TÚ.UNA LECCIÓN SOBRE LA VIDA Y LA MUERTE – Patricia Rey González
Por Patricia Rey González
En el mundo existe la montaña “Siete Picos”. En mi mundo, existe la montaña “Siete Piños”, y esa eres tú.
CAPÍTULO I.
ABRIL. EL AMANECER DE TU ENFERMEDAD.
– A ver hermana, te cuento. Mamá se ha ido hoy a comer a casa de mi suegra con su amiga y con la tía Marga. Durante la comida se ha sentido mal y se ha desmayado y ha perdido el control de los esfínteres. ¿Qué hacemos? – Me contaba y preguntaba mi hermano Álvaro aquella tarde del 5 de abril de 2021.
– Voy a llamar a su médico de cabecera y te cuento. – Le contesté, entre sorprendida y preocupada-
Mi hermano me llamaba desde su casa, en la que ya estabais todas, las 4 comensales: tú, tu gran amiga, la tía Marga e Isabel, tu consuegra.
Y así lo hice, contacté con Vicente, tu médico de cabecera, una persona que sobrepasa lo profesional y hace de su calidad humana, su cariño, su dedicación y su vocación médica la única forma que tiene de entender cómo desempeñar su trabajo, atendiendo a sus pacientes con dedicación, escucha, ternura, sin perjuicio de su pragmatismo, también admirable. Llevándole todo ello, para mí, para nosotras, a lo más alto: a la admiración no sólo profesional sino también personal.
Para no molestarle por si estaba en consulta preferí mandarle un mensaje de WhatsApp: “Hola Vicente, dime por favor cuándo te puedo llamar, creo que es un poco urgente por lo extraño: mi madre ha perdido “el sentido” hoy en casa de una amiga y se ha desubicado y se ha orinado y defecado encima. Sudaba y ahora tiene la tensión baja. Está con sus amigas ahora en casa.” Mensaje enviado a las 17:09hs.
La respuesta de Vicente fue rápida y contundente: “Hola. Llevadla a urgencias. Puede ser una hipoglucemia o una crisis epiléptica.” Mensaje recibido a las 17:12hs.
Al instante llamé a Álvaro y se lo transmití mientras yo recogía en el despacho para marcharme a acompañaros al hospital. Ya en ese momento estaba trazado el plan de acción: Álvaro y tú me recogeríais en la parada del autobús y juntos iríamos al hospital Puerta de Hierro.
Me subí en un taxi en la calle Velázquez, dirección al intercambiador de Moncloa. Llamé a la tía Marga para conocer más de lo que había pasado. Me confirmó lo mismo. Me pasó con tu amiga quien me dijo dos cosas que me inquietaron: la primera de ellas, que tu no querías ir al médico, que estabas enfadada con los demás y que no había necesidad de llevarte a médico. Estabas en tu modo negación. La segunda: que no era la primera vez que te pasaba, que el año anterior te había pasado estando a solas con ella en su casa, que perdiste el conocimiento mucho rato, con el consiguiente y semejante susto que se llevó. Me dijo que no me lo había dicho porque apenas hablábamos ella y yo pero que se lo dijo a tu marido.
Me pasó contigo. Yo ya me había bajado del taxi en los arcos del Ministerio del Aire y estaba cruzando la calle de La Princesa para meterme en el intercambiador de Moncloa. Me puse muy seria mientras cruzaba el paso de peatones, y antes de que yo hablara, me asaltaste: “Pero ¿qué haces llamando a Vicente? No voy a ir al médico.” Con ese tono tuyo autoritario tan característico. Pero no flaqueé: seria, contundente, tajante te dije: “Te subes al coche de Álvaro y te vas al hospital sin rechistar. Haces lo que te digamos que es lo que nos está diciendo tu médico.” Sorprendentemente, aceptaste sin más.
Al recogerme en la parada del autobús lo primero que me pediste fue que llamara a tu marido porque no te funciona WhatsApp. La respuesta fue: “No le voy a llamar. Al menos no ahora.” Tu marido me tenía “contenta” desde hacía unas horas puesto que no te cogía el teléfono cuando le llamabas.
Llegamos al Hospital Puerta de Hierro de Majadahonda y entramos tú y yo por Urgencias, dirigiéndonos al mostrador de “Admisión”, mientras Álvaro se iba a aparcar el coche. Justo en el momento en que estaban pidiéndome los datos de tu dirección, te llamó tu marido al móvil. Lo cogí yo, y tras una breve y rápida explicación de dónde estábamos y por qué, le dije que me diera la dirección de la casa donde vivíais juntos, su casa. Quedé en llamarle según acabara con el tema administrativo y burocrático.
Tardé escasos 6 minutos en finalizar aquellos trámites y le llamé desde tu móvil: una, dos, cinco veces; dejando tiempo entre llamada y llamada; probando a llamarle desde mi móvil; escribiéndole mensajes de WhatsApp que no recibía. No hubo respuesta de ningún tipo. Ausencia. Tu marido estaba desaparecido. No sería la primera vez a partir de ese momento. Tampoco había sido la primera vez hasta ese momento. Pero aquel día fue un punto de inflexión, y eso que aún estaban por suceder otras tantas cosas que confirmarían el retrato que de él ya tenía pero que sin embargo no podía hacerte ver por temas obvios: era tu marido y eso lo respeté hasta el momento en que me pediste que te sacara de su casa. Mientras tanto, durante algo más de 10 años, estuve respetando tu decisión de vivir con él.
Cerca de las 23:00hs, estando tu aún en urgencias ingresada, tu marido por fin llamó para decirme que venía al hospital: llegó casi a las 23:30. Durante todo el tiempo en que tú estabas ingresada sin que ninguno de tus hijos pudiéramos estar contigo, Álvaro y yo estuvimos hablando de la situación en la que te encontrabas y los dos veíamos con claridad que tu no podías estar sola en casa haciéndote cargo de la forma en que lo estabas haciendo. Tenías 72 años y te hacías cargo de más cosas de las que podías. Quizá la solución, comentábamos los hermanos, era que María, la chica que iba a vuestra casa una vez a la semana, pudiera ir más horas no sólo a limpiar y planchar sino también a hacerte compañía pues pasabas muchas horas sola. Tu marido siempre tenía mucho trabajo, y siempre daba la misma solución: llevarte de Paradores, cosa que, según sus propias palabras, tu primer marido, mi padre, no había hecho… Cuanta fanfarronería en sus comentarios; cuánta pose; cuánto tratar de justificar lo injustificable: el abandono.
Eso sí, para mitigar, apaciguar las caras de circunstancias con las que nos podía encontrar al llegar al hospital, nos invitó a un sándwich de las máquinas expendedoras del hospital. Fue en ese momento cuando aproveché para comentarle los pensamientos que nos habían acompañado a los dos hermanos: “Nuestra madre ya no está para llevar una casa al nivel que lo viene haciendo ahora. Quizá sea momento de que os planteéis que haya alguien durante más horas haciéndole compañía, aunque sea para ir a la compra. Nuestra madre ya no conduce.” Se me olvidaba un pequeño detalle que no debe pasar desapercibido: tu tenías 72 años; él 15 menos.
Su respuesta fue memorable: “Patita, he dormido escasas 4 horas. Yo firmo lo que me digáis.” Con cara de estupefacción le respondí: “No se trata de que hagáis lo que yo diga. Seréis vosotros los que tengáis que valorar qué necesidades tenéis y qué podéis pagar. Yo no tomo ninguna decisión por vosotros ni impongo soluciones.” A esto ya no respondió. Ausencia. La ausencia que mostró una vez más, aun estando presente físicamente. Y por cómo se sucedieron los hechos posteriores a ese día 5 de abril, tu marido ya tenía claro, pensado, decidido lo que iba a hacer, cuál iba a ser su lugar: se limitaría a hacer lo que los demás le dijéramos, sin involucrarse en nada, lo que se tradujo en abandonarte aun durmiendo bajo el mismo techo, en la misma cama.
Por fin te dieron el alta, casi a las 00:00hs. Saliste por tu propio pie, caminando despacito, con una leve y a la vez dulce sonrisa en tu rostro de agotamiento. El médico nos explicó a todos, incluido a tu marido, que todo estaba bien, que la desorientación y la pérdida del control de esfínteres podía deberse a una baja de tensión brusca. Sin embargo, habías estado más tiempo ingresada porque en la analítica de sangre habían encontrado unas células en un número muy elevado y de una forma anormal. Se hizo el silencio. Entonces pregunté: “¿Y a qué se debe esto?” La doctora respondió dirigiéndose a ti: “Puede deberse a que hayas pasado un simple constipado y tu cuerpo haya reaccionado sin que haya sido necesario que tomaras ni tan siquiera paracetamol -tu negabas con la cabeza- o a una enfermedad de la sangre.”
Silencio.
Silencio interrumpido por la propia doctora quien si perder la sonrisa ni el ánimo, quizá para erradicar los primeros pensamientos negativos, dijo: “Por eso, Pilar, te hemos dado cita por urgencias ya en el hospital para que vengas a hacerte una nueva analítica más específica.”
Salimos todos ya con los primeros informes que archivaría escrupulosamente ordenados en tres cuadernos. Nuestra aventura por los hospitales comenzó aquella noche con una simple pérdida de control de esfínteres y aquel primer informe era nuestro primer billete (o invitación como tú empezaste a llamar a cada cita nueva) para conocernos los hospitales; sus largos pasillos, sus recovecos; para conocer las ventajas de tener una tratamiento crónico -pagar el 50% del parking-; para conocer a los médicos; su lenguaje; para hacerme un curso acelerado de diabetes: medir el azúcar; pinchar insulina rápida y lenta a unos horarios específicos; qué hacer cuando tienes el azúcar en 700, cómo reaccionar y cómo cuidarte para no perderte. Un billete o una inscripción en algunos cursos acelerados de cómo suministrar insulina al tiempo que te suministraban corticoides para tener todo tu cuadro médico controlado; para hacerme un curso que me permitiera conocer cómo tomar anticoagulantes, cuándo y cuáles; para hacerme otro curso acelerado de qué comidas podías tomar y cuáles no -hasta que vimos que lo mejor era que comieras lo que quisieras-; para hacerme otro curso de derrames en el pericardio.
En definitiva, aquel billete fue la entrada a un Máster de cómo mantenerte con vida manejando 18 bolas en el aire cual malabarista circense con la diferencia de que yo no soy médico ni malabarista y al mismo tiempo el espacio entre unas bolas y otras en el aire cada día era más reducido porque cada semana se colaba otra bola más y apenas había tiempo para aprender. Pero la velocidad a la que giraban las bolas cada día era mayor, cogiendo una aceleración vertiginosa sin que estuviera permitido que las mismas cayeran porque eso significaba perderte.
Además, mi llegada al mundo del circo tuve que acoplarla a mi vida ordinaria: trabajar y estar con mi familia. Y eso debía coordinarlo con tu vida personal y con un tema que, si no quería dejarme llevar por la emoción descontrolada, sacar mi T-Rex y arrasar con quien se me pusiera delante, debía ser objetiva, templada, contenida, analizar con perspectiva haciendo verdaderos esfuerzos para hacer un ejercicio de estudio y contención tan bestial que jamás imaginé que tendría que hacer y ejecutar contigo de la mano. No fue fácil, pero lo conseguimos, aunque decidieras dejarte morir -y yo te acompañé a hacerlo- cuando ya eran demasiadas bolas en el aire y algunas se me escurrían entre los dedos y yo empezaba a asfixiarme.
Aquella noche, salimos del hospital y te marchaste con tu marido en su coche a vuestra casa, su casa, y Álvaro me llevó a la mía. Durante el trayecto de apenas 15 minutos casi no hablamos. El día había empezado con sol, pero la noche había llegado con el frío de las últimas noches de invierno. El coche tardaba en calentarse y la conversación no fluía. Al final alguno de los dos habló: “Si es una enfermedad de la sangre, me pongo a hablar de leucemia.” Con Álvaro las conversaciones sobre lo que te sucedía eran complicadas, o quizá lo que las hacía complicadas era mi actitud: encima de todo, controlando todo, leyendo y prestando atención extrema.
Sin embargo, la semana discurrió con normalidad: cada mañana tú y yo nos llamábamos a las 9:00 cuando yo ya había llegado al despacho y me tomaba mi infusión respirando aire en la terraza. Eran conversaciones normales: qué tal has dormido, cómo te encuentras, qué plan tienes hoy etc… Conversaciones diarias de una madre y una hija que desconocen que ha comenzado la cuenta atrás en su vida juntas. El reloj se había puesto en marcha; la cuenta atrás había comenzado: poco a poco irías desapareciendo, no sin antes pasar por complicados momentos físicos y emocionales. Sobre todo, emocionales.
El viernes 9 de abril tenías que ir a ver a tu médico de cabecera, Vicente, para tu revisión del azúcar. Fuiste con Álvaro. Iba a ser una revisión normal, pero no tuvimos en cuenta la excepcionalidad profesional de Vicente: quiso indagar sobre qué te había podido pasar el lunes anterior para que tuvieras un cuadro como el que pasaste. El azúcar quedó relegado por ese día, sin perjuicio de que más adelante decidió ser también protagonista en tus últimos días.
Así fue cómo Vicente te detectó una arritmia en el corazón que motivó un nuevo ingreso por urgencias en el Hospital Puerta de Hierro. Álvaro me llamó para informarme del tema: estaba preocupado, de hecho, me llamó cuando él iba solo en su coche a buscarte a la puerta del Centro de Salud. Apenas nos dio tiempo a intercambiar muchas palabras, pero la pregunta era obligada: “Álvaro, ¿has hablado con el marido de mamá?”, a lo que me respondió que le había llamado y su teléfono estaba desconectado; que le había mandado algún mensaje pero que no le llegaban. De nuevo tocaba organización: yo saldría de trabajar en ese mismo momento, me dirigiría al hospital y os vería allí. Llevaría comida para Álvaro y él podría marcharse a trabajar después de toda la mañana contigo, y yo me quedaría contigo en el hospital hasta las 19:00hs pues a las 19:30 tenía gente en mi casa. A ver si con un poco de suerte tu marido daba señales de vida en algún momento.
Recogí las cosas del despacho y salí a por comida. En ese trayecto recuerdo que llamé a tu marido en un par de ocasiones: nada: el teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. Qué curioso, si cambias la expresión “el teléfono” por “tu marido”, obtienes el resultado de su comportamiento durante aquellos meses: apagado o fuera de cobertura.
Llegué al hospital y antes de entrar estuve hablando con Quique, necesitaba desahogarme y quién mejor para ello que uno de “los Migoya”. No sólo le informaba de tu estado de salud, sino que le exponía con sumo enfado el comportamiento de tu marido. Vale que no fuera contigo al médico aquel viernes después de lo que te había pasado el lunes anterior porque podría estar trabajando, eso lo podía entender y hasta compartir, pero lo que no entendía era que tuviera el teléfono apagado: no estaba para conocer qué te había podido decir el médico, y desde luego no estuvo para conocer tu nueva entrada en el hospital.
Al llegar al hospital no pude verte, estabas en urgencias, pero estuve con Álvaro; apenas tenía información: arritmia. Había que conocer la entidad de la misma y ver qué se podía hacer. Álvaro comió, a mí ya empezaba a no entrarme nada de comida, con beber tenía ya suficiente.
Insistimos llamando a tu marido estando los dos juntos, pero no había forma. Álvaro se iba calentando, yo también: o estaba dentro en todo esto, o estaba fuera, pero que lo dijera, que se pronunciara, para saber si contábamos con él o no, más que nada para saber hasta dónde podíamos contar con él: si su decisión era que no iba a estar, nosotros dos nos organizaríamos sin contar con él y por lo tanto sin enfadarnos con él cada día. Si por el contrario decidía estar, como era de esperar, entonces debía estar disponible.
A las 14:40hs tu marido llamó por fin a Álvaro. Estábamos en la calle hablando y mi hermano cogió el teléfono: le explicó la situación y tu marido le pidió que me pusiera yo al teléfono.
Conversación memorable, mamá. Empezó preguntándome cómo estabas y le dije lo mismo que le acababa de decir mi hermano. Su respuesta fue: “¡Ay pobrecilla!”. Lo siguiente fue: “Patita, ¿cuáles son tus planes?” Yo no daba crédito pues qué más daban mis planes si su mujer estaba en urgencias por un tema cardíaco tras haber sido dada de alta el lunes anterior por un ingreso también de urgencias del que salimos con una noticia inquietante. Ninguna de estas consideraciones se las hice. Me limité a responder su pregunta: “Estaré en el hospital hasta las 19:00hs aproximadamente puesto que viene gente a mi casa a las 19:30hs. Así que te agradecería que estuvieras aquí a esa hora. Si le dan el alta antes, te llamo.” Su respuesta fue genial: “¡Ah, perfecto!, estoy acabando una demanda que llevo un año y medio para presentar y la quiero dejar acabada hoy. En cuanto acabe voy para allá.”
La genialidad de la respuesta está en que tu marido es abogado; yo soy abogada. Ambos nos dedicamos a la práctica en Sala y conocemos los plazos y desde luego ambos conocemos que a las 14:40hs de un viernes por mucho que se quedara presentada la demanda, la misma no tendría entrada hasta el lunes siguiente. ¿De verdad me estaba diciendo a mí, conocedora del mundo procesal, que era más importante acabar una demanda para dejarla presentada el viernes, que venir a ver a su mujer al hospital? Pues sí, me lo dijo y lo hizo. Colgué estupefacta, cabreada y sobre todo dolida. Pero aquel dolor no tuvo nada que ver con el que sentí al verte cuando te dieron el alta.
Álvaro se marchó a trabajar. Yo me quedé esperándote. Entraba en el hospital, me sentaba en la sala de espera; me levantaba y husmeaba en la puerta de ingresos, a ver si aparecías o salía algún médico; me volvía a salir a la calle. Y así hasta que en una de las veces que entré al hospital, salió una doctora cardióloga para decirme que te iban a dar el alta, que la arritmia, habías “confesado”, la sentías desde hacía casi 3 meses pero que no habías dicho nada, así que llegado el 9 de abril no se podía hacer nada con la misma, salvo empezar a tomar SINTROM. Me lo explicó todo con calma. Yo trataba de encajar la nueva información, los datos, la nueva dieta que debías tener, analizando la situación, tus necesidades y cuidados. Y estando en mis pensamientos, que se alargaron una vez se marchó la doctora, saliste por tu propio pie.
Qué dolor, mamá; cuánta tristeza al verte, al escucharte pronunciar tus primeras palabras cuando aún ibas andando a mi encuentro, cargando con tus enseres personales; con tu carita de agotamiento: “¿Y mi marido?”
Te abracé con fuerza, aprovechando el abrazo para contener mis lágrimas de impotencia; mis ganas de decirte lo que pensaba. Y cuando terminamos el abrazo, me dirigí a un mostrador vacío para organizar todas las cosas que llevabas y poderlas coger yo. Y en un arranque de cinismo, de hipocresía, de contención, de la mejor forma que pude te dije: “Él está trabajando. Ahora le llamamos para decirle que no venga al hospital y que vaya directo a vuestra casa.”
No me preguntaste más, pero tampoco te hizo falta conocer más de la historia pues los hechos hablaban por si solos: tu salías de urgencias, preguntando por él y él no estaba, y como bien le escribirías unos meses más tarde, ni estaba ni se le esperaba.
De camino a vuestra casa le llamamos: tú no hablaste. Yo me limité a darle el parte de alta de forma resumida: incluíamos el SINTROM en tus pastillas diarias, con los controles propios del mismo: había que estar muy pendiente, llevarte al médico cada dos o tres días para revisión y reajuste de la medicación. Había que tener cuidado con tu circulación sanguínea y los golpes que pudieras darte. Nada fácil. A partir de entonces sería una nueva materia que integraría el contenido del Máster en “Cómo cuidar a una madre que se está marchando de esta vida”. A tu marido le dije que fuera directo a su casa, que yo podía estar allí hasta las 19:15, pero que no querría dejarte sola en casa después de tu alta. Él me aseguró que estaría allí a esa hora.
En el trayecto me dijiste que imaginabas que él estaría trabajando, tratando de justificarle y fue esa la primera ocasión en la que te dije que no le justificaras. Con buenas palabras, con cariño, tratando de no hacerte daño con una verdad que tú ya conocías y que te dolía. Apenas te salía la voz: hablabas en voz baja, sin el ímpetu que siempre te ha caracterizado. Pero detrás de ese débil hilo de voz, estaban tus pensamientos.
Tus pensamientos, mamá. Solo había que conocerte un poco para saber que podías haber tomado decisiones que con el tiempo se habían revelado como equivocadas, pero esos errores no empañaban tu inteligencia. Y tras tu débil voz; tras tu dulce sonrisa y tus pequeños ojos color miel, estaban tus pensamientos clarividentes. No eras ajena al abandono de tu marido, simplemente tratabas de justificarle de cara a los demás, tal y como en su día hicieras con mi padre, pero tu sabías lo que estaba pasando; tu sentías el claro abandono de tu marido a pesar de los parches que él quiso poner. Pero esos remiendos, esas apariciones puntuales llegaban tarde, no sólo en el tiempo, sino para ti: tu ventana ya no estaba abierta para él y le fuiste apartando, o, mejor dicho, le facilitaste su acomodo en el patio de butacas de la obra que era tu vida, facilitándole su papel de espectador. En ocasiones, un espectador ausente. Ya empezabas a mascullar tu plan emocional con tu marido, y a pesar de mi insistencia en que él debía tomar partido en todo lo que estaba sucediendo, tú ya habías decidido: le quería lejos de ti, no te fiabas de él. Y cuánta razón tenías.
Al llegar a casa, te sentaste en tu butaca de siempre para continuar cosiéndome “el trapo”, como ya habías empezado a llamar a la colcha de punto de cruz que habías empezado a hacerme hacía ya unos años a pesar de tu Párkinson. Y mientras te organizaba las cosas que habíamos traído del hospital y algo de la casa, me mirabas y me decías, insistiéndome una y otra vez: “Hija, vete. No hace falta que te quedes. Estoy bien. Vete con tu familia.” ¿Mi familia? ¿Y tú quién eras para mí? Y yo te contestaba una y otra vez: “Mamá, no me voy a ir. No quiero dejarte sola el día en que te han dado el alta por un tema cardíaco. Me quedo aquí hasta que tu marido llegue.” Me tenía que marchar sí o sí a las 19:15 y tu marido no llegaba. Me subía por las paredes viendo los minutos pasar sin saber de él; me envenenaba por callarme todo lo que pasaba por mi cabeza.
Al fin mi teléfono sonó: era tu marido: aún no había salido de trabajar, pero saldría en poco tiempo e iría a casa para estar contigo. “Vete tranquila, que no va a estar mucho tiempo sola”, me dijo. No daba crédito, mamá. Pero en un alarde de valentía decidí que tenía que marcharme y seguir con mis cosas de aquella tarde. Tu facilitaste que me marchara. Te besé, me despedía de ti con ese arranque de alegría y humor que caracterizaba nuestras despedidas: “Se buena. No te vayas de casa, mamá, que no estás para juergas.”
Antes de aquel cruce de palabras te pregunté si el sábado 18 de abril vendrías a comer a mi casa para celebrar mi cumpleaños. Mirándome desde tu butaca me dijiste: “Iremos”. Ese plural me llamó la atención y te pregunté quiénes vendríais. Y tú me dijiste, “¡Anda, pues mi marido y yo!”. Con la mejor de mis caras te dije: “¡Ah! Es que como tu marido trabaja de lunes a domingo pensaba que no iba a venir. Pero ya veo que cuando hay fiesta sí viene. Bueno, pues vamos hablando.” Y salí de tu casa bien jodida, mamá, muy jodida: tu vivías en una mentira de relación y nada ni nadie podíamos hacer nada por descubrírtelo. O incluso siendo conocedora de aquella sin embargo de alguna forma te compensaba pasarla por alto. Quizá por lo mucho que le querías y tu ceguera para ver la realidad estaba provocada por tu negativa a afrontar otra decepción, que finalmente llegó de tus propios labios y cuando la situación ya era irreversible: tres decepciones, comentaste a escasos 10 días de morirte: tu padre, tu primer marido y ahora él.
Me marché a las 19:20hs y tu marido no había llegado.
A la mañana siguiente te llamé para ver qué tal te encontrabas. Fue una conversación enrarecida. No daba crédito. Me empezaste a decir que eso que yo quería hacer, encerrarte en casa, limitarte tu libertad de salir estando al cuidado de alguien no lo iba a conseguir. No daba crédito: ¿cuándo te había dicho algo así? Jamás. Siempre te dije que necesitabas que alguien estuviera contigo más allá de uno o dos días con María mientras limpiaba la casa. Sólo quería que estuvieras acompañada: ni tus hijos ni tu marido podíamos hacerlo porque ninguno disponíamos de ese tiempo. Pero tú no me escuchabas, sencillamente te negabas a lo evidente. Siempre tuviste mucha fuerza y gracias a ella llegaste hasta el último día de tu vida, pero la realidad se imponía: no podías estar sola, necesitabas ayuda y yo trataba de brindártela. Imposible en ese momento. Colgamos, yo muy dolida y frustrada por no haber logrado transmitirte lo que realmente pensaba que necesitabas, que se alejaba mucho de lo que tu creías que yo te quería imponer. Esta vez, el tiempo no nos dio la razón a ninguna de las dos, sino que hizo su labor imponiendo una realidad y nosotras dos adaptándonos a ella conforme iba asomando tu muerte lentamente.
Aquel año 2021 no empezó muy bien que digamos: en febrero ingresaron a tu hermana, a la eterna tía Susi, a ese ser bondadoso, tierna, llena de furia y vehemencia, pero con tanta calidad humana, tanta sencillez y tanta generosidad que era imposible no rendirse a sus pies, a lo que ella dijera y quisiera. Admirable sus condiciones de vida, admirable cómo sacó adelante a 4 hijos, admirable cómo fue la única que estuvo al tanto de todos sus hermanos, sin importarle los hechos pasados, sólo mirando por las necesidades del momento y ofreciendo todo cuanto estaba en su mano: su casa, su comida, su incondicional cariño; sus sonrisas y carcajadas, y aquellas duras conversaciones haciendo espabilar a cualquiera. Tu Hermana, mamá, tu gran hermana, mi gran tía.
Fue rápido, sin apenas tiempo para respirar tranquilamente y asimilar la pérdida: las noticias corrían y nos llegaban cada día y cada vez un poco más negativas, atropelladas, sin dejar resquicio a una noticia, una frase que insuflase algo de aliento, algo de optimismo.
Lo mejor: que llegara a un hospital impregnado de amor, para recibir cuidados paliativos mientras estaba rodeada de sus 4 hijos, inseparables y siempre tan cariñosos.
No lo dudamos, allá que fuimos 3 días antes de su fallecimiento a ver a los primos, y cuando tu llegaste, a tu sobrino Luis se le ocurrió hacer una video llamada con tu sobrino Carlos (por cierto, se ha casado y ha sido una boda preciosa, cuánto la hubieseis disfrutado las dos hermanas), pues no podíamos subir a despedirnos de ella. Y allí estaba, mamá, tu hermana, la gran tía Susi, tumbada en una cama de hospital, sin apenas moverse, ya sin hablar. Pero reaccionó a la voz de Carlos quien le dijo que mirara al teléfono para verte. Y te miró, nos miró. Nos lanzó un beso y volvió a girar su cabeza a la derecha. Allí estabas, mamá, diciéndole lo mucho que la querías, lo bonita que estaba, y lanzándole besos. Mierda de despedidas en época de COVID-19.
Tres días más tarde, la tía fallecía sin testamento. Testamento, una simple palabra que sin embargo fue la que terminó no sé si de desenmascarar a tu marido o por lo menos sí fue el punto y final en mi relación con él. Cuántos pies de plomo; cuanta prudencia, discreción y sigilo. Cuánta contención en las pocas ocasiones que coincidimos desde que me lo diste a leer. Pero de lo que no me cabe duda es de que aquel testamento que decidiste firmar (para que no me pase como a la tía Susi, quiero dejarlo todo hecho) supuso un punto de inflexión en tu relación con él.
Estabas desolada por la pérdida de tu hermana; inmensamente triste, así que el día 26 de marzo me fui a verte con mis hijos y tu nieto Diego para dar un paseo y estar a tu lado. Qué complicado hablar mamá. Nos bastaba con estar juntas, rodeada de tus nietos (menuda sesión de fotos os hice aquella mañana); rodeada del silencio de aquel campo interrumpida por los gritos de las fieras, mientras tu mostrabas una calma arrolladora al tiempo que estabas inmensamente triste. Pero aun querías andar y acabamos por sentarnos, comernos el aperitivo y vuelta a dejarte en casa. Qué difícil hablar para no decir nada importante, porque de lo importante cuesta hablar y mucho y cuesta encontrar las palabras adecuadas para iniciar una conversación, e incluso para acabarla. Pero nosotras, jamás dejamos de transmitirnos todo nuestro cariño, en eso nunca escatimamos, esas eran nuestras palabras ausentes: nuestros abrazos, miradas y sonrisas. Nunca nos faltaron. Ahora duele, rompe no tenerlos.
Me sentía como cuando apenas unos días antes de fallecer la tía Susi, cuando aún podía hablar y estaba consciente, me puse a hablar con ella, sabiendo, conociendo el resultado final que estaba por llegar. A nadie nos enseñan a tener una conversación final, y se hace complicado porque no sabes qué decir, ni qué necesita la otra persona escuchar. Traté de insuflarle alegría, unos minutos de alegría utilizando un tono jocoso y siempre hablando con una sonrisa en la cara: decirle te quiero sonriendo mientras calibraba a la perfección la duración de la frase para que el temblor de la voz provocado por las primeras lágrimas, no me desenmascarase y abriera las puertas a tanto dolor dejarlo escapar a raudales.
Y así llegó el 18 de abril de 2021, domingo. Tu marido y tu vinisteis a casa, tal y como estaba planeado: era mi cumpleaños y tocaba celebrarlo tocándonos, no como el año anterior, junto con la tía Marga. Ver a tu marido me hacía sentir una bola de 3 toneladas en el estómago que me costaba y había veces que me imposibilitaba digerir. Tenerle en casa se me había empezado a hacer bola. No sabía dónde ponerle, cómo dirigirme a él, de qué hablar…. Así que fingía, cada minuto era pura ficción. Fingir era lo mejor que podía hacer por ti, mamá. Tu marido y tu vida con él era tu elección. Yo me limitaba a respetarla de la mejor forma posible.
El cumpleaños del año 2020 no pudimos celebrarlo juntas por culpa de una pandemia. Sin embargo, ideé un plan para teneros a todas mis personas a mi lado cuando despertara: durante cerca de dos semanas estuve recortando siluetas de muñecotes de mujer y de hombre, poniendo sobre la cara en blanco una foto de cada uno de vosotros. De la parte de atrás de la cabeza salía un hilo de lana de cualquier color que llegaba hasta el techo de mi casa. Os agrupé por temática: mis vecinos; las mejores terapeutas, esas amigas del colegio de los niños; mis piratas; mi familia. En cada uno de los cordones había pegado pequeñas figuras de formas irregulares, pero de goma eva con purpurina. El salón quedó precioso: toda mi gente allí colgando para darme los buenos días y acompañarme el día de mi cumple. Me pude fotografiar con cada uno de vosotros. Y cuando me llamabais por teléfono, estaba al lado de vuestra foto mientras hablábamos. Aún guardo aquel montaje que cuando te envié me dijiste que era maravilloso. Y te tengo de mil formas, pero sobre todo cuando miro a mi alrededor y veo la gente que me rodea: tú me has enseñado a reconocer a la gente que merece la pena conservar a tu lado. Aquel dicho de que los amigos caben en los dedos de una mano no va contigo, y tampoco conmigo, mamá: los Migoya; los primos; mis piratas; mis amigos del instituto y del trabajo, mis enanas y su extensión de familia. Mi familia. Todos aportan, todo suman. Da igual la edad. Tú me enseñaste a querer a las personas, a hacerlas un hueco en nuestra vida y a que decir “te quiero” sea lo normal de cada día. Amiga de tus amigos, así te describe Rosario, una persona deliciosa, un descubrimiento gracias a ti. Gracias por haberme dejado dicho que se llevara alguno de tus bolsos, mamá, pues ha sido la forma que he tenido de acercarme a ella y a Javier, desde la mayor de las prudencias y desde el mayor de los respetos. Hoy lleva el último bolso que siempre llevabas tú, mamá.
