SIN VOLVER LA VISTA ATRÁS – Mª Sandra Méndez Alcarazo
Por Mª Sandra Méndez Alcarazo
Tuvo que elegir entre el entre el gran amor de su vida y el marido que le habían impuesto.
María, avanzaba con su ramito de violetas apretado entre las manos, daba pasos largos para acompasarlos a los de su padre, que la llevaba del brazo, con firmeza, ancha sonrisa, traje gris y brillantes zapatos de domingo.
Antonio se acercó a su hija, susurrándole: —¡Qué buen casamiento, hija!
Su prima Lola, le arreglaba delicadamente el velito que cubría su rostro. Con mirada cómplice, le expresaba sus sentimientos; pero convencida de que María estaría bien.
Llevaba unos zapatos prestados, algo grandes, un vestido con pequeñísimos lunares, recompuesto por su madre, y pendientes negros. Tan humilde atuendo no le restaba un ápice a su juvenil belleza.
El pelo sencillamente recogido, la tez delicada y un talle esbelto como el junco, resultaban de una clásica elegancia.
Durante la ceremonia, María recordaba lo rápido que habían sucedido los acontecimientos:
—Padre, sabe usted que soy una buena hija, pero, el señor Manuel es mucho mayor que yo, y además, ¡a mi prima no le gusta para mí!
—Que sabrá tu prima, y tú, niña mía, no tienes más que saber que un padre busca siempre el bienestar de sus hijos, no te preocupes, todo saldrá bien.
—Madre —dijo con ojos lacrimosos—, dígaselo usted, soy joven y puedo esperar para casarme.
—Yo lo que digo, Antonio, es que si la niña no necesita…
—No se hable más, Mercedes —le interrumpió Antonio—, sabes que lo tenemos hablado y he dado mi palabra de compromiso a Manuel.
Por la tarde, María, vistió su uniforme. Llamó a la campanilla de la casa donde servía, le abrió Lola, que era su prima y amiga. María se abrazó a ella llorosa.
—Me lo estaba yo barruntando, ¡mi padre, que me casa!
Se fundieron en un cálido y largo abrazo.
—Prima, niégate, verás como tu padre lo comprende. Toma, te he guardado galletas; aquí sobra de todo.
María seguía llorando, mientras comía galletas.
Esa noche no podía dormir, su madre se acurrucó a su lado. María no tenia consuelo.
«¿Por qué no puedo yo casarme cuando me enamore? Como en las películas del cinematógrafo».
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Las muchachas de principios del siglo XX, poco o nada podían decidir sobre su vida y destino. Esto le había quedado claro a María, el día que se casó, sin amor.
El flamante marido de María, se acercó a ella para darle el primer beso de casados, la hizo regresar a la realidad: ¡Vivan los Novios! —gritaban los invitados.
María quiere desaparecer, su mente hace un fundido a negro. Se borró todo viso de tristeza y bebió vino, comió de todo, compulsivamente, después brindis con anisados, por los novios, por los padrinos…
El sonido lejano de un pasodoble llegaba a la alcoba. Besó a su marido, y salió trastabillando a vomitar. Volvió, aturdida, decidida a cumplir con los deberes conyugales, pero se quedó dormida de inmediato. Manuel la arropó, como a una niña.
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En aquella casa estaba bien mirada, le daban manutención y dos pesetas al día. Pero a María lo que más le ilusionaba era aprender a leer. Su primo, que estudiaba Medicina, la enseñaba.
Convenció a su marido para poder seguir trabajando:
—Quiero contribuir a la economía familiar. Además Manuel, estoy aprendiendo a leer con mi primo, que estudia para médico, y dice que debo aprender las cuatro reglas. No creas que por ser mujer no me hará falta, así sabré lo que gasto, y no me engañaran.
Manuel, reticente, le dijo que cuando naciese su primer hijo, tendría que dejarlo. María, limpia los cristales, contempla a unos niños jugando en la plaza. «Feliz inocencia» —piensa María, con la mirada perdida.
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Llevaban un año de matrimonio, cuando dio a luz a los gemelos, que solo vivieron unas horas.
María quedó debilitada, pero la partera le dijo que era una muchacha fuerte y que volvería a preñar pronto.
«No era tan mala la vida al lado de Manuel» —pensaba María—. «No me puedo quejar, como dice madre».
Ya avanzado su embarazo, estaba resplandeciente con esa rotunda belleza que imprime la gestación.
Tuvo que sustituir a su prima en el servicio de mesa. Había más invitados de los previstos. En época estival llegaban al pueblo muchos veraneantes.
Llevaba la bandeja con paso inseguro, sus miradas se cruzaron fugaces, ella desvió la suya, él se respaldó lentamente en su silla sin dejar de mirarla.
