SIN MIEDO A LA VERDAD – Carmen Serrano Soler
Por Carmen Serrano Soler
¿Por qué lloraba de niña? Eran horas de descanso y nadie podía descansar.
Me iban pasando de brazo en brazo. Primero el tío Paco, después el tío Rafa, ahora de nuevo el tío Rafa. Paseaban por la casa dando pasos más que acelerados, como si de este modo el lloro fuese a acabar antes.
Hacía frío. Aunque las grandes puertas del corral estaban bien cerradas, el viento silbando, como en son de burla, se colaba por las rendijas al unísono con la luz de la luna.
Guardo, en lo más remoto de mi memoria, la sensación de sentirme volar buscando el azul de las puertas.
Volar, buscar, sentir, flotar en una burbuja de quejoso cariño. Así recuerdo esas largas noches sin dormir.
Seguramente estaba dentando, o tal vez tuviese ya anginas. Mal que me persiguió hasta su extirpación a los 9 años. Nadie en la casa supo detectar el posible origen de mis desconsolados llantos.
Algo grave sí fue. La fiebre me subía y el médico de cabecera nos recomendó visitar con urgencia a un especialista. Él nos atendía en primera instancia, pero no dominaba todas las especialidades.
Me cuentan que el pediatra, nada más reconocerme, aconsejó a mis familiares tener preparada la ropa para amortajarme. Mi salud era muy delicada. Me iba apagando como una vela. Mis defensas eran muy débiles.
Afortunadamente, el especialista tuvo la acertada idea de manifestar a mis padres la conveniencia de escuchar una segunda opinión médica, y, fue mi salvación.
El segundo pediatra a cuya consulta acudieron, vio clara la causa de mi dolencia. De inmediato me administró una dosis de medicamento, cara para el bolsillo de mi familia, pero que no dudaron en adquirir para salvarme. La penicilina hizo el milagro. Mi infección se redujo y me salve.
No obstante, fue una enfermedad que, para mí se convirtió en crónica. Durante 9 años me persiguieron las fiebres, las infecciones de garganta, las días sin poder asistir a la escuela, …Es por eso que el médico de cabecera consideró importante que acudiera cada tarde a la consulta para inyectarme defensas y prevenir, o atenuar, esas crisis de amígdalas.
Mi madre y mi padre se consideraban en deuda con este benefactor sanitario por haberme salvado de una muerte prematura. No contradecían ninguna de las decisiones que dicho médico tomaba referente a mi salud. Era una autoridad en materia sanitaria, y, a nivel local, referente de poder.
Convencía a mi madre, sobre la necesidad de inyectarme viales todas las tardes, a fin de disminuir mis episodios febriles, que tanto me debilitaban, incluso a nivel motor.
Así que, desde los 3 o 4 años me estuvieron medicando sin saber exactamente qué.
En mis primeros años iba acompañada de mi madre, a partir de los 6 o 7 años ya iba sola a la consulta. Después del colegio, cogía la merienda y debía dirigirme a la consulta médica.
A mi cada vez me costaba más ir a la consulta. No era demasiado eficaz el medicamento recibido como método de prevención. Seguía enfermando, hasta varias semanas en un mismo mes. Pero no podía dejar de ir cada tarde después del colegio a la consulta. Mi madre se enfadaba si alguna vez la engañaba diciendo que había acudido a pincharme, y en verdad no había cumplido con la cita médica.
Sí, cita, porque así lo consideraba.
No era la única niña que acudía cada tarde a la concurrida consulta. La sala de espera estaba llena de gente menuda, por regla general, sin acompañante mayor de edad. Era como un segundo patio de colegio.
Los primeros en atender siempre eran los chicos. Se pinchaban y se iban a jugar a la calle. Las chicas permanecíamos más tiempo en la sala, esperando nuestro turno para entrar de una en una. No quería el médico que entrásemos por parejas.
-Siguiente-decía el médico.
Al escuchar esta palabra intentábamos, en varias ocasiones, entrar acompañadas, de dos en dos, pero no lo permitía. En ese momento sentía una sana envidia hacia los chicos, que siempre eran los primeros en atender y no permanecían en el interior de la consulta más que el tiempo necesario.
Era un negocio para el médico, para quien distribuía las medicinas y para quien controlaba las cartillas de la seguridad social.
Después de la inyección pagábamos 5 pesetas, nos daba el médico un caramelo, para atenuar nuestro dolor y daba paso a la siguiente.