Pero volvamos a mi cumpleaños de 2021. Según abrí la puerta, como siempre, nos recibimos con un fuerte abrazo y una sonrisa. Me abrazaste, me dijiste felicidades al oído y me besaste, como siempre hacías. No habías llegado casi al salón cuando ya estabas sacando algo de una bolsa que traías. Y ya en mi habitación, mientras tu marido se quedaba en el salón me seguiste y con una sonrisa de ilusión, con algo de confidencialidad, me diste unos cuantos papeles para que te gestionara algo desde el despacho y casi casi a escondidas, mientras me dabas un sobre y me decías:
– Pati, este es mi testamento, lo hice el otro día en el Notario de confianza de mi marido, que no me quiso cobrar nada. Léetelo y cuando lo hayas hecho le das una copia a tu hermano para que lo tengáis los dos.
Lo cogí todo, y te dije que sí, que lo leería y se lo mandaría a Álvaro pero que ahora era momento de celebrar mi cumpleaños juntas.
Y así lo hicimos: celebramos mi cumpleaños juntas, con tus nietos, tu yerno y tu excuñada, que era más una hermana que una cuñada. Me regalaste un añillo con una estrellita, con las mismas palabras que siempre me has dicho y que tanto echo de menos: “eres mi estrellita, hija. Siempre que veo algo en forma de estrella, me acuerdo de ti y te lo compro” Y es verdad, tengo pulseras, anillos, collares, pendientes bien con estrellas o bien lunas.
A la mañana siguiente, lunes 19 de abril de 2021, en mi papel de madre, subida a mis tacones y recogiendo la casa, llamé a mis hijos: última llamada para estar listos y salir hacia el colegio. Eran las 8:20 y zarpábamos a las 8:30. La respuesta de las fieras era la de siempre: “¡ya vamos!” Y mientras me respondían esas dos palabras recordé que tenía que coger los papeles que me habías dejados para llevarlos al despacho y hacer las pequeñas gestiones que cada cierto tiempo me encomendabas. Y entonces encontré tu testamento. Por pura curiosidad lo leí. Y al leerlo, me empezaron a temblar las manos; un sudor frío me recorrió todo el cuerpo y me senté en la mesa del salón, con el portátil encendido y echando cuentas. No me podía creer lo que estaba leyendo: le habías dejado el usufructo universal y vitalicio de toda tu herencia a tu marido, siendo herederos a partes iguales tus dos hijos. Hasta ahí, todo puede parecer correcto, una cláusula soccini normal, al uso, sin más.
Pero había más, mamá. Mucho más. Tu marido era 16 años más joven que tu; tenía una hija de 20 años (si no recuerdo mal por aquel entonces), y tu solo tenías una cuenta corriente con los ingresos de tu jubilación y una casa. La casa era una casita preciosa y muy golosa pues era una casa dividida en dos y las dos casitas estaban alquiladas. Si mi hermano, quien te había estado pidiendo dinero hasta no hacía mucho tiempo (pocas cantidades) quisiera vender, algo que yo no iba a impedir, no podíamos, salvo que hiciéramos números con tu marido para pagarle el usufructo y él estuviera de acuerdo. Por eso me puse a echar cuentas con el ordenador abierto, viendo precios de viviendas similares y pensando en tu fallecimiento en 10 años. Cuánta ingenuidad.
De repente fue como si no te conociera: tú, que siempre luchaste por esa casita durante tu divorcio de mi padre porque era la herencia que le podrías dejar a tus hijos; tu, que siempre ayudabas a tus hijos, que siempre decías que éramos tu prioridad y así siempre nos hiciste sentir, ¿cómo era posible que nos limitaras tanto cuando del testamento se trataba? ¿No te conocía? O lo que era peor, ¿sí te conocía, pero tú no sabías qué habías firmado?
Salí hacia el colegio de los niños, no sin antes de forma atropellada contarle a mi marido lo que había pasado. Él leyó el testamento y me dijo: “No sabe lo que ha firmado, Pati. No lo entiendo ni yo salvo que me lo expliques, es lo mismo que le ha pasado a tu madre.” Entonces, ¿te conocía? Y si era así, ¿tu marido te había dejado firmar algo en su presencia -él es abogado- sin explicarte lo que significaba y sus implicaciones? ¿Y todo esto delante de su notario de confianza? Mamá, no te imaginas los días que pasé, sin saber qué pensar, qué decirte, hablando con personas muy cercanas a ti y a mí y llegando todos a la misma conclusión: “o no conocemos a tu madre o no sabía qué estaba firmando.”
¿Qué era peor, mamá: no conocerte o pensar que literalmente estabas durmiendo con tu enemigo? Apenas podía pensar. Me salvaron de la pérdida de nervios los 15 minutos que tardé en dejar a los niños en el colegio. Entonces, llamé a Álvaro y le conté lo que había leído. No daba crédito. Ninguno dábamos crédito. Decidí calmarme, no tomar decisiones ni decirte nada sin antes haber hablado con el Notario con quien trabajamos en el despacho, para exponerle unos hechos y que me explicara el significado del testamento, no quería hablar pudiéndome equivocar de alguna forma.
Tardé apenas dos o tres días en hablar con él y sin explicarle quiénes eran los protagonistas de aquel testamento, como si de una consulta más se tratara, me dijo: “esa madre le ha dejado a sus hijos un título nobiliario, que no sirve para nada.” Fue entonces cuando le descubrí quiénes éramos cada uno en aquella historia, y sólo entonces me dijo: “Patricia, tenéis que hablar con vuestra madre diciéndole si conoce lo que ha firmado y las implicaciones que tiene.” Y efectivamente, sólo así saldríamos de dudas porque lo que sí teníamos claro mi hermano y yo era que si aquel testamento lo conocías y era lo que querías, se respetaría absolutamente.
Quisimos hablarlo contigo juntos, pero quedar los tres juntos cada vez era más complicado y yo ya no podía más, no daba crédito a lo que había pasado, a lo que habías firmado mamá. Tenía un desasosiego brutal porque yo te conocía y sabía que era imposible que tu hubieras querido algo así. Pero el hecho de que lo hubieras firmado con tu marido delante y en el Notario de su confianza me resultaba espeluznante. No hacía más que darle vueltas a la cabeza.
A pesar de estar prevista la reunión de nosotros tres para el día 30 de abril, lo cierto es que verte desvalida, pensando en que te podrían haber engañado, eso me hundía mamá. Así que le dije a mi hermano que hablaría contigo el siguiente día que tuvieras cita médica y a la que desde luego te acompañaría.
Aquel día sería un 22 de abril de 2021, y tras salir del médico, con la mayor de las sutilizas y con el mayor de los cariños posibles, con la máxima contención, mientras caminábamos hacia el parking del Hospital, te dije:
– Mamá, he leído el testamento y Álvaro está al tanto de todo. ¿Sabes que con el testamento que has firmado los únicos a los que perjudicas es a tus hijos?
Paraste en seco, me miraste y me dijiste:
– No, ¿por? ¿Cómo que os perjudico?
Te miraba a la cara, a tus ojos color miel, era un día nublado, gris plomizo y los colores del día eran más tristes, más pesados, en perfecta consonancia con aquella difícil conversación. Pero tu voz era contundente y al mismo tiempo de sorpresa, “¿cómo es posible que os perjudique?”, me preguntaste.
Entonces empecé a explicártelo desde un punto de vista práctico, lo que significaba aquella cláusula, que por otro lado no estaba redactada por tu marido sólo para este testamento, sino que era una cláusula general, que sin embargo no aplicaba a vuestro caso. Te lo expliqué todo durante un buen rato mientras estábamos paradas una frente a la otra: yo conteniendo mis lágrimas. Tu pensando en la situación en la que te habían puesto, que lo duro no era la situación, que también, sino que lo duro y complicado era saber que había sido tu propio marido quien te había dicho que firmaras aquel testamento.
Contenía mis lágrimas que sólo querían rodar por mis ojos cual cataratas, pero no se lo permitía. Eran lágrimas de victoria, de liberación, porque tu reacción me confirmó que claro que te conocía. Y al mismo tiempo los párpados me quemaban porque sólo imaginar el dolor, la decepción que estabas siendo consciente que estabas sufriendo, me partía el alma. Me cogiste del brazo y reanudamos el camino hacia el coche y me dijiste tres cosas muy claras, (celebré tu vuelta a la clarividencia que siempre te ha caracterizado): “Pati, uno, quiero que me cambies el testamento; dos quiero que no se entere mi marido y tres no quiero dejarle nada porque no quiero que nada de lo mío le vaya a su hija.”
Conteniendo las lágrimas te dije que la última de tus peticiones no era posible pues era tu marido y había que dejarle algo. Además, te expliqué que podías mejorarle en algo, si es que así lo quisieras. Estas palabras te las dije a escasos metros de entrar en el parquin del hospital y me dijiste: “Mira hija, lo que más quiero en esta vida sois vosotros dos, y lo mío es para vosotros. No quiero que le quede nada. A mí nadie me ha explicado esto que he firmado como tú lo has hecho hoy”. Sí era posible cambiar el testamento. Te propuse un Notario con quien trabajábamos muy a menudo en el despacho, y que, al haber confianza, te podría concertar una reunión con él en la que estuvieras tu sola y en la que le explicaras la situación y lo que quisieras de verdad hacer, sin estar yo delante. Me dijiste que sí.
Cuánto dolor, mamá. Cuánta rabia no tanto por lo que tu marido había hecho contigo o consentido que tu hicieras, sino porque tú, amiga de tus amigos y entregada a tu marido y a tus hijos (sólo así entendías la vida, entregándote en cuerpo y alma a los tuyos), sin embargo, estabas siendo consciente del engaño, de la estafa, de la decepción, otra más a sumar en tu mochila. Cuántas lágrimas se me cayeron cuando te dejé en casa, pensando en cómo tu marido se había retratado y en cómo serían las horas siguientes cuando tú y él estuvierais juntos.
No me cansaba de decirte que por favor no pensaras que ni Álvaro ni yo queríamos arrastrarte hasta un lugar que no quisieras tú y que por favor me preguntaras todo lo que quisieras, o que incluso a la reunión con el nuevo notario fueras tu sola. Pero ay, mamá, ¡cómo zanjaste aquella parte de la conversación!, como tú sola sabías hacerlo, de la mejor de tus formas: seca, cortante y alzándome la voz: “¡No me lo digas más, Pati! ME fío de ti y sólo de ti. NO considero ni un minuto que tú me estés diciendo algo malo que me pueda perjudicar.”
¿Qué si fue dura aquella conversación contigo el día 22 de abril y las que siguieron sobre este tema? No, mamá, no sólo fue dura, fue complicada: cómo te plantas delante de tu madre, quien parece tener un problema grave de salud en esos momentos, para exponerle unos hechos de la forma más objetiva posible, de los que sólo pueden desprenderse dos opciones: opción (a): no conozco a mi madre y lo que firmó era lo que quería; opción (b) no sabía lo que firmaba porque nunca se lo explicaron.
En aquella conversación fue como si transcendiéramos un paso más allá de las relaciones habituales. Nuestra relación hasta ese momento era una relación llena de confidencias entre madre e hija; llena de risas, desencuentros, discusiones y encuentros nuevamente. Pero tras aquella conversación fue como si dos personas que han estado agarradas la una a la otra, sabiéndose necesarias, sin embargo, dejaran de ser dos personas para ser únicamente una, aun existiendo dos cuerpos distintos, pues me sentía unida a tu alma. Era amor, mamá, no me cabe la menor duda. Amor incondicional, el único amor que entendías, el único amor que siempre me enseñaste. Fue una de las conversaciones más duras que jamás he tenido, pero de la que obtuve lo mejor: nuestra unión, nuestra complicidad mayor aún.
Apenas pudimos hablar sobre cómo te sentías tras nuestra conversación, aquella en la que me deshice en palabras, me rebané los sesos para poder obtener frases llenas de delicadeza que te hicieran entender el qué habías firmado y que pudieras confirmarme si eso era lo que querías o no. Buscando palabras, ejemplos; buscándote la mirada, sosteniendo tus manos, y esbozando alguna sonrisa que hiciera más llevadero aquel trago que prometía quedarse atravesado en la garganta impidiendo que pudieras reaccionar. Pero no fue así, de ahí tu inteligencia, tu valentía y tu fortaleza, cualidades todas ellas dignas de admiración.
Me volqué en ti con los ojos cerrados, me lancé al vacío sin red, sin importar las consecuencias, sin medir los daños, todo por estar a tu lado. A tu marido no quería verlo, tampoco aportaba nada, salvo apariciones espontáneas y fuera de lugar. No me metería en vuestro matrimonio (como siempre hice), estaría a tu lado con o sin él, de la forma en que tú me pidieras, sin importarme nada ni nadie. Tú confiabas en mí (yo era tus ojos, tus manos y tus pies, como siempre me decías) y yo tenía que estar a tu lado. Pero no te pude salvar de esa parte de la vida que es el final de la misma.
De camino del hospital a su casa te pregunté si se le debía algo a tu marido y me dijiste que no. Que cuando él pagó una deuda tuya con Hacienda, él te pidió que le firmaras un reconocimiento de deuda, lo que así hiciste, pero desde luego nunca te dio copia de este. Nuevamente se volvía a retratar. Pero añadiste que no debía preocuparme porque aquella deuda estaba cancelada desde el año 2019, momento en que pediste una hipoteca sobre tu casa y le hiciste una transferencia. Ahora la deuda la tenías con el banco y no con él.
Ay, mamá, cuánta rabia, de nuevo, cuántos ejercicios de contención y cuánto disgusto. Había grandes amigos que me decían que era tu elección, que tu no pensabas que tu matrimonio era una mentira, pero mamá, claro que lo pensabas, pero poco margen de maniobra te quedaba, con 72 años y con la muerte que había decidido ser una fiel compañera de viaje, de tu último viaje. Y, aun así, con tan escaso margen de maniobra tuviste la capacidad y la entereza de resolver todo de un solo plumazo.
Te pedí que hablaras con tu marido antes de Navidades para que te diera el documento de que ya no había deuda, y me dijiste que así lo harías. No hubo tiempo, ni momento, ni ganas, ni documento, ni Navidades, ni mamá. Hubo desolación, devastación, ruptura, pero después de todo lo que pasó y lo que hiciste, nada puedo reprocharte. Él sin embargo no dudó en reducirte a 5.000.-€ que nos reclamó apenas 2 meses tras tu fallecimiento. Pero sólo espero que en esos momentos de exaltación y triunfo que debió experimentar al recibir el dinero, recuerde lo que debió experimentar tras ser el primero en leer tu último testamento (tanta prisa se dio, tanto le urgía iniciar los trámites de una testamentaría que hizo todo lo que estuvo en su mano para ser el primero en recoger la copia autorizada de tu último testamento) y sobre todo aquella última carta que le escribiste para que ponga los pies en la tierra y sepa que ya durante vuestro viaje de novios, tras la boda, hubo aspectos que no debieron existir.
El día 25 de abril de 2021 por la mañana te recogí en casa de tu marido sin que él estuviera. No subí, estabas ya en la calle paseando y yendo a mi encuentro, portando una bolsa llena de documentos con la que no querías que nadie te viera salir con ella. Te subiste en mi coche, con la cara desencajada, sin que las palabras fluyeran. Hablabas entrecortada y solo querías sacar y enseñarme documentos.
Estuvimos juntas revisándolos, tu explicándome cada uno de ellos, yo separando los que realmente eran tuyos y quería tener. Te sentías mal, muy mal, me decías, por estar haciendo algo así a las espaldas de tu marido. Te dije lo que pensaba: “No estarías actuando así si él hubiera hecho bien las cosas. Y no solo lo del testamento, sino también lo del reconocimiento de deuda.” Nada te consolaba, mamá. Lo entiendo y por eso quería ser lo más delicada posible: te entregué documentación que no era tuya y que no quería que tuvieras pues era de tu marido. No quería tener más de lo estrictamente necesario que tuviera que ver contigo: tu separación, tu divorcio, tu modificación de medidas; la deuda con Hacienda, la hipoteca, tu matrimonio con él y poco más (que ya es bastante). Te pedí que por favor todo lo demás lo dejaras en su sitio, no eran documentos tuyos, no queríamos nada que no fuera tuyo.
Pero, aunque nos fuimos a tomar un café, tú estabas demolida, arrasada, sin poder creer lo que estaba pasándote. Te pedí que lo hablaras con tu gran amiga, pero no querías porque ella y su pareja eran amigos de tu marido. Te dije que alguien debía saberlo, para que pudieras desahogarte y tener otro punto de vista. No parecías muy convencida. De todas formas, a fin de tenerte cuidada, yo ya había hablado con tu amiga de Valencia y estaba al tanto de todo. No salía de su asombro, como casi todos los que conocieron los hechos. Pero por lo menos ella podría estar pendiente de ti, como siempre lo había estado.
Sin ánimo de indagar ni de hacer daño, te pregunté en varias ocasiones cómo había sido la firma en la notaría del testamento, intentando entender cómo había sido posible que aquella firma se produjera. Tu no parabas de contarme siempre lo mismo: “Mi marido me repetía en varias ocasiones que, si estaba segura de lo que estaba firmando, y tanta fue su insistencia que le dije “a ver, que eres abogado y mi marido, tanta insistencia me mosquea, ¿es que acaso me estás diciendo que firme algo que me perjudique? A lo que él me contestó que no.” Pero nunca me explicaron lo que tu sí me has explicado.” Tu carita era un poema cada vez que me describías la situación, cuántas decepciones es capaz de albergar un cuerpo en pleno deterioro, y aún así, cuánta fuerza y fortaleza fuiste capaz de reunir para tomar las decisiones que hicieron que tu marcha fuera cerrar el círculo de tu vida con un broche, “como una campeona”, tal y como diría tu nieto 8 días más tarde de tu fallecimiento.
Sin embargo, los días 22 y 25 de abril de 2021, no sería los únicos días que resultarían pruebas de fuego, ni los únicos duros días que nos tocaría vivir juntas. Aún estaban por llegar muchos más, pero entre tanto ambiente negativo, siempre hubo momentos para sonrisas, para abrazos y para decirnos que nos queríamos aun sin ser necesarias las palabras “te quiero”.
Sin embargo, durante aquellos dos días sí que mantuvimos unas conversaciones de museo, mamá. Conversaciones sobre temas peliagudos: tu matrimonio; tu marido; tu vida; nosotras. Y pude constatar que efectivamente yo era tu estrellita y que era en mi en quien te apoyabas y en quien confiabas. Era mucha la responsabilidad que se me venía encima, pero era un orgullo que una persona como tú, alguien que deja huella allá por donde pasa, decida que sea yo quien la acompañe en todo. Un orgullo ser tu hija, mamá. Un orgullo sacar los dientes y las garras como solo tú me enseñaste a hacer para defender a los míos. Y la batalla más dura, la batalla de la vida o la muerte no es que la perdiera, ni que la perdieras, es que la decidiste perder con tanta calma y seguridad, mamá, con tanto sosiego y con tanta claridad que yo sólo pude acompañarte a morir, sin apenas separarme de ti. Aunque si todo volviera a suceder, estaría más tiempo aún si cabe contigo. Es el único pesar que me queda.
Por mi parte, siempre traté de ser ecuánime a sabiendas de los rabotazos que me darías por tanta equidad con quien no la merecía. Te sujeté de los brazos y nos dábamos la mano cada vez que íbamos juntas por la calle. Te sostuve cuando tenías que entrar y salir del coche, en cada uno de los paseos que dábamos por el parking del hospital y por sus largos pasillos. Te arropé siempre que estuve a tu lado: me encantaba prepararte la cama, estirarte bien las sábanas y echarte colonia encima de las sábanas para evitarte el olor intenso de hospital. Arroparte y dejarte toda la medicación encima de la mesa con cada dosis en un vasito pequeño con el día de la semana que te la tenías que tomar. No te engaño, iba agotada a los hospitales, pero me llenaba de vida verte, dedicarme a ti sin mesura, incondicionalmente, como siempre me habías enseñado tú.
Incondicionalmente. Menuda palabra, menuda forma de actuar: ¿estuve yo a la altura de las circunstancias, mamá? ¿Estuve a tu lado de forma incondicional? Apenas indago mucho en ello por miedo a encontrarme algún reproche que hacerme.
Hoy he rescatado los tres cuadernos donde de forma ordenada y cronológica íbamos ordenando cada cita, cada informe, cada nueva invitación que nos daban en cada nueva visita al hospital durante 6 meses, para junto con los mensajes de WhatsApp poder hacer la mejor de las cronologías sobre lo que te sucedió, que no fue sino algo que al final NOS sucedió a todos hasta llegar a tu muerte.
Desconozco, aunque puedo imaginarme cómo lo viven los demás, pero hoy puedo decir que durante 6 meses me vi obligada a sobrevivir aprendiendo a vivir en la supervivencia diaria, con los cinco sentidos alerta, reaccionando de la mejor de las maneras posibles ante situaciones no sólo nuevas sino tremendas, llegando tan agotada al final del día que sólo deseaba dormir.
El día 30 de abril de 2021, le mandé un mensaje de WhatsApp a tu médico de cabecera, el profesional más amante de su profesión que hasta ahora he conocido, para decirle que desde el punto de vista de hematología habíamos estado la semana anterior haciéndote analítica. Los resultados seguían arrojando una alteración poco usual (y ahora sé que nada halagüeña); que te habían mandado más análisis y que nos habían citado para el día 13 de mayo de 2021 para recoger resultados.
Sin embargo, le decía en aquel mensaje, el mismo día 30 de abril te habían llamado para adelantar la cita al día 4 de mayo. El mensaje se concretaba en un único interrogante: ¿qué sensación le daba? Recurrí a él, a sus palabras pues sabía que él no se andaría con paños calientes, y tú me habías llamado acongojada el mismo día 30 de abril, por la tarde, entre suspiros y sollozos, buscando un consuelo, una píldora de tranquilidad, de calma. Yo trataba de consolarte, de calmarte y de transmitirte tranquilidad, serenidad. En nuestra conversación podía verte agarrándote a mis palabras sin demasiada convicción, adelantándote, como siempre harías desde ese mismo momento, al resultado final.
El médico, como no podía ser de otra forma, lo clavó: “(…) Pero no llaman si no es algo relevante. Probablemente le irán a hacer una biopsia de médula ósea.” Nunca te dije nada sobre aquel cruce de mensajes, trataba de hacer de parapeto entre la realidad y tú, intentando transmitir aquello de lo que yo misma carecía: entereza, serenidad; calma.
Hablé con mi amiga Beatriz, bellísima persona y sin pelos en la lengua: necesitaba escuchar a alguien que me dijera lo que presentía tras adelantarte la cita, sin miramientos ni consuelos banales: ella, como le sucediera al médico, no encontraba palabras de consuelo, no había nada que justificara que el mismo día en que habías ido al médico a entregar unos resultados por la mañana, sin apenas tiempo de que los leyeran, te llamaran para adelantarte 9 días la cita que sería la definitiva.
CAPITULO II
MAYO. EL FLORECER DE TU ENFERMEDAD
El día 4 de mayo fuimos juntas a aquella dichosa cita adelantada: mieloma múltiple Bence Jones Lambda. No obstante, aún quedaba por hacer la biopsia de médula ósea lista para el día 6 de mayo. Todo se atropellaba.
El día 4 de mayo fuimos juntas, de la mano, sin soltarnos ni un momento. Hubo momentos de silencio, un silencio sepulcral, definitivo, contundente, que pesaba, plomizo. Tratábamos de romper el silencio con una mirada, con una sonrisa, y siempre sin soltarnos de la mano; abrazándonos en cada espera del correspondiente ascensor que nos llevaría a una consulta que con el tiempo sería un lugar demasiado común para nosotras. Y siempre, después de cada abrazo, sentido y tierno abrazo, cargado de amor, nos mirábamos y nos buscábamos la mano para no soltarnos.
Y en este estado de continuo contacto, sentido y necesario contacto físico que trascendía las palabras, vimos en la pantalla de la sala de espera, reflejado nuestro turno. Y con la decisión que siempre te ha caracterizado, allá que fuimos. Sólo nos soltamos la mano para sentarnos cada una en una silla delante de la doctora. Una vez sentadas, sin mirarnos, siguiendo un protocolo no escrito que se llama amor, dulzura, cariño, ternura, nos volvimos a buscar y nos encontramos de nuevo cogidas de la mano.
Y allí estábamos, escuchando a la doctora quien nos adelantó que todo apuntaba a un mieloma múltiple. En aquel momento, la información que salía de su boca nos parecía determinante, importante, imprescindible captarla y entenderla para luego transmitirla a tu gente. Hoy me doy cuenta de que aquella primera consulta y todas las que siguieron (excepto el paréntesis del día 23 de julio y la contundencia del día 1 de octubre) no eran más que consultas vacías de contenido pues nadie nos explicó la rotundidad de la enfermedad. Aquellas palabras aderezadas con sonrisas y alguna broma de las tuyas, no eran más que un bálsamo para pasar el trámite de tener delante a una paciente que se muere. Nadie nos habló con claridad de la gravedad de tu situación. Sin embargo, la palabra cáncer nos infirió un semblante serio.
Me encontraba en una situación en la que me sentía flotar: impactada por la confirmación de tus peores presagios; orgullosa de estar a tu lado en esos momentos; paralizada por la gravedad de la noticia; devastada por cómo te sentirías tú, cómo estarías recibiendo, digiriendo la noticia. Era como flotar, estar viviendo en una secuencia de la peor de las películas dramáticas, viéndome desde fuera tratar de reaccionar de la mejor forma posible para no dejarme arrastrar por la devastación. Sólo nuestra conexión física, sin soltarnos de la mano, mi mano izquierda sujetando tu mano derecha, me hacía reaccionar a tu continuo, delicado y delicioso apretón. Sólo era capaz de concentrarme en sentirte y no soltarte la mano, y era lo único que conseguía contener mis lágrimas, apelotonadas en el borde de mis ojos, asomando ansiosas, esperando la señal de un único y simple parpadeo para rodar por mis mejillas.
Traté de no mirarte, de mantener una expresión corporal que transmitiera que me estaba enterando de todo: siguientes pasos, pruebas, tratamiento… Pero en realidad sólo quería mirarte a los ojos y encontrar en ellos el consuelo de que todo iba salir bien; escucharte decir las palabras que desde ese mismo día dijiste: “este bicho no va a poder conmigo”.
Salimos de la consulta, inmersas en un silencio abrumador, denso pero incapaz de hacernos soltar nuestras manos, recorriendo el largo pasillo desde la consulta y hasta el ascensor, juntas, siempre juntas, en continuo contacto.
No daba crédito, realmente acababa de suceder lo que en las películas es el momento dramático por excelencia: el médico nos acababa de decir que tenías cáncer. Era real, tan real como nuestro apretón de manos continuo. Realmente había sucedido, y como cada suceso posterior, lo habíamos vivido, sería uno de los primeros momentos que nos arrasaría, pero siempre juntas, sintiéndonos a cada momento. Había pasado, estaba pasando, iba a seguir pasando.
Informé a tu médico puesto que para hacerte la punción de médula ósea tenías que dejar de tomar SINTROM. Y así, sin más, con la normalidad con la que pasan las horas, los minutos, nos subimos en mi coche. Me pediste ir a comer con tu marido y su hija. Con la obediencia de quien ama incondicionalmente, y pasando por encima de mis principios, allá que nos dirigimos.
Apenas recuerdo la conversación que mantuvimos durante el trayecto; soy incapaz de recordar si hablamos mucho o poco; si hicimos alguna de nuestras bromas o sencillamente nos dejamos envolver por el silencio que nos rompía y arrasaba. Recuerdo que llegamos al restaurante; que entraste tu primera, sola mientras me quedaba en la calle hablando con mi amiga, mi otra hermana mayor, con Teresa, a quien con la mayor de las calmas traté de contar lo que acababa de pasar. No era capaz de llorar, mamá. El silencio demoledor, la conmoción debió ganar la batalla campal a las lágrimas que sólo minutos antes ansiaban derramarse. Le dije a Teresa que me tocaba comer con tu marido, y entonces le vi acercarse hasta mi para preguntarme qué quería comer. Colgué a Teresa y entré con él en el restaurante. Apenas te dedicó 2 minutos, mamá. Lo que se tarda en mantener la siguiente conversación:
– ¿Qué os ha dicho el médico? – Me preguntó.
– Que todo apunta a un cáncer que ya está en la sangre y que el día 6 de mayo tiene una biopsia de médula ósea para ver si están afectados los huesos. – Respondí seria y calibrando los metros que nos quedaban hasta llegar a ti para poder mostrar la mejor de mis sonrisas, la clama mejor interpretada del mundo.
– ¡Ay, pobrecita! – Me dijo.
Fin de la conversación.
Podría reprocharle aquellos escasos segundos de conversación, mamá, y seguramente lo haya hecho e incluso hasta juzgado, pero sinceramente, no tenía cuerpo, ni ganas ni cara para hablar con él. Había que pasar el trámite: comer y listo. Nada más. El simple hecho de que no te acompañara a la consulta aquel día; los escasos segundos que duró nuestra mínima conversación, por llamar de alguna forma a aquel intercambio de palabras, ya lo retrataban, una vez más. Y no sería la última vez que se retratara en ese día, pues tras aquella comida quedó claro, nuevamente, que sus apariciones serían puntuales, de puro compromiso: el día 6 de mayo sería yo quien te acompañaría a la biopsia de médula ósea, él no podía.
Para el día 6 de mayo por la tarde estaba prevista la reunión en la Notaría para ver si modificabas el testamento o no. Tu insistías en que iríamos. Yo te frenaba: “mamá, cuando salgamos de la biopsia lo decides. Como vas a venirte a casa, lo vamos viendo, dependerá de cómo te encuentres. La reunión se puede cancelar.”
La biopsia estaba prevista para primera hora de la mañana. Creo recordar que tu marido te trajo a mi casa y se marchó a trabajar. Yo también trabajaba, mamá, pero eras mi prioridad: en función de tus horarios, de tus citas médicas, me organizaba el trabajo: jornadas que empezaban a las 2 o las 5 de la madrugada me mantenían en pie de guerra para afrontar todo aquello que viniera después. Es curioso cómo reacciona el cuerpo ante las mayores adversidades, cómo se adapta al medio. Creo que esa adaptación es fácil cuando está justificada por el amor incondicional a ti.
Ya en el hospital, te dejé en la puerta para que fueras subiendo a la consulta mientras yo me iba a aparcar, tratando así de evitarte paseos innecesarios que sólo sumaban puntos a un esfuerzo que ya de por sí te tenía agotada. Antes de arrancar te vi andar, primero con la cabeza gacha, mirando al suelo. Luego con la cabeza alta, mirando al frente, con decisión, con determinación. En ese momento las lágrimas acudieron a mis ojos de nuevo. Pero esta vez no hubo forma de contenerlas: no había consuelo, mamá, estaba asustada. No sólo lloraba asustada por el dolor que la prueba te iba a suponer, sino por lo injusto de la vida contigo: tú, quien siempre estuvo al lado de los suyos; quien siempre encontró las palabras adecuadas para cada persona, para cada situación, sin embargo la vida no te trataba como yo entendía que debía hacerlo: dándote la posibilidad de disfrutar con calidad de vida de cada momento: luchabas contra un Párkinson al que mantuviste a raya tras una dura y larga operación y con una actitud que dejaba perplejos a los médicos, y ahora te imponía un reto más: esta vez de complicada, incluso imposible superación. ¿Por qué? No tengo respuesta. Lo que sí puedo reconocer es que tu venganza fue plantarle cara a la vida, exprimiendo al máximo cada momento, y aceptar tu muerte con la calma y dulzura, con la entereza más indescriptibles que jamás he conocido.
Pero el objetivo de aquel día 6 de mayo era que tu no me vieras llorar: cuánta ingenuidad en mi propósito, mamá. Cuando las lágrimas llegan y acuden como un torrente, no hay forma de detenerlas: curioso, pues simple líquido derrota sin dar cuartel a la fuerza de un cuerpo entero. Y la derrota llegó, mamá.