—Sr. Juan, se ha quedado mudo… —se dirigió a su invitado, el anfitrión.
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Tuvo dos hijos, en dos años, Manuel y Antonio.
Juan y María se encuentran entre el bullicio de la plaza en domingo. Ella se turbó ante su mirada, cuyo recuerdo permanecía muy dentro de ella.
—Un momento —dijo Juan, y volvió con unos helados para los niños.
—No haga eso, que yo no puedo comprárselos.
—La invitaría a una granizada.
—Deje, deje, ni hablar. «Dios Mío, no sé para dónde mirar» —piensa María, aturrullada.
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María volvió al trabajo, pues Manuel enfermó, ya no les llegaba el dinero, y la familia aumentaba: enseguida, en el plazo de año y medio tuvo dos hijas, Conchita y Pilar.
María cae exhausta cada noche, pero cierra sus ojos pensando en una mirada.
Mientras almidonan la ropa blanca:
—María, te dejó ayer unas mantas para los niños —dijo Lola—.
Ya sabes, D. Juan tiene un negocio próspero.
— ¿Recuerdas cuánto lloré por tener que casarme?
— Lo recuerdo. Ahora se te ha cruzado…
—¡No lo digas Lola! Ni lo pienses. No es posible.
—Si me pregunta por ti, le diré que no quieres más regalos…
—Prima, ¡esto es una locura!
—De amor —dijo Lola.
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María caminaba por el parque, le distinguió a lo lejos, en la margen del río. Casi involuntariamente cruzó el azud, el agua empapaba sus alpargatas, solo miraba al hombre que se acercaba hacia ella a grandes zancadas, con los zapatos empapados, así, sin más, se fundieron en un apasionado abrazo. Solo un beso, unos segundos bastaron para cambiar su destino.
—Solo tú tienes que estar segura de lo que vas a hacer —le dijo Lola.
—Estoy segura, bueno, segura de lo que siento y de lo que quiero
—se miraba las manos, como si buscara el destino entre sus líneas…
Así, de la única manera que María sabía hacer las cosas, se sinceró con Manuel. Le apenaba, pero se negaba a ser una amargada, sin darse una oportunidad.
El silencio se hizo doloroso y profundo. Manuel, sin decir más palabras que las justas, guardó la compostura, tal como era: un hombre cabal. Odió las maldades y habladurías, odió no haber querido reconocer la verdad, Odió a Juan, porque sabía lo difícil que sería la vida de María a su lado.
La vio marchar. Le devolvía su libertad.
—Nunca me olvidaré de ti —le dijo María.
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—María, has apostado todo por mí. Construiremos juntos una aventura —dijo Juan dichoso. Ella lo miraba, asintiendo. Sin haberlo conocido, ella siempre lo amó.
En una sociedad pacata, rural y pobre, era de esperar lo que ocurrió.
Las habladurías fueron implacables. Sin embargo ella era una mujer fuerte y enamorada, su sonrisa sincera desarmaba las furiosas lenguas.
María, vivió unos años de felicidad, no de vida fácil, con cinco hijas más.
Don Eusebio, Funcionario del Registro Civil, no cedió ni un ápice ante las súplicas de María.
—Compréndalo usted, mi niña es hija de Juan, todo el mundo lo sabe, debe llevar su apellido.
—Vergüenza debería darle, María. Esto lo sabrá el señor cura. Y encima dicen que él es ¡anarquista!
—El señor cura lo sabe bien. Aquí todo se sabe.
—¿Apellidos del padre?
María cerró la cristalera de golpe, quebrando el cristal.
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Su corazón se cerró, para guardar su pena, cuando su hijo mayor murió al regresar enfermo de África. Tenía veinte años.
A su cabello castaño asomaron canas, con velado rostro ocultaba al mundo su desgracia, no era mujer de llantos, pero, en ese tiempo sobrevivió entre tinieblas.
Pero a María le quedaba una vida por vivir, y unos hijos muy queridos, a los que cuidar.
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María, lee junto a Lola una revista: —Dice: “Si mueves el abanico deprisa mirando a un muchacho, quiere decir te amo…”.
—Calla, María, tengo que advertirte… de lo que se habla por ahí…
—Sí, que Juan es anarquista. Sé leer los periódicos, pero ahora hay un Gobierno Liberal, que reconoce a los partidos políticos y el voto femenino.
—¿Las mujeres votando?
— Dicen que la guerra no durará, prima.
A María le avisaron de la detención de Juan, acusado de poner una bomba.
Se vieron de lejos, a través de barrotes, rodeados de una multitud: —
¿Juan, cómo estás?