– ¿Has ido al médico?
Era la pregunta de mi madre nada más entrar en casa por la tarde. Se suponía que me había ido a jugar después de pincharme.
-Sí, claro.
Mentía yo.
No sé cómo pero mi madre se enteraba si yo no iba alguna tarde al médico. Con la consecuente regañina por faltar a la cita diaria.
¿Cómo explicarle los motivos por los cuales rehuía cumplir con la supuesta obligación sanitaria?
Imposible, no me creería. (Pasados 40 años lo comunique y no me creyó).
Tomábamos la vez. Cuando se acercaba mi turno, antes de entrar, aumentaba el estado de ansiedad y ahogo. No era la única que experimentaba la sensación de ir al médico sin razón aparente de enfermedad.
El exceso de confianza en el médico, por parte de nuestros padres, nos llevaba a gestionar entre nosotras recursos de escapatoria a la repugnante actitud del sanitario. Sin mucho éxito, en la pretensión de sentirnos amparadas por la compañía de una amiga, y entrar juntas a enfrentarnos al monstruo vestido de blanco, intentábamos emparejarnos y sumar fuerzas morales.
Era consciente de lo desagradable que era la situación por la que nos hacían pasar cada tarde, de lunes a viernes, pero aceptaba la humillación, de verme sometida, durante un corto espacio de tiempo, por no saber cómo enfrentarme a la vil y ruin actitud de un señor que, por ser médico, los mayores de mi entorno consideraban respetable.
Lo que pasaba en la consulta, a puerta cerrada, con cada una de las niñas que acudíamos a recibir una inyección del misterioso medicamento, se guardaba en secreto. Ninguna comentaba, expresaba o manifestaba lo desagradable que era la situación forzada a la que se nos sometía por salud física. Nadie nos preguntaba cómo afectaban esas tardes a nuestra salud psíquica. Éramos menores, mujeres, frágiles, indefensas, incapaces de denunciar los abusos sufridos en silencio. Tocamientos, restregones, fricciones, …todo esto debía ser asumido como normal, en pro de nuestro bienestar.
Algunos días no llevaba la moneda para pagarle al médico. Mi madre me decía que ya pagaría al día siguiente o a la semana. No era olvido, era carencia de dinero en efectivo.
Pero, en mi caso, el médico no se enfadaba si no pagaba en el momento. Él sabía muy bien como cobrarse el servicio.
El sistema social consideraba hombres honestos, honorables y poderosos a quienes extorsionaban a la clase adulta y dañaban a un sector de niñas menores.
Mis crisis de amígdalas seguían igual. Mis episodios de fiebre no disminuían.
En cambio, iba aumentando mi odio hacia la persona que tan cruelmente se comportaba con las niñas. Hasta el extremo de que iba por la calle y detectaba el olor de su colonia a metros de distancia, o el de su tabaco, 555.
Si venía a visitarme a casa por estar encamada, me hacía la dormida.
-Está dormida, por la fiebre-decía mi madre.
-No la molestes. Volveré más tarde-decía el médico
Entonces se iba sin tocarme. Si volvía más tarde, me volvía a hacer la dormida.
-La veré en la consulta-concluía el doctor.
No dormía, solo tenía los ojos cerrados, escuchaba la conversación entre ambos.
Durante años tuve pesadillas. Veía un monstruo vestido de blanco que entraba por mi ventana. Pero no contaba a nadie mis temores nocturnos. Afrontaba el miedo con episodios de insomnio.
A los 9 años, el médico decidió prepararme para extirpar las amígdalas. Me lo pasé mal durante la operación y el postoperatorio, pero me aliviaba el pensar que ya había terminado mi dependencia sanitaria. Creía que por fin tendría las tardes libres de sufrimientos y humillaciones.
Era marzo cuando me operaron. Al volver a casa, el despreciable médico de cabecera convenció a mi madre de que debía seguir recibiendo tratamiento por y para mi bien. Mi salud estaba afectada por la operación y era conveniente seguir administrando defensas inyectables, alegaba para justificar la continuidad de las citas vespertinas.
Me sentí destrozada. Sugerí que me recetara vitaminas solubles, porque necesitaba reposo. Me lo recetó como complemento a las inyecciones. Quería seguir viéndome en su consulta.
Mi situación no era la única en el pueblo, pero nunca comentábamos entre nosotras lo que tras esa puerta blanca pasaba cada tarde de lunes a viernes.