Con los ojos ya enrojecidos e hinchados de llorar mientras iba a aparcar, entré en el hospital y cogí el ascensor: el tiempo apremiaba: escasos metros nos separaban y yo tenía que dejar de llorar primero, y luego hacer como que no me pasaba nada. Pero la situación se complicó de la forma más tontorrona (como tu solías decir): en ese mismo ascensor se encontraba una doctora quien al verme compungida, enrojecida, trató de consolarme con un “tranquila, todo va a salir bien.” Sin embargo, sus palabras ni tan siquiera consiguieron que esbozara una sonrisa de agradecimiento: me ahogaba, mamá. Las lágrimas me ahogaban: ya no sólo escocían los ojos, ahora también me impedían hablar; sonreír, mirar al frente. Y el pánico, la ansiedad se adueñaron de mi: en cuestión de segundos las puertas se abrirían y tendría que llegar hasta ti y mirarte para transmitirte calma y tranquilidad.
Se abrieron las puertas del ascensor y para mi sorpresa, no había largos pasillos que recorrer: esta vez no. Esta vez tu estabas allí, en una sala de espera casi a la salida del ascensor mirándome con tus ojitos color miel. Ya no había tiempo, estaba completamente desarmada delante de ti. Y aun así, cuando me miraste con dulzura, con todo tu cariño y con una de tus serenas sonrisas y me preguntaste qué me pasaba, por unos segundos fui capaz de mentirte con los ojos llenos de lágrimas diciéndote que nada, para de forma inmediata dejarme llevar por el dolor, por la preocupación, y abrazándote, decirte que estaba asustada no sólo por los resultados de la prueba sino por el dolor que estabas esperando a padecer con la prueba: qué dedo de mi mano no me cortaría y no me dolería con tal de cambiarme por ti en esos momentos. Pero tú me consolabas, con la entereza que siempre te caracterizó: “todo va a salir bien. Ya lo verás.”
Te llamaron. Te levantaste sin dudarlo. Anduviste sin titubear por el pequeño pasillo que nos separaba hasta la sala donde se llevaría a cabo la prueba. Ibas sola. Estabas sola. Sola sentías todo cuanto tu enfermedad te planteaba. Yo me resignaba, me obligaba a conformarme con esperarte sola, en la sala de espera, tratando de controlar la situación, mis emociones, mis pensamientos. La prueba no debería durar más de 10 o 20 minutos, eso era fácil para ti, era nuestro común pensamiento.
Pasaban los minutos con la lentitud más asombrosa que jamás había experimentado. No salías. Nadie me decía nada. Treinta minutos más tarde salieron a buscarme: estaba siendo complicado y tenían que llamar a otra doctora para que pudiera hacer la biopsia. Me venían a buscar para que pudiera estar a tu lado ese rato de espera, nuevos eternos minutos, esta vez juntas.
Llegué a tu lado y allí estabas, tendida boca abajo y con lágrimas de dolor en los ojos, repitiendo que consentías en pasar por ese dolor porque ibas a vencer al bicho. De tus labios sólo salían tiernas palabras para las doctoras y auxiliares que estaban allí contigo. “Es buena señal, esto de la complicación: significa que tiene Vd los huesos fuertes y duros, por lo que los huesos no estarán afectados.” Eran sus palabras de consuelo para tanto dolor. Y nos dimos la mano y me senté a los pies de la camilla, viéndote tendida, casi rendida ante tanto dolor físico, con las lágrimas de nuevo enrojeciendo mis ojos, deseando poder abrazarte con fortaleza en mi semblante, y temblando mientras esperaba el momento en que llegara la nueva doctora para iniciar la prueba de nuevo. Y cuando llegó, tuve que salir. Escasos metros que recorrer sola hasta la sala de espera, pero llenos de tanto dolor, mamá. Dejarte allí, en las mejores manos, pero sola, sin poder sostenerte la mano. Con tanto dolor reflejado en tu carita, sin poder hacer nada por ti, salvo acompañarte en esos momentos algo insuficiente para mí. Frustración. Rabia. Ira. Tristeza, preludio de un llanto imparable. Así me volví a sentar en aquella minúscula sala de espera.
Fue entonces cuando apareció la doctora que me había tratado de consolar en el ascensor. Y con la mayor de las prudencias y educación, se acercó para pedirme disculpas por su atrevimiento en el ascensor. Nuevo esfuerzo por contener aquel caudal de agua salada que ya tenía saturados mis ojos, y haciendo un gran esfuerzo no ya por vencer mi rostro de derrota, sino por compaginar la derrota con agradecimiento, conseguí esbozar una sonrisa y temblorosamente logré balbucear algunas palabras “no tiene que disculparse en absoluto, le estoy muy agradecida pero no puedo hablar.”
No sé cuánto tiempo más estuviste dentro, pero saliste, con expresión de dolor, con la cara compungida, retorcida, pero con las fuerzas aun de imprimir normalidad a aquella situación: “es verdad, hija, si tan duros tengo los huesos es que no los tengo afectados. Es una buena señal.” Me dijiste.
Nos marchamos a mi casa para que descansaras y recostada en el sofá del salón, en la esquinera, con una luz de tarde de mayo, me ibas diciendo, entre cabezada y cabezada que no sabías si iríamos a la Notaria. Yo te miraba mientras trabajaba y sabía que no íbamos a ir, pero no pasaba nada, te decía. Ya habría momento. Finalmente, me miraste desde el sofá y me dijiste: “hija, no me encuentro bien. Prefiero suspender la cita en la Notaria.” Ni dos palabras más, mamá. No había prisa alguna. El ritmo lo marcabas tu; los pasos del cuándo lo darías y decidirías tu.
El día 19 de mayo de 2021 volvíamos juntas al hospital, nuevamente sin soltarnos la mano. Nos dieron el juicio clínico definitivo: mieloma múltiple Bence Jones Lambda con expresión periférica. Nos dieron las primeras instrucciones de tu tratamiento habitual (4 dosis de quimioterapia al mes; una dosis de un medicamento repleto de corticoides y analítica para resultados); nos mandaron comprar las pastillas de la quimioterapia (que no te provocaría caída del pelo, tu máxima preocupación, siempre tan coqueta): las pastillas sólo se podían comprar en un establecimiento en Madrid, casualmente (¿o no?) en un establecimiento situado en un edificio de Madrid (Farmacia del Servicio Médico de Salud Madrileño) por el que pasaba cada mañana para ir a trabajar y por el que siempre me pregunté qué se haría allí dentro. Desde el día 20 de mayo de 2021 tuve pleno conocimiento de lo que allí dentro “se cocía”.
El mismo día 19 de mayo te informaron de la necesidad de hacerte un PET oncológico y allí estuvimos las dos nuevamente juntas, casi 4 horas de prueba. Cuatro horas en las que tu estarías sola pensando y pensando y yo sin parar de hablar con amigos informando de tu situación. Cuánta gente a la que llamar, con la que hablar, deseando tener una “nueva oreja” a cada momento en la que depositar todos mis pensamientos y sentimientos, todo mi dolor.
Definitivamente el día 21 de mayo nos confirmaron el diagnóstico y nos fuimos con todas las siguientes “invitaciones” para los días 27 y 31 de mayo; 1 de junio y finalmente 18 de junio para recoger resultados.
El día 27 de mayo te informarían del tratamiento a empezar, así como de todo lo relativo a él: fechas, en qué consistía, dónde ir etc… Ese día fui contigo, tu marido tenía dos juicios… En aquella ocasión sí que me puse algo más seria y te dije que el lugar de tu marido estaba en aquella consulta, no en dos juicios. Yo soy abogada y como tal conozco, igual que tu marido, las herramientas para que los abogados, incluso los testigos, puedan faltar a la vista. En ese momento me escuchaste y me empezaste a contar que habíais mantenido una conversación tu y él unos días antes para ver si iba contigo a esta cita y él te reconoció que se le había olvidado, y que incluso llegó a decirte: “no sabía yo que era tan importante lo que te pasa.” Imagino el dolor que te ocasionó su respuesta. Pero yo no imagino, cuando se trata de mí, sino que conozco qué sentí: rabia, impotencia por no poder decirle cuatro cosas bien dichas. Me callé, apenas te dije “alucino, mamá. Desde luego, no viniendo a las citas, es como no se va a enterar de nada.” No hice nada más, no podía hacer nada más, no podía intervenir como el cuerpo me pedía, sin que tu quisieras que lo hiciera. Prueba de ello es que cuando me lo pediste, salté del sofá de forma inmediata y me fui a por ti.CAPITULO III
JUNIO Y JULIO. QUIÉNES ÉRAMOS CADA UNO EN LA ECUACIÓN.
El día 18 de junio te acompañé al hospital a recoger los resultados del primer ciclo de quimioterapia. Pediste marcharte unos días de vacaciones, a ver si era posible. Sí, fue posible: habías tolerado muy bien el primer ciclo y podías marcharte. Tendrías que volver los días 2, 6, 9 y 20 de julio siendo el día importante el día 23 de julio, cuando te harían analítica en el hospital.
Pero tuviste un momento para hacer una de tus apariciones elegidas, y el día 26 de junio nos tocó volver a un tanatorio. Esta vez se trataba de tu gran y eterna amiga Teresa. Menudo regalo, mamá, ese que me hiciste presentándome a la familia Migoya-Calabia nada más nacer. Cuántas veces me contarías tu y luego Teresa que fue ella la primera persona en verme nacer.
No creo que haya un mejor regalo que el legado de una madre en lo que amistades se refiere, y la familia Migoya-Calabia fue uno de esos regalos que ambos me hicisteis: una piña, que, si bien está unida para todo, recia, bien junta, no escatima en cariño para lo suyos, lleven el mismo apellido que ellos o no.
Manolo nos había dejado hacía unos años, de forma sorpresiva, sin que hubiera momento para la reacción, pero su mujer -tu amiga- y sus tres hijos (Teresa, Quique y Yeyo), me dieron la oportunidad de pasar a darle un último beso antes de su última bocanada de aire. Menudo regalo.
Luego nos tocó el turno a los hijos, de cuidaros tanto a Teresa madre como a ti, y durante muchos años estuvimos contándonos cómo ibais cada una de vosotras. Tu decidiste que no querías ver a tu gran amiga mal, que no la querías recordar en su última etapa. Yo te contaba cómo iba todo. Y los hermanos (tus hijos postizos) te ponían al día, siempre tan cariñosos.
Menudo descubrimiento, mamá: la abuela Seberina; el Señor Migoya, mi cuentacuentos preferido; la Señora Mari Tere, con sus delgados dedos y estilosas manos, siempre con una sonrisa y sus deliciosas comidas en casa. Su casa, nuestra casa. Nuestra casa, su casa. Y los hijos crecimos juntos, viéndonos más unos que otros, más o menos veces, pero siempre sabiendo que nos teníamos. Gracias a las dos por enseñarnos a querernos; a saber que nos teníamos. Porque así siempre lo siento. Porque mis últimos días contigo hubieran sido algo más duros sin las acertadas palabras de los Migoya; sin sus cariño y apoyo incondicionales.
Pude despedirme de mi “segunda madre” contándole el mejor de los cuentos que alguien me ha podido contar (ese ratoncito travieso que tantas veces hemos recitado). Verte en el tanatorio, aguantando la tristeza pues tu amiga se acababa de marchar, pero sinceramente, mamá, creo que se marchó la primera para encontrar un hueco donde poder estar las dos juntas, en ese restaurante que siempre me decía Teresa madre que tenías que montar con tantas comiditas tan ricas que hacías, y del que ella sería quien recibiría al público.
Cuando te fuiste, muchas cosas materiales han quedado; muchas he repartido conforme me pediste que hiciera, pero sin duda alguna, lo más importante y lo que desde luego siento como único, es que me dejaras, me enseñaras a querer a los tuyos que ahora son los míos. Gracias por tanta enseñanza desinteresada, gracias por compartir lo tuyo, a los tuyos conmigo, para que hoy sean los míos.
Para aquel mes de julio en mi familia teníamos preparada una sorpresa para nuestras fieras, para tus nietos: nos iríamos el día 9 de julio viernes a pasar el fin de semana fuera. Nada hacía presagiar, en marzo de 2021, cuando reservamos el fin de semana, lo que estaba por suceder desde abril de 2021. Así que sí, me fui el fin de semana, con el corazón encogido, pero buscando un resquicio de calma, un oasis de tranquilidad, un remanso de paz. Mi marido se deshacía en buenas palabras; mejores sonrisas e increíbles momentos juntos con tal de conseguir que yo desconectara. Pero ¿cómo se desconecta de una madre? Yo no supe.
Pero la tranquilidad duró poco: el sábado 10 de julio por la tarde noche me llamó tu marido: estabas ingresada por urgencias desde ese mismo día con una subida de azúcar hasta niveles alarmantes. Tú le habías pedido que te llevara al hospital de Villalba porque sabías que a Puerta del Hierro no llegabas con vida. Más tarde me enteraría de los pormenores que sucedieron cuando le planteaste que te llevara a urgencias. No merece detenerme en ellos, basta decir que nuevamente le retrataron.
Otro frente más, mamá: diabética. Las bolas en el aire ya me eran casi inmanejables: párkinson; azúcar; mieloma; arritmia… Casi 20 pastillas al día que interaccionaban unas con otras, incluso con la quimioterapia y las corticoides… Me imaginaba en la pista de un circo totalmente oscuro, yo en la pista central, iluminada por un gran foco blanco que me cegaba y difícilmente podía mirar hacia arriba. Los malabares no estaban hechos para mí, o al menos eso pensaba, hasta que pude comprobar que a la fuerza ahorcan y que claro que era posible controlarlo, pero sin ganar aquella batalla, aquella guerra contra el bicho.
En aquella llamada, todo hay que decirlo, tu marido me tranquilizó diciéndome que todo estaba controlado. No obstante, yo no estaba contigo, a tu lado, así que muy tranquila no estuve. El domingo, nada más llegar a Madrid, me fui al hospital al verte. Relevé a tu marido, quien llevaba el fin de semana entero contigo, única actuación a la altura de las circunstancias que le puedo reconocer.
El caso es que allí estabas, y como te decía, ibas mejorando cada día porque “te están reseteando, mamá. Poniendo a punto.” Iba cada día a verte al hospital. No podíamos quedarnos a dormir, tampoco lo querías tu. Estuviste casi una semana entera ingresada, y durante unas horas al día iba a verte, no concebía no ir a verte. Durante ese rato hablábamos de todo: la familia, el trabajo, los nietos, tu… Y nos echábamos unas risas. No consentías que nadie te preparara la medicación hasta que no llegara yo. Las enfermeras no sabían manejar “tu dispositivo de mando a distancia” del Párkinson y sólo podían esperar a que yo llegara para explicarles cómo desconectarte y conectarte después. Entre risas les decíamos a las enfermeras que “les iba a cobrar por enseñarles a utilizar tu aplicación del Párkinson”.
Cada noche te dejaba preparada la medicación en vasitos de papel, indicando la hora del día en que te la tenías que tomar. Y antes de marcharme a casa, después de tu cena, y mientras te lavabas los dientes, aprovechaba para hacerte la cama; echarte colonia en las sábanas; meterte en la camita y arroparte. Te ordenaba la habitación, el armario; la mesita de noche, con tu agua, tu móvil, tus gafas (casi 15 pares de gafas que ahora guardo delicadamente en una de tus tantas cajitas que tanto te gustaba tener). Arroparte hasta las orejas para que no pasaras frío, tú siempre tan friolera.
Y tú con tus cortos pasitos, arrastrando los pies por la habitación, pero andando con determinación y entereza, nunca derrotada, una noche antes de irme me dijiste: “Ay hija, cómo me río contigo con ese humor negro que tienes. Eres la única que me hace reír.” Cuánto te echo de menos, mamá. Cuánto duele tu vacío, ese con el que aún no he aprendido a vivir, con el que peleo cada día, contra el que lucho cada hora, ganando algunas veces, otras, las más, perdiendo y a punto de rendirme muchos días.
Tú me enseñaste a reírme de mi misma, de las situaciones: me enseñaste a combatirlas siempre con esfuerzo, empeño, determinación y una gran dosis de humor, del negro, del que tanto nos gustaba. Y así pasábamos los días que sin saberlo eran la antesala de lo que estaba por llegar, por llegarTE; por llegarNOS; por llegarME. Pero eran un soplo de aire freso, un aliento que nos hacía o por lo menos a mí, vivir esas horas entre risas; convertía a esas pesadas horas en ligeras, sin la sombra y el peso de tu muerte acechando.
Y llegó el día de tu alta (14 de julio), y allí fui a recogerte, feliz: estabas fuerte, reseteada, como nueva, preparada para un nuevo combate. Salimos con los deberes bien aprendidos, bien escritos. El internista nos lo explicó todo perfecto: la medicación que te quitaba; la nueva que te ponía; cómo tomarla; cuándo y cuántas pastillas. Seguían siendo cerca de 20 pastillas diarias, pero tocaba rehacer aquel esquema que llevábamos en los cuadernos de tus ingresos, tratamientos y citas, y con el que los médicos se sorprendían. Estaba claro que yo, sin ser malabarista, si pretendía estar en la pista central, debía ayudarme con cualquier cosa que, por simple o compleja que fuera, me diera tranquilidad y me ayudara a comprender y transmitir todos tus cuidados. Aun guardo aquel esquema.
Recogimos a tu marido de su trabajo y os llevé a su casa. Antes de llegar a su casa fuimos a la farmacia a recolectar (dada la cantidad de medicamentos que tomabas) la nueva medicación. Todo estaba explicado en el informe de alta. Sólo os tenía que dejar en casa y marcharme a la mía. Y así fue. No subí ni siquiera a su casa. Os dejé en la puerta y me marché a mi casa. Ahora me arrepiento, pero entonces no me podía imaginar que tan solo 40 minutos más tarde, apenas había llegado a mi casa, mi hermano me llamara para contarme que le habías llamado para que fuera a su casa a recogerte: se confirmaba que tu marido tenía otras prioridades, entre las que desde luego no se encontraba la de transmitirte tranquilidad dedicándote tiempo primero a ti y a tu medicación, nueva, por otro lado, y luego a otras cosas.
Ay, mamá, si me hubieras llamado a mí, los acontecimientos se hubieran adelantado y aquello que estaba por suceder en el mes de agosto, hubiera sucedido un mes antes, lo que se hubiera traducido en que hubieras ganado tranquilidad durante un mes más, la tranquilidad necesaria para reposar tu muerte; pensarla y decidirla.
Y así llegó el día 23 de julio, mamá. Este día determinaría el curso de los siguientes días que nos quedaban por pasar juntas; determinaría todas las decisiones que fuiste tomando a partir de ese momento. Aquel día fue mi primera toma de contacto con un ataque de ansiedad.
No sólo había que combatir un mieloma múltiple, sino que además tenías una arritmia en el corazón por la que, entre otras cosas, tomabas SINTROM menuda lucha con el SINTROM. Y a esto le añadimos la diabetes, la insulina (la rápida y la corta), la alimentación…. Más bolas en el aire en la pista central de aquel circo que ya era tu vida, de la cual tú eras la única protagonista, pero poco a poco empezaste a bajar los brazos para ser una espectadora más de los días que quedaban por delante.
Primero fuimos al hospital a hacerte la analítica de rigor tras el ciclo correspondiente de quimio. Luego fuimos a la consulta de la hematóloga, para informarle de tu paso por el hospital en julio a consecuencia de la subida de azúcar. Mientras estábamos en la consulta, pediste ir al baño y te marchaste escasos minutos, los que aproveché para preguntarle directamente la doctora:
– Perdone, ahora que estamos solas, ¿cómo ve a mi madre?
– Mal – contestó- Esto es muy grave, es un cáncer muy grave.
Inmediatamente apareciste tu y la conversación se zanjó. No tuve tiempo de exteriorizar mi dolor (casi mejor), tuve que cambiar de registro de forma inmediata, sin apenas respirar: de la punzada en todo mi cuerpo que me dejó temblando tuve que pasar a la algarabía de la sonrisa y las gracias cumplidas por una consulta que me resultó ficticia para ti. Listas para salir de camino a ver a tu médico de cabecera.
Nos presentamos en el centro de salud y Vicente en cuanto nos vio, nos hizo pasar. Empezó a hablar demasiado deprisa para mí y desde luego, cada palabra te pasaba por encima a ti que apenas ya podías centrar tu atención. Opté por coger un papel y boli y empezar a escribir cada palabra que decía Vicente: pinchar para medir dos horas antes de cada comida: pincharte insulina en función del resultado; medirte el azúcar dos horas más tarde de cada comida; pincharte insulina en función del resultado; pinchar para medirte antes de acostarte y pincharte insulina rápida y lenta. Todo debía quedar registrado. No sabíamos cómo pinchar insulina. Vicente nos condujo hasta la enfermera, quien nos pidió que esperáramos. Y mientras tú te quedabas esperando en el centro de salud, aturdida por tanta información, salí a comprar la insulina: la rápida, la lenta…
Llegué apenas sin aliento a la farmacia que está a escasos 400 metros de distancia del centro de salud. Me dieron la medicación y al salir llamé a Quique: él estaba de viaje, yo no le quería molestar, pero Quique me insistió y entonces rompí a llorar sin consuelo: sentía que tocaba fondo, que no era capaz de asimilar los cuidados que necesitabas, demasiada responsabilidad. Sentía que tu vida dependía de que yo me hubiera enterado aquella mañana de cómo medirte el azúcar; cuántas veces había que medirla; las horas; apuntarlo; pincharte la dosis de insulina exacta conforme a la tabla que Vicente nos había dado. Cuidar tu alimentación, compaginando dicha alimentación con la que no podías tomar por estar tomando SINTROM. Solté todo lo que pasaba por mi mente, sin filtros: ahora tocaba explicarle a tu marido y a tu hijo toda aquella información que era incapaz de asimilar y no me veía capaz. Al fin, como siempre, Quique consiguió que respirara y me secara las lágrimas para volver al centro de salud a encontrarte y lista para aprender a poner agujas al dispositivo de medirte el azúcar; para aprender a pincharte insulina; aprender a poner bien las bandas. Y asegurarme, lo más importante, de que tú estabas entendiendo todo y lo asimilabas.
Nos llamó la enfermera para entrar en su consulta. Te pedí que fueras entrando tú y así yo pude aprovechar para colarme en la consulta de Vicente y le dije, con lágrimas en los ojos que ya no podía más, que me diera algo para sobrellevar aquella situación. A partir de ese momento comenzaría a reconducir mi ansiedad, con las pastillas siempre en el bolso.
Tú y yo habíamos hablado para que te vinieras a mi casa a comer ese mismo viernes, pero me dijiste que no, que ibais a ir al día siguiente tu y la tía Marga (sábado 24) y que no querías molestar. Me pediste que te llevara al trabajo de tu marido. Y así lo hice.
Cuando le vimos, haciendo de tripas corazón, me tragué mis principios y le hablé:
– Acabamos de salir del médico de cabecera y me ha dado mucha información sobre su azúcar y cómo medirlo e inyectar la insulina, pero ahora mismo no soy capaz de contártelo, es muy complejo. Os mando un mensaje a mi hermano y a ti al grupo que tenemos de WhatsApp y os lo explico con detenimiento. – Dije con toda la calma de la que fui capaz de investirme.
– Oye – dijiste- tengo que comer e irme a casa porque tengo que medirme el azúcar tras dos horas de haber comido y tengo el aparatito en casa. – Me tranquilizó escucharte decir aquello, era buena señal, pues te habías enterado más de lo que yo pensaba.
– Yo tengo que hacer una cosa de la Universidad de mi hija que hoy es el último día, pero comemos y la llevo a casa. – Dijo tu marido.
– Oye – intervine dirigiéndome a él y haciendo un gran esfuerzo por ser cordial – ahora que mi madre se tiene que controlar tanto el azúcar y sabiendo que tú también padeces de lo mismo, quizá sea buen momento para que también empieces tu a cuidarte.
– Ahora vas a venir tu a organizarme la vida, Patita – me dijo cuando yo ya me estaba metiendo en el coche y estaba arrancando para irme.
Se me revolvió el estómago con su respuesta pues de alguna forma supe que tampoco iba a prestarte mucha atención a ti en lo que al azúcar se refería. Arranqué tras dejaros cruzar el paso de peatones y deseando que llegara el día siguiente para poder verte y contrastar cómo llevabas el azúcar.
No fui capaz de mandar ningún mensaje explicando todo lo que había pasado aquella mañana, pero sí que mandé un mensaje al grupo, proponiendo que nos viéramos el domingo 25 de julio. El mensaje lo envié el viernes 23 de julio a las 13:12hs.
El mismo día 23 de julio, tu enana Isabel, la niña más deliciosa, delicada, cariñosa y que tanto te quiere, me mandó 3 vídeos en los que aparecíais ella, Carlos y tú y en el que ambos te explicaban cómo medirte el azúcar y qué dosis de insulina ponerte; cómo pinchártela y cómo anotar los datos. Me los mandó a las 23:18 minutos. Cuánta dedicación y delicadeza; cuánto esfuerzo por tu parte, que tenías que controlar tu temblor provocado por el Párkinson; que tenías que mantener un hilo de voz para poder asentir a todo lo que te estaban explicando. Cuánto cariño en aquellas imágenes. Cuántas cosas confirmaba la ausencia de tu marido.
El sábado 24 de julio llegaste a casa junto a la tía, pero nada más llegar la tía y yo nos quedamos a solas unos minutos en mi habitación: ella hablaba, me contaba. Yo escuchaba, me desgarraba por dentro de dolor, tratando de mantener la calma mientras la tía me contaba lo sucedido el viernes por la tarde después de comer: efectivamente tú y tu marido comisteis y luego subisteis a su despacho. Él se echó a dormir la siesta mientras tú te quedabas perpleja y le pediste, enfadada que te llevara a casa. Él se revolvió: ay qué ver, que no tenía un momento para descansar. Le dijiste que te cogías un taxi y muy dignamente te dijo que no, que él te llevaba, para terminar dejándote en casa con el interrogante impertinente y fuera de lugar de “¿ha llegado bien la señora?”
Cuánta impotencia cuando te vi aparecer en mi habitación mientras yo trataba de quitarle hierro al asunto mientras tu corroborabas la misma versión de lo sucedido el día anterior.
Aquel sábado, por la mañana, antes de que llegaras a casa, mandé de nuevo un mensaje al grupo recordando lo de vernos los tres (tus hijos y tu marido), el domingo sobre las 11:30/12:00hs. Mientras comíamos en casa, tu marido escribió a las 13:04: “Nuestra idea es marcharnos a Cuéllar. Sé que Isabel Orea estuvo ayudándole ayer.”
Me quedé de piedra y durante la sobremesa te pregunté sobre los planes de iros al día siguiente a Cuéllar. Tu no lo tenías claro, pero algo te sonaba. Tu duda ya me hizo sospechar que no estabas para irte a ningún sitio, y menos aún en tu estado. Entendí que tu marido daba por resuelto el tema del control de tu azúcar con la ayuda del día anterior de tu enana. ¿Era necesario ir hasta Cuéllar en el estado en el que te encontrabas, teniendo que controlarte la alimentación al máximo?
Tu hijo y yo hablamos por la tarde y él me dijo que no le parecía buena idea y que si tu marido quería, que le llamara para hablar del asunto. Tu marido volvió a contestar con un “OK”. El tiempo pasaba y la conversación no se producía. Finalmente hablaron y Álvaro me dijo que él no entendía nada pero que por lo visto tu estabas de acuerdo en irte hasta Cuéllar. Ninguno de tus hijos dábamos crédito.
Cuando os marchasteis me bajé a la piscina de mi urbanización: necesitaba hablar con alguien, contar el panorama que tenía. Y estuve hablando con unos amigos toda la tarde: ella es diabética y tanto ella como su marido me hablaban de la necesidad de cuidarte bien, no sólo por el azúcar sino porque con todo lo que tenías, el mínimo descuido podía suponer que todo se desestabilizara.
Así fue como llegué a la conclusión de que, en el mes de agosto, la primera quincena en la que tanto mi hermano como yo nos íbamos de vacaciones, tu no podías quedarte al cuidado de tu marido, quien no había modificado en absoluto su rutina por cuidarte. Ya nos encargábamos los demás y él iba a remolque, con apariciones puntuales y que tu tanto detestabas. ¿La solución? Hablar con la tía Marga primero para ver si se podía quedar contigo aquellas dos semanas y si podía, hablarlo con Álvaro y luego contigo. Si todo era positivo, te dejaba en casa de la tía a finales de julio, concretamente el día 29 de julio. La opinión de tu marido no me importaba en absoluto. Sólo me importaba la tuya, tu bienestar, tu cuidado, tu tranquilidad.
La necesidad de cuidarte; la confirmación de que tu marido no lo hacía (por si no hubiera tenido confirmaciones anteriores), me la diste el día 25 de julio (domingo) cuando por la mañana me llamaste para decirme que no te ibas a Cuéllar y que si podías venirte a mi casa. Te dije que sí, rotundamente sí. Cuando tu marido entró en mi casa y me vio, me dijo: “Mi plan es ir, comer y volverme pronto.” Pronto, como si aquel adjetivo justificara su marcha. Asentí y se marchó.
Tú y yo nos fuimos a la cocina, nos sentamos y traté de tranquilizarte. Apenas te salían las palabras. Sólo alcanzaste a decirme que te habías visto obligada a decir que sí ibas a Cuéllar porque tu marido así lo quería, pero que no te encontrabas bien. No hacía falta ser un experto en la materia para reconocer tu cansancio, tu agotamiento, físico y mental. Estabas destrozada. Cuidarte era muy sencillo, mamá, sólo requerías tiempo, dedicación y atención. Mimos, cariño, ternura, todo aquello que siempre habías destilado por cada uno de tus poros para con todas aquellas personas que querías, incluido tu marido. ¿Por qué ahora tu marido no te correspondía, no reaccionaba? Tu empezabas a verlo más claro aún: no es que no estuviera a la altura de tus circunstancias, es que ni tan siquiera estaba y tampoco se le esperaba.
En aquella conversación, por primera vez me hablaste de divorciarte. Te dije que no era necesario que tomaras una decisión en ese momento, que nadie te obligaba a divorciarte, que estuvieras tranquila. Pero siempre te gustó y supiste anticiparte. Ya habías modificado tu testamento en mayo, pero aun así había algo que te hacía predecir que aquello era un parche para salvar tu pequeño patrimonio pero que desde luego no arreglaba en absoluto tu situación personal, emocional, sentimental con él.
Tu marido llegó a casa a las 19:00 y bajé a acompañarte y a ayudarte a meterte en el coche. Y lo que vi me dejó perpleja: en los asientos de atrás del coche llevaba los amplificadores y su guitarra. ¿En serio, mamá? ¿En serio era necesario ir a Cuéllar a tocar la guitarra? ¿De verdad había tiempo para aquello, pero no para cuidarte como necesitabas? Acabé por detestarle. Y dolor me dio verte irte con él. Pero no podía hacer nada, salvo respetarte.
Con todos aquellos antecedentes, la idea de sacarte de casa de tu marido durante el mes de agosto cobraba más sentido y más urgencia. Por eso, en cuanto todas las partes implicadas dijisteis que sí, que era una buena opción, el mismo día en que todo estuvo organizado, aquel 27 de julio a las 10:17 horas mandé un audio al grupo de WhatsApp que teníamos tus hijos con tu marido, informando de que el día 29 de julio iría a recogerte por la mañana, haríamos una maleta juntas y te llevaría primero al hospital a por tu dosis de cortisona y quimioterapia y luego te dejaría en casa de la tía.
También indiqué que tus hijos estábamos buscando a una persona que pudiera hacerse cargo de tu insulina de la forma en que lo demandabas puesto que nadie podíamos estar a la altura de tus circunstancias y tus necesidades. Al día llegábamos a hablar tú y yo cerca de 16 veces. Acabé por comprarme un “cuelga móvil” que tan poco me gustaban, pero era la única forma de estar siempre al instante en que me llamaras, sin hacerte perder el tiempo, sin que pudieras estar intranquila ni un solo minuto.
