TRÁNSITO (MUERTE DE LA MADRE) – Antonio J Morales Domenech
Por Antonio Jesús Morales Domenech
Era una enfermedad letal y si a ello unimos las pocas ganas de vivir que tenía, poco
más podríamos añadir, salvo asumir lo que lamentablemente ya estaba decidido. Su
vida era convivir con unos dolores insoportables, padecía una herida lacerante y
destructiva, era un vivir en el dolor que hacía de esa vida una no vida, mi madre tenía
cáncer.
Habían sido muchos y largos los meses de peregrinar de hospital en hospital, llegando
a las terribles urgencias, donde todo está despersonalizado, es triste, frío y anónimo. Y
de ese último hospital, cuando ya no quedaba ni otra alternativa ni otra esperanza, fue
desde donde fue trasladada a uno completamente distinto.
Parecía un pequeño pueblo, aislado del mundanal ruido, una institución de la que ya
no se volvía. Se llamaba “Fundación San José” y estaba en el populoso barrio de Cuatro
Vientos de Madrid. Este hospital albergaba un pabellón para casos terminales y de
cuidados paliativos. Desgraciadamente mi madre pese a su consciencia, estaba en
últimos hálitos de ser y estar entre nosotros.
Una ambulancia la trasladó desde el hospital de Getafe hasta ese otro centro, a la
caída de la tarde de un día otoñal de octubre. Aquella institución, la Fundación San
José, resultaba un tanto tétrica. Rodeada de pinos, se asemejaba a un típico bosque
mediterráneo, con una enorme cantidad de flores diseminadas por todos lados, a
pesar de lo cual la sensación que experimenté desde que entré en ella fue que la
muerte lo inundaba todo. El pabellón al que fue destinada mi madre era un edificio
antiguo. La puerta de entrada daba acceso a un recibidor del que partían dos pasillos,
uno a izquierda y otro a derecha. La asignaron la primera habitación del pasillo
derecho. Se trataba de un amplio espacio con techo altísimo y dos camas; la acostaron
en la más próxima a un enorme ventanal. Una ventana amplia y espaciosa por la que
entraba la luz a raudales, que permitía la vista de parte de los jardines y por donde se
escaparía la vida. En la otra cama yacía otra mujer en permanente inconsciencia, según
nos dijeron sus familiares tenía un cáncer muy avanzado en la cabeza sufriendo unos
dolores terribles, razón por la que estaba todo el día sedada.
Cuando llegamos al hospital, ella nos dijo que se encontraba tranquila y a gusto.
Efectivamente, parecía más relajada y seguro que en el fondo de su ser comenzaba a
creer que allí había ido a morir. Seguramente pensaba que allí estaría bien cuidada y
atendida y sobre todo que no nos daría mucha “guerra”, tanto a mi tía Carmen, que
era su hermana, como a mi hermana y a mí. Esa era una característica suya, el no
molestar, el no pedir nada, el vivir intentando no generar preocupaciones.
La impresión que producía aquel lugar era desoladora, creo que no he visto un sitio
más triste como ese en toda mi vida, el tiempo avanzaba de otra manera, las caras de
tristeza y sufrimiento de todas las personas con las que te cruzabas, la legión de
familiares que allí estábamos, era descorazonadora. La desesperación y la impotencia
lo invadía todo y los gritos de algunos enfermos durante la noche eran
sobrecogedores, posiblemente la mayoría eran consciente que estaban allí para morir.
No recuerdo exactamente el número de días que estuvo en aquel lugar hasta que nos
dejó, debieron ser como dos semanas. Yo solía ir diariamente a la hora de comer y me
gustaba ayudarla en ese quehacer, los últimos días prácticamente no comió. En esa
aparente recta final, empezamos a quedarnos por la noche ya que en un momento los
médicos nos plantearon que para mitigar los terribles dolores que padecía, debían
empezar a suministrar morfina, y que esa decisión no tenía marcha atrás. Tanto mi
hermana como yo estábamos de acuerdo en que si esa medida serviría para mitigar en
la medida que se pudiese los dolores, bienvenida fuese.
Cuántas veces he pensado sobre la eutanasia y la lucha que se plantea desde la
perspectiva religiosa y moral. Pienso fervientemente que hay que respetar los deseos
del enfermo y que cada uno siga con su respectivo credo sin imposición de nadie. Ese
hospital estaba regido por una orden religiosa y los enfermos eran atendidos por
monjas.
Dentro del turno que de alguna manera establecimos entre mi hermana y yo para
estar por las noches con mi madre, yo planteé quedarme si todo encajaba desde la
noche del viernes al domingo, por eso la noche del miércoles al jueves que fue su
última noche estaba previsto que se quedase ella. No sé lo que me llevó a plantearla
que esa noche me quedaba yo, recuerdo que vi francamente mal a mi madre y
pensaba que ese podría ser el final y en la medida que pudiese serlo, quería evitar esa
situación a mi hermana. Así lo hicimos y desgraciadamente así se sucedieron los
acontecimientos.
Esa noche me extrañó que hubiera un trajín diferente en el pabellón. Fue una noche
aciaga ya que además de mi madre murieron otras dos personas en el mismo pabellón,
parecía que la muerte campaba a sus anchas por los pasillos en aquella fría, ventosa y
triste noche. A lo largo de la última tarde la incrementaron la dosis, ya que los dolores
fueron a más, hasta hacerse prácticamente insoportables. Estuvo en una especie de
duermevela, en su cara se reflejaba ese terrible dolor, que a veces se veía atenuado
por una aparente paz y tranquilidad.
