TODO VA BIEN – Dori Higuero

Por Dori Higuero

Reconozco que soy una mujer desconfiada. No me gustan las personas que no
cumplen su palabra. Para mí, la honestidad y la integridad son aspectos
fundamentales en cualquier relación, ya sea personal o profesional. Si alguna
persona no puede cumplir lo que promete, simplemente no puedo confiar en ella.
Mi desconfianza ha sido parte de mi vida desde que era joven. Crecí en un
entorno donde las promesas se rompían con demasiada frecuencia, lo que me
llevó a ser muy selectiva con las personas con las que me rodeaba. Mis amigas
siempre han bromeado diciéndome que soy “la sabuesa del grupo”,
habitualmente observando y manteniéndome callada, sobre todo ante
conversaciones que rozan la hipocresía y la deslealtad al grupo. Confiesan,
bromeando, que soy rara, demasiado estricta con todo y con todos. A menudo
me dicen con tono cariñoso que veo sombras donde solo hay luz.
Hasta ahora solo he confiado en la mujer que se refleja cada mañana en el
espejo de mi baño. Me considero demasiado sincera, quizás no resulto simpática
para algunas personas, eso no me importa en absoluto.
A pesar de que tengo una personalidad reservada, disfruto de la compañía de
mis amigas en esos encuentros mensuales donde nos ponemos al día con
nuestras vidas.
No me he presentado aún, me llamo Jimena Bramante, soy una mujer que en un
par de años coronará el medio siglo, estoy soltera, sin hijos y con una relación
que supera las dos décadas. Mi pareja es un buen hombre, definido por
pronunciados matices edípicos Tampoco confío en él, en estos años me ha
hecho promesas que no ha cumplido. Tenemos una relación cómoda, nos
queremos y nos respetamos, hemos vivido buenos y malos momentos, creo que
sumaremos juntos un par de décadas más.
Llevo una vida demasiado monótona, no me suceden cosas extraordinarias, en
los últimos meses, en “nuestras quedadas de amigas”, solo escucho las
aventuras, y alguna que otra desventura, de mis amigas Marga, Elvira y Sol.
Nuestros encuentros se resumen en: mi hijo estudia en la Sorbona, mi marido
me lleva de crucero por el Índico el próximo mes, me he puesto a dieta para estar
divina en la fiesta de Luchy, bla, bla, bla…siempre en esa línea. Aparentan ser
felices con sus vidas, o quizás no; ellas me preguntan y siempre digo lo mismo:
“Todo va bien, como siempre, dentro de la normalidad, no hay nada nuevo en mi
vida”, y doy por terminada mi intervención guiñándoles un ojo.
Para no perder el contacto, desde que salimos de la universidad nos reunimos
el primer viernes de cada mes, en el glamuroso Café Villarta. Tengo la costumbre
de ir caminando hasta nuestro punto de encuentro; está a cuarenta y cinco
minutos de mi apartamento, ir a pie es lo ideal para respirar aire fresco y
despejarme la cabeza, sobre todo de vuelta a casa.
Aquella vez, la tarde estaba templada, el cielo se había cubierto de nubes grises,
el pronóstico del meteorólogo había informado un cambio en las temperaturas.
No suelo ver los boletines informativos, pero casualmente, buscando algún
documental o programa decente de televisión, me topé con el mapa del país
cargado de nubes, por eso sé que va haber tormentas, aunque mi pronóstico
térmico infalible es el dolor de mi rodilla izquierda, lesión de cuando practicaba
alpinismo.
Caminaba sosegada, sin prisas, había salido con bastante antelación, como es
habitual en mí. Mientras transitaba por las calles de la ciudad, mis ojos curiosos
se detuvieron en una escena que despertó mi instinto de desconfianza. Un
hombre de aspecto sospechoso estaba hablando con una mujer joven,
ofreciéndole algo que no lograba identificar. Me acerqué sigilosamente, tratando
de escuchar su conversación: «Te prometo que esta es la oportunidad de tu vida»,
musitó el hombre con una sonrisa que no alcanzaba a iluminar sus ojos turbios.