Por último, recordé que los días 2 y 5 de agosto tenías las dos últimas dosis de aquel ciclo de quimioterapia y que tu marido tendría que ser quien te acompañara. Fue la única vez en que me vi obligada a obligarle, comprometerle de alguna forma, porque si no, no había forma de que saliera de él acompañarte. Eras tú la primera que no querías que te acompañara al médico, pero en una ocasión estuvimos hablando seriamente y te dije que tenías que dejarle acompañarte, que él era quien vivía contigo y que era el primero que tenía que estar informado de tu tratamiento y de los pasos a seguir: dónde acudir a las citas; cómo suministrarte la insulina antes de las corticoides para conseguir un equilibrio que hiciera posible una estabilidad en tus niveles de azúcar. Tú me mirabas y más bien claudicabas, pero siempre me decías: “hija, como contigo no voy con nadie.” “Ya, mamá, pero no siempre voy a poder estar, es mejor contar con tres agendas – la de Álvaro, la de tu marido y la mía- en vez de con dos (la de Álvaro y la mía)-” Qué poco me conocía a mí misma pues pocas ocasiones fueron las que no fui contigo al médico, tú te sentías más segura, pero yo también me sentía más segura aunque con una falsa sensación de tener el control cuando ya todo estaba descontrolado en tu interior, y tu apariencia física no era más que la antesala del avance imparable del cáncer.
Aquel ciclo acababa con las citas de los días 18 y 20 de agosto, a las que yo te llevaría puesto que yo ya estaba en Madrid.
La respuesta de tu marido a todo lo anterior fue “Ok”. Con solo dos letras nuevamente tu marido se retrataba.
Así que manos a la obra, mamá: el plan estaba pensado, la estrategia perfectamente definida, ahora sólo quedaba ejecutarlo. El día 29 de julio llegué muy pronto a trabajar para que a las 10:30 pudiera tener completa mi jornada de 8 horas diarias y poder dedicarme el resto del día a ti.
Cuando llegué a tu casa te encontré plácidamente planchando los calzoncillos de tu marido, y te pregunté si tenías hecha la maleta. Me miraste con angustia y con los ojos acuosos, te mantuve la mirada y mientras las dos aguantábamos las ganas de llorar me dijiste que no la habías hecho. Te pregunté por qué, pero callabas. Te describí los hechos de los días anteriores con calma, con cariño, con todo el cuidado posible. Y entonces se te cayeron las lágrimas. Nos abrazamos, te dije que estuvieras tranquila, que no iba a pasar nada que no quisieras pero que necesitabas estar cuidada. Entonces te levantaste y me pediste que te ayudara a hacer la maleta. Con sumo cuidado y delicadeza, con tranquilidad y sin prisas hicimos un pequeño equipaje en una maleta amarilla que sería tu compañera durante los siguientes días. Y así fuimos a casa de la tía Marga.
Y la tía…. La tía con sumo cuidado, como solo ella sabe hacer las cosas, te había preparado a ti, a su hermana mayor, una habitación a la que no le faltaba detalle; un armario; un baño. Había hecho la compra de aquello que más te gustaba y te esperaba con los brazos abiertos. Cuánta paz respiraste, respiré al llegar a su casita, al sentir que estarías en las mejores manos, cuidada, mimada, atendida. Cuánto amor puede demostrar alguien con el simple hecho de hacerte una camita; de prepararte una habitación con todos los detalles. Cuánta delicadeza puede destilar una persona pequeñita como la tía por todos y cada uno de los poros de su piel cuando hacía la compra pensando en ti. Cuánta ternura en cada uno de sus actos, escribiendo cada día los resultados de tu insulina. Cuánto os quisisteis; cuánto te sigue queriendo la tía, hoy que es incapaz de retomar “el trapo”, y cuántos “te quiero” te dedica al día aun sin retomarlo. Cuánto te echa de menos.
Después de deshacer la maleta, de colocar tu neceser, nos fuimos a esa estancia de las casas que tan bien acogen todas y cada una de las conversaciones y confidencias: nos encontramos en la cocina. Tu sentada en la silla, apoyando tu espalada en la pared. Yo justo delante de ti, de pie. La tía, a mi izquierda de pie. Y en ese mismo momento me dijiste que te querías divorciar.
Estuvimos hablando largo y tendido, pausada y tranquilamente, sin precipitarnos, sin atropellos, tu con una entereza y sensatez brutales. Yo te escuchaba y sólo te pedía que lo meditaras, que charlaras durante esos días con la tía, con tus amigas, que no tomaras decisiones precipitadas. Tú te mantenías firme: ya tenías tomada la decisión. Esperarías a que llegara de mis vacaciones.
Me marché cubriéndote de besos, aguantando, ahogando las lágrimas que incansables recorrían el camino hasta mis ojos, y a modo de venganza por no dejarlas correr, optaban por abrasarme los ojos, hinchándomelos. Pero no quería que me vieras llorar. De todas formas, hay muchas formas de llorar: con lágrimas recorriendo nuestro rostro; con lágrimas contenidas en los ojos enrojecidos; con voz temblorosa que nos traiciona al hablar. Y eso fue lo que pasó: mi cara estaba desencajada y junto con mi voz decidieron traicionarme y ser coherentes con el resto de mi ser: no sólo me temblaba, sino que apenas me salían las palabras correctas para no acabar de emocionarme del todo.
Te pedí sólo una cosa más: que no fueras hostil con tu exmarido, mi padre, hermano de la tía Marga, y quien vivía debajo de la tía. Y como no podía ser de otra forma, me regañaste: “Ya lo sé, Pati, no hace falta que me lo digas.”
Es curioso, mamá. Quien te abandonó hacía algo más de 20 años sin embargo era quien estaba ahora cerca de ti, a su manera, como buenamente sabía. No creo en absoluto que papá fuera el hombre de tu vida, pero sí creo que las circunstancias, el tiempo te fue poniendo a tu lado a aquellas personas que fueron importantes para ti. Tu decidías quién estaba a tu lado y el momento en que estarían contigo. Papá estaba más cerca de ti que tu propio marido. Y la tía, con su buen saber hacer, siempre tan prudente y discreta, supo conseguir que los dos compartierais tiempo y espacio, a vuestra forma.
Antes de marcharme dejé todo bien explicado en varios folios, con los esquemas y las explicaciones paso a paso. Los dos cuadernos repletos de informes, con post-it que señalaban los apuntes más importantes. Con todo lujo de detalle, sin que faltara ni una coma. Pero aún había margen para la mejora, y la tía acertó con un pastillero, que tanto detestabas pero que ya era imprescindible en tu día a día. En conclusión: más de una hora explicando medicación y método a seguir para llevar un control del azúcar.
Al día siguiente empezaban mis vacaciones. ¿Fueron realmente vacaciones? Fueron días sin ti en los que estuve tranquila unos y otros sin que pudiera dejar de pensar en ti y en todo lo que estaba pasando. Estaba a 700km de Madrid y sin embargo era yo quien hablaba con los médicos, a quien llamabas y a quien llamaban para informarme de todo. Era yo quien tenía que organizar desde la distancia. Y lo hacía de todo corazón mientras me consumía. Pero consumirse por amor no tiene importancia.
Y así llegamos el mes de agosto.
CAPÍTULO IV
AGOSTO. EL ATROPELLO DE TU ENFERMEDAD QUE DETERMINÓ CÓMO IBAN A SER TUS ULTIMOS DIAS.
Me marché de vacaciones pensando que todo iba a ir bien o que por lo menos no podía empeorar mucho. Sólo serían 15 días, y estabas rodeada de la mejor de las compañías, con los mejores cuidados que te profesaba una personita que te quería de la misma forma en que tú la querías a ella.
¿Es posible gestionar una crisis de salud a 700km sin perder los nervios? Sí, es posible. A costa de horas de sueño; de conversaciones cargadas de control afectivo y emocional. De caras y palabras que suplantan la realidad que se iba imponiendo: yo controlaba la situación, no iba a sacar lo pies del tiesto. Nadie intuiría cómo estaba realmente. Transmitiría calma a quien la merecía; determinación a quien la necesitaba, sin que el pulso me temblara ni una sola vez, y, si era necesario, que lo era, aderezaría cada conversación con un te quiero y una sonrisa. Sólo había una persona a quien dejaba atisbar mi preocupación y quien era mi “topo” querido: la tía Marga.
Tú y yo hablábamos todos los días, pero con la tía mantuve alguna conversación sobre cómo estabas tú, cómo te veía emocionalmente, qué tal estabas con tu marido. En alguna ocasión la tía me dijo que tu habías vuelto a sacar el tema de divorciarte con tanta decisión que tuvo que decirte que no hicieras ni dijeras nada hasta que yo llegara.
Desde el día 2 de agosto, día en que la tía fue quien te llevó a tu cita con la quimioterapia, lo cierto es que tenías la tensión baja, te sentías mareada y no había forma de subirte la tensión. Tu marido no apareció a verte durante toda una semana entera… ausencia, silencio, abandono… Y su aparición fue estelar, por todo lo alto, esgrimiendo la espada de ser un marido manipulado por los hijos de su mujer.
El día 4 de agosto la tía me escribió, ante mi pregunta de cómo estaba tu relación con tu marido, lo siguiente: “por aquí no ha aparecido. Llama por la mañana y por la tarde noche. Llamada breve. Tu madre algo me ha dicho, pero de lo que tú ya sabes. Dice que ya me dirá cosas a [tu gran amiga], a ti y a mi, juntas. Quiere hacer un escrito y guardarlo en un pendrive. Decidida a separarse y hablar con él, pero le he dicho que espere a tu vengas. Un poco fría en la relación con su marido y lo poco que le he oído a él, también. Yo creo que está mosca. [en referencia a tu marido]”.
Nunca llegaste a contarnos a tu amiga, a la tía y a mi nada. Pero tras leer la carta que le dejaste y que me pediste expresamente que le mandara cuando fallecieras, no era necesaria conversación alguna. La primera vez que me hablaste de tu intención de dejarle una carta a tu marido para que se la entregara cuando fallecieras (en abril de 2021), traté de quitarte la idea de la cabeza: si querías hablar con él, debías hacerlo en ese momento. Dejarle una carta una vez fallecieras sería injusto para él porque si tenía alguna explicación que dar, algo que decir, debía tener la oportunidad de decírtelo en persona. No me hiciste caso: Ni está ni se le espera titulaste la carta que, a los pocos días de fallecer, le mandé por email.
Durante los días que estuviste en casa de la tía Marga, sí es cierto que te marchaste con él y con unos amigos, creo recordar que el día 7 de agosto. Pero igual que harías un mes más tarde, tu llegada a esa quedada sólo tenía un motivo: despedirte de la gente con la que te reunirías. Así eras tu: te entregabas con toda la pasión del mundo a tu gente, pero si te decepcionaban, eras fría y calculadora. Y con tu marido lo fuiste: no le dijiste nada a él; fuiste capaz de permanecer a su lado, hasta de hacerte alguna foto con él aquellos días sonriendo, pero teniendo un único propósito: llegar a la gente que te rodeaba y a la que querías para despedirte en silencio, sin hacer ruido, sin dramas, sin que nadie sintiera ni sospechara lo que estaba pasando. Tan cariñosa, tan cercana, tan amiga de tus amigos.
El día 8 de agosto tuvo entrada una bola más en mis malabares: me llamó Quique para decirme que no me preocupara pero que había hablado contigo y que estabas en urgencias con la tía Marga por el tema de tu tensión baja, pero que te había encontrado con buena voz. Nuevamente me tocó mantener la calma: todo está controlado, tranquila, no va a pasar nada.
Hablé con la tía Marga y me dijo que por la mañana te habías mareado y te habías caído en el baño dándote un golpe en la cabeza. Por la tarde tu tensión seguía sin remontar y tu habías decidió llamar a tu marido para que te llevara a urgencias pero que él te había dicho que tenía que trabajar. Así era él contigo.
La tía, saltándose su prudencia, no pudo pasar por alto aquel comentario y le dijo que te llevara al hospital y que, si luego él se tenía que marchar, ya te quedabas tu con ella. Parece que, ante algo tan sensato, tu marido no tuvo escapatoria y decidió llevarte al hospital momento que no dejó escapar para “amenazarte” con divorciarte, como más tarde me contarías. En aquel momento pensé que aquella amenaza era más propia de la fanfarronería que le caracterizaba que de una voluntad real.
El caso es que finalmente te dieron el alta y tu marido te llevó a casa de la tía. Él se marchó a trabajar.
A la mañana siguiente, 9 de agosto, te desmayaste y la tía, sola contigo, llamó a su hermano para que le ayudara y juntos llamaron al 112 y a tu marido. Lo que sucedió luego fue un despropósito más.
Yo, a 700km de distancia recibo la noticia de lo sucedido por parte de la tía. Luego me llamó tu marido y lo único que me decía era lo mucho que agradecía los cuidados de la tía, pero que cuando llegó a su casa se encontró con que mi padre estaba dentro, en la habitación del fondo, en la que te estaba atendiendo el 112 y en compañía de la tía y de mi padre. Él como es tan prudente, decidió no pasar del salón hasta que alguien se lo pidiera. Yo, atónita escuchándole, recuerdo que empecé la frase diciendo: “Sabes que no me hablo con mi padre desde hace casi 20 años, pero la cuestión no es reprobar o cuestionar qué hacía allí mi padre, sino que la cuestión es qué hacías tú que no estabas dentro acompañando a tu mujer.” Y así mantuvimos una conversación que podríamos calificar de tensa pero tranquila. Nadie sacó los pies del tiesto. Yo contuve la calma sentada en unas escaleras de piedra, mirando a un bosque de eucaliptos y ponderando que en esos momentos tu tranquilidad y tu cuidado era lo primero. Quedamos en hablar más tarde.
Pero la información no venía de él hacía mí, sino a la inversa: resultaba curioso: él estaba durmiendo en el coche en el párking del hospital donde estabas ingresada y yo a 700km de distancia y sin embargo hablé más contigo y con los médicos de lo que él hiciera. Y los médicos me llamaban a mí: tú ya le tenías apartado, ya era un cero a tu izquierda.
Tras informar de los últimos mensajes de los médicos, me volvió a llamar y me dijo: “Tú me dirás qué hago: he dormido 2 horas y estoy aquí en el hospital. ¿Qué hago? Tu madre no se quiere venir conmigo a mi casa, sólo quiere estar con tu tía y yo me estoy adaptando, pero no lo entiendo.” Me preguntaba qué hacía, y le respondí: “Quedarte en el hospital hasta que le den el alta. Y si no entiendes por qué no quiere marcharse contigo a tu casa, deberías preguntarte por qué ha preferido que le cuide durante estos días mí tía antes que quedarse contigo en tu casa. Mi madre no se fía de ti, ya te lo ha dicho” Me respondió: “Pues tengo muchas respuestas.” A lo que le dije: “Pues seguro que con alguna aciertas.” Y colgamos.
Tu volviste a casa de la tía y tu marido decidió instalarse allí durante los días siguientes y hasta que tu dijeras, sin ser consciente de que el tiempo para demostrar que él estaba a tu lado, ya había pasado hacía mucho, en abril de 2021, y que ahora sobraba en la ecuación de tu vida. Pero no le dijiste nada, nadie le dijo nada. Tú estabas deseando que yo llegara de vacaciones y te ayudara no a tomar decisiones sino a ejecutar aquellas que tú ya habías tomado.
No sé si él sería consciente de la gravedad de tu situación; de que no querías estar a su lado, porque no te fiabas de él (tantas y tantas veces me lo habías repetido), porque no te cuidaba, porque no estaba contigo; porque irte unos días de vacaciones fuera te suponía que serías tu quien tuviera que estar pendiente de tu alimentación y no podías estar yendo a restaurantes continuamente. No te fiabas porque a pesar de cómo te veía durante el mes de agosto, sin embargo, por un lado sólo hablaba de hacer planes contigo (esto dejó de ser loable en el mismo momento en que obviaba tu situación física y médica y planteaba aquella posibilidad pensando en que él no había tomado vacaciones) y por otro, sin miramiento alguno, fue capaz de amenazarte con el divorcio mientras te llevaba a urgencias, y al mismo tiempo, delante de la tía Marga, en busca de testigos, te informó de que le debías un dinero. Tu, con tu eterna calma le decías que sí, que se lo pagarías. Y así sería, mamá, nunca nadie pensamos en no pagarle algo que se le debiera. Ahora bien, ¿era aceptable moralmente que te reclamara un dinero a ti, su mujer, quien se había ocupado de su hija desde bien pequeña; quien había estado haciendo comidas, cenas, meriendas, no sólo las habituales de casa sino las de las cenas o comidas que preparabais en su casa; habías llevado y traído a su hija del colegio, del instituto, de las clases extraescolares; planchabas, lavabas, ibas a la compra, cocinabas? En fin, desde un punto de vista estrictamente jurídico, podría ser defendible la reclamación de la deuda. Desde un punto de vista moral, ético, desde el punto de vista de lo que se entiende por matrimonio (que, según él, no era un contrato sino un acto de amor, por ese motivo se casó contigo -y tú con él-), alcanzo la conclusión de que no tenía escrúpulos, ni moral, ni conciencia. Que tú le importabas bien poco, por no decir nada y que ahora que le necesitabas, él había optado por desaparecer.
Mamá, la deuda se le abonó. No esperó más que apenas dos meses para mandarnos la primera de tres comunicaciones, a través de su abogada (quien decía ser amiga tuya… sin comentarios), reclamando el importe. El contenido de la comunicación en aquel momento me pareció desacertado, pero nada que ver con el tono de las dos siguientes. Puedes estar tranquila, mamá, nunca contestamos a sus comunicaciones; nunca les dijimos nada de todo lo que pensábamos, a costa de mi salud, eso desde luego, pero por prudencia, por educación, dos valores que tanto en tu marido como en la abogada que decía haber sido tu amiga utilizando para ello el último viaje contigo, sin embargo, eran dos valores que brillaban por su ausencia en ellos. La tercera y última de las comunicaciones fue de traca: cuando uno piensa que ya no se puede ser más indeseable, la vida aun te sorprende y fue entonces cuando nos llegó otra comunicación esta vez ya firmada por tu marido, y su abogada, reclamando dos neveras. Jamás contestamos, mamá. Puede que la única respuesta la tengamos que dar en un Juzgado si finalmente decide seguir adelante. Pero eso es algo que escapa a nuestro control, eso desde luego.
Pero continuamos con el mes de agosto. Nosotros volvíamos de nuestras vacaciones el día 13 de agosto y directos fuimos a casa de la tía Marga a veros, a verte. Paramos a comprar cena y allí que nos plantamos nosotros 4; tu, la tía Marga y tu marido. Estuvimos tan a gusto, tan cariñosos. Y tu marido de vez en cuando hacía algún comentario que nada añadía ni aportaba.
Llegó el momento en que tú te levantaste para lavarte los dientes: estabas muy cansada y te querías ir a dormir. Mientras estabas en el servicio, comenté que te había encontrado muy cansada y que necesitabas a alguien que te ayudara. Tu marido comentó que había estado mirando la posibilidad de que una persona del Ayuntamiento se hiciera cargo de ti unas horas, pero que había un problema: tenías que empadronarte en su casa. Lo repitió en dos ocasiones: “el problema es que se tiene que empadronar en mi casa”. Entonces le dije que eso no era problema pues uno tardaba unos minutos en empadronarse. Que el problema era encontrar a alguien que pudiera hacerse cargo de ella casi todo el día, estabas agotada. No añadió nada más.
Pasé a tu habitación a darte las buenas noches, mamá… Allí estabas, tumbada, metida en la cama y tapada como si estuviéramos en otoño y no en una ola de calor propia del mes de agosto en Madrid. Te pusiste boca arriba y mirándome con tus pequeños ojos llenos de lágrimas me dijiste que no querías volver con tu marido a su casa. Que no querías. Lo repetías en continuo, llorando. Traté de calmarte, y te propuse la primera de las ideas: vender tu casa y que te marcharas de alquiler a una casita de dos habitaciones y que pudieras vivir con una persona interna que estuviera a tu cuidado. Eso te tranquilizo, mamá.
No sé si querías que te dijera que te vinieras a mi casa a vivir, pero si te soy sincera en esos momentos ni caí. Y no te creas que no me lo reprocho, mamá. Y es un reproche tan real, tan justo y tan obvio que no puedo dejarlo de lado, no puedo justificarme de ninguna forma. Sólo me queda lo que siempre me decías: “Eres mis pies, mis manos, mis ojos y mi boca.” ¿De verdad? Porque esto es lo único que logra consolarme. ¿Lo hice bien, mamá? ¿Hice bien no diciéndote que te vinieras conmigo?
Salí de aquella habitación tras comerte a besos y acariciarte la cabeza, la carita. Llegué al salón y allí estaba tu marido: el problema es el empadronamiento.
El día 15 de agosto (domingo) te quedaste a dormir en mi casa y así el día 16 de agosto te llevaba yo al médico tranquilamente. La tía se había llevado un buen susto cuando el 112 tuvo que ir a atenderte a su casa, y necesitaba descansar. Así lo hicimos.
Además, el lunes 16 de agosto habíamos quedado en mi casa con mi hermano, con la tía Marga, contigo, mamá y con tu gran amiga para ver qué se podía hacer puesto que no podías seguir en casa de la tía, ella no podía cargar con la responsabilidad de que algo te pudiera pasar como sucedió en el mes de agosto.
De lo que se trataba en aquella reunión era de sacarte de casa de la tía Marga primero a ti y luego y por extensión a tu marido; te irías a vivir con tu marido y mientras pondríamos tu casa a la venta y una vez tuviéramos una casa de alquiler, allí te ibas a vivir con una persona que te ayudara en todo. Te pareció bien y eran tantas las prisas que mandaste un mensaje ininteligible a tu inquilino que le generó demasiada confusión. Luego le escribí para solucionarlo y tranquilizarle. Una cosa tenías que tener clara: no tenías que aguantar absolutamente nada a tu marido; no tenías que pasar ni un minuto mal en su compañía. Merecías estar bien y si era necesario se buscaría una solución intermedia. La fecha prevista para iros de casa de la tía era el sábado 21 de agosto. Ahora tocaba preparar la reunión con tu marido para informarle.
En aquella reunión en mi casa, mamá, ya te hablamos de una persona que habíamos contactado a través de una gran amiga (otro de los regalazos que me hiciste: los Cifuentes-Ambrojo), que pudiera llevarte y traerte a los chutes de quimioterapia, Zometa y analítica. A la cita de resultados iríamos nosotros.
Y así llegamos al martes 17 de agosto, fecha prevista para que mi marido os recogiera a ti y a la tía para ir a conocer la casita que nos habíamos comprado en julio y que tanta ilusión te había hecho. Iríamos con mis suegros también.
Y allí estuviste, mamá, paseando por el jardín, identificando cada árbol, cada planta, dando ideas de cómo podía reformarse la casa. Aquella idea de hacer la ventana del salón más grande y fija, una venta paisajística que es hoy una realidad. Y tú estás allí conmigo, con nosotros.
Nos fuimos a cenar y quisiste quitarte el antojo que tenías para comer morcilla. Yo, que te tenía la alimentación a raya para que tu azúcar estuviera controlada de forma natural, además de farmacológicamente, te tenía frita y aquella noche, sentada a mi derecha, pediste una ración de morcilla y una ensalada de tomate. Daba gusto verte comer. Tengo aquella cena grabada en mi memoria a fuego: cuánta ilusión; qué risas y lo relajada y a gusto que estabas.
En algunos momentos de la cena, con los niños contándonos sus batallitas y nosotros los adultos relajados y disfrutando de ellos, me logré abstraer y ver la situación desde fuera: me gustaba vernos así a todos. Me dolía horrores porque sabía que aquella sería tu primera y última vez en nuestra nueva casita. Físicamente sería imposible que volvieras allí, pero hoy me queda el consuelo de que cuando ya decidiste dejarte morir, estuve hablando contigo y te dije que me llevaría los muebles de tu casa mi casita, que me gustaban mucho. Me dijiste: “¡Anda claro! Si Álvaro no quiere nada, llévatelos todos.” Y eso es lo que he hecho mamá. Y casualidades o no, pero todos, absolutamente todos han cabido a la perfección: ha sido como si tus muebles tuvieran ya su sitio desde hacía tiempo. Allí te tengo: tus muebles; tus cuadros: tus alfombras; tus vajillas; tus cuberterías; tus tazas; tus edredones; tus lámparas; tus butacas y todos tus libros. Todo ha cabido a la perfección. Y menuda ilusión me hizo que aún guardaras mi mesa de estudio, que ahora la tiene mi hijo mayor, tu perrito, tu tirillas. Encontré la vajilla, la mantelería y la cristalería que Mari Tere y Manolo os regalaron a ti y a papá un 14 de agosto, por vuestro aniversario. La primera comida con Quique allí fue con aquel mantel y con aquellas copas.
Me gustaría decir que me siento allí como contigo, pero sin embargo mentiría si lo dijera. Me siento allí muy a gusto; sonrío cuando compruebo una y otra vez cómo todo ha quedado perfectamente dispuesto; comento con quien viene la casualidad de que todo haya encajado y haya tenido su sitio. Pero tú no estás, y sólo me queda acariciar el sofá sonriendo, hablándote y diciéndote “hola mamá, aquí estamos”. Pero no es suficiente, mamá. Nunca nada será suficiente pues nunca más volveré a tenerte. Te has ido, y no has vuelto. Te pedí que al ser la primera que te marchabas, que si volvías lo hicieras despacito, para no acojonarme. Y no has vuelto, mamá. Se confirma lo que pensaba: te vas, nos vamos y no hay nada. Hay señales; suceden cosas asombrosas, curiosas por lo menos, pero no te veo, no te abrazo. No estás mamá, y no consigo darle la normalidad suficiente.
Pero el mes de agosto no terminó con aquella visita a nuestra casita ni con aquella cena. Aquel mes de agosto terminaría antes del día 31 y por todo lo alto. El objetivo ya lo sabíamos todos: salir de la casa de la tía primero, salir de casa de tu marido después. ¿Plazo? No podíamos hablar de plazo porque lo que no había era tiempo, aunque aún no lo sabíamos. La realidad, una vez más hizo su trabajo y se fue imponiendo, sin que hubiera lugar a rechistar.
El día 17 de agosto nos veríamos tus dos hijos con tu marido para exponerle la situación. Habíamos quedado a las 19:30. Llegamos primero nosotros, luego él. Empecé hablando yo exponiendo la gravedad de tu estado desde que el 23 de julio me lo dijera la hematóloga; continué diciendo que ambos, tu y él debíais salir de casa de la tía; seguí por el hecho de que no podías estar sola y que había que buscar una opción; que ni él ni nosotros teníamos la posibilidad ni la flexibilidad de ir todos los días que necesitabas al hospital: a Álvaro y a mí se nos acababa el teletrabajo, a partir de septiembre era presencial cien por cien, pero que habíamos encontrado a una persona durante el mes de agosto que podría ir a llevarte al hospital, atenderte y devolverte a casa. Había que pagarla por horas: 10.-€ la hora.
Álvaro intervino en la misma línea que yo. Tu marido intervino para preguntar quién iba a pagar ese coste: Álvaro dijo que él no podía; yo dije que erais un matrimonio y que estos gastos son propios de ser asumidos por el matrimonio, con la pensión y el alquiler que cobrabas y con los ingresos de él. Y entonces SILENCIO.
Doce minutos de silencio para decir: me queda claro que vosotros os habéis organizado para no tener que cuidar de vuestra madre y ahora que ya habéis vuelto me la entregáis a mí; yo no he tenido vacaciones; me queda claro que no vais a pagar nada de lo que vuestra madre necesita. Se levantó y se fue. Casi a voces le pregunté si quería que le mandara el teléfono de la persona que habíamos encontrado para que se hiciera cargo de las visitas al hospital. Me dijo que sí.
Podríamos decir que se volvía a retratar, pero la verdad es que este era un nuevo retrato donde se enfatizaba el comportamiento egoísta más propio de un niño pequeño, que de un adulto.
Álvaro y yo alucinamos. Subimos a casa de la tía a veros y apenas os contamos lo que había pasado, no tenía sentido preocuparte porque además el sábado siguiente os ibais de casa de la tía.
A las 20:22 le mandé al grupo donde estábamos los tres, el contacto de la persona que se haría cargo de ti, pidiéndole que hablaran durante esos días y antes del lunes, porque así a partir del lunes ella podría encargarse de ti, mamá. Quedasteis con ella el día 21 de agosto a las 19:00hs.
El día 21 de agosto saliste de casa de la tía Marga con tu marido. Y os fuisteis a su casa y además de ver a la chica que se haría cargo de ti, cenasteis con tu gran amiga y su marido. Y menuda cena, mamá, menuda cena, de lo que me tuve que enterar con posterioridad.
Desde ese mismo día 21 de agosto ya me estabas llamando para contarme todo lo que estaba pasando: las voces, los improperios; cómo te quitó todo lo que tenías en su casa y que tuviera algo que ver son tus hijos y tus nietos. Y tú, tan débil cómo estabas sólo podías decirle que “estás cavando el final de nuestra relación.” Pero imagino que él estaría sumido en su mundo, en sus voces, sin importarle que hubiera gente delante. Nada, no atendía a nada más. También fue el día en que te dijo que “No pienso pagarte ni un duro de lo que necesites de la chica.” Y tú le respondiste que “No haría falta.” Madre mías mamá, ¿qué conciencia puede tener una persona que trata así a quien se ha desvivido no sólo por él sino por su hija; que les ha cuidado; que le apoyó incondicionalmente cuando su primera mujer, cerca de su fallecimiento le pidió que pasara aquel verano con ella y con la hija? Quizá lo que pasaba es que era tan grande su egoísmo, que todo lo hacía con la única intención de poder “cantar” una lista de cosas que él hacía, para que la gente que le rodeábamos pensáramos que era muy generoso.
Yo te llamaba en continuo, y tú me contestabas hablando en bajo, cortante, seca. Y entonces me di cuenta de que me hablabas así cuando estaba él delante. Y así me lo confirmaste. Según te quedabas sola, me llamabas y me contabas todo lo que estaba pasando. Me decías que te sentías vigilada; que creías que tu marido te controlaba el móvil, o que escuchaba o leía tus mensajes y conversaciones. Me contaste la “cena de bienvenida” que te había preparado el primer día que llegaste a su casa.
El domingo 22 de agosto me mandaste el siguiente mensaje: “Quiere que vayamos a final de semana al notario a hacer un reconocimiento de deuda por 5700 de lo de Hacienda no me llames. Llama a [mi gran amiga]”
Te pedí que no te cogiera el móvil y que me llamaras cuando estuvieras sola. Habíamos hablado y te dije que se acabó, que iba a recogerte inmediatamente. Me dijiste que sí. Aprovecharíamos la presencia de su hija para que fuera testigo de que no nos llevábamos nada más que tus cosas.
Ya estaba en casa de Álvaro esperando a que me dijeras que ya podíamos ir cuando me mandaste el siguiente mensaje: “yo creo a ti [Pati] lo debemos dejar para el miércoles para después. Patiño [Pati no] vengáis por fav. Vengáis.” “¿Vamos?” Te pregunté yo a las 20:17, y un minuto más tarde, me dijiste: “para ti [Pati] no vengáis por fa” a lo que te respondí “Ok”
Tus ultimo mensajes fueron: “Un beso ya te voy contando. Lo siento hija. A no ser que Alba se duerma.” Aún hubo tiempo para decirte: “Mamá, hoy te quedas allí. Mañana la chica Mariam te va a buscar allí, te lleva al médico y te deja en casa de tu marido. El martes te lleva tu marido y hablamos cuando hayas llegado a casa del médico.” Tu respuesta fue ¡Me parece bien! Un beso.”
Lo que no sabías es que aquel domingo 22 de agosto estaba en casa de Álvaro hablando con dos abogadas de penal contando la situación en la que estabas viviendo; Álvaro había hablado con el 016, y estábamos viendo la manera de ponerte a salvo de aquella situación insufrible que no te hacía más que sufrir, entristecer, hacerte sentir abandonada y vigilada al mismo tiempo. Esa situación no podía continuar en el tiempo.
El día 23 de agosto, lunes, pasó bien hasta el mensaje tuyo de por la noche: “Porque quiere [tiene] más cara del mundo que ocupándose una semana ya tiene todo pagado. 187 ábuenas noches.” ¿Dolor? ¿Sufrimiento? ¿Cuál es la pablara exacta para describir lo que sentía? ¿Romperme? Romperme en mil pedazos por el desgarro que me provocaban tus mensajes y pensar en cómo te estabas sintiendo.
