familiares, algunos muy lejanos, y de personas de la alta sociedad, de las que presumen de amistad al muerto por aparentar o por algún tipo de beneficio personal. María y Dolores, hija mayor y viuda, son las últimas en llegar. Dolores baja del coche apoyada en el brazo de Umberto, el abogado de la familia. Los flashes empiezan a saltar. Los periodistas siguen en su empeño de convertir el funeral en un evento mediático completamente deshumanizado.
En un coche lleno de coronas de flores por fuera llega el ataúd. Al ver cómo lo bajan, cierro las manos en puños. El féretro cruza el portón del edificio sagrado sobre un carro con un faldón negro que cubre las ruedas, empujado por los trabajadores de la funeraria. Me resulta algo de lo más solitario que, en un último viaje, entres en tu funeral acompañado por desconocidos. Pero es un claro recordatorio de lo que marca toda existencia: vive solo y muere solo. El cortejo fúnebre lo abre un sacerdote, que con las manos cruzadas frente al pecho murmura algunos rezos. Pasan casi diez minutos hasta que terminan de entrar todos los presentes.
Un último coche negro aparca al lado de la acera y de él baja Diego Santana. Sabía que vendría. Gabardina negra, traje oscuro, pelo largo y moreno perfectamente peinado y un gesto serio acorde a la situación. Apenas pone un pie en la escalinata, Ricardo, Sonia y Manuel salen de la iglesia para hablar con él.
—Inspector Santana. ¿Trae noticias?
—No, me temo que la investigación continúa. En cuanto tenga nuevos datos se lo haré saber a toda la familia.
—Entonces, ¿por qué ha venido? —ataja Manuel —.No va a encontrar al asesino de mi padre en este lugar.
—Y verle aquí y recordar ciertas cosas no es precisamente lo que nuestra madre necesita en este momento —añade Sonia.
El inspector de homicidios de la Policía Nacional se mantiene firme.
—Vengo a presentar mis respetos.
—Y una mierda. Es usted un buitre que nos acosa porque está tratando de encontrar algo por lo que inculparnos a nosotros en vez de buscar al auténtico responsable.
—Manuel —le regaña su hermano mayor —.Está bien, inspector, pase. Puede acompañarnos en este mal momento si así lo desea.
Los tres vuelven a entrar en San Marcos. Diego no se lo piensa y sube ágil la escalinata. Tiene la convicción de que aquí va a poder averiguar algo más sobre el caso y nada ni nadie va a poder detenerle en su empeño. Es un muchacho joven pero tiene una intuición afilada y una inteligencia abrumadora.
—No te dejes amedrentar, chico —le digo a modo de saludo cuando llega a mi altura —. Recuerda que te temen porque por vuestras venas… corre la misma sangre.
Quiero poner mi mano sobre su hombro para darle ánimo, decirle que estoy aquí a su lado, pero me contengo. Los dos entramos discretamente. El féretro está frente al altar, abierto. El sacerdote da comienzo a la misa indicando a su monaguillo que toque un réquiem en el órgano. Un réquiem no es de mi gusto. Sabe demasiado a despedida. Prefiero la alegría de las Cuatro Estaciones, la nostalgia del Para Elisa o la intensidad del Claro de Luna. Cualquiera de ellas habría sido mejor elección.
Diego y yo nos sentamos atrás, desde donde podemos observar a todos. Dolores está en el primer banco. Pañuelo en mano, las lágrimas recorren su rostro blanquecino y sin arrugas que delaten la edad que tiene; el rojo jamás ha faltado en sus labios, ni siquiera en un día como éste. Junto a ella se sienta Umberto, brillante como letrado, e imagino, por cómo le mira cuando cree que nadie la ve, que tiene otras cualidades que a la señora Márquez le resultan más atractivas que su cerebro. Ricardo recibe una llamada y sale a responderla. Manuel no levanta la cabeza de su teléfono móvil. Sonia no para de cruzar y descruzar las piernas, en un gesto hastiado. María tiene uno de sus auriculares inalámbricos puesto en la oreja y Catalina se recuesta en el banco como si fuera a dormirse.
—Cuánta hipocresía —susurra Diego.
—Estoy de acuerdo. ¿Quién puede creerse sus lágrimas viendo este escenario? Qué pena.
—Al final, el señor Márquez tenía razón. Vivimos solos y morimos solos.
El inspector suspira y abre su libreta llena de garabatos sobre la investigación. Yo le echo un vistazo también. Ya ha repasado muchas veces la causa de la muerte. Un único disparo en la parte posterior de la nuca a una distancia cercana, casi a bocajarro. Diego cree que fue algo cuidadosamente planeado, porque una pistola no es un arma de ocasión, como dicen los policías; no es algo que te encuentras en el escenario del crimen y utilizas para matar, es un objeto que ya llevas contigo, preparado para tal objetivo. Lo que le preocupa es que no ha sido capaz de encontrar el arma y, sin ella, las probabilidades de descubrir al asesino se reducen. He aprendido mucho de estas cosas estando con él estos días.
Su hipótesis principal está escrita en la siguiente página: el señor Márquez conocía a su asesino. No había ningún indicio de que se hubieran forzado puertas o ventanas para entrar en la casa. Y para poder acercarse tanto como para dispararle en la nuca, es posible que incluso confiase en él.