¿Que, por qué lloraba de niña? Ahora tenía más motivos para llorar que cuando detectaron el motivo de mis dolencias. Pienso que todas las niñas afectadas sentían deseos de llorar por los mismos motivos que yo.
A pesar de las situaciones desagradables, son muchos y variopintos los momentos felices vividos, recordados. No obstante, el hecho liberador más importante en mi corta vida, fue aquel del año 1968.
Operada en marzo de anginas, volví a la consulta del médico por tardes, exceptuando las que pude esquivar la cita.
En otoño de 1968, iniciamos de nuevo el curso, con la obligación de acudir por las tardes al médico. La moneda de 5 pesetas no me hacía falta. Se cobraba el servicio con roces carnales. Y cuando se me terminaba la caja de inyecciones me la daba, como premio, o regalo, llena de caramelos rellenos de chocolate. Eran de los buenos, pero de insuficiente valor para reparar el daño moral que causaban sus abusos.
Algo especial pasó ese otoño. Era mi último curso en la Escuela Unitaria de Niñas. El curso siguiente me iba a un internado, a la capital para estudiar Bachillerato.
Fue el día de mi cumpleaños cuando desaparecía de mi vida el monstruo vestido de blanco.
Eran las tres de la tarde del día 5 de noviembre, día de mi décimo cumpleaños. A pocos metros de la entrada del colegio, alguien dio la noticia de que el médico de nuestro pueblo había sufrido un accidente de coche y estaba grave. Como segunda noticia curiosa, había fallecido el tío «Filero». Este señor, cuyo nombre real a día de hoy desconozco, regía el casino de la plaza del pueblo.
Al oír accidente, médico, me invadió una emoción indefinida, entre agobiante y satisfactoria. No podía dar crédito a la noticia. era mi cumpleaños, fue mi regalo inesperado. El mejor regalo que hasta ese momento de mi corta vida había recibido. Era mi liberación. Acababa así mi obligada visita diaria a la consulta médica. Se acabaron las inyecciones de no sé para qué, ni por qué. Ya no tendría que inventarme escusas para justificar ante mi madre la no asistencia a esa infernal consulta.
No es que el accidente me provocase alegría, no. Por supuesto ningún accidente de tráfico, y menos con heridos graves es motivo de alegría. Pero, en este caso las consecuencias fueron para mí de liberación, porque quien tuvo el accidente, en ese momento dejaba de ser médico por un tiempo. Dejaba la profesión y dejaba de martirizar a las niñas de mi pueblo. Fueran las consecuencias indirectas del accidente las que provocaron cierto alivio entre el alumnado femenino.
¿Cómo podía expresar la alegría que en mi interior sentía? No hizo falta expresar con palabras qué sentíamos las chicas esa bendita tarde. Bastaba mirar y ver la luz de nuestros ojos. Todas, en el fondo, compartíamos la sensación de sentirnos libres del yugo sanitario.
Al incorporarse un nuevo médico a la consulta, lo primero que hizo fue tirar a la basura todos los medicamentos que subyugaban a las niñas.
Además, entregó a los titulares las cartillas de la seguridad social, custodiadas hasta ese momento por el médico y bajo el consentimiento del delegado de la administración.
Nunca más me riñeron por no acudir a la cita médica.
No volví a la consulta en mucho tiempo. Sólo cuando fue estrictamente necesario.
Pasados 50 años pudimos hablar sobre los hechos. En una reunión de mujeres, dos de nosotras nos atrevimos a expresar lo que tanto tiempo llevamos muchas de nosotras guardado en la memoria.
Madres, tías, amigas, que en su día no percibieron la situación vivida por las niñas afectadas, reaccionaron de distintas maneras. Algunas comprendieron al hilo de la conversación el por qué algunas amigas les pedían que las acompañaran a la consulta, otras se sintieron culpables por no haber detectado y parado los abusos, y en algunos casos no podían dar crédito a nuestras palabras. No creían que hubiese actuado tan mal el médico que invitaba a la vecindad en agosto, el día de su santo, y tiraba caramelos a los niños y niñas.
Era, una autoridad invitada a actos oficiales, festivos y familiares. Fue un personaje de la época pasada, cuyos errores médicos gozaron de completa impunidad.
Yo sentí un desahogo cuando me liberé del peso soportado durante tanto tiempo en silencio. Manifestar públicamente los sufrimientos infantiles aligero mi conciencia.
Allá cada cual con su conciencia.
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