Al día siguiente, 24 de agosto de 2021, martes, tu marido te llevaba al médico. La cita era a las 7:30 de la mañana. Y yo, que lo sabía desde el día anterior, ya había trazo un plan… Tú eras mi prioridad y tenía que hacer algo por ti, sin dudarlo.
Y tracé el plan yo sola partiendo de los antecedentes: tu marido, durante los primeros días de agosto, te reclamaba una deuda. No se le caía la cara de vergüenza, sino que se sentía digno reclamándola, con mucha educación, delante de testigos, mientras tu estabas enferma. Al mismo tiempo, tu no querías marcharte a casa con tu marido, salvo el tiempo imprescindible. La primera noche que llegaste a su casa montó uno de sus espectáculos diciéndote que no te iba a pagar nada de la persona que necesitabas por motivos de salud. Tu habías estado haciendo de taxi con su hija durante muchos años atrás, pero él ahora no miraba por tu salud. Bien, nada nuevo.
Por último, tu tenías la sensación de que te escuchaba las conversaciones, de que te miraba el móvil. Habías empezado a pedirme que no te llamara cuando él estaba delante; me habías contado que te había dicho que tendríais que ir a una Notaria (de su confianza) para hacer un reconocimiento de deuda (teniendo en cuenta que te hizo firmar uno hacía ya unos años del que no te dio copia y que cuando esta deuda se extinguió no te dio documento algo que así lo justificara, ir a un notario me llegó a parecer hasta todo un detalle).
Y en este contexto fue cuando llamé a mi amigo Alejandro, amigo incondicional en los mejores y peores momentos, dispuesto a todo y en cualquier momento. Y mientras me atropellaban mis propias palabras, mientras se me retorcía el estómago, le pedí que si el día 24 de agosto podía estar a las 6:30 en la puerta de nuestro antiguo Instituto en Villalba para recogerme e ir a escondernos cerca de la estación de tren donde vivía tu marido para esperaros en su coche (que ninguno de los dos conocíais) y poder seguiros hasta que tú, mamá, estuvieras en casa. Quería ver si tu marido era capaz de, una vez salir del médico, llevarte a una Notaria. Si eso sucediera, estaría allí para evitarlo. No porque la deuda no se debiera, sino por el trato vejatorio, inhumano al que te tenía sometida en las últimas semanas, o incluso me atrevería a decir que en los últimos meses.
Mi amigo dijo sí, rotundamente. Aquel plan solo lo sabíamos él, mi marido, mi hermano y yo. Y el día 24 de agosto dio su comienzo a las 5:30 cuando me levanté, me duché y me fui hasta el instituto donde había quedado con mi amigo. Allí fue él y juntos encontramos un hueco estratégico donde colocarnos y desde el que sin duda alguna os veríamos pasar. Te llamé a las 7:00 A.M para saber si ya estabais de camino, y ya de paso recordarte que te tenías que llevar lo de tu aparto eléctrico del Párkinson. Lo tenías todo preparado. En breve os pondríais de camino hacia el Hospital Puerta del Hierro y la aventura empezaría. Os vimos pasar y entre risas y mucha tensión, os seguimos todo el camino. Yo iba en los asientos de atrás y mi amigo con una gorra. Llegasteis tarde a la consulta, pero todo fue bajo lo esperado: aparcasteis en el parking, nosotros fuera, justo en la salida del parking.
La consulta tenía pinta de dilatarse: se trataba de una consulta de cardiología pues te habían encontrado un derrame en el pericardio y había que revisarlo puesto que el derrame podía ser el causante de que anduvieras tan cansada y agotada.
Me llamaste a la salida y os volvimos a seguir: tras la persecución vimos que llegabais a Villalba y que te dejaba en la peluquería y él se marchaba. Bien, no había Notaría. Te llamé y hablamos mientras te veía entrar en la peluquería, con tu vestido de lino azul, a juego con tu chaqueta de punto calada. Te habían cambiado la medicación y era la excusa perfecta para ir a casa de tu marido a ponerte al día el pastillero con la nueva medicación y charlar contigo.
Tras toda la tensión acumulada mi amigo y yo nos fuimos a tomar algo: yo un zumo, poco más me entraba, y empecé a tener pequeños bajones acompañados de llanto espontáneo. Muchos silencios entre mi amigo yo. ¿Qué hacer? Habíamos quedado con tu marido en ir a su casa aquel viernes 27 de agosto tus hijos y él para hablar de números. Pensábamos que el mismo viernes te irías de la casa mientras hablábamos los 3 con tu gran amiga y que luego ya te vendrías conmigo. Pero algo no te cuadraba: tu marido te había dicho que quería que estuvieras presente, tu estabas muy nerviosa no querías estar presente, y además esperar hasta el viernes para salir de esa casa, sin tus cosas. No lo veías. Yo tampoco.
Me pasé cerca de una hora o casi dos hablando con la abogada que sería tu abogada en el divorcio y fue ella quien me dijo de la forma más clara: “Saca a tu madre de allí ya, esta misma tarde si vas a verla. Que se lleve lo más necesarios para ella. Pero sácala. Ya veremos el divorcio. De momento es agosto y es inhábil.” Por increíble que pareciera, mamá, yo no veía la forma de sacarte ese mismo martes. Finalmente, mi amigo me llevó a mi coche y yo me marché a casa.
De camino a mi casa llamé a Teresa Migoya y llorando le conté todo lo que habíamos hecho, lo que te estaba pasando: el derrame había crecido, pero estaba tranquilo, no era alarmante. Tu marido había decidido no reportarnos las mediciones del azúcar, tenía que ser yo quien se las pidiera, aunque los informes del médico de aquel día 24 de agosto, los mandó en el mismo momento. Fue curioso su mensaje refiriéndose a las nuevas citas que tendrías en cardiología: “Pati, te llamará la doctora, se llama Belén.” Por un lado, este mensaje, que de sorpresivo tienen que siendo él tu marido y quien te estaba acompañando a la consulta, sin embargo no fuera la persona con quien la doctora hablara más tarde. El segundo de los mensajes que me llamó la atención fue el de: “Hay dos nuevas citas el día 10 y el día 13 de septiembre”. Y me llamaron la atención porque los percibí con una distancia que marcaba él respecto de tus aspectos médicos: parecía informarnos de las dos nuevas citas, sin tener ninguna intención de colaborar o de acudir. Era como la última información que nos daría sobre tus asuntos médicos, porque sería la última vez que te dedicaría tiempo. No sé si ese fue su pensamiento e incluso su intención cuando mandó dichos mensajes, pero desde luego, los acontecimientos hicieron que esto fuera así: sería la última vez que tu marido tendría contacto contigo.
Durante la conversación con Teresa le conté que iba a ir esa misma tarde sobre las 19:00 o 19:30 a verte para ponerte al día la medicación en el pastillero semanal. Teresa me propuso venir conmigo que hacía mucho tiempo que no te veía y quería estar contigo un rato. Le dije que iríamos a casa de su marido, que a mí me apetecía más bien nada, pero ella siempre tan dispuesta y tan echada para adelante me dijo que no tenía problema en verle y estar con él e incluso en cambiar palabras banales con él. Quedamos pues que sobre las 19:00 estaba en su casa para recogerla, iríamos en mi pelotilla rojo.
Llegué a casa agotada, con los ojos que me ardían y decidí recostarme un poco en el sofá, con vistas a ponerme a trabajar luego y hasta las 18:30. Y desde que llegué a casa nos debimos cruzar 4 llamadas: “Hija llama a mi amiga para que venga a verme a casa.” “Hija no va a poder venir mi amiga.” “Hija, ya sé que tienes pensado venir hoy más tarde, pero si vienes ahora que no están ni mi marido ni su hija y yo estoy recogiendo mis cosas y las tengo en bolsas de basura, si puedes venir a por ellas y ya me voy contigo el viernes.” Me incorporé rápido, sin dudarlo y te dije: “Mamá, voy ya para allá. Tardaré un poco más porque tengo que recoger a Teresa Migoya, que quiere verte. Pero en este estado en el que te encuentras, no saco tus cosas sólo. Te saco a ti.” “Vale, cariño.” Y colgamos.
Llamé a Teresa mientras me vestía y me dijo: “Pati, ¿quieres que se venga conmigo Karlos y utilizamos su coche para sacar cuantas más cosas mejor?” Sin dudarlo: “Sí.”
Llegué en apenas 15 minutos a su casa. Las lágrimas no paraban de salirme y Teresa y Karlos, con su infinita paciencia me calmaban.
Llegamos a la casa: subimos Teresa y yo y allí estabas tú, mamá: recién salida de una consulta de cardiología en la que te habían dicho que el derrame había avanzado en el pericardio, y sin embargo, con tus sandalias de tacón; tu vestido de lino azul a juego con tu chaqueta de punto calado, como te había visto esa mañana, pero con los pelos que cualquiera diría que habías ido a la peluquería aquella mañana: te habías hecho 6 bolsas de basura con todas tus cosas. Puse a grabar la conversación con mi móvil: Teresa iba bajando bolsas mientras tú y yo íbamos recogiendo tus enseres personales más valiosos para ti: tu ropa personal; tus collares y pulseras; tus pendientes y anillos; tus edredones; la vajilla que te había regalado la tía; tus zapatos; tus cosas de baño; tus toallas. Tanto fue lo que sacamos que Karlos nos avisó de que ya no había más sitio en su coche. Les di las llaves del mío y continuamos sacando cosas: tus medicinas; tus informes médicos; los cuadernos donde estaba todo ordenado. Lo único que alcanzabas a decirme con la respiración entre cortada era que ya me contarías lo que te había dicho por la mañana, que se reducía, como más tarde me contaste a poner a parir a tu hijo Álvaro, añadiendo cualquier cosa más que te hacía subir las pulsaciones. Tu solo le decías que te dejara tranquila, que ibas a una cita de cardiología y que tenías que ir tranquila.
Cuando cerramos la puerta habiendo dejado las llaves de su casa encima de la mesa del salón y estábamos en la calle nos dimos cuenta de que se nos había olvidado tu insulina que estaba en la nevera. Rápidamente diste con la solución: llamaríamos a la vecina que tenía llaves y podríamos entrar. Y así fue.
Karlos iba en su coche y nos seguía. Llamamos a Álvaro y le dijimos que viniera a mi casa a ayudarnos a descargar los dos coches y a meter las cosas en el trastero. Álvaro no daba crédito, pero accedió. Teresa nos recordó la hora: “Son ya las 20:30, ¿no iba a llegar su hija sobre esa hora a casa? Lo digo por mandarle el mensaje a tu marido de dónde estás” Y juntas, le dictamos el mensaje a Teresa para que ella lo mandara mientras yo conducía. El mensaje decía así:
“Hola, me ha llamado mi madre esta tarde pidiéndome que la sacara de tu casa porque no quería seguir contigo. Estaba muy nerviosa. He ido a recogerla a ella y sus enseres personales. Las llaves de tu casa están en el salón. Mi madre ya no tiene llaves de tu casa. Te ruego no contactes con ella ni con ninguno de nosotros. En los próximos días se pondrá en contacto contigo su abogada. [número de teléfono] es el teléfono de la oficina de su abogada: [nombre de la abogada].”
Aquel fue el último mensaje que aparece en aquel chat de grupo.
Cuando llegamos a casa, parados en la puerta de la urbanización con dos coches hasta arriba cargados, llamé a mi gran vecina Cristina para que me dejaran su plaza de garaje y poder descargar uno de los coches lo más próximo posible a la entrada a mi trastero. Bajó mi marido; llegaron mi hermano y mi vecino Pedro (marido de Cristina), y no sé a quién abracé, pero las lágrimas desbordaban mis ojos: estabas a salvo, mamá. Lo habíamos conseguido. Tu sonreías, y a pesar del nerviosismo propio de la situación eras capaz de sonreír con tranquilidad, mirarme y abrazarme. Y yo ya no veía el momento de parar de llorar. Tuve un momento para llamar a tu abogada y decirle todo lo que había pasado aquella tarde. Ella me pidió que te bloqueara en tu móvil a tu marido, y que le bloqueáramos también mi hermano y yo. Así lo hicimos.
Descargamos todo en el trastero, haciendo una cadena huma desde los coches hasta el trastero. Subimos tu pequeña maleta amarilla: tan pequeña, tan destrozada y vieja y sin embargo era el símbolo del triunfo, de la libertad, de la tranquilidad. Cenamos todos en casa y te preparé la cama de la habitación de tu nieta y allí te metiste. Estabas agotada pero feliz. Todos aquellos días de sufrimiento, de malos ratos con tu marido, de mala gestión de la situación; todas sus actitudes soberbias y prepotentes contigo no sólo habían terminado, sino que además no habían terminado contigo, que era lo más importante. Ahora te tocaba vivir con tranquilidad, cuidada, mimada, querida y rodeada de los tuyos, de tu gente, de quienes siempre te hemos querido: amigos, familia, cualquiera que hubiera tenido la ocasión de tratarte y conocerte, mamá, porque tú no dejabas indiferente a nadie.
Te metí en la cama de la habitación de tu nieta, y allí con cara agotada, con la medicación tomada, con todas tus necesidades cubiertas y llena de cariño, me sonreíste y me agradeciste la intervención de aquella tarde. Y ya desde ese momento me decías lo a gusto que estabas, lo tranquilita que ibas a estar y lo mucho que me querías. Sólo era capaz de sonreírte, arroparte, decirte que te quería y que descansaras. Apenas me temblaba la voz, pero fue salir de la habitación y romper a llorar y a reír al mismo tiempo, teniendo aún momentos de lucidez para avisar a la tía Marga de que bloqueara a tu marido, no fuera a ponerse en contacto con ella.
Y sí, mamá, así pasabas los días del mes de agosto: rodeada de tu familia: Candela estaba feliz por dejarte su camita de abajo y su habitación completa; los dos, tus dos nietos, estaban encantados contigo en casa. Dani me contaba que no hacías ni un ruido: te levantabas tu sola, te preparabas el desayuno y a pasar el día escuchando tu música; jugando a tus juegos en el móvil; viendo los telediarios y poniendo a parir a los que tan poco te gustaban en el mundo de la política; bajándote a la piscina por las tardes a coserme “el trapo” mientras escuchabas la radio y veías a tus fieras. Comías bien, Dani te trataba bien, como me decías. Me esperabas por las tardes en la urbanización, sentada en tu sillita mientras cosías. Y yo llegaba de trabajar e iba a verte, a preguntarte qué tal te encontrabas, si necesitabas algo.
Cada noche te dabas una ducha, dejabas todo recogido y te ponías a cenar. “hasta las pestañas me tienes de pavo, hija”, “ya mamá, pero hay que cuidar tu alimentación.” Cada noche te acostaba y luego ya cenábamos mi marido y yo.
Una noche, cuando ya estabas dentro de la camita y yo mirándote de cerca, me cogiste la mano y con una sonrisa en la cara más dulce que siempre tenías, me dijiste: “Hija, creo que no llego a Navidades” “¡No digas eso, mamá! no queda nada de aquí a Navidades. No pienses eso.” Te besé la frente, te arropé y me marché directa a la cocina con los ojos llenos de sus ya eternas compañeras las lágrimas. Le conté a mi marido con voz temblorosa lo que acababas de decirme. Mi marido me respondió: “Ni caso. Te dice eso porque ahora se encuentra mal, pero eso no es así.” Esperaba que aquellas palabras me consolaran de verdad, que me llegaran hasta el punto de creérmelas. Pero no, mamá, no fue así. Tu no dabas puntada sin hilo, como se suele decir. Y aunque mi reacción fue de sobreponerme, no hacía más que pensar “¡Pero si quedan 4 meses! ¿Cómo no van a quedarle más que 4 meses o menos?” Pero la naturaleza hace su trabajo: es imposible que exista alguien, o por lo menos es imposible en mí, que pase 4 meses o sabiendo que el final de la vida de un ser querido tiene fecha final fijada. Es imposible que se pueda vivir así, por lo menos yo no podría vivir ni con normalidad ni con cierta normalidad. Así que, como digo, la naturaleza hizo su trabajo: puso un parche en mis pensamientos y seguí adelante como si aquellas palabras nunca hubieran salido de tu boca. Y lo conseguí, pues no fue hasta pasados unos días de tu fallecimiento cuando pensé en ellas y me descubrí pensando: “Pues tenía razón, no llegaba a Navidades.”
También hubo tiempo para que te fueras una noche con tus amigos a casa de Nines y Fabián, delicioso matrimonio rodeados siempre de gente deliciosa. Te llevaría el marido de tu gran amiga. Te traería por la noche aquel viernes la propia Nines, quien apareció con Isabel, tu enana. Cuánta emoción en aquel breve encuentro. Sin quererlo decir, sin querer pronunciar las palabras cuando todos sabíamos que la situación no era buena desde el punto de vista médico. Pero todos hacíamos piña contigo, cerrábamos filas y te llenábamos de amor, de ternura, de cariño.
Los días en mi casa estaban contados, mamá, las dos lo sabíamos. En septiembre empezarían los colegios y Candela necesitaría su habitación. Teníamos que buscar una solución. Así que hubo que ponerse manos a la obra: hubo que hablar con tu eterna inquilina Diana y con su madre María, dos personas maravillosas, quienes entendieron la situación y sin dudarlos facilitaron la situación y tu llegada a tu casita.
Mientras tanto, en casa te veíamos autónoma: responsable con la medicación, sabías qué tenías que tomarte y cómo: controlabas cómo medir el azúcar y sabías anotar todo sin problema. Comías bien, y si tenías comida hecha, no había problema alguno.
Y hubo momentos realmente tiernos, no sólo con cada beso y abrazo a mi llegada a casa, sino también como aquella mañana en la que estabas sentada en la terraza y te dije: “Hoy toca sesión de pedicura, que no puedes llevar esos pies, tu con lo coqueta que eres” Y entonces empezamos nuestra sesión cargada de tanto cariño, tanto mimo y dedicación: “mete los pies aquí, en el agua templada; ¿de qué color quieres que te las pinte? Te preguntaba mientras acariciaba tus pies, te limaba las uñitas (las “zarpitas” como tu decías); te echaba crema y te masajeaba subiendo por tus piernas, con esa piel siempre tan suave y cuidada que tenías. Momentos llenos de emoción, como cuando cenabas tu primero y luego te ponías a escuchar tus conciertos, tu música clásica recostada en el sofá, mientras Dani y yo cenábamos en la terraza y te miraba y me embargaba la emoción: “Cariño-le decía a mi marido-me parece mentira que tenga que pasar por todo esto.” Y Dani, con su entereza y raciocinio, apenas podía consolarme, pero bastaban sus caricias, que me cogiera de la mano y aun sentada, me sostuviera.
CAPÍTULO V
SEPTIEMBRE. TUS ESCARCEOS CON LA MUERTE.
No recuerdo bien qué día te dejamos instalada en tu casa de Villalba, en tu casita, aquella que con tato mimo y amor habías diseñado y en la que tanto tiempo habías estado tu sola o acompañada, pero bien orgullosa de que fuera tu casita.
Desde luego no fue fácil para mi dejarte allí, mamá, pero no había opción. Por más que te insistimos en buscarte a una persona que estuviera contigo, tu no querías. Hasta la tía Marga se ofreció a pagarla. Nada, ni por esas.
En fin, que no querías a nadie en tu casa contigo, querías vivir los que sabías que eran tus últimos días, tu sola, contigo misma rodeada de aquellos que pudiéramos ir a verte, pero sola. Querías enfrentarte a tu muerte sola, sin miedo, con tranquilidad, con sosiego, sin dramas, con naturalidad: “La muerte, hija, forma parte de la vida.” Me habías enseñado hacía mucho tiempo (y yo ahora se lo trato de transmitir y enseñar a mis fieras). Y como parte de la vida, no huiste de ella: la miraste de frente, seguro que la hablaste y finalmente te entregaste: el bicho ganaba la guerra, y tu sabías cuándo dejar de luchar, en qué momento exacto, y sin ninguna sensación de derrota ni de frustración. Sí de tristeza, pues como me dirías en alguna de las tantas tardes que pasaba contigo en tu casita: “Lo que más rabia me da es que no voy a saber qué van a ser mis nietos.”
De todas formas, aquel mes de septiembre, por empezar por el principio, se inició con una toma de contacto entre tu abogada y la abogada / “amiga” (tuya) que velaba por los intereses de tu marido (toda una paradoja). Todo apuntaba a que podía alcanzarse un acuerdo de divorcio. La abogada de tu marido pidió ponerse en contacto contigo sólo para hablar contigo de forma personal, algo que tu abogada me transmitió y que yo te trasladé inmediatamente:
– Mamá, la abogada de tu marido quiere hablar contigo. – Te dije una tarde mientras cosías “el trapo”, sentada en la butaca al lado de la gran ventana, con absoluta tranquilidad y concentración.
– No – me dijiste- He pasado con ella muy buenos ratos, nos hemos echado muchas risas y no quiero enturbiar aquellos recuerdos con una conversación ahora. No quiero hablar con ella.
Me quedó claro, y debí hacerte caso en esto. Pero justamente en esto fue en lo único que no te hice caso tras haber fallecido, y después de comprobar cómo se sucedieron los hechos, me arrepentí de no haberte obedecido.
Tras tu fallecimiento la llamé en varias ocasiones. No me lo cogía. Entendí que quizá no me lo cogiera porque imaginaría que le querría decir cualquier cosa. Sin embargo, con lo obstinada que soy yo, le mandé un audio por WhatsApp en el que le decía inmensa y sinceramente emocionada tus palabras de aquella tarde. Me temblaba la voz, pero me parecía que era lo menos que podía hacer por ella, que no había tenido la oportunidad de despedirse de ti, porque las palabras que le dedicaste me parecieron muy bonitas. Así que le mandé el audio. No tuve respuesta al mismo, pero sí tuve noticias de ella como abogada de tu marido, en cualquiera de las comunicaciones que nos mandó a mi hermano y a mí. En fin, bruja, que eras bruja, tenía que haber seguido tu línea y no contactar con nadie.
Ya en septiembre, las citas médicas seguían su curso, a casi todas te llevaba Maryam, un sol y una delicia de persona. El día 10 de septiembre tendría que ir a recogerte a casa para llevarte a la cita de cardiología. Y así fue. Lo que nadie esperábamos fue que te quedaras ingresada por problemas cardiológicos. Me llamó Maryam y me contó lo que pasaba. Era un viernes. Salí escopetada. Por más que ella me transmitiera calma, yo salí escopetada, con la excusa de que ella se fuera a buscar a su hija al colegio, yo ya cogía el relevo.
Llegué y Maryam salió. Me contó lo poco que le habían dicho: parecía que el derrame en el pericardio había aumentado y estabas en observación. Me enseñó la forma de “colarme” hasta el box en el que te encontrabas.
Y te encontré…. Te encontré que no eras tú, mamá. La arritmia descontrolada; rodeada de cables y pitidos; hundida en la cama, con la cara pálida, un hilo de voz casi inaudible; los ojos entornados las veces que lograbas abrirlos; tu piel tersa; tu nariz afilada.
Me viste entrar, te espabilaste un poco, lo justo para decirme: “Hija, mírame lo de la eutanasia, quiero que me la apliquen.” ¿Cómo contener las lágrimas ante semejante imagen que tan bien acompañaba a aquella petición tuya? ¿Cómo asumir que tenía delante de mí a lo poco que quedaba de mi madre? Te prometí que le echaría un vistazo.
Pero ¿cómo se “echa un vistazo” a una Ley para ayudar a morir a tu madre? ¿Cómo se entienden las expresiones legales? ¿Cómo se interioriza algo así y se emite un informe profesional sobre si le es de aplicación o no? Y si fuera de aplicación, ¿cómo iniciarlo? ¿cómo hacerlo? Deseé que aquella idea se te quitara de la cabeza. Pero cuando te dije que sí, pero que ya la miraría, me dijiste: “Muéveme lo de mi testamento vital. Quiero hacerlo.” Si la eutanasia no aplicaba, tenías otro as en la manga: el testamento vital. Y una baza más: habías vivido como querías y tu decidirías cuándo y cómo morir.
Difícil no llorar, no derrumbarse ante aquella situación y aquella conversación. Pero sólo podía derrumbarme a intervalos, cuando tu cerrabas los ojos y parecías dormir. No había una silla donde sentarme, de pie durante más de dos horas. Opté por descalzarme, bajarme de los tacones de trabajo y convertirme en quien realmente era en esos mismos momentos: una hiija destrozada, arrasada, devastada por ver que su madre se muere.
Vinieron dos médicos, hablaban su propio lenguaje. Yo sólo podía enseñarles nuestros cuadernos, los informes, el esquema de las pastillas que tomabas; el cuaderno donde íbamos anotando tus mediciones del azúcar.
Ellos los miraban, tampoco les prestaban mucha atención. Estábamos en urgencias de cardiología y ahora importaba tu corazón, y yo no llevaba nada sobre tu corazón, cómo cuidarlo (¿no bastaba quererte con todo mi corazón?). Una última bola de malabares se acababa de colar sin intención de abandonar.
Pusieron en movimiento tu cama, me pidieron que les siguiera: te iban a dejar ingresada en la Unidad de Cuidados Intensivos de cardiología del Hospital y verían cómo se comportaba ese derrame en el pericardio que tenías. Las visitas en aquella Unidad estaban muy limitadas y restringidas: dos horas por la mañana y dos horas por la tarde. Siempre la misma persona al día, nada de intercambiarse.
Mientras el celador y otro doctor avanzaban contigo en la cama, yo me quedaba rezagada, cargando con las bolsas de tu ropa; las bolsas de tus cuadernos con los informes; mi bolso, mi agua para no deshidratarme. Y un médico se quedó a mi lado: “Seguramente habrá que hacerle una punción para sacarle el líquido que tiene en el pericardio y que es lo que le está presionando y dificultando la respiración, por eso se encuentra tan agotada al andar y físicamente. Pero no creo que se lo hagamos hasta el lunes. Pero es bueno que se quede ingresada.”
Cuando llegué a la Unidad de Cuidados Intensivos, miré el reloj y ya se había pasado la franja horaria en la que estaban permitidas las visitas por la tarde. “No importa. En casos de ingresos, hacemos una excepción. Te puedes quedar las dos horas ahora.” Y así lo hice, sin pensármelo. Allí me quedaría. Tu estabas exhausta. Apuré hasta el último momento. Y desde luego, el sábado por la mañana a las 12:00 estaría de nuevo para verte durante las dichosas dos horas.
Hablé con tu amiga de Valencia, fue a la única, junto con mi marido, a quien le conté el aspecto físico en el que te había encontrado, con especial prudencia y mucho temor al describir la nariz y cómo estaba de afilada: la muerte se acercaba, ¿podría ser vedad? ¿Estaba tan cerca?
El sábado llegué a las 12:00 al hospital y según llegué a tu cama y te estaba saludando me sonó el móvil: “Hola buenos días, le llamo de la Unidad de Cuidados Intensivos. Es respecto de Pilar, sólo decirle que le vamos a hacer la punción en estos mismos momentos, no venga hasta esta tarde.” Pero no daba crédito. Según pronunció las palabras “le llamo de la Unidad de Cuidados Intensivos” levanté la cabeza al frente y vi entrar a un escuadrón de médicos que venían hacia ti. Colgué cuando ya estaban a tu lado y me desalojaron.
¿Cuánto duró, mamá: 20, 30 minutos; 45 minutos quizá? No lo sé, no lo recuerdo. Estaba sola, sentada en el suelo del pasillo, tratando de no perder los nervios. Deseando ver la bata blanca de algún doctor asomándose por el pasillo en el que se encontrarían contigo. Imagino que avisaría a mi hermano y a mi familia. Tenías que salir de esta, mamá. Era necesario. Y yo sin leerme la Ley de la eutanasia…. Pero ¿Cómo sacar fuerzas, no ya anímicas, sino físicas para dedicarme a semejante lectura?
Al fin salieron a verme: todo había ido muy bien, casi 2 litros de líquido en el pericardio. Ahora tocaba descansar pero podía entrar a verte un rato.
Entré, secándome las lágrimas, buscando alguna frase que nos hiciera sonreír, y te ví, tumbada, con un aspecto inmejorable. Y lo primero que me dijiste: “Hija, qué bien estoy, debe ser que el líquido me estaba presionando por atrás porque el dolor que tenía en la espalda se me ha quitado.” Genial, mamá. Todo estaba saliendo bien. La Ley de la eutanasia podía esperar, te tenía a mi lado, la muerte tendría que esperar su turno.
El domingo creo que fue mi hermano a verte y te dejaron ya instalada en una habitación del hospital. Pasarías allí la semana: los tratamientos de quimioterapia para los que teníamos cita, tendrían que esperar hasta nueva orden, igual que las analíticas.
El lunes 13 de septiembre llegué a trabajar. Tu seguías ingresada y lo estarías hasta el viernes 17 de septiembre. El mismo lunes por la mañana hablé con tu médico de cabecera para informarme del procedimiento de la ley de la eutanasia. Vicente fue al grano y tan pragmático como siempre: “Tu madre, en estos momentos no está para que se le aplique la eutanasia. Sí para hacer un testamento vital donde deje indicado qué hacer en caso de que ella no sea capaz de decidir. De todas formas, no le comentes nada, puede que te lo dijera por estar en un momento de preocupación por cómo se encontraba de mal físicamente. Si te lo vuelve a decir en otro contexto, más pausado y tranquilo, háblale. De todas formas, el protocolo para la aplicación de la eutanasia es largo. Quizá, llegado el momento sea mejor iniciar los trámites de cuidados paliativos.” “Gracias, Vicente.”.
La siguiente llamada fue a nuestro Notario de referencia y socio del despacho: sólo tenía una pregunta: ¿conocía algún notario de su confianza que fuera competente y bueno para hacer un testamento vital? La conversación fue corta y su respuesta afirmativa, recomendándome a uno de su más absoluta confianza.
Con aquellos deberes ya hechos, pasé la semana yendo día sí día no a verte al hospital. Hubo una tarde que no fui: mis hijos estaban en la piscina y yo en la terraza mirando en dirección al hospital. Apareció mi marido y me dijo que qué me pasaba. Que últimamente me echaban de menos en casa, que apenas estaba con ellos. Me preguntaba qué podían hacer por mi. Entonces lo vi claro y le respondí: “De momento no decirme si me echáis de menos. Mi madre puede estar muriéndose y quiero pasar con ella todos los días que pueda.”
El viernes 17 de septiembre me llamó el cardiólogo sobre las 11:00 para decirme que te daban el alta. Entonces le supliqué que por favor te mantuvieran allí hasta por la tarde. Yo no podía salir de trabajar en esos momentos y mi hermano tampoco Me tranquilizó: “Hombre, claro sin ningún problema.” Al colgar llamé a mi amiga María, quien vive muy cerca de donde vivías tu, mamá, y le pregunté si podía hacerme algo de compra para ti, para que cuando llegaras a casa tuviéramos algo preparado. Me dijo que se iba de viaje. Imposible. Entonces llamé a mi hermano y tampoco podía.
Así que cogiendo al toro por los cuernos me fui a buscarte: recogimos la habitación; cargamos todas las bolsas; nos fuimos a hacer la compra al SuperCor de al lado de mi casa, y mientras merendabas en la cafetería de al lado, entré en la farmacia para recolectar todas las pastillas.
Llegamos a tu casa, te ordené la compra; te preparé la cena y te preparé el pastillero para toda la semana siguiente (tu pastillero: ponértelo al día para una semana entera me llevaba casi una hora). A las 20:00 salía de tu casa agotada, directa a buscar a mi fiera mayor a la salida de su entrenamiento.
La semana siguiente venían tus amigos de Valencia y durante aquella semana estarías con ellos, acompañada. Serían ellos quienes te llevarían a todas las consultas médicas que tenías y te cuidarían como solo ellos saben hacerlo.
Nunca lo conté a nadie, pero lloré de alivio, de alegría. Podía respirar durante una semana entera confiando en que estabas en las mejores manos, rodeada de unas personas maravillosas que te adoraban, mamá. Ellos se marchaban a Valencia el viernes 24 de septiembre, por la mañana.