La mujer asintió, seducida por la promesa de un futuro incierto. Un escalofrío me
recorrió la espalda mientras me preguntaba qué oscuros secretos se ocultaban
detrás de aquel trato; ella denotaba nerviosismo.
Optando por la prudencia, seguí a la pareja manteniendo una distancia discreta
para no alertar su atención. Mis sospechas aumentaban con cada paso que
daban. Finalmente, decidí intervenir antes de que fuera demasiado tarde para la
inocente joven. Cuando los alcancé, sus miradas se encontraron con la mía en
un cruce de sorpresa y desconfianza. Ignorando la hostilidad del hombre, dirigí
mis palabras a la mujer con determinación. «¿Estás segura de que puedes
confiar en este individuo?», le pregunté, procurando disipar la niebla de engaños
que envolvía aquella situación. La joven, desconcertada pero receptiva a mis
palabras, se volvió hacia el hombre en busca de la verdad que ocultaba, lo
cuestionó con una mirada inquisitiva llena de inseguridad. El hombre vaciló un
instante y salió corriendo, dejándonos allí.
Agradecida por mi intervención, la mujer comenzó a llorar con desesperación.
Sus ojos se encontraron con los míos en un fugaz momento de gratitud y
complicidad. «Gracias por salvarme de cometer un error. A veces es difícil
discernir en quien confiar», expresó con sinceridad, dejando entrever la
vulnerabilidad que yacía tras su apariencia segura. Asentí con una sonrisa,
sintiendo una cálida satisfacción por haber sido el ángel guardián de aquella
joven, y con la certeza de haber sembrado una semilla de lucidez en este mundo
velado con engaños.
La joven, cuyo nombre desconocía, me reveló que había respondido a un
anuncio en el periódico que solicitaba modelos. Se dejó seducir por la
oportunidad, con la esperanza de ganar dinero extra para financiar parte de sus
estudios universitarios.
Resultó ser que el anuncio se trataba de una estafa, una artimaña para reclutar
a jóvenes ingenuas como acompañantes en un entorno peligroso. Me enteré de
esta decepción una semana más tarde a través de las noticias, reafirmando mi
instinto desconfiado una vez más.
Ante la incertidumbre y el miedo que la invadían, le sugerí recurrir a la ley, a la
protección de la justicia para detener a aquellos que se aprovechaban de la
inocencia de jóvenes como ella. Mi mano extendida, lista para acompañarla en
el camino hacia la denuncia, fue rechazada con gratitud y timidez. Optó por
llamar a una amiga, quizás por temor a enfrentarse sola y con una desconocida
a la oscuridad que la había envuelto.
Mientras esperábamos que pasaran a recogerla, dejé que mis pensamientos
vagaran por los peligros de la ciudad, preguntándome quiénes eran aquellos
seres sin escrúpulos que engañaban a chicas a tan temprana edad. La joven
permanecía con gesto sereno, pero con mirada vigilante, como si la sombra del
peligro todavía se cerniera sobre ella.
Le tendí la mano para despedirme, ella me dio un afable abrazo,
agradeciéndome de nuevo haber intervenido ante aquel engaño. Las dos amigas
se dirigieron hacia la comisaría de policía a poner la denuncia.
Seguí mi camino con el tiempo apurado, no aceleré el paso, así pude evitar las
efusivas muestras de cariño y atenciones superfluas que tanto me incomodaban:
absurdos saludos con besos disipados en el aire para mejillas que se acercan
sin llegar a tocarse, como imanes dispuestos por el mismo polo. Mi caminar
pausado servía sobre todo para obviar esas irrisorias frases de: “me encanta tu
vestido, ¿de quién es?”, pregunta incongruente, dan ganas de responder: “pues
mío, que para eso lo he comprado”. O también: “¿Qué guapa estás, te veo más
delgada que la última vez?”, “Sí, ahora hago spinning”, “mi Arturo me llevó el
lunes a París por nuestro aniversario”, y ahí comienza ese griterío de “cuenta,
cuenta…” y “…. Bla, bla, bla”. Mejor llegar cuando ya estén sentadas y se hayan
calmado.