—No te preocupes, no he hecho nada, lo prometo. He confesado por proteger a un compañero. Diré la verdad, no pueden probar nada.
Caminaba cada día varios kilómetros para preguntar por Juan. Estaba desesperada, pues no le permitían verlo, no estaban casados.
Un soldado, apiadándose, le dijo donde estaba, ella a cambio, le dio unos chuscos de pan.
María cruzó el descampado, y vio el ventanuco que le dijo el soldado.
Se asomó y contempló a Juan atado de pies y manos, en el suelo, estaba bebiendo de un cuenco, talmente como un perro. Ella le arrojó pan, él la miró y moviendo sus labios le dijo: «teee quiiieeerooo.»
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—A Juan lo trasladaron a la capital.
—Lola quédate con mis hijas, me voy a averiguar dónde está.
—No te arriesgues, se prudente.
Cuando lo liberaron, parecía venir del otro mundo. María lo cuidó, lo alimentó, y dejó que durmiera en su regazo.
Tuvo que dejar el trabajo, por ser la querida de un anarquista, según las nuevas reglas de «la moral».
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Alimentar a sus hijos, era tarea ardua: trabajaba en la almazara, amasando pan… Juan compraba de estraperlo productos necesarios para sobrevivir.
Las cuatro hijas mayores trabajaban en panaderías, las pequeñas cuidaban unas a otras.
Muchos recogían carbonilla del túnel, de la que soltaba el tren a su paso. María salía antes del alba, no era fácil distinguirla vestida de negro, solo el vaho de su boca la delataba. Aquel día apenas había carbonilla… Levantó el toldo del carro y cogió unos trozos de carbón. Un soldado alemán la sorprendió, le gritó e hizo gestos inequívocos para que tirase el carbón. María, deslumbrada por la linterna, hizo ademán de tirarlo, pero, impulsivamente, cogió un guijarro y alzándolo amenazó al soldado.
«María… suéltalo y corre…» —pensaba inmóvil como una estatua.
El soldado, de cara rojiza, repetía el aviso, sin apenas gesticular- también petrificado. Finalmente, volvió sobre sus pasos y se metió en la garita.
A María le temblaban las piernas cuando entró en casa. Sus hijas se miraban asombradas, había pasado mucho tiempo sin verla sonreír.
. María, aún sin oportunidad de dar una formación a sus hijos, les transmitía los valores en los que creía: —No olvidéis que el dinero no hace mejores a las personas. Nuestros mayores bienes son la familia y la amistad.
Al poco de acabar la Guerra Civil, Manuel empeoró. María y sus hijas, cuidaron de él.
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Su hija mayor, Conchita, le recoge el pelo.
—Madre, le pasa algo, la conozco.
—No, no es nada. Desde que murió tu padre, Juan me habla de casarnos, pero hija, no te preocupes.
—¿Por qué no, madre? Nos ha dedicado toda su vida, merece ser feliz.
María niega lo evidencia de lo va de boca en boca: «él tiene otra mujer. Dios la habrá castigado por vivir en pecado con él». Las dudas la hunden, siente frío, se abraza a sí misma, sin sentir ningún calor.
Juan la amaba y deseaba casarse con ella. Pero ella no admitiría jamás otra mujer en su vida.
Caminaban por el parque, Juan la tomó de la mano, ella se zafó y se apresuró, mientras las lágrimas mojaban su boca. Él intentaba seguir su paso rápido, mientras le hablaba de lo mucho que se amaban y de lo que les quedaba por vivir…
Llovía. La incipiente lluvia les hizo buscar donde guarecerse, las hojas revoloteaban a su paso. Se apresuraron aunando sus pasos, sabiendo desde el principio adonde iban.
Amanecía, María y Juan permanecían abrazados. Ella sabía que era la última vez que se verían como pareja, él tal vez no.
—Juan, me siento afortunada por haberte conocido, hay quién no conoce en su vida el amor, por eso ha valido la pena todo.
Salió con paso ligero, sin volver la vista atrás.
Sandra Méndez.
RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura CreativaDeja una respuesta
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Carolina Rincón Florez
04/11/2024
Fabuloso relato de amor de una mujer en los primeros años del siglo XX, superando todas las adversidades que por esa época existían para el género femenino.
Me he imaginado perfectamente como era María, y me he quedado con ganas de saber más, que valiente y luchadora. Que bonita creación, espero poder seguir leyendo más de esta autora con talento.
Estupendo relato! Me ha encantado.👏
Enhorabuena por el relato, una historia dura en una época difícil donde la mujer, trabajaba mucho y tenía poco que decir, mejor dicho no le permitían tener opinión.
Emotiva historia muy bien contada.