Durante los días que pasasteis juntos estuviste formidable, mamá: riéndote, andando, sin fatigarte, decidida; bromista, hasta nos hiciste la cena aquel jueves 23 de septiembre por la noche: iríamos mi familia y cenaríamos con todos vosotros: mil metidos en tu casa, como en los mejores tiempos de aquella casita. Aquella noche cenaste las últimas croquetas de cabrales que yo hacía y que tanto te gustaban. Aquella noche nos hiciste la que sería tu última tortilla de patata. Aquella noche los niños te disfrutaron en todo tu esplendor mamá. Aquella noche, la muerte apareció para engalanarte e incluso animarte hasta el punto de olvidarnos de la gravedad de tu estado. Con el paso del tiempo, pensando en aquella noche pienso que fue la tregua que nos dio la muerte con su aparición: “La mejoría de la muerte”.
El viernes 24 de septiembre tu gran amiga te acompañó al hospital a cardiología a recoger los resultados de la extracción, revisar el estado del pericardio; informarnos del análisis de aquel líquido que te habían sacado el sábado anterior.
Yo estaba tranquila, ibas acompañada de una de las mejores amigas, alguien que te cuidaba con tanto cariño y esmero; alguien muy especial para ti. Aquella misma mañana, a las 8:08 le mandé un mensaje: “Buenos días. No te escribo para “darte instrucciones” sino para agradecerte TODO lo que haces por mi madre, por mí. Eres admirable tu y la relación que mantenéis. Eres un apoyo para ella y para mí. Muchísimas gracias por estar ahí siempre. Te quiero, que te lo digo poco o nada, pero espero que sientas que es así.”
A las 12:03, me respondió con las mismas buenas palabras que siempre os tuvisteis: amigas, por no decir hermanas que os queríais (y a buen seguro a día de hoy seguís manteniendo el mismo sentimiento):
A las 12:06, me mandó otro mensaje: “Otra cosa, ha salido la doctora y nos ha dicho que tiene que hablar con la doctora de hematología. Porque parece que en el líquido que le sacaron hay células del mieloma. Seguimos esperando.” A las 12:15, recién leí el mensaje, le escribí: “Mil gracias Ya me cuantas cuando salgáis. Si es necesario que me llame la hematóloga. NO tiene buena pinta. No te “comas” un posible marrón tú, que me llamen los médicos a mí.”
Y así fue como por primera vez desde el mes de abril de 2021 pregunté al “Sr. Google” por una respuesta a todo lo que te estaba pasando: tenía que haber algo que relacionara el mieloma múltiple con el derrame del pericardio. Estaba segura. Encontré un artículo científico por el que había que pagar para leerlo. Decidí no pagar, seguro que sería capaz de dar con él y…. ¡BINGO! Allí estaba. A las 12:30 empecé a leerlo: señora de 83 años de edad (tu tenías 72), con mieloma múltiple Bence Jones, tras observar que los resultados de cada ciclo de quimioterapia eran buenos, sin embargo, tuvo un derrame en el pericardio del que fue intervenida. Tras la intervención notó mejoría. Desde que se le intervino del derrame hasta su fallecimiento, transcurrieron semanas.
Entonces eché cuentas: te intervinieron del derrame en el pericardio el sábado 11 de septiembre; estábamos a viernes 24 de septiembre. El sábado 25 haría 2 semanas. Te estabas muriendo. Apenas me quedaba alguna semana más a tu lado.
Me dio tiempo a llamar a Isabelita, nuestra enana. Le conté lo que había pasado. Le conté lo que había leído. Me pidió que se lo mandara. Se lo mandé a las 12:43hs. No tuve respuesta suya, no por indiferencia, sino por dolor ante la evidencia.
Y me sonó el teléfono: era la cardióloga: confirmado que todo lo que te habían sacado de líquido estaba plagado de células del mieloma. Tenías el vientre muy hinchado y habría que hacerte una prueba de digestivo, pero eso ya lo hablarían con la hematóloga. “¿Su pronóstico?” le pregunté. Y prudentemente me contestó: “Yo no soy hematóloga. Veo que tiene cita el día 1 de octubre con ella, imagino que ella les explicará la gravedad del asunto.” Y colgó, no había más que pudiera hacer o decir.
No paré de llorar. No podía parar de llorar. Sólo quería llorar y hablar. Tenía que dejar asuntos resueltos en el Despacho antes de irme, pero era incapaz. Mandaba mensajes a mis piratas, destrozada, devastada, te morías, te me escapabas, te quedaban días de vida, mamá. Imposible no llorar, imposible contenerme. Imposible todo, cualquier cosa que no fuera estar contigo. Conseguí ordenar mi mesa y mis asuntos y me marché a tu casa.
Allí estabas, tumbada en el sofá, agotada, destrozada y diciéndome que yo sabía más cosas pero que no te las decía. Te decía que no, poco más podía decirte. Pero, en cualquier caso, ¿cómo se le dice a una madre que nos quedan tan sólo días juntas? Yo no sé, no supe, no podía, no quería. Te miraba, te decía que me quedaría a dormir en tu casa y tú siempre negándote. Sabía que el primer fin de semana que habías pasado sola en tu casita al salir de la mía, no había sido una buena noche. Me llamó María, llorando para contármelo. Jamás me contaste aquel episodio. Y jamás consentiste que te viéramos así de mal. Jamás, mamá.
Tenías una prueba programada de digestivo, creo recordar, así que ahora tocaba valorar si con esta nueva situación, te la harían o no. Si te la hacían, había esperanza. Si no te la hacían, era mal asunto, así me lo planteé yo. Y efectivamente, el martes 27 de septiembre me llamaron: no te hacían la prueba. Traté de justificar la negativa a hacerte la prueba con que el día 1 de octubre estaba a la vuelta de la esquina, tenías médico y que seguramente en la consulta te valorarían de nuevo. Aquel día también me mandaste a casa. Abrazándonos como siempre, como nunca más podremos volver a hacerlo, mamá. Salía de tu casa llorando, sin consuelo y llegaba a casa tratando de que no se me notara la cara desencajada.
¿Es que acaso se puede ocultar tanto dolor? ¿Hay sonrisa, disfraz, broma que logre suplantar al dolor tan inmenso de perder a una madre, a ti, mamá? No. Aun hoy sigo llorando por tu pérdida, mamá, con la misma intensidad que antes, quizá no con tanta frecuencia, pero sí con la intensidad, con la rabia, con el dolor de no tenerte. Es un llanto sanador, me digo. Pero ¿es posible sanar de la pérdida de mi madre? Honestamente creo que no. Creo que a uno le arrastra la rutina, el mundo sigue y el hueco que cada uno de nosotros tenemos en este mundo, sigue ocupado por uno mismo. No hay nadie que te supla, no hay nada que te permita desaparecer y que todo siga igual. Así que uno se deja llevar, trata de normalizar e incluso creer que ya casi casi lo ha normalizado. Pero no lo siento así, mamá. No logro normalizar tu ausencia. Me parece una traición normalizarla. Me dicen que a los muertos hay que dejarlos ir. Tu ya te has ido, dejarme a mí que me quede contigo en frases, en momentos, en olores, en lugares.
Y llegó el día 28 de septiembre. Te fui a buscar a tu casita y ya estabas lista, tan guapa y dispuesta, fuerte como tú eres (me cuesta aún hablarte en pasado). Nos íbamos al hospital a hacerte la analítica de sangre de rigor de cada fin de ciclo de quimioterapia. Yo sacaba fuerzas de donde jamás imaginé que pudiera sacarlas pues estaba consumiéndome cada día un poquito más. Pero sorprendentemente lograba sonreírte.
Aquella mañana, soleada, pero con el fresco matutino del mes de septiembre de Villalba, había quedado a las 8:00 con Gema para que me diera documentos personales suyos. Con la espontaneidad que siempre ha caracterizado a la familia Cifuentes- Ambrojo, y con la mayor de las naturalidades, quedamos para comer ese día en su casa, así veríamos a “La Pepa”, tu gran amiga. Lo tendríamos que confirmar a lo largo del día, pero ese era en principio el plan: médico y comida en casa de Pepi y Paco (la eterna pareja). Otro de tus grandes regalos en esta vida. Siempre procuraste enseñarme el valor de la amistad, el significado de ser AMIGO, de querer a los amigos. Y prueba de ello, sin duda alguna, fueron los Migoya-Calabia y también los Cifuentes-Ambrojo: amistad incondicional, cargada de tanto cariño, humor, largos momentos de escucha; grandes celebraciones y risotadas escuchando ganar al Atlético de Madrid. Innumerables tardes comiendo y merendando bollitos en una casa cargada para mí de momentos entrañables con cada uno de sus cariñosos hijos, cada una a su manera.
Subía a tu casa para recogerte. Aún recuerdo cómo nos abrazábamos en casa, nos dábamos la mano, tu piel siempre tan suave y juntas emprendíamos la marcha charlando de todo, sobre todo me pedías que te hablara de tus nietos.
Ya en el hospital, se repetía el mismo ritual de siempre: ayudarte a bajar del coche, con tanto cariño como me cabía; andar juntas hasta la consulta; abrazarnos mientras esperábamos los ascensores; abrazarnos dentro del ascensor. Y tú eterno comentario: “hija, contigo es con quien me siento segura yendo al médico.” “También con mi hermano” te decía yo y tu respondías: “también, que está muy cariñoso, pero contigo es diferente.”
Tras recorrer los largos y eternos pasillos, los vericuetos del hospital, llegábamos a la consulta y entrabas tu sola. Yo me quedaba fuera, viéndote marchar, posando y anclando mi mirada en tu espalda, admirándote, viéndote consumirte mientras luchabas sin descanso, aunque cada día un poco más consciente de tu final. Y no te equivocabas, mamá.
Pero siempre con tus chascarrillos cuando salías de la analítica: “Ya he visitado a Drácula. Ya nos podemos ir.” “¿Te encuentras bien?” te pregunté. Y tú, sin dudarlo: “Sí hija, claro.” No dudaste en tu respuesta, pero tu cara, tu expresión te delató hasta el punto de que fui consciente en ese momento de que te estabas muriendo, te morías, no había mucho más tiempo. Una vez más, de camino al coche, en el ascensor, vuelta a un nuevo abrazo, siempre delicioso, siempre mirándome en el espejo, reconociendo mis lágrimas acudiendo a mis ojos, quienes ya echaban de menos a las lágrimas tan habituados a ellas. Yo trataba, como siempre, de contenerlas, pero ellas se imponían y surgían, asomaban tímidamente. Y yo mirando al suelo confiando en que cuando se abrieran las puertas del ascensor, tu no reconocieras ni un atisbo de tristeza, de temor en mi rostro.
Volvimos a Villalba y aprovechamos para ir al banco a que me autorizaras en la única cuenta corriente que tenías. Fue en ese mismo momento, cuando abría las puertas del banco, cuando me llamaron del despacho para preguntarme por algo concreto y de forma atropellada verbalicé por primera vez mi pensamiento de horas antes: “mi madre se está muriendo.”
Tu esperabas en una silla en el banco nuestro turno, pacientemente, muriéndote con paciencia y sosiego. Y cuando llegó nuestro turno, no pudimos culminar tu propósito por problemas informáticos… Como si esos problemas fueran los que más nos acuciaran. Pero el problema sí era real: no había tiempo para hacerme autorizada otro día, te morías, no había duda. Me deshacía por dentro, tratando de controlar la situación sin que la emoción impregnara la consulta. Tu hablando con tu hilo de voz; yo repitiendo tus palabras y limpiándome alguna indiscreta lágrima que se escapaba de mis ojos y rodaba por mi mejilla. Nos dieron la opción de irnos y volver más tarde… “Más tarde, pensé, más tarde ya es tarde. Ahora ya es tarde.”
Pero dando normalidad a la situación, nos fuimos. Me pediste ir a tu cafetería desde hacía 30 años: “El Mirador”, con tu camarero preferido y tan querido, Javier. Y allí que fuimos. Estaba cerrada. Daba igual, nos sentamos en el bar de al lado y llamamos a tu amiga Gema, tu compañera de batallas en la inmobiliaria. Tan jovial como siempre salió a tomarse una cerveza con nosotras. Tú te pediste una cerveza sin alcohol, por aquel entonces ya habíamos comprobado que, sin controlarte la alimentación, el azúcar se te había regulado: era como una tregua que te daba el azúcar. Ahora sé que en esos mismos momentos tu estabas despidiéndote de Gema, de tu Mirador; de tu sitio de toda la vida.
Consciente como era ya en esos momentos de que te morías, me levanté para llamar a tus abogados: la demanda de divorcio se tenía que quedar presentada ese mismo día, a más tardar, al día siguiente. Te morías. Tu marido llevaba cerca de 15 días para dar una respuesta a un convenio regulador de apenas dos folios. No había más espera.
Te dije que si querías que fuéramos a comer a casa de tu amiga Pepi aun conociendo ya la respuesta: dijiste que sí: viste la posibilidad de despedirte de tu amiga y de sus dos hijas (de Tote ya lo habrías hecho sin que se notara). Te pareció la mejor de las ideas, a pesar de tu agotamiento más absoluto.
Pero antes de irnos, nos dio tiempo a dejar el asunto del banco zanjado, e incluso a arreglarte las gafas de ver de pasta verde que llevabas siempre, tan tuyas.
¡Ay mamá! ¡Cómo sabías que te morías! Cuanto agotamiento en tu cara, en tus ojos, en tus andares, en tu voz quebradiza. Y sin embargo cuánta fuerza para llegar a ver a tu amiga.
Nada más llegar os sentasteis las dos juntas en el salón a charlar, tu derrotada y Pepi dándote conversación. Fue un regalo veros juntas charlando, momento que inmortalizamos con una foto que aún guardo. Os dejamos a solas y me encerré en la cocina con Merche y Gema para llorar en compañía y sin reparos. Pronto Gema comenzó con ese humor suyo que tanto nos gustaba, mamá, también algo negro, contando los pormenores del estado de salud de Pepi.
No quisiste esperar a comer con todos. Preferías comer en el salón tu sola, conmigo que te ayudaba a comer. Poco comiste, pero es que necesitabas meterte en la cama pronto, sin que pasar más tiempo, el agotamiento no te daba tregua. La muerte no entiende de hambre, solo de cansancio. Gema te dejó su cama y allí, una vez más, te arropé y besé. Con los ojos y la mirada triste ingerí algo de alimento y al acabar dije que tenía que ir a comprarte unos calcetines. Con qué ganas compré los calcetines: blandía los calcetines, y los pijamas, y la bata y las zapatillas ante el rostro de la muerte: “¿No ves que no se muere? Le acabo de comprar calcetines para andar con las deportivas; y dos pijamas, una bata y unas zapatillas. Lo necesita porque no se muere.” Cuando llegué te habías levantado y te enseñé todo lo que te había comprado y con sonrisas me dijiste que te encantó todo. Pero no quisiste quedarte a tomar bollitos sino que preferías llegar a tu casa, había gente que quería ir a verte.
Y allá que nos fuimos. Te desvestí con todo mi cariño. Te vestí con más cariño aún, alucinando con la hinchazón de tu vientre: aquello no era normal. Estrenaste pijama, bata y calcetines, además de las zapatillas de andar por casa (que ahora tengo yo). Todo de color verde, tu color. Color que ahora me persigue a mi allá donde voy.
Empezó a llegar gente a tu casita: Luis el primero; luego Luisa, otra gran amiga tuya. Yo aproveché para quedarme en la terraza hablando con tu médico de cabecera, que fue quien me llamó, como si presintiera que algo no iba del todo bien. A él no le anduve con paños calientes:
– Vicente, creo que se muere. Está excesivamente cansada, come poco y se queda dormida en cuanto puede. Está tan hinchado el vientre que parece un barril.
Vicente me respondió:
– Patricia, hace algún tiempo me preguntaste por la aplicación de la eutanasia y te dije que tu madre no daba el perfil. Ahora sí lo cumple, pero no llega a tiempo porque el protocolo viene a durar un mes y a tu madre le quedan días. Yo te propongo empezar con paliativos y que haga su testamento vital.
Le dije que sí, pero yo no tenía cuerpo de entrar de la terraza, esperar a que se fueran todos sus amigos y hablarte sobre los cuidados paliativos.
– No te preocupes – me dijo- yo se lo explico. De todas formas, empiezo ya con los trámites para iniciar los cuidados paliativos. Hago ya mismo el informe necesario. No es bueno que esté sola mucho tiempo: si puedes plantéate teletrabajar desde su casa.
Hablé con mi hermano para contarle mi conversación con Vicente, pero Álvaro no estaba por la labor de reconocer nada: “Lees cosas en internet que a saber la fuente; haces caso a un médico que no la ha visto. Yo he estado con mamá este fin de semana unas horas y no la he visto para paliativos” Podía haberle colgado; podría haberle dado por un caso imposible, pero traté de abrirle los ojos: “Le he descrito a Vicente cómo está mamá. Yo soy quien veo a mamá casi a diario y quien pasa más de un par de horas con ella al día.” No dio resultado nada de lo que le dije.
Llamé a Nines para ver si alguien podía ir a tu casa a quedarse contigo más allá de las 20:00 que yo me tenía que ir, por lo menos hasta que te acostaras. Mi Nines me dijo que ella no podía pero que te llevara con ella a su casa a vivir. Le dije que no, que eso no era posible ni justo ni equitativo, ni viable. Pero me propuso que el día 13 de octubre ella y su hija Carmen (tu Perrito blue, como te gustaba llamarla) daban un concierto en una sala de Madrid a las 20:00, proponía que te lleváramos. Le dije que eso no era posible, no ya solo porque no ibas a llegar con vida a ese día (esto lo pensé), sino porque tu a las 20:00hs ya no eras personas del agotamiento que tenías. ¿La muerte cansa tanto, mamá? Tu siempre me decías: “¡Ay qué joderse!, lo complicado que es llegar a este mundo y lo complicado que es irse del mismo.” Finalmente, Nines sí que fue aquella tarde noche a verte, me enteré más tarde. Gracias, Nines.
Entré de la terraza a tu casa y allí estabas con Marisol y su marido, a quien entre llamada y llamada tuve que bajar a abriles la puerta del portal y de camino al ascensor con lágrimas en los ojos les detallé cómo estabas. Pero entre tanto detalle, acabé diciéndoles: “Se está muriendo.”
Sin embargo, cuando entré de la terraza allí estaban ellos, haciéndote sonreír, contándote cositas y tú a ellos. Y nuevamente a ellos les repetiste tu frase que pasaría a ser mi frase preferida: “Ella es mi estrellita. Mis ojos, mis manos, mis pies.” Y yo conteniendo las lágrimas.
Me marché de tu casa aquella tarde con el corazón encogido, pero aún me quedaba algo de mente clara para ejecutar un plan: en el despacho donde trabajaba habían establecido la presencialidad obligatoria desde septiembre de 2021. Pues bien, llegaría al despacho el día 29 de septiembre para pedir teletrabajar desde tu casa.
Así, y tras aquella conversación demoledora el día 28 de septiembre de 2021 con el médico de cabecera, y sin haberlo dudado ni un solo instante, al día siguiente, 29 de septiembre me fui al despacho y como un clavo a las 9 de la mañana estaba sentada delante de uno de los socios para informarle de la situación: sabía que desde el día 1 de septiembre de 2021, la presencialidad era obligatoria pero también sabía quién era mi prioridad: tu. Así que planteé, como no podía ser de otra forma (ya me conoces, si hay algo que no se pueda hacer, soy la primera en intentarlo contra viento y marea), que desde el día 30 de septiembre yo teletrabajaría desde tu casa. Te estabas muriendo y quería estar contigo cada minuto no tanto pensando en que serían mis últimos días contigo (creo que no hay cabeza, o por lo manos la mía, que esté preparada para vivir siendo plenamente consciente de que esas serán tus últimas horas con tu ser querido, con tu madre), sino para cuidarte, que no te faltara de nada; que no necesitaras algo y no hubiera nadie para dártelo. La respuesta fue contundente: por supuesto podía teletrabajar desde tu casa. No creo que haya agradecido más en mi vida una decisión como sentí que agradecía aquella. No sé si fui capaz de transmitir en aquel momento mi agradecimiento. Contuve las lágrimas, nada de dramatismos, como a ti te gustaba. Pero me fui directa a respirar aire, con una sonrisa en mi cara; con un mar de lágrimas agolpándose en mis ojos con unas ganas irresistibles de salir.
Si desde que falleciera la tía Susi, tu querida hermana, mi querida tía, había una canción en mi lista de Spotify que se repetía una y otra vez, y que desde la primera vez que la escuché por azar, identifiqué con tu adiós (lo que se siente o podría llegar a sentirse tras el fallecimiento de un ser querido), esa era “Respirar” de Bebe.
Además, desde aquel día 29 de septiembre, momento en que me paré a escuchar por primera vez aquella canción que repetidamente cantaba mi fiera pequeña en casa porque la estaban escuchando en el cole, ésta se convirtió en las palabras que estaba segura dedicarías a tus amigos y seres queridos si conocieras la canción: “Eso que tú me das” de Pau Donés.
Me recuerdo escuchando la canción en la terraza del despacho, respirando, oxigenándome y sacando una sonrisa mientras se me caían las lágrimas y conseguía mover los hombros y los pies al compás de la canción: qué visión de mi tan extraña: sabiendo que te morías; feliz por poder estar a tu lado desde el día siguiente; poniendo banda sonora a tu muerte; cayéndoseme las lágrimas, sonriendo y moviéndome al ritmo de la música: un descompás de todo mi ser, que si bien podría ser perfectamente compatible con cualquier desorden comportamental, sin embargo era fiel reflejo de la coherencia más absoluta de mi propia incoherencia sin yo ser consciente: te perdía; te tenía; te lloraba; te sonreía y te bailaba. Te quería. Te quiero.
Y si de canciones hablamos, tras tu marcha descubrí la canción de “100 metros” de Amaia Montero: cuántas veces la escuché, sintiendo que algunas de sus frases estaban hechas para nosotras: todo me da vueltas, no me esperaba algo así sin avisar, así que abrázame, hay tanto por andar: tu quien sin conocer la canción ya me abrazabas, me sostenías las manos, la cara y me secabas las lágrimas… había mucho por andar. Y nunca estuviste lejos, mamá, siempre prometiéndome que tu quería luchas, bailar. Tu cuidándome, de cerca, para sentir que podía hacerlo, que podía luchar y seguir adelante contigo, juntas.
Cuántas veces mi cabeza estaba a punto de estallar, sin poder negarte el miedo que me daba todo, todo lo que podía y estaba por suceder. Y qué fácil hablar de tu muerte, cómo prepararla. Contigo pude reírme de esas “aves de rapiña que hacen negocio con la muerte” y entre risas te convenciste de “unas horas, pero pocas” en el tanatorio. Cómo nos reíamos por esa idea tuya de donar tu cuerpo a la Universidad de Valencia: “tía cachonda -te decía- que resulta que no te vienen a buscar a Madrid, así que te toca firmar aquí para que vayas al Instituto Anatómico Forense de la Universidad Complutense de Madrid”. Y tú, con tu paz y tranquilidad, con tu calma firmaste.
Te eché de menos minutos más tarde de haber fallecido, cuando el amable señor de los Servicios Funerarios, de gesto serio y semblante riguroso, quien se encargaría de trasladarte desde el hospital al tanatorio y gestionar tu llegada al Instituto Anatómico Forense, con semblante imperturbable me escuchaba -mientras tomaba sus notas y rellenaba los campos necesarios para la gestión burocrática que es dejar este mundo- cuando le dijimos Álvaro y yo que habías donado tu cuerpo a la ciencia y que tenía que hablar con su compañero de profesión del Anatómico. Entonces, sin inmutarse lo más mínimo, sin levantar la mirada de su I-Pad, nos dijo: “Y con lo que sobre, ¿qué hago?” Estupefactos nos miramos los hermanos y sin reírme, pude decirle: “¿Con lo que sobre? -mientras me leía el “contrato de donación de cuerpo”- Nuestra madre ha donado su cuerpo entero, me estoy leyendo el documento firmado y aquí se habla del cuerpo, por lo que entiendo que se entrega el cuerpo entero. A mí no me devuelvas nada.”
Te eché de menos porque estoy segura de que te hubieras echado una de tus tímidas carcajadas y me hubieras dado una colleja cuando me hubieras escuchado decir lo que siempre añadía cuando contaba las anécdotas: “A mí no me devuelvas un dedo, o un brazo o un pie, ¿qué hago yo con eso? ¿Lo quemo con un mechero en mi casa?” En fin, mamás, gracias por tu humor negro, ese que heredé en la versión mejorada 2.1, y que gracias a él pude decir: “La Señora Pilar no es genio y figura hasta la sepultura sino hasta el Anatómico Forense”, una Señora de la cabeza a los pies, capaz de comprimir en escasos 1,6 metros de altura tanta fuera e inteligencia como para preparar su muerte, su partida; decidir de quién despedirse y cómo; dejarme dicho qué regalar a sus amigos; tener claro que tus principios e ideales te impedían flaquear ante la muerte, descartando todo dramatismo y saber que aunque los demás fuéramos a necesitar despedirte con algo más de ceremonia, tu no lo querías: ni flores ni ataúd bonito. Habías decidido cómo marcharte de este mundo, sólo necesitabas que te ayudáramos a cumplir tus deseos, y así se hizo, no sin antes pasar por un nuevo chascarrillo a raíz de tu ataúd, pues al mismo señor de rigoroso semblante impertérrito de la funeraria que pretendía devolvernos un trozo tuyo, le pedimos un ataúd simple, sin símbolos religiosos. Y llegué la primera al tanatorio, me acompañaron a descorrer las cortinas de la ventana circular tras la que te encontraría. Y al ver tu ataúd… Salí andando, deprisa, muy deprisa, y me encontré con Álvaro: “Hermano – le dije- creo que nos hemos pasado de básico en el ataúd: es como el de Drácula en las pelis, o como los ataúdes que dibujan los niños en Halloween.”
Pero volvamos a aquel momento en el que aun estabas conmigo y yo dispuesta a teletrabajar desde casa. Aquel día 29 de septiembre, desde el despacho me puse manos a la obra a gestionar la donación de tu cuerpo a la ciencia. Con tu tarjeta de donante de cuerpo a la ciencia, llamé a la Universidad de Medicina de la Comunidad Valenciana. ¿Por qué Valencia? Imagino que porque te encantaba el mar y allí tenías a tus grandes amigos. Marqué el número:
– Buenos días, mi nombre es Patricia Rey, y llamo porque mi madre ha donado el cuerpo a la ciencia, concretamente a su Universidad – Esta fue mi presentación y continué – No obstante, también ha donado sus órganos, así que la primera pregunta que tengo es ¿dona primero sus órganos y luego el cuerpo se lo hacen llegar? ¿O le hacemos llegar el cuerpo y Vds se encargan de la donación de los órganos conforme la voluntad de mi madre?
– Disculpe – Me respondieron al otro lado del teléfono muy amablemente- pero esto no funciona así: a nosotros no puede llegarnos un cuerpo sin algunos órganos. Por lo tanto, tendrá que hacer o bien donación de órganos o bien donación de cuerpo. Lo que prefieran.
Lo que prefieran… ¿se puede preferir una cosa u otra? No dije nada. Me quedé callada y reaccioné:
– Bien, entonces me inclino por la opción de donación del cuerpo que es la real voluntad de mi madre desde hace muchos años. No tengo experiencia en estas cosas, por favor, dígame cómo es el Protocolo a seguir, mi madre se está muriendo: cuando haya fallecido, les llamo y vienen Vds a Madrid a recogerla y se la llevan ese mismo día, ¿o cómo es? – Me sorprendía mi facilidad de palabra ante un tema tan escabroso.
– ¿A Madrid? Disculpe, pero no, nosotros no vamos a recoger cuerpos fuera de la Comunidad Autónoma de Valencia.
– Y entonces, ¿qué hago? Es la voluntad de mi madre, se está muriendo, no tengo tiempo y quiero cumplir con su última voluntad.
Más que decírselo, se lo gritaba, pero los gritos no debieron percibirlos porque estaban ahogados en terror, en apremio, en urgencia, en responsabilidad. Muy amablemente me explicaron que podría dirigirme al Instituto Anatómico Forense de Madrid, de la Universidad Complutense. Me facilitaron el teléfono.
El tiempo urgía, era 29 de septiembre, estábamos en la tercera y última semana de vida y no teníamos hechos los deberes. Y llamé, y la conversación fue algo más liviana, aunque impregnada de una urgencia abrumadora:
– Buenos días – empecé- resulta que mi madre ha donado su cuerpo a la ciencia pero a la Universidad de Medicina de Valencia. Mi madre vive en Madrid. Acabo de hablar con la Universidad y me han dicho que no vienen a recoger el cuerpo de mi madre a Madrid, ¿hay forma de que done su cuerpo al Instituto Anatómico Forense? Le quedan días, se está muriendo, pero está plenamente consciente.
– No se preocupe, tranquila – una voz de hombre experimentado en estas lides me calmó- es posible que lo haga. Le voy a mandar la documentación que necesitamos que nos hagan llegar firmada por su madre y dos testigos, así como el Protocolo a seguir en el momento del fallecimiento.
Mucho más aliviada, pero con urgencia le facilité mis datos de email, pero aún me quedaba una pregunta:
– Mire, resulta que mi madre también era donante de órganos. En la Universidad de Valencia me han dicho que ellos sólo admitían cuerpos con todos los órganos. Entonces, mi pregunta a Vds es, ¿admiten una mujer Ikea, desmontable, con unos órganos sí y otros no? – Mamá, nuestro humor negro afloró en los momentos en que siempre lo hacía: cuando alguna desgracia estaba por suceder.
No se hizo ningún silencio al otro lado del teléfono. El señor que me atendía repitió con el sonido de una risotada:
– ¡Una mujer Ikea! Jajaja. Disculpe, pero es que la expresión…
– No se preocupe, es que hablando de temas tan tétricos necesito una dosis de humor. ¿Y bien?
– No se preocupe, puede mandarnos el cuerpo entero o el cuerpo sin los órganos que haya donado.
– Esta bien – respondí deshinchada, con dolor de riñones de la tensión acumulada que poco a poco comenzaba a extenderse – En ese caso se la mandamos entera, que ya no me queda cuerpo para empezar a hablar de estas historias con aquellos que se encarguen de la donación de órganos.
Dimos por concluida la conversación y empezaron a llegarme los emails con la documentación que debíamos firmar y remitir tanto por email como por correo ordinario, esta vez, urgente.
Imprimí todo y te fui a recoger a casa de tus amigas, dos personas maravillosas que habías tenido la ocasión de conocer a través de tu marido. Antes de salir del despacho escribí a tu médico de cabecera para ver si podíamos pasarnos por la consulta para que te viera físicamente y pudiera confirmar sus sospechas viéndote y no tan solo con nuestra llamada de teléfono del día anterior. Sin problema, podíamos ir.
A la salida de casa de tus amigas te pregunté qué tal habías estado. Me dijiste que muy bien, que eran dos personas maravillosas y que a ellas tu marido no les había contado nada. Tu habías hablado de tu enfermedad, pero nada habías contado de vuestra relación de pareja: “Si mi marido quiere hablar, que cuente su versión. Si alguien quiere preguntarme, contestaré.” Y así fue, mamá.
Cuando llegamos a la consulta de Vicente, éste no nos hizo esperar ni un minuto. Mantuvo contigo una pequeña conversación: él sentado tras su mesa, tú y yo sentadas en las sillas confidente. Durante aquella deliciosa conversación, le hiciste una pregunta: “Vicente, ¿y un trasplante de médula?”
Y entonces me hundí, mamá: tú, que siempre lo habías tenido tan claro, que estabas tan calmada y tranquila; que me habías hecho organizarte tu donación del cuerpo, tu estancia en el tanatorio, lo que querías que Nines te cantara, tu testamento vital, ahora te agarrabas a la vida, a esa vida que ya no te quedaba.
Vicente se levantó, se acercó a ti y se sentó en el borde de la mesa más cercano a ti. Te cogió la mano y te dijo “No Pilar, no cumples los parámetros para hacerte un trasplante de médula. Ya he emitido el Informe de cuidados paliativos, Pilar. Os llamarán He puesto el teléfono de contacto de Patricia. Estás muy hinchada, y seguramente esa hinchazón se debe al mismo líquido que te quitaron en el pericardio. El día 1 tienes médico con la hematóloga y seguramente te diga lo mismo o incluso te haga alguna punción para confirmarlo.” Vicente hablaba con franqueza, con dulzura, pero sin edulcorar la situación. Tuvo tiempo para palparte la barriga y explicarnos qué estaba pasando dentro de ti.