Suspiro al leer esas palabras tan desgarradoras. Confiar en tu propio asesino. Qué traición.
En la siguiente página de la libreta, el inspector ha resumido, con su cuidada letra, los interrogatorios a los sospechosos. Todos son, cuanto menos, curiosos. Dolores tiene coartada para el día y la hora del asesinato: el testimonio ofrecido por una de sus protegidas. Diego ha escrito al margen de la hoja: sin pruebas.
Por otro lado, María estaba de viaje, no pudo recorrer horas de vuelo sin que nadie se enterase. Esa coartada está corroborada con la compañía aérea, que certifica que solo compró un billete de vuelta tras enterarse de los acontecimientos. Diego anota: ¿es posible viajar de otra manera?
Ricardo y Diana salieron tarde de una reunión con los inversionistas de la empresa. Todos lo han declarado, y las cámaras del edificio así lo demuestran. Sin fiarse de esas imágenes, Diego tiene a la mejor informática del cuerpo de policía revisando las grabaciones.
Manuel estaba en una fiesta con muchos amigos, mucho alcohol y unos puntos suspensivos que Diego ha tenido a bien utilizar en vez de especificar las actividades no tan legales que se realizaron en ese lugar. Nadie es capaz de testificar por el estado en el que se encontraban.
Sonia era la modelo principal de un desfile de alta costura, pero el inspector Santana ha desmontado esa coartada calculando que es posible llegar a la mansión en coche y volver a tiempo.
Catalina, presionada por las circunstancias, ha tenido que confesar que estaba con un hombre, uno de esos que la familia jamás aprobaría. Él aportó pruebas, en forma de fotografía, de que realmente habían pasado la noche juntos. Diego escribe: ¿estuvieron toda la noche? ¿Él no durmió?
Es un chico desconfiado y hace bien en serlo.
A parte de los interrogatorios a los miembros del servicio de la casa y otras personas de menor importancia, había uno más que Diego considera interesante: el de Umberto, que asegura haber estado en su oficina hasta tarde el día de autos. Día en el que, casualmente, las cámaras de seguridad no funcionaban.
Como anotación final, ha escrito: todas las coartadas se pueden desmontar.
Diego vuelve a suspirar, esta vez ligeramente exasperado, mientras se aparta el flequillo de la frente. Me temo que, después de releer de nuevo sus notas y presenciar lo mismo que yo en este funeral, sigue igual de perdido que cuando llegó.
—Hola a todos. Gracias por venir y acompañarnos en este día tan triste.
La voz de Ricardo nos distrae de la libreta de Diego, que la cierra y la guarda en el bolsillo interior de la americana.
—Sé que todos conocíais a mi padre, de una manera u otra. Que ya no esté aquí es algo que, aún ahora, viéndolo yacer dentro de su ataúd, es difícil de creer. La vida no va a ser la misma sin él. Pero somos una familia fuerte. Y estaremos juntos, pase lo que pase, en su memoria y siguiendo su voluntad. Recordémosle siempre como el gran hombre que fue.
Parece que quiere decir algo más, pero se contiene y termina su intervención, que más que una despedida tiene tono de discurso político. Nadie se ha emocionado ni un poco con sus palabras. Todo el mundo sabe lo vanas que son.
Me levanto y alcanzo el pasillo de mi izquierda, en medio del silencio, que ya no rompen los falsos llantos desconsolados. Mientras camino, dudo si tendré el valor de mirar dentro del ataúd. Al alcanzarlo, finalmente, lo hago.
El traje impecable, las manos colocadas sobre el regazo de forma apacible, una rosa blanca en el ojal de la chaqueta y una corbata azul celeste. En la funeraria han reconstruido de forma magnífica el agujero de la frente por el que salió la bala. Podría estar solo dormido, aunque ni en sueños ponía esa cara tan tranquila. Ahora, Bernardo Márquez solo es un cascarón sin aliento ni alma. Y sé que pronto, incluso antes de que el cuerpo se pudra, será un recuerdo tenue en la memoria de todos cuantos han llenado esta iglesia. Ojalá hubiera hecho algo en vida para cambiar eso.
El funeral se da por terminado y el sacerdote informa de que el sepelio se realizará en el cementerio de la ciudad, en el panteón familiar. Ricardo, María, Catalina, Sonia y Manuel se acercan al ataúd. Me aparto ligeramente de los cinco herederos del clan Márquez para mirarles las espaldas. Podría haber sido una imagen bonita, un último instante entre padre e hijos. Hasta que se despiden en voz alta y confirmo lo que ya sospechaba.
—Creí que no iba a morirse nunca.
—Qué tortura.
—Ahora ya se acabó.
—Tal vez, empieza lo peor.
Manuel cierra el féretro de un golpe seco, con el mayor de los desprecios.
—Vete al infierno, viejo.
Si hubiera podido sentir rabia por la actitud que demuestran, odio por la clase de personas que son, dolor por ser tratado como basura o arrepentimiento por haberme desvivido solo para criar a cinco psicópatas desagradecidos, lo habría hecho. Pero ya no puedo sentir nada en absoluto.
—Todavía no, hijo —respondo con firmeza, a pesar de que sé que no pueden escucharme ni verme —.No hasta que los cinco paguéis caro el haberme asesinado.

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