Cualquiera que tenga el poder de leer mis pensamientos creerá que soy muy
crítica con ellas, quizás piensen que les tengo envidia, pero nada de eso, son
mis amigas de siempre, hemos pasado muy buenos momentos juntas, aunque
llevamos distintos caminos.
Reflexioné con nostalgia sobre los cambios que habíamos experimentado a lo
largo de los años, recuerdo cómo éramos cada una:
Sol: la hippie del grupo, vaya pintas que llevaba antes, vestía con pantalones de
campana a lo John Lennon y camisetas con lemas proactivistas, le encantaba
hacer sentadas delante de la facultad, por la defensa de los animales. Ahora no
sale sin su traje de Carolina Herrera, es socia de un club de élite, amateur en
equitación y tiene un chihuahua al que lleva al salón de belleza canina para que
le hagan la manicura, es la pija del grupo.
Elvira: era fanática de los donuts, los bollicaos y toda la bollería con grasas trans,
no le hacía ascos a nada, decía que comía por nervios, cualquier excusa era
buena para tener siempre a mano algunas golosinas. Con un cuerpo voluptuoso
tipo pera, nunca tuvo complejos. Tenía una gran onza de chocolate alrededor de
la cintura que se le movía al caminar. Ahora se cuida, tiene por abdomen una
tableta bien definida, firme, sin un gramo de grasa, luce una silueta esbelta con
unas medidas que rozan la perfección griega. Es vegetariana o vegana, términos
que equivoco porque no me interesan, come en restaurantes de primera, de esos
de estrellas Michelin, de los que te vacían el bolsillo sin llenar el estómago.
Marga: el cerebrito del grupo, todas apostábamos que iba a llegar muy alto, que
sería la primera en conseguir un gran trabajo, su inteligencia siempre ha sido
brutal. En cambio, no la utilizó mucho el día que conoció a su marido, se
quedaron embarazados en la primera de cambio, está felizmente casada con el
director de un banco. Dedica el día a cuidar de sus cuatro rorros, y del casoplón
donde viven, en la mejor zona residencial de la ciudad; se ha convertido en todo
un referente del manual de la perfecta esposa, pero sin ser sumisa.
Y yo, me he presentado más arriba, aspiré a ser funcionaria de la administración
local, nada que ver con mi licenciatura en historia del arte. Era y sigo siendo
sencilla. En lo único que he cambiado es en la desconfianza que manifiesto hacia
los que me rodean. Mi primer desengaño amoroso fue cuando me dejaron
plantada ante el altar. Recuerdo aquel bochornoso día, todos los asistentes al
bodorrio con cara de “no sé qué decir”. Al final hubo festejo, pero sin el novio,
aquello me marcó, llevo años de terapia y aún no lo he superado, fue un auténtico
cabrón. Ahora tengo la suerte de compartir mi vida con un buen hombre.
Voy con media hora de retraso, estarán preocupadas, tengo varios mensajes y
llamadas en mi teléfono, serán de ellas, luego los veré.
Ahí están, en la mesa de siempre, junto a la ventana, absortas en la
conversación:
– ¡Hola, chicas! – les digo al llegar
– ¡Jimena, nos tenías preocupadas! No es normal que te hayas retrasado, tú
siempre llegas la primera- dijo Sol, dándome un efusivo abrazo, nada que ver
con los besos en el aire que tenemos por costumbre.
– ¡Cuéntanos! Si has llegado con retraso, es que te ha pasado algo interesantedice
Elvira con cierta picardía, mostrándome la silla que está junto a ella para
que tome asiento.
-Dejadla que hable chicas, la estamos atosigando. ¿Qué tal, Jimena, alguna
novedad que nos quieras contar? – pregunta Marga, como es habitual en ella, le
encanta estar bien informada.
-Todo va bien, como siempre, dentro de la normalidad, no hay nada nuevo en mi
vida-, les digo guiñándoles un ojo
La tarde siguió su curso, igual que en meses anteriores. Reflexiono sobre lo
ocurrido esa tarde, y mi vida sigue igual de monótona: “Todo va bien, como
siempre, dentro de la normalidad”.

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