No recuerdo, no soy capaz de recordar qué pasó, qué hicimos aquella tarde. Imagino que lloré, últimamente era lo que mejor se me daba y más fácilmente me salía.
De todas formas, los días seguían sucediéndose y como me habían aprobado el teletrabajo desde tu casa, el día 30 dejé a los niños en el cole y me marché a tu casa, con la clara y firme intención de quedarme a dormir aquella noche contigo.
La idea no te entusiasmaba, no porque no quisieras que estuviera contigo, sino porque siempre velabas por mí, por mi descanso, por mi familia, por mi trabajo. Me dijiste varias veces que no lo hiciera, que no había necesidad, pero mamá, sí la había, y quizá fuera egoísta, pero mi necesidad eras tu: necesitaba y quería cuidarte; necesitaba tener controlada la situación, sin ser consciente o sin querer serlo, de que el tiempo contigo se me escurría entre los dedos, que ya no había tiempo; que el tiempo pasa, avanza y a ti te consumía no por minutos sino por segundos.
Pero aquel 30 de septiembre tuviste fuerza para ir a la Notaría a firmar tu testamento vital, aquel que tantas veces me habías pedido. Por fin la Notaría tenía un hueco libre y sin pensártelo, sin decir ni mu sobre cómo te encontrabas, me dijiste sin dudarlo, que fuéramos.
Fuimos charlando tranquilamente por el camino, buscando un parking lo más cerca posible para que apenas tuvieras que andar: tu cansancio ya era extremo y aunque en tu pequeña casa apenas se notaba porque apenas andabas, tu casita era eso, tu casita, pequeñita, sin embargo, en la normalidad de las calles, los pasos te costaba darlos. Te esforzabas por no arrastrar los pies, por hablar en un tono que se te escuchara, por reírte y estar atenta a todo, sin parar de hablar, o de escuchar. Ataviada con tus eternos zapatos planos grises de aspecto tan peculiar y diferente como tú eras respecto de cualquier persona que yo haya podido conocer. Aquellos zapatos que dejaste el día 1 de octubre a los pies de tu cama y que yo fui incapaz de tocar durante días, semanas, hasta que finalmente los guardé y regalé a María, quien tan bien te cuidó en tus últimos días. Me rompió el alma regalárselos, pero lo hice, pidiéndole a María que los cuidara como si te siguiera cuidando a ti. Fue una pequeña despedida que me dolió, pero necesaria, racional. Y esas pequeñas dosis de racionalidad son las que hoy en día me siguen manteniendo cuerda y no me hacen perder la cabeza del todo.
Justo en el momento en que llegamos y estábamos entrando en aquel majestuoso portal, me llamaron de cuidados paliativos, tal y como Vicente me había avisado. Querían verte. Les dije que esa mañana era imposible, que por la tarde. Me dijeron que por las tardes no atendían y como el viernes 1 de octubre por la mañana tampoco iba a poder ser, quedaron en llamarme a la semana siguiente.
Entramos en la Notaría y mientras esperábamos nuestro turno, tu te quedabas dormida, sentada, sin hacer apenas ruido, luchando por respirar. Escribí a un grupo nuevo de amigas tuyas informándoles de cómo estabas, de lo agotada que la vida te tenía. Pero allí estábamos por petición tuya.
Hacer un testamento vital, mamá. Los abogados lo hablamos con total normalidad, pero si lo pienso detenidamente, qué valor, qué claridad de ideas, qué valentía: decidir cómo morir, cuándo poner punto final a tu vida. Un acto de generosidad inmenso: tomando tú la decisión sin que nadie más tuviera que decir nada, que pensar ni organizar nada. ¿Puede haber algo más difícil, material y emocionalmente hablando? No lo creo, mamá. Decidir que querías poner el punto final a tu vida, no debió ser fácil. En una ocasión, mientras estaba una tarde contigo en casa, en tu casita, mientras me cosías “el trapo”, me dijiste dos cosas: (i) “no creo que me dé tiempo a acabarte “el trapo”, y yo conteniendo las lágrimas, pero con ellas en los ojos, sin derramar ni una, te devolvía la sonrisa y te dije “Eso no importa, me lo acabará la tía Marga”; y (ii) “Lo que más me duele es que no voy a llegar a conocer qué van a ser en la vida mis nietos.” Ahora, mientras te escribo estas líneas, tomo conciencia de por qué le insistías a mi fiera mayor con el tema de te explicara los agujeros negros: tu sabías que no ibas a llegar a verle hablar sobre la astrofísica, ni el Universo. Y yo, ignorante de mí, pidiéndote que no le insistieras, que ya leería todos los libros que le habías regalado al respecto. Y, por otro lado, explicándole a tu nieto por qué le insistías tanto: “La abuela está muy orgullosa de ti, se le cae la baba, y le gusta presumir de nieto. Pero tranquilo, no tienes que hablar de los agujeros negros ahora.”
Gracias por insistir para firmar tu testamento vital. Gracias infinitas. Tú lo dijiste en más de una ocasión y a más de una persona: “He vivido como he querido y quiero morir como yo quiera”. Dicho y hecho, allí estábamos las dos, entrando en uno de esos grandiosos portales de la calle Príncipe de Vergara de Madrid, majestuoso, para que llevaras a cabo un acto de igual magnitud, con una entereza admirable.
Gracias, porque hubiera sido inmensamente complicado ponerle el broche final a tu vida, en el momento exacto, porque cuando se quiere, no existe momento perfecto para decidir acabar con la vida de nuestro ser querido. No estamos preparados para decidir hasta cuándo, a partir de cuándo podremos seguir la vida sin ti. Tú lo facilitaste, tu lo decidiste. Y yo te dejé con el Notario para que hablaras tranquila con él, te informara y decidieras tu sola, pues no hay decisión más personal que aquella que tomaste. Sólo te pedí una cosa: tenías dos hijos, no me dejaras a mi sola para tomar cualquier decisión sobre ti en caso de que estuvieras imposibilitada para ello. Aquella fue tu primera opción, pero te rogué que por favor no lo hicieras así. Y te lo pedí entre risas, como siempre hacíamos cuando hablábamos sin hablar sobre tu muerte: “No me jodas, mamá, no me hagas esa putada. Que somos dos”, dicho entre sonrisas, con nuestro tono de humor negro, mirándote a los ojos y tu sonriendo, empezando una de tus pequeñas carcajadas, me dijiste: “Vaaaale, no te preocupes.” Y me bajé a la calle a respirar.
Aquel día, al subir tras dejarte a solas con el Notario para la firma de tu testamento vital, le pregunté al Notario sobre el tema del dichoso testamento que habías otorgado el día 27 de mayo: teniendo en cuenta que desde el 24 de agosto me llamaste para pedirme que te sacara de casa de tu marido; teniendo en cuenta que la demanda de divorcio estaba ya presentada, ¿qué podías hacer, sabiendo que tu interés era que tu marido no se quedara con nada? En ese momento, dando pie a la aplicación del Código Civil, el Notario te explicó lo que podías hacer: cambiar el testamento y no dejarle nada. Me miraste y me dijiste: “Pues lo voy a hacer. Me llevo dos testamentos en vez de uno.” Y firmaste, convencida de lo que hacías, porque tu cuerpo no daba más de sí, pero tu cabeza estaba perfectamente y eras plenamente consciente de lo que estabas haciendo.
Nos volvimos a tu casita a comer y yo me puse a trabajar: reunión de trabajo por Teams, al tiempo que recibía un email de tus abogados en el que venían a decir que se firmaba el Convenio Regulador siempre y cuando se incluyera una cláusula de reconocimiento de deuda a favor de tu marido. Con el tiempo supe que tu marido ya para ese entonces, y su abogada (quien se hacía o se hace incluso, llamar amiga tuya), conocían el estado de salud en el que te encontrabas. Me pareció vergonzoso que tras 15 días de espera para contestar a un Convenio Regulador de escasas 2, 3 páginas, la respuesta fuera un día después de haber presentado la demanda de divorcio (extremo que su abogada y tu marido conocían, pues así les habían informado tus abogados) y con semejante exigencia. La respuesta fue que no, que íbamos al procedimiento de divorcio contencioso conociendo que no tendría lugar el mismo porque tu te morías. Que reclamara a los herederos, y tiempo le faltó para hacerlo: apenas habían pasado dos meses desde tu fallecimiento cuando la abogada de tu marido nos dirigió una carta que no tiene desperdicio, ni profesional ni personalmente, en sentido negativo.
Jamás te hablé de dicho email de su abogada reclamando la cantidad puesto que valoramos que en tu estado nada positivo te iba a aportar sino más bien todo lo contrario, y yo no estaba dispuesta a dar oxígeno a quien estaba dejando morir a mi madre, pues jamás desde abril se preocupó en sentido estricto de ti, sino simplemente lo estrictamente necesario, para guardar las apariencias, en detrimento de tu estado de salud, ya no solo físico sino emocional. Recuerdo que ya por aquel entonces tus amigos iban a tu casita a verte cada tarde y a todos ellos les comentabas que tu marido había sido una decepción para ti. Me mordía la lengua; no decía nada pues no había palabras suficientes para describir lo que pensaba y sentía sobre tu marido y su abogada. Pero mi cara debía expresarlo todo, aunque siempre trataba de evitar el tema y tú lo zanjabas con tu frase repetida hasta la saciedad: “Tu eres mi estrellita, siempre lo has sido y ahora eres además mis piernas, mis manos, mi boca y mis ojos”. Y por esa incapacidad que he descubierto en mi de dejar mostrar mis sentimientos, me enfundaba mi coraza, mi armadura de hierro, con un pesar horrible en mis hombros, y te sonreía mientras escuchaba a tus amigos decir que sí, que siempre has estado muy orgullosa de tu hija.
Tras finalizar mi reunión de trabajo, salí de tu habitación y allí estabas con Luisa y Emilio. Luisa, esa amiga tuya que aparece en el momento exacto. Llena de amor desbordando optimismo, contundencia y generosidad. Aquella tarde salió de tu casa para ir a la suya y traernos un puré calentito para que cenáramos por la noche. Porque yo había decidido quedarme a dormir contigo aquella noche, la noche antes del día 1 de octubre, cuando tenías que ir a la consulta de la hematóloga a que te dijera cómo estabas y cómo iba el cáncer, tras el análisis de los últimos acontecimientos durante el mes de septiembre: derrame en el pericardio, habiéndote sacado casi dos litros de líquido que fue analizado y resultó estar invadido de células cancerígenas.
No era capaz de dejarte sola la noche antes de acudir a la cita; no quería que tuvieras un momento sola físicamente; quería cenar contigo, estar contigo, abrazarte, poderte mirar mientras cenabas; comentar cualquier programa de televisión costroso (como te referías a los programas de cotilleo) que estuviera en televisión en ese momento. Quería hacerte la cena, meterte en la cama; meterme contigo y con Gosmia, mi muñeco de toda la vida a quien aquella noche llamaste “Berenjena”, por ser un hipopótamo de dicho color. Nombre que le pusiste de madrugada cuando te levantaste al baño y al meterte en la cama de nuevo me dijiste con tu eterna y tierna sonrisa: “Anda que, aquí sigues con Berenjena”, y volviste a cerrar los ojos.
En definitiva, mamá, quise acompañarte en una de las noches más duras de tu vida, pues tu ya sabías lo que te iban a decir al día siguiente en la consulta, por mucho que yo le quitara hierro al asunto.
Y tracé un plan que te pareció bueno: cenaríamos el puré calentito de Luisa y los dos lenguados que habíamos comprado juntas. Cenaríamos con música (un cd de música variada con Frank Sinatra entre otros); bailamos mientras se hacía la cena; abrazadas, sin abrazar, lentamente, juntas y por separado también. Cenaríamos, finalizarías la cena con una de las manzanas asadas que tu amiga Mariví te había hecho cuando vino desde Valencia para pasar contigo una semana entera, te asearías y a dormir juntas.
Te vi dormir; te arropaba a cada momento; te besaba las manos; te abrazaba y también leía asuntos de derecho. No pegué ojo en toda la noche, pero estaba a tu lado, eso bastaba, ese era el objetivo: mirarte descansar me bastaba; mirarte y buscarte las manos, era lo mejor de la noche.
CAPÍTULO VI
OCTUBRE. TU ÚLTIMA SEMANA DE VIDA
Sin querer echar cuentas con un calendario delante y sin querer ser consciente de ello, el día 1 de octubre estaba incluido en la tercera semana de vida que te quedaba si hacíamos caso a aquel artículo que leí el día 24 de septiembre de 2021.
Aquella mañana nos levantaríamos temprano para ir a recoger a mi fiera pequeña a mi casa y llevarla juntas al colegio. Luego nos iríamos a desayunar juntas tú y yo y finalmente acudiríamos al médico, donde nos encontraríamos con mi hermano.
Pero antes de irnos de tu casita, me pediste que entrara en tu habitación: abriste tu armario y me sacaste el vestido que querías que te pusiéramos cuando fallecieras. Lo dejé metido en el armario. Tú ya sabías lo que te esperaba y yo guardaba la ropa sin prestarle toda la atención debida: mi cabeza no podía pensar ni gestionar que todo estaba tan cerca. Te aseguraste de llevar contigo el testamento vital.
Te vestiste de punta en blanco y llegando a mi casa me pediste subir al baño. Sin problema. Subimos y allí estaba la fierita esperándonos. Aquel fue el último día que te vio Candela. Entraste en el baño y mamá, no podías salir. Cuando finalmente saliste te quedaste sentada en el sofá de mi salón, en el rinconcito que tanto te gustaba, cerrando los ojos, dormida, con la carita al sol, tratando de llenarte de vitaminas. Te estabas yendo, eran tus casi últimos rayos de sol. Cuando salí de casa para llevar a Candela al colegio, te miré desde la puerta pensando “se está muriendo y no puede ni ir a llevar al colegio a su nieta destroyer, a su nieta a quien tanto quiere y admira, con quien tanto se ríe. Si no puede hacer este esfuerzo es porque se está muriendo.”
Te quedaste en mi casa con mi marido, quien te mimó y cuidó. No hay palabras suficientes de agradecimiento hacia él. Al llegar al colegio, mi marido me llamó: “Tu madre necesita ropa limpia, le he puesto unos pantalones tuyos, pero debería ir al médico con otra ropa.” Mamá, te estabas muriendo, deshaciendo por dentro. Y sin pensármelo me volví a tu casa y recogí varios pantalones, calcetines, blusas y chaquetas así como unas zapatillas.
Llegué a mi casa y te encontré sentada en la silla de la terraza, mirando al infinito, callada, no sé si pensando, pero desde luego más parecía que estabas durmiéndote. Te desperté, te desnudé, te vestí eligiendo juntas la ropa que querías llevar y volviste a cerrar los ojos de puro agotamiento.
Llamé a mi marido y le dije que te morías, que no tenías más fuerzas para seguir. Te observaba mientras dormías al sol ya limpia: estabas plácida, sin un solo gesto de dolor. Estabas derrotada e infinitamente tranquila. Sabías que tu momento había llegado.
Y tomamos rumbos al al hospital. Subidas en mi coche, tú a mi lado, sin soltarnos la mano, como cada día que íbamos juntas al hospital o a cualquier sitio. Trataba de sacar temas de conversación, pero ninguno tenía un recorrido más allá de tres minutos. El silencio, el silencio inmenso, con las manos cogidas, de camino a una consulta que nada bueno sabíamos que traería. El único comentario que fui capaz de hacerte fue: “Bueno, a ver si esta vez la doctora nos deja entrar a los 3 o sólo a ti y a uno de tus hijos, porque con lo desagradable y cambiante que es, nunca se sabe.” Y tú me dijiste: “Con lo que me tienen que decir, hoy os dejan entrar a los dos conmigo.” Y de nuevo el silencio, la inmensidad del silencio; la muerte era un pasajero más en aquel vehículo y durante aquel trayecto.
Llegamos al hospital, aparqué en el parking y te ayudé, como siempre a bajar, y desde que te bajabas del coche, me abrazabas, me cogías del brazo diciéndome lo que te gustaba ir conmigo al médico, lo segura que te sentías. Y mientras íbamos andando, no nos soltábamos. El dolor, mamá, nos lo comíamos las dos sin atragantarnos: tu dolor por marcharte, mi dolor por perderte. Pero tú eras más fuerte que yo, y en cada espera a los ascensores, volvían los abrazos esos que ya no van a volver, y aprovechando que no me veías la cara, me permitía mirarme al espejo dentro del ascensor y dejar brillar mis ojos que se inundaban de lágrimas, y que sólo conseguía evitar que acabaran discurriendo por mis mejillas, diciéndote que te quería, a lo que tú me respondías que tú también.
Llegamos antes de la hora de la cita, caminando inseparables por los largos pasillos del hospital hasta llegar a los asientos más cercanos de la consulta. Tu te sentaste; yo saqué el número de tu turno y me volví a tu lado. Allí, apoyando tu cabeza sobre mi cuello y hombro izquierdo, durmiéndote de nuevo, y yo con mi cabeza algo más elevada apoyada sobre la tuya, bien juntas, las cabezas, las piernas, las manos, las caras, y permitiéndome aliviar a mis ojos dejando caer alguna lágrima.
Álvaro nos llamó, que ya estaba en el hospital y subió a nuestra planta. Menudo cuadro se encontró, él que no se creía nada de lo que estaba pasando; él con quien había discutido por haberte sacado de casa de tu marido; por haberte llevado a mi casa a vivir; porque no podía quedarse contigo una noche que yo estaba de viaje; porque me pedía que dejara de leer en internet y que no te veía tan mal…. Pues aquella mañana del día 1 de octubre de 2021, fue su dosis de realidad. Yo trataba de ir entera, pero me temblaba todo el cuerpo. Y tú, levantándote cuando llegó tu turno, encabezando la primera el camino hacia la consulta.
Efectivamente la doctora nos permitió estar a los dos hijos contigo. Se confirmaba lo peor. Álvaro estaba sentado en frente de la mesa de la doctora, con el cuerpo echado hacia delante, denotando atención extrema. Tu estabas a su lado y yo de pie detrás de ti, con mi mano derecha en tu hombro izquierdo, acariciándote, diciéndote que no estabas sola.
La doctora habló claro: “Pilar, el pronóstico es muy grave; el líquido del pericardio ha resultado todo malo; el resto de la analítica está bien, pero todo tiene mal pronóstico.” Te pidió que te sentaras en la camilla y te exploró la tripa. Mamá, aquello no era una tripa, era un barril lleno del mismo dichoso líquido maligno.
Hablaste, enseñando tu testamento vital, algo que la doctora ni se dignó a leer: “Ya no quiero más”, dijiste. Y por si había alguna duda, añadiste: “He hecho mi testamento vital: he vivido como he querido y quiero morir como quiero. NO quiero más tratamiento.”
La doctora te habló desde su conocimiento médico y te sugirió que te dieras dos dosis más de quimioterapia: una aquel mismo viernes 1 de octubre y otra el martes siguiente (5 de octubre). Y que entre medias te quitaban el líquido del vientre.
Álvaro habló: “¿De cuánto tiempo estamos hablando si no se da la quimioterapia?” A lo que la doctora respondió: “Pilar, ¿quieres saberlo?” “Sí”, dijiste. Y ahí vino el derrumbe: “Podrían ser semanas”.
¿Semanas? ¿En serio? En el artículo que yo había leído días anteriores, ante un cuadro como el tuyo la paciente duró semanas. Y echando cuentas en mi cabeza, tú ya estabas en la tercera semana. Te quedaban días.
Sin embargo, te convenció para esos dos nuevos chutes de quimioterapia. ¿Pero de qué absurdo estábamos hablando? Tu habías dicho que no, ¿por qué alargarlo? ¿Por qué esa manía de la doctora de seguir adelante cuando el paciente ya ha dicho que no y lleva su testamento vital? Cuánto desprecio por el paciente y la decisión de éste vi en aquel momento. Pero tu decidiste que sí, que dos chutes más de quimioterapia.
Salimos de la consulta, de la mano, sin separarnos, y nos dirigimos a cardiología, también te tocaba revisión del pericardio. Y allí sentadas, esperando a que nos atendieran, yo ya no pude contener mis lágrimas, mi desesperación, mi tristeza y te abracé muy fuerte, nos fundimos, y tu sin soltar ni una lágrima, ¿cómo lo conseguías? Porque yo no era capaz de pararlas. Te abracé y te dije al oído: “Mamá, yo te voy a acompañar hasta donde tu digas y en lo que tu digas; respetaré tus decisiones. Pero tienes que saber que me has hecho una putada queriendo seguir adelante. Yo ya no puedo más, no tengo fuerzas, no puedo quedarme a dormir contigo siempre y tú no puedes estar sola en casa. Ya he hablado con algunas amigas para que puedan encontrarme a una chica que pueda dormir contigo en tu casa. La tía Marga lo paga.” Y tú, sin soltarme me decías: “No quiero que llores, no quiero que estés en mi casa, quiero que estés con tu familia. Yo me quedo sola.” Pero mamá, no podías estar sola.
Llegó Álvaro y te dejé con él. Me salí a la calle a respirar, a llorar, a cagarme en todo y hablé con Quique, amigo leal, noble, dedicado, dispuesto y que te quiere, me quiere, nos quiere a todos. Me desahogué con él: ¿Cómo había podido decirte que yo ya no podía más? ¿Cómo podía estar animándote a morir? ¿Es que yo no tengo corazón? ¿Es que no tengo escrúpulos? ¿Es que soy tan egoísta? ¿De verdad no podía más? Quien tenía derecho a no poder más eras tu. El resto estábamos ahí para ti, para lo que necesitaras y quisieras.
Y Quique, con su paciencia, con su saber escuchar me consolaba: “Es normal que hayas dicho algo así, estás agotada, Pati.” Y lo estaba mamá, ¿pero tanto como para decirte aquello?
Nos quedamos Álvaro y yo en la calle mientras te hacían unas pruebas y pudimos charlar calmadamente. A tu salida, él te llevó a tu casa. Esa tarde, la tía Marga y tu consuegra irían a verte. Yo necesitaba respirar, me ahogaba en la tristeza, en la dureza de mis palabras, de la situación, en tu dolor, en tu situación médica y personal.
Sin embargo, Álvaro decidió quedarse contigo el fin de semana entero y la tía Marga y tu consuegra te hicieron una pequeña maleta y te llevaron a su casa.
El sábado 2 de octubre desde las 9:26hs te estaba mandando mensajes para saber de ti. Me respondiste con todos los datos correctos: azúcar y tensión controlados. Te felicité; te di instrucciones para el azúcar por si las necesitabas; me respondiste “Un beso grande para todos” y a las 9:30 te dije “Te queremos mucho”. No habías dejado pasar ni un minuto cuando me dijiste que tú también nos querías. A las 20:14 te mandé otro mensaje “Te quiero. ¿Cómo te encuentras?” Tu respuesta fue a las 20:44: “éiño (que traduje como “y yo”). Muy bien cariño y vosotros qué tal lo habéis pasado. Me maltrata poco jejeje. Hija yo te @doro”.
Te respondí de inmediato: “Estamos volviendo ahora. Sé que te cuidan muy bien Mañana vamos a verte por la mañana.” Tu nieto Álvaro te mandó dos audios llenos de vitaminas para ti: “Hola abuela, hoy hemos ido a […] y primero he ganado mi primer partido de la liga, ¡yuhuuu! Y venga que ya te queda super poco para salir del hospital y que vas a estar genial. Muak, venga fuerte. ¡Qué estás en casa de los tíos, mañana vamos a verte, un besazo! Muack.”
Y ese era el plan, mamá, ir el domingo a verte por la mañana a casa de Álvaro y luego ir a comer a casa de mis suegros para celebrar el cumpleaños de Juan. Pero los planes se truncaron: Álvaro me llamó el domingo por la mañana: te llevaba a urgencias, tenías muchos dolores y te encontrabas mal. Allá que fui. Le pedí a mi marido que hiciera vida normal con los niños y se fueran a casa de sus padres, que yo iría al hospital a verte.
Ay mamá cuando llegué. Ibas con tu testamento vital en la mano, pidiendo parar todo, y allí la hematóloga te decía que no, que te sacaban el lunes el líquido de la tripa y que te dejaban lista para que el martes recibieras el segundo chute de quimioterapia. Tu decías que no, pero ella insistía. Me cuadré delante de la doctora, le enseñé el testamento vital; le dije que no entendía qué estaban haciendo los médicos. ¿Qué te prometían, mamá? El líquido del pericardio se te estaba volviendo a reproducir por días; el líquido del vientre….eras un barril. ¿Cuántas veces más te iban a pinchar el pericardio? ¿Cuántas veces te iban a pinchar el vientre? ¿Hasta cuándo? ¿Qué te estaban ofreciendo además de hacerte toda clase de perrerías? La respuesta fue: “Ya, pero a tu madre le insisto y la convenzo.” No pude aguantar y le respondí: “A mi madre no hay que convencerla salvo que le ofrezcas 6 meses de calidad de vida. Mi madre ha tomado una decisión conscientemente. limítate a respetarla.” Pero esa manía de ciertos médicos de insistir y convencer… ¿Cómo no te iban a convencer? ¡Claro que sí, mamá, estabas al borde le precipicio y había dos opciones, dejarte caer o agarrarte a una aguja el lunes para quitarle líquido! Estabas asustada, no es fácil (imagino) decidir morir, por eso no es necesario un chantaje de última hora. Quien pierde la vida es el paciente que ha decidido dejarse ir. No la pierde la doctora. ¿Por qué esa insistencia en alargar lo inevitable?
Pero te quedaste ingresada, mamá. Allí volvíamos a estar tú y yo, en un box de urgencias, con tu ropa en una bolsa de plástico, reducida tu vida a eso. Estuve sentada contigo en la cama, charlando y me pediste que te quitara la cadena que llevabas con una tortuga de plata y una figura más que te habían regalado Nines y Fabián de su último viaje. Según te la quité, me la puse. Me mandaste a casa, insistías en que me fuera y me marché. Me estaban esperando mis piratas en una cafetería para poderme abrazar, echarnos unas risas y poder llenar de comida ese cuerpecito consumido que empezaba a tener. Los abrazos y las risas llegaron, con ellas todo es fácil, sencillo, y siempre están.
Me marché pronto a casa. Al día siguiente esperaba día duro. Dejé a Candela en el colegio y salí pitando al hospital. Llamé al despacho para avisar que me cogía dos días de permiso (lunes 4 y martes 5 de octubre) por hospitalización de familiar. Llegué en apenas 15 minutos. Te encontré en otra cama, despierta, hinchado el vientre más aún; con ese pijama bata típico de hospital. Te pregunté cómo estabas, cómo habías pasado la noche, y en ese momento me dijiste: “Ya no quiero más, hija. No me voy a quitar el líquido de la tripa. No quiero más quimioterapia.” No pude llorar, mamá, no me dio tiempo pues en esos momentos me volvió a llamar el equipo de paliativos: querían verte. Entonces les dije que tendrían que verte en el hospital de Puerta de Hierro, donde estabas ingresada, esperando a una prueba y pidiendo que no se te hiciera. Y entonces llegó la paz: entre tanto caos, algo coherente, pues me respondieron: “Ah, eso cambia las cosas mucho. Te mandamos al equipo de paliativos del propio hospital.” Y en menos de 8 minutos llegaron tres médicos. Describirlos como médicos es básico. Llegaron 3 personas deliciosas, ataviados con su bata blanca, para dedicarte tiempo, hablar contigo con sosiego, tranquilidad, leer tu testamento vital, sin agobios, sin prisas, sin atropellos, sin imposiciones. Hasta que uno de ellos dijo “Pilar, está todo claro. Dinos dónde quieres morir, en tu casa o en el hospital.” Y fue ahí cuando dijiste la frase que a día de hoy llevo grabada en el corazón: “En el hospital, de mi casa ya me he despedido.” Aquella noche del 30 de septiembre fue la última noche que dormiste en tu casita y lo hicimos juntas. Aquel día 1 de octubre, cuando nos íbamos al hospital y antes de salir de tu casa me enseñaste el vestido que querías que te pusiéramos al morir, ya sabías que sería la última vez que estuvieras en tu casa. Y yo a tu lado, sin imaginarme nada de lo que pasaba por tu cabeza.
Me dijeron que tardarían una hora en encontrar habitación en algún hospital de paliativos, pero que ese mismo día te dejaban ingresada. Justo apareció la hematóloga del día anterior, dispuesta a sacarte el líquido. Pero ya fuimos un bloque todos: el equipo de paliativos, tú y yo. Su cara era de pena, de decepción, de “se me ha escapado porque se me han adelantado otros médicos”, o así lo interpreté yo. No fui capaz de despedirme de ella, no quería ni mirarla, y todo hay que decirlo, era una persona agradable, pero se había empeñado en algo que la paciente no quería.
Lo primero que hiciste fue pedirme que llamara a Vicente, tu médico de cabecera. De hecho, le llamaste tu desde tu propio teléfono. Te pedí que no insistieras, que estaría pasando consulta y no deberías interrumpirle. Pero Vicente te cogió el teléfono y te despediste de él. Fue breve, Vicente estaba en consulta. Pero Vicente fue breve no sólo porque las consultas le acuciaban, sino porque sabía que se despediría de ti en persona.
Han pasado ya algunos meses desde aquel 4 de octubre, y apenas recuerdo la sucesión de hechos. De todas maneras, creo que, aunque hubiera escrito todo al día siguiente, me sería complicado relatar cómo sucedió todo por la intensidad del momento, por la rapidez de los hechos, por el dolor tan inmenso que estaba soportando sin ser consciente de ello. Sin embargo, de repente los astros se alinearon y mientras que el equipo de cuidados paliativos me habló de una hora aproximadamente para llevarte a un hospital de cuidados paliativos, sin embargo, en menos de 30 minutos ya habían encontrado habitación en Cercedilla. Llamé a Álvaro para contarle todo. Él recogió a Dani de mi casa y se vinieron al hospital.
No sé cómo, ni por qué ni cuándo, pero encontré un momento para salir a la calle y llamar a mi amiga Yolanda mientras Álvaro y Dani llegaban al hospital. ¿Por qué te dejé sola en esos minutos? ¿Por qué no me quedé contigo? ¿Qué estaba sucediendo y pasando por tu cabeza? ¿Por qué no me paré a hablar contigo?
Fue como si los minutos discurrieran tan rápido que el tiempo se me escapara entre los dedos, organizando todo conforme lo que tu querías, sin dejar apenas un espacio para dejarme sentir, para dejarme tomar conciencia de lo que estaba sucediendo y de lo que quedaba por llegar.
Mientras esperaba a Álvaro y Dani llamé a Yolanda y algo me derrumbé. Lloré, le conté que ya habías tomado la decisión y que te llevábamos a Cercedilla al hospital de paliativos, y que ya solo nos quedaba esperar la llegada de la muerte, de tu ausencia. Pero no fui consciente de lo que salía por mi boca. Claro que lloraba, claro que sabía que habías decidido dejarte morir, pero no conocía lo que de verdad eso significaba, lo duro que es acompañar a morir a mi madre. De eso tomé conciencia casi un mes y medio más tarde de tu muerte. Y mi gran amiga Yolanda, quien cada día desde el mes de abril me apoyaba y acompañaba con cada palabra de consuelo, y yo me sostenía no sólo en las palabras, sino que conforme avanzaba el tiempo, me sostenía una vez más en cada una de las letras que formaban sus palabras de consuelo.
Durante aquella conversación atropellada, fui capaz de transmitirle que no quería que nadie del despacho viniera a verme, si acaso ella y Diego, otro ser lleno de bondad y cariño, de apoyo incondicional. Y Yolanda me escuchaba, y mientras sabía apoyarme y consolarme, al mismo tiempo sabía cómo organizar todo en el trabajo. Qué forma más humana de escuchar y ayudar a quien está devastada.