Todos se fueron y allí me quedé yo, solo con ella. Siempre he pensado lo estéril de
quedarse por la noche en los hospitales con nuestros seres queridos. En la mayoría de
los casos no sirve para nada, pero esta era una situación diferente.
Recuerdo el ir y venir de las enfermeras/monjas dando paso a las rutinas de los
hospitales, toma de temperaturas, aplicación de la medicación y demás actividades. En
ese bullicio llegamos a esas horas de la madrugada en las que parece que todo se
paraliza, serían la una o las dos de la madrugada y yo estaba sentado en una silla en la
parte izquierda de la cabecera de su cama.
Un sexto sentido me hizo percibir que mi madre nos dejaba, comenzó con un respirar
agitado que degeneró en agónico. Sus inspiraciones se prolongaban cada vez más. Cogí
su mano con la mía y con mi otra mano la foto de mi padre que presidía la cabecera de
su cama. Cuando percibí que podría ser su última respiración acerqué la foto a sus
labios y quiero recordar que ella la sintió. Dibujó una sonrisa en la que me decía que
me quería y que ansiaba unirse a su marido, depositando un leve y amoroso beso
sobre la foto de mi padre.
En ese momento, no sentí dolor, ni desesperación ni ningún tipo de desgarro; solo
emoción, paz y un sosiego infinito. Notaba el calor de su cuerpo. Besé su frente y
permanecí sentado durante mucho tiempo, todo el que quise; no recuerdo cuánto. Era
consciente que, en el momento en el que avisase a las enfermeras, yo perdería el
control de la situación y deseaba aún permanecer junto a ella. No necesitaba hablar
pero si decirle todas aquellas cosas que nunca nos dijimos. Crecí siguiendo sus
enseñanzas, en una educación donde los sentimientos apenas deben manifestarse.
Deseaba permanecer allí y durante algún tiempo sentir el calor de la mujer que me dio
la vida y con la que apenas había compartido nada. Esa falta de sintonía y comprensión
por mi parte siempre me ha producido un vacío irrecuperable porque creo que
podríamos haber sido más felices sin tantos prejuicios. Puedo asegurar que mi estado
de ánimo era de absoluta tranquilidad y serenidad. Era totalmente consciente de lo
qué había sucedido y de lo que tenía que hacer. Mi madre ya no estaba allí, sólo yacía
el cuerpo que la había albergado. Pregunté por el protocolo que debía seguir y, como
allí poco tenía ya que hacer, pensé en cómo ir dando la noticia. En primer lugar, se lo
comuniqué a mi mujer, después, a mi tía Carmen y, por último, a mi hermana. Pero,
previamente, hice un viaje real en mi coche, por mi vida y por la de mis padres.
Salí del pabellón, hacía un frío terrible. La oscuridad de la noche daba un aspecto aún
más tétrico a los jardines, serían las tres o cuatro de la madrugada. Cogí mi vehículo y
decidí rendir un homenaje a mis padres, dirigiéndome en coche a todos aquellos sitios
por los que ellos habían pasado y paseado sus días y yo los había compartido con ellos.
Puse rumbo a Getafe y conduje por las calles por las que ellos solían caminar. Tomé
después la carretera de Andalucía, por la que habíamos ido tantas y tantas veces hasta
Pinto, el lugar de mi colegio y que me resultaba tan cercano. Me dirigí a la gasolinera
donde trabajó mi padre y concluí mi ruta en las casas donde vivimos hasta que yo
cumplí diez años. Fue como llevar a cabo un viaje por el tiempo, cargado de una
emoción inmensa, de una intensidad plena y de un recuerdo imborrable.
De allí encaminé mis pasos a mi casa donde se lo dije a Ana; después fui hasta el portal
de la casa de mi tía Carmen, desde donde la llamé por teléfono para decirle que me
abriese. Por último e intentando que descansase lo más posible, fui hacia la casa de mi
hermana y repetí la letanía de aquella triste noche. Estando frente a la puerta de
entrada a su casa, llamé por teléfono, contestó y me abrió. Nada más verme supo por
lo que había ido, se deshizo en un mar de lágrimas y yo la abracé con todo mi cariño.
Creo que el llorar libera y que a mí me cuesta mucho, no recuerdo haberlo hecho
entonces, sí que lo que hecho después, siendo cómplice de mi soledad.
El resto fueron las típicas rutinas de papeleos, seguros, tanatorio, cementerio y
entierro. Sus restos descansan en la misma tumba en la que está mi padre, como era
su deseo.
Cuando todo había acabado, pensé que era el momento de descansar, los últimos
meses fueron muy duros, sobre todo para ella, su muerte fue una liberación en la que
espero y confío según sus creencias que serviría para unirse a sus seres queridos en el
paraíso, especialmente con mi padre al que amaba tanto.
Mi madre, que se llamaba Manuela, falleció la madrugada del 30 de octubre del 2003.
Epílogo.- Y cuando yo no esté porque haya fallecido, que piensen que no me he ido,
sino que sigo aquí, con cada uno de vosotros y con aquellos que puedan, sepan o
quieran tener ahí.
RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura CreativaDeja una respuesta
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María Isabel López Ben
07/10/2024
Es un relato muy hermoso, lleno de sentimientos y emociones.
Me ha hecho sentir y recordar momentos muy parecidos al fallecimiento de mis padres.
Tenemos miedo a la muerte porque no sabemos cómo enfrentarse a ella.
Simplemente hay que aceptarla cuando se presenta.
Sobrecogedor… se me ha encogido el corazón
Mi frase favorita: “ Una ventana amplia y espaciosa por la que entraba la luz a raudales, que permitía la vista de parte de los jardines y por donde se escaparía la vida. “ una frase para recordar… enhorabuena