Mientras hablábamos llegaron Álvaro y Dani. Entraron en el hospital y Dani se pudo despedir de ti. Qué duro, mamá. No fui consciente plenamente de que os estabais despidiendo en ese momento y apenas presté atención. Sería tiempo más tarde cuando Dani me contó vuestra conversación: le dijiste que me cuidara y él te dijo que se tenías alguna duda. Aquella conversación fue muestra de vuestra relación tan especial y buena: no eran necesarias grandes conversaciones entre vosotros, ni muchas palabras, para haceros saber el uno al otro que os queríais. Eras su suegra, y él tu yerno, pero el cariño era tremendo: vuestra complicidad; los chascarrillos de Dani, sus bromas, tu “entrando al trapo” de sus ocurrencias; él siempre tan divertido contigo, tan a gusto. Los dos perfectamente acoplados y en inmejorable sintonía. Y aquel último cruce de palabras concentraba la esencia de aquella relación: desde la confianza más absoluta, hablando sin hablar de un adiós definitivo; tu queriéndole con todo tu corazón, pensando siempre en mí, en que yo estuviera bien, sabiendo que Dani para mi es mi apoyo más noble, fiel, leal, muy racional a veces, pero siempre conveniente para mí. Tu pidiéndole a la persona que sabes que es el mejor para cuidarme, que me siguiera cuidando ahora que tu no ibas a estar. Y él, queriéndome como me quiere, y con todo el cariño, sabiendo lo importante que era para ti que yo estuviera cuidada, diciéndote las palabras exactas para que tu estuvieras tranquila, para que en lo que en su mano estuviera, tu pudieras irte en paz, tranquila.
Me despedía de Dani en la puerta del hospital y organizamos tu traslado Álvaro y yo, tu último viaje: él iba en su coche; yo te acompañaba en la ambulancia.
Los dos hermanos hicimos el mismo viaje, mamá. Solo uno te podía acompañar en la ambulancia y fui yo, pero mi hermano fue solo. Un trayecto de tan solo 30 o 40 minutos, pero quizá los más duros, de los más difíciles de nuestras vidas. Y él fue solo. Quizá le apaciguaría el paisaje: todo verde, bosque de árboles frondosos, con un día soleado. Pero cuando el final del trayecto es el inicio de la espera a tu muerte, no hay paisaje que te alivie el dolor. No imagino qué pasaría por la cabeza de mi hermano, pero no puedo imaginar el peso de la soledad física en aquel momento.
Por mi parte, nos subimos a la ambulancia. Tu ibas tumbada y yo iba a tu lado cogiéndote la mano, sin soltarte, como si eso fuera a evitar el final elegido por ti. Y ahí empezó tu viaje: plenamente consciente de lo que sucedía, plenamente tranquila, en paz y pidiéndome que fuera llamando a la gente que tu ibas eligiendo, para despedirte de ellos. Hice de tu secretaria: “Pati, llama a ….” A todos los que quisiste empezar a decir adiós. Les llamaba desde tu móvil, y según me lo cogían, mis únicas palabras eran: “Estamos yendo al hospital de paliativos. Mi madre me ha pedido que te llame que quiere hablar contigo.” Y te pasaba el móvil. No me salía, no podía, no era capaz de expresar en palabras lo que realmente significaba aquella llamada: era vuestra despedida.
Me conoces, sabes lo escéptica que soy, que no soy creyente en nada. Salvo en una frase: “los astros se alinearon”. No sólo la llamada de cuidados paliativos fue oportuna aquel lunes a las 9:30 de la mañana; no sólo acudió un equipo de 3 personas en cuestión de escasos 15 minutos; no sólo encontraron habitación en un hospital en menos de 30 minutos en vez de una hora o más de espera (lo normal en estas situaciones según me dijeron); no sólo hacía un sol espléndido; no sólo el hospital estaba en un enclave perfecto para ti: rodeado de montañas, de árboles, de verde, tu color preferido; no sólo todo salió rodado cuando llegamos al hospital; no sólo todo el mundo a quien llamaba respondía a la llamada de teléfono, sino que además, la primera parada de la ambulancia de camino al hospital, fue en la residencia de ancianos que hay al lado de mi casa. En el momento en que me di cuenta que íbamos de camino a mi casa, me dio un vuelco el corazón. Y cuando la ambulancia paró en la residencia, no sabía qué hacer, si decirte que estábamos al lado de mi casa o no. Imagino que tu tumbada boca arriba, no estarías ubicada y no sabrías dónde estabas. No me lo podía creer, era como si te estuvieran brindando la oportunidad de despedirte de mi casa, tu última visita a mi casa. Y entonces te lo dije: “Mira, mamá, por la ventana verás mi casita. Puedes despedirte de ella.” Miraste por la ventana y pudiste ver la urbanización. No pude preguntarte qué pasaba por tu cabeza. Tenía tanto dolor, tantas lágrimas que contener que no podía pensar en nada más. Siento no haberte dedicado un tiempo de mayor calidad; siento no haberte dedicado una conversación en cada momento delicado y señalado. Siento no haber tenido contigo una conversación de despedida. Siento no haber sido capaz de haberte prestado más atención. No creo que me lo reprocharas ni tan siquiera por un instante, pero yo no dejo de echar de menos aquellas palabras que ahora me vienen a la cabeza de golpe y que sin embargo en aquellos momentos fui incapaz de pensar, de procesar, de expresarte.
Llegamos al hospital y allí estaba Álvaro esperándonos en la puerta. En Cercedilla hacía frío a pesar del sol, pero no dio tiempo a que mis dientes castañearan puesto en cuestión de minutos estabas instalada en tu habitación: una vez más los astros se habían alineado pues tu habitación tenía una amplia terraza con vistas a los grandes árboles verdes, sin un ruido, todo paz, te daba, nos daba la tranquilidad necesaria para sobrellevar aquella situación.
Una vez estuviste instalada, a los pocos minutos llegó el enfermero, un ser delicioso, de hecho, la primera persona de todas cuantas pasaron por tu habitación, con un cuidado exquisito, delicado, destilando prudencia, ternura, cariño, cuidado. Y tú desde la cama ya empezaste a ser tu una vez más, por una última vez: “Quiero un zumo de naranja y un caldito.” El enfermero trataba de explicarte que no podía darte nada hasta que el médico te viera. Pero tu insistías, con cariño y dulzura, pero sin bajarte del burro, esbozando sonrisas y medias carcajadas.
Apareció el médico, el segundo ser delicioso a quien tuvimos oportunidad de conocer: Vicente (como tu querido y admirado médico de cabecera). A él le dirigiste tus palabras más sinceras y tranquilas: “Ya sabemos a lo que he venido, así que al lío. Quiero que sea rápido y sin dolor. No me voy a tomar ni una sola de las pastillas que me tomaba -cerca de 20 diarias-. Quiero un zumo de naranja y un caldito.” Todos esbozamos una sonrisa, incluso pudo escapársenos una risita, pero allí estabas tú, metida en la cama, hablando tranquilamente, disponiendo y ordenando como siempre has hecho, decidiendo cómo ibas a morir. Al médico le pilló desprevenido tanto desparpajo, o al menos así lo percibí. Tanta normalidad y claridad de ideas debía ser llamativo. Entonces intervine: “Mamá, todas las pastillas no creo que sea conveniente dejarlas. Las del Párkinson quizá sería bueno que continuaras tomándolas para evitar los temblores.” Entonces fue cuando el médico intervino: “Pilar, las del Párkinson deberías seguir tomándolas, para que estos últimos días sean de calidad evitando los temblores.” Te convenció la idea. Te dio permiso para tomarte el zumo y el caldito y se marchó de la habitación.
Según salieron el médico y el enfermero de tu habitación, nos quedamos nosotros 3 solos (Álvaro, tú y yo), y entonces nos dijiste: “Es cuestión de 4 o 5 días.” Añadiste algo más, pero yo ya no conecté, no te seguí. ¿Cómo que 4 o 5 días? ¿Eso significaba que el jueves o viernes morirías? ¡Pero si estabas bien! No había pérdida de conciencia; hablabas perfectamente; estabas al tanto de todo; dirigías la orquesta; tomabas decisiones; reías, sonreías… Salí tras el médico y le dije en la puerta de tu habitación: “Vicente, mi madre acaba de decir que es cuestión de 4 o 5 días, ¿es posible?” Estábamos allí los dos de pie, en el pasillo, junto a la puerta de tu habitación. Yo trataba de mantener la calma, de no perder la cabeza, de controlar la situación. Y Vicente me pidió pasar a un despacho para hablar. Estuvimos hablando algún tiempo, poco, pero sólo recuerdo la frase: “Yo no conozco a tu madre como ella misma se conoce. Si ella dice 4 o 5 días, son 4 o 5 días. Yo como máximo te digo que puede durar 15 días.”
Recuerdo que por mi cabeza sólo pasaron pensamientos organizativos y egoístas del tipo: “¡15 días! Y ¿Cómo me organizo en el trabajo? ¿Y cómo voy a aguantar este cansancio que llevo acumulado 15 días más?”
La mente, la cabeza, las emociones, los sentimientos… Todo mezclado, todo alterado, una montaña rusa. El poder de la mente, de la cabeza, que, ante situaciones tan tremendas, tan duras, tan crudas y reales, no te deja echar los brazos abajo, rendirte. Y si para ello es necesario tener pensamientos como los que tuve, la mente no te deja otra opción: mirar hacia otro lado; fijar tus pensamientos en otras cosas más fáciles de digerir, de procesar. En aquellos momentos aquella reacción me debió ayudar a sobrellevar cada minuto del día, pero hoy… Hoy me culpo por no haber sido más cercana, por no haber sido más delicada contigo; por haber sido tan egoísta. Y me siento tan cansada, mamá, que ya no puedo más. No puedo seguir culpándome y luego escuchar a la psicóloga y a cualquier persona de mi alrededor que no soy culpable de nada. Y entonces entrar en razón y efectivamente darme cuenta de que no tengo la culpa de nada; que la mente trabaja así; que hice todo lo que estuvo en mi mano de la mejor forma que supe y pude. Y al rato vuelta a culparme. Subida en una montaña rusa de emociones: ahora arriba, ahora abajo, ahora vuelta subir, descontrol, risas, paso al llanto, controlo las lágrimas para que nadie me vea; controlo el temblor de mi barbilla; evito que los ojos se me enrojezcan o se me humedezcan y vuelta a hacer bromas; a llenarme de una calma y tranquilidad ficticias que se desmontan en segundos.
Qué duro mamá. Escucharme decir que mi humor negro, ocurrente, como el tuyo, no es más que un mecanismo de autodefensa para no tomar conciencia de la crudeza de la realidad, y que justo por ser así, no he sabido estar a la altura de las circunstancias, de lo que podías estar esperando de mí y nunca llegó. Entonces, ¿quién soy: un monstruo sin sentimientos hacia mi madre? ¡Pero si mi gente una de las cosas que más valora es mi empatía, mi sensibilidad! ¿Entonces? ¿Por qué no fui sensible contigo? ¿Por qué no me quité la máscara de la autodefensa en beneficio tuyo y me acerqué más a ti? ¿Por qué? ¿Por qué autodefenderme del dolor por la pérdida de mi madre? ¿Por qué no me acerqué más a ti? ¿Por qué no tuve el valor de mirarte a los ojos y hablar por última vez de lo que se avecinaba? Lo hice como pude, como mejor supe, sin ser consciente de que no había vuelta atrás, que no habría momento para repetir la situación y mejorarla. El inexorable paso del tiempo, sin ser consciente del peso, de la contundencia, del real significado del paso del tiempo.
Desde aquella misma tarde empezó a llegar toda tu gente al hospital a despedirse de ti: toda la que quisiste; toda la que decidiste, toda la que elegiste. Caía la tarde, el sol se escondía y aún seguíamos en la calle mi hermano y yo rodeados de gente, mientras otros subían y bajaban, cumpliendo turnos de visita. Maldita la hora en que decidí dejar que tu gente estuviera contigo en vez de estar yo a tu lado. Pero era parte de mis funciones como tu secretaria fúnebre: dejarte estar al lado de todo aquel que tuvo la oportunidad, por tu así quererlo, de despedirse de ti.
Me quedé el lunes contigo hasta darte la cena y dejarte tranquila, arropada, en paz, durmiendo. Antes de cenar ya te suministraban morfina, por lo que cenabas y al poco tiempo te quedabas dormida. Álvaro y yo decidimos que no nos quedábamos a dormir. Tu tampoco querías que durmiéramos allí contigo ninguno.
Salí tarde del hospital porque quiso venir a verte María Jesús, mi gran amiga y referente en el cómo tratar a una madre. Pudo verte despierta, hablasteis poco, pero de tu boca sólo salían palabras de agradecimiento, sin un solo quejido de dolor. Y me marché con ella. Estuvimos hablando largo tiempo al aire libre, muertas de frío, abrazándonos para entrar en calor. Mamá, ella fue a verte porque te quería, porque el cariño que ella te transmitía era el mismo cariño que siempre le transmitiste a ella. Fue cerca de una hora hablando al frío, pero siempre estuve y estaré agradecida por aquellas palabras que me dedicó, por el tiempo que pasó conmigo. Todo su cariño hacia ti y hacia mi, se tradujo tras tu fallecimiento, en una carta que le mande por e mail en el que le daba las gracias por todo lo que ella me había enseñado durante años anteriores, respecto de cómo se cuida a una madre. Cada vez que te llevaba del brazo; cada vez que te abrazaba, te miraba y te sonreía; cada lágrima que me tragaba delante de ti era una enseñanza de María Jesús. Y así se lo dije. Al final, de todas las personas que nos rodean siempre obtenemos algo bueno que implementar, interiorizar e irnos completando como personas.
El martes 5 de octubre me fui a tu casita a recoger algunas cosas para llevarte al hospital: la minicadena de música; tus cd’s de María Callas; las fotos de tus nietos y de tu familia. Y no sé cómo, cogí fuerzas para sacar el vestido que me habías enseñado que querías que te pusiéramos cuando fallecieras. Lo dejé preparado encima de la cama, para que, llegado el día, de los nervios, no lograra encontrarlo. Allí lo dejé, extendido sobre tu cama, aquella en la que dormimos juntas por última vez la noche del 30 de septiembre al 1 de octubre. Y me fui al hospital.
Llegué a la habitación y estabas dispuesta a desayunar, con tu eterna sonrisa y paz, esperando a tu siguiente vida: la muerte.
Te enseñé todo lo que llevaba: la composición en cuadro que te habían regalado Álvaro y Nieves: allí tenías a tus dos nietos, a tu hijo y a tu nuera. Lo colgué en la pared quitando un cuadro que había.
Aproveché también para colocarte aquella fotografía que nos había hecho tu fotógrafo preferido, nuestro Fabián, y en la que aparecíamos tu yerno, tus dos nietos y yo, con la mejor de nuestras sonrisas.
Al lado coloqué la minicadena de música y los cd’s de La Callas, como la llamabas. Y empezamos a desayunar, contándonos de todo un poco, no recuerdo bien aquellas conversaciones, pero no eran de dolor, sino conversaciones mantenidas desde la paz, el sosiego y la calma, mientras escuchábamos a La Callas.
Tras el desayuno te levantaste para lavarte la cara y los dientes y vuelta a sentarte. Y entonces te maquillé, con lo coqueta que eras, te dejé perfecta, como te gustaba a ti, con la guinda final: unas gotas de tu colonia preferida: “A mi aire” de Loewe. Así viviste y así moriste, mamá, a tu aire. No podías haber encontrado una mejor colonia que te definiera.
Te encantaron los cuadros, tenías delante de ti a tu familia, tu núcleo duro. Y es curioso mamá, porque no pediste ver a tus nietos por última vez. Hasta en esto fuiste fuerte: lo que más querías en tu vida, por lo que no querrías dejar esta vida, no quisiste verlos. Quizá para evitarte el dolor, quizá para evitarles a las fieras verte en tus últimos días. Si te soy sincera yo no caí en la cuenta de llevar a los niños al hospital a verte por última vez, tenía la cabeza en otras cosas y no caí en la cuenta. Quizá el inconsciente fue el que me ayudó en esto y no me dejó tener un pensamiento semejante porque era mejor que tus nietos te recordaran como a día de hoy te recuerdan: dos semanas antes de tu ingreso, cenando en tu casita con tus amigos, cuando nadie éramos capaz de vaticinar lo que estaba por llegar: con tu sentido del humor, con tus palabras de cariño hacia ellos; vestida para la ocasión y transmitiendo calma, mucha paz.
Dani, tu yerno me escribió un mensaje para que te leyera. El mensaje decía: “No sabía que se podía correr llorando. Dile a la abuela que he corrido por ella y asombrosamente he hecho los 5 km sin parar. Claramente ha sido su fuerza.”
Cogiendo fuerzas, aguantando las lágrimas, concentrándome en que la voz no me temblara, te dije que Dani te había mandado un mensaje y tú me pediste que te lo leyera, y bien pegada a ti, tocando tu mejilla con la mía, te lo leí. Mi voz me había traicionado, no mucho, pero lo suficiente para que algunas lágrimas resbalaran sin poder controlarlo, impidiéndome ver el mensaje con claridad pues se me agolpaban unas y otras y otras más. Y tú lo escuchaste, con tu sonrisa, transmitiéndome todo el cariño que le tenías. Fue muy duro mamá: Dani le había puesto palabras por segunda vez a vuestra despedida, y yo seguía sin ser capaz de despedirme de ti.
Pasamos el día recibiendo a gente, no recuerdo quiénes vinieron aquel día, es complicado acordarse de todo. Pero sí recuerdo que vino tu amiga María Jesús, la hermana de Nines, por la tarde. Os dejé a solas un rato, y luego me uní a vosotras. María Jesús en un lado y yo en otro. Hablando de la boda de Alejandra. Ya nos enseñó cómo habían preparado su despedida de soltera. Qué duro mamá, hablar contigo de una boda a la que ya sabías que no ibas a poder ir, pero sin embargo no llorabas. María Jesús tenía los ojos brillantes y yo trataba de controlar mis lágrimas, pero alguna traviesa se escapaba y rodaba por mi mejilla. Tenía que dejar salir algunas porque de lo contrario me ahogaba.
Ella se marchó y yo me quedé contigo porque venía otra amiga tuya, Mar, quien te hacía la manicura y la pedicura desde hacía casi 30 años. Llegó tarde, pero pudo verte. Ya estabas dormidita, pero ella quiso entrar a verte y pudiste abrir los ojos y reconocerla, y sí, también te despediste de ella con palabras de cariño, sin derramar una sola lágrima.
Y tras pasar más de una hora en la calle, bajo un frío helador y seco que te entraba en el cuerpo y ya no salía, nos fuimos a casa una noche más, después de haberte dado la cena y dejarte tranquila pasar la noche.
No recuerdo cuándo vinieron Nines y Carmen y Fabián e Isabel. Vinieron por separado, en días distintos, creo. Y fue muy duro mamá. Nines te adoraba, y allá donde estés, también lo sigue haciendo ahora. Y Carmen… Carmencita, “perrito blue” como la llamabas, estuvieron cada una a un lado tuyo. Las dos con los ojos brillantes y tratando de hablar de algo que nos evitara pensar en el poco tiempo que te quedaba por delante. Os dejé a solas unos minutos, luego me uní a vosotras y me coloqué a los pies de tu cama, acariciándote por encima de las sábanas tus piernas. Y llegado el momento de la despedida, le pediste a Nines que cuando hubieras muerto te cantara la canción de María Callas “Mio bambino caro”. Nines, con esa dulzura que desprende en cada gesto que hace, se levantó, y te dijo que no la tenía preparada, pero sin embargo te estuvo acariciando el pelo mientras tu cerrabas los ojos, y ella empezó a tararear la canción. No había tiempo para que los pelos se me pusieran como escarpias. Sólo era capaz de mirarte, observar tu cara, plácida, esbozando una sonrisa de placer, de dulzura, escuchando por última vez a tu amiga cantarte. Solo pude llorar, sonreír al mismo tiempo: tanta tristeza, tanto dolor ante lo evidente, ¿Cómo combatirlo? A mí ya solo me salían sonrisas sinceras de dolor.
Fabián e Isabel vinieron también a verte. Más paz que nos trasmitieron. Quizá yo no fui capaz de derrumbarme ni un solo instante porque todo aquel que iba a verte transmitía esa paz, esa tranquilidad que tu misma desprendías. Estuve con ellos hasta que se fueron y les acompañé a la salida. Fue en el ascensor, bajando, cuando Isabel me dijo lo que en ningún momento me dijeron los demás médicos: que ya quedaba poco, mamá. Que llevabas ya sin orinar varios días y que eso no era bueno. Tampoco en ese momento me derrumbé. Quizá tampoco estuviera entera, pero no había nada que me provocara el derrumbamiento. No era el momento de derrumbarse, ya llegaría casi dos meses después de tu fallecimiento y hasta hoy, 6 meses más tarde. Cuánto dolor aguantado, contenido y que de repente salta por los aires como si de una olla a presión se tratara mi cuerpo. Cuántas lágrimas; cuánto sufrimiento. No hay día que no te diga que te quiero. Y tu no estás aquí físicamente, pero sí de alguna forma te reconozco en muchas ocasiones, señales.
Tampoco el día 5 nos quedamos a dormir ninguno de tus hijos, tu no querías, y la verdad es que estabas muy tranquila y segura de lo que decías. Es curioso cómo nuestro cuerpo, nuestra mente nos convence de que puedes hacer las cosas más dolorosas sin pensar en las consecuencias. Me explico: ni Álvaro ni yo nos planteábamos quedarnos a dormir, pensando que llegaría el día en que sí fuera necesario, y hasta que ese día llegara teníamos que coger fuerzas. Nos marchábamos del hospital con la absoluta convicción de que al día siguiente seguirías abriendo los ojos y nos deleitarías con algunas de tus ocurrencias; tendríamos otros momentos que compartir, otras palabras que decirnos. Y efectivamente así sucedió, pero ¿y si te hubieras muerto estando tu sola? Qué valentía la tuya diciéndonos que nos marcháramos y qué valentía la nuestra marchándonos. Pero es que tú lo tenías todo preparado, mamá. Hasta la fecha de tu muerte la conocías. Siempre has sido una brujita, pero esta vez lo bordaste.
Y llegó el día 6 de octubre, miércoles. Aparecí por la mañana temprano. Estabas lista para desayunar sentada, y allí que me senté contigo: café y galletas. Luego me pediste que te metiera en la cama. Te aseé y te maquillé de nuevo.
Me pediste que te metiera en la cama y me sonó raro esta vez: no te quejabas de dolor, pero fue la forma en que me lo pediste lo que me hizo pensar que esta vez era diferente. Te ayudé a meterte en la cama, te arropé, y mientras escuchábamos a María Callas, mirando tu por la ventana viendo los grandes árboles verdes, esos pinos enormes, centenario si no milenarios, atravesados por la luz del sol resplandeciente, mientras yo estaba sentada a tu lado, tratando de leer un libro, ingenua de mí.
Te cogí la mano, cerré el libro y te pregunté: “mamá, ¿en qué piensas? ¿qué pasa por tu cabeza?” Y tú respuesta fue, con la vista fijada en el gran ventanal, en los inmensos pinos, con una sonrisa dibujada en tu cara: “Nada, hija. Estoy aquí tan a gusto, tranquila y en paz.”
Aquella fue la última oportunidad de hablar contigo, de iniciar una conversación contigo de despedida. Sin embargo, me dijiste aquello, trasmitiéndome tu paz, tu calma, tu sosiego, que fui incapaz de ahondar más en la despedida. Repito, ¿cómo se despiden una madre y una hija cuando saben que hay poco tiempo? Demasiadas películas idílicas que plantean escenas de despedidas que hoy me parecen todas ridículas, que no transmiten el verdadero dolor que existe en el ambiente. Tanto dolor, tan aplastante, que apenas puedes respirar, controlar las lágrimas. El peso del dolor contundente que no te deja pensar, que no te deja “coger al toro por los cuernos” y tener la mente clara, lo suficiente para entablar una conversación de despedida.
Claro que habíamos estado haciendo referencias los días anteriores a qué iba a pasar tras tu fallecimiento. Por ejemplo, cuando te dije: “Mamá, cuando te mueras, voy a desvalijarte tu casita y todos los muebles me los pienso llevar a mi nueva casi de campo, ¿te parece?” Y tu me dijiste: “Claro hija, llévatelo todo. Habla con tu hermano por si quiere algo.” “Sí mamá, lo hablaré con Álvaro, no te preocupes.” O también cuando por ejemplo te dije: “Oye que eres tu la primera que te vas de este mundo. Escucha, si hay algo después y puedes venir, conmigo hazlo despacito, sin acojonarme.” Y tu me dijiste “Sí, no te preocupes.” Esto era lo único que me salía y que podría entenderse como lo más parecido a una despedida. Me reprocho una y otra vez no haber mantenido una conversación de despedida más sentida, más idílica. Fue sin embargo mi amiga Yolanda quien me dijo, una vez ya te fuiste, que debiste ser una persona muy inteligente para decidir todo aquello de la manera en que lo hiciste, y que el hecho de que yo te tratara sin dramatismos, sino sacando un tono de risa, de guasa, quizá lo preferías antes que tenerme lamentándome delante de ti cada día. Me consuela aquello, mamá, y mucho porque sé que tu no eras especialmente dramática con el tema de la muerte, y que no soportabas verme llorar o triste. Pero aun así, me duele esa falta de conversación como tal.
Aquella mañana del día 6 de octubre, apareció a las 9:00 Quique Migoya. Qué alegría verle allí, contigo, cogiéndote de la mano, hablando los dos, sonriendo. Los ojos de Quique empañadas por las lágrimas, y yo, yéndome a la terraza a llorar. Había venido Quique a despedirse de ti. Verle fue un alivio, y al mismo tiempo una confirmación de que tu vida se acababa. Te quedaba gente por despedirse de ti, pero la presencia de Quique me confirmaba que poco quedaba para el final. Era como si el círculo de personas que de verdad querían despedirse de ti y de los que tú te querías despedir, se iba cerrando, y que se cerraría con pocas visitas más a lo largo de ese día.
Con el tiempo hemos bromeado Los Migoya y yo con el hecho de que las dos amigas hubierais decidido marcharos de esta vida el mismo año: las dos amigas os encontraríais en no sabemos dónde, pero que estabais juntas. A Marti Tere hacía muchos años que tu no querías verla por cómo se encontraba. Yo sí trataba de verla una vez al año y siempre me quedaba el consuelo de sus miradas de escasos segundos y una sonrisa de felicidad, también de corta duración. Pero aquel año 2021 parecía que tenía un objetivo: volver a juntar a las dos amigas. Curioso.
Lloré con Quique, pero poco, creo recordar. Se marchó a trabajar y yo ya no podía más. Me faltaban las palabras y me sobraban las lágrimas; sentía que poco a poco se hacía un hueco en mi interior que con el tiempo debería llenarse de ti.
Entonces aparecieron los médicos y Álvaro. Vicente se sentó enfrente tuya, cogiéndote la mano izquierda y con toda su dulzura y ternura pero con gran optimismo y determinación te pregunto: “Pilar, ¿cómo estás hoy?” Y tú, sin que te temblara la voz, con tu tierna sonrisa, pronunciaste las palabras de la derrota con absoluta entereza: “Vicente, hoy es mi día. Hoy me muero.”
En la habitación se hizo un silencio absoluto. Tuve la sensación de que la luz de la habitación se oscurecía, que los rayos de sol no entraban. Vicente te dijo: “Qué dices, Pilar, yo no te veo para morirte hoy. ¿Tienes dolores?” “No -respondiste- no tengo dolores.” Fue entonces cuando intervine de la mejor forma que pude: “Mamá, no le hagas esta putada a Mariví, que está viniendo desde Valencia para verte.”
En esos momentos, Vicente me preguntó que por dónde estaba Mariví, y le dije que, por Moralzarzal, que estaría al llegar en cualquier momento. Entonces Vicente te dijo: “Pilar, vamos a hacer una cosa: no te voy a poner morfina ni nada, salvo si tienes dolor. Ves a tu amiga de Valencia y la ves bien, sin estar adormecida, y si luego tienes dolor, yo te pongo morfina, ¿vale?” Y tu respondiste: “Vale.”
El médico salió de tu habitación y yo me fui detrás de él. En el pasillo recuerdo que le dije: “Vicente, hoy es su día, hoy se muere. Lo acaba de decidir. Va a esperar a ver a su amiga Mariví y luego se muere.” Vicente me miraba fijamente sin perderse una sola de las palabras que le decía y me contestó: “Yo no la veo para morirse hoy. Pero desde luego si tiene dolores, decírmelo porque se le va poniendo morfina.” Le contesté: “De acuerdo. Pero hoy mi madre me ha pedido meterse en la cama y hoy me ha sonado más raro que estos días de atrás. Y eso de meterse en la cama es muy raro en mi madre, eso es síntoma de que algo grave pasa. Y lo que va a pasar es que cuando se haya despedido de su a miga Mariví, se dejará morir.” Yo tenía claro que el círculo se estaba cerrando, que apenas te quedaba gente ya de la que despedirte. Y que Mariví sería el último tramo para que el círculo se cerrara. Y cuánta razón tenías, y cómo te conocía, mamá. A tu aire, siempre a tu aire, haciendo lo que siempre has querido hacer, sin contemplaciones con nada ni con nadie, ¿por qué morirte iba a ser distinto? Sería una cosa más que harías a tu aire.
Aquella mañana fue muy rara e intensa: vinieron papá y la tía Marga. No sé de quién partió la idea de que papá fuera a despedirse de ti, si de él o de ti. El caso es que allí estaba, contigo y con la tía. Yo no estuve presente, y desconozco qué os dijisteis después de tantos años de matrimonio, tanto dolor en la ruptura, tantas situaciones complejas y dolorosas tras vuestro divorcio, allí estabais los dos, hablando, imagino que poco. Pero lo que sí sé es que tras la salida del médico de tu habitación, el sol volvió a lucir, a brillar con esa luz cálida del mes de octubre en la sierra de Madrid, acompañado por la paz más absoluta de aquel lugar en el que estabas. Era como el preludio del nuevo lugar al que partías.
Papá se marchó con la tía Marga y llegó Mariví con su hija y tu gran amiga. Os dejé toda la mañana solas, a las amigas, mientras estuve con Pati Barbeta paseando y hablando. Es fácil reírte con Pati, siempre ha sido una mujer muy alegre, con mucho humor y una auténtica delicia. Estuvo a mi lado sosteniéndome el alma, manteniéndome dentro de un espacio en el que no cabían las lágrimas, inundando ese espacio de cariño, de ternura. En un momento dado me llamaron, creo recordar porque te iban a cambiar la sonda y tu habías pedido que yo estuviera presente. Subí a toda velocidad, corriendo, no me importaba nada ni nadie. Subí asustada, pero mi temor no me dejaba paralizada, sino que me empujaba a llegar a verte. Y entré en la habitación y allí estabas con tu gente, tranquila. Lo de la sonda no recuerdo qué fue, pero no hizo falta hacer nada. Te volví a dejar allí con tus amigos.
Y tras un tiempo paseando con Pati, sentadas, riendo decidimos subir a la habitación. Y aquello fue maravilloso: habían traído champan, copas de cristal, fresas y chocolate. Y allí estuvimos contigo, bebiendo, comiéndonos las fresas y el chocolate, brindando por ti, por la vida que se te acababa. Cada sorbo de champan era como beberme un poco de la vida que te quedaba. Pero estabas allí, en tu cama, rodeada de cariño, de mucho cariño, de gente que sólo podía decirte que te quería. Nos reímos, mamá. Nos reímos contigo cuando nos contaste qué tal había ido la visita de papá. Luego me enteré que no había sido una visita tan seca como me describiste pues Teresa Migoya mirándome a los ojos el primer fin de semana que pasé sin ti, y con los ojos llenos de lágrimas pudo contarme algo más de lo que tu nos habías dicho. Me alegro, mamá, me alegro de que todo fuera más normal de lo que tu nos habías contado con ese sentido del humor que tanto te caracterizaba.
Mariví y Pati tenían que volverse a Valencia, así que hubo que poner un fin a la celebración que teníamos en marcha en tu habitación. De la forma más natural todos fuimos saliendo de la habitación. Estábamos Mariví y yo en la puerta de la habitación, pero fuera, en el pasillo, esperando a que salieran todos para acompañar a Mariví y a Pati a su coche, y desde el quicio de la puerta, Mariví emocionada y yo ya con mis amigas las lágrimas brotando y resbalando por la mejilla, te mirábamos. Y aún tengo tu imagen grabada en mi mente: tú, en la cama, con la espalda casi recta, reposando en los cojines, las piernas estiradas, nos sonreías y levantando los dedos de la mano derecha, moviéndolos despacito, deliciosamente nos decías adiós. Cómo logramos salir de allí sin correr a tu lado, lo desconozco. La vida se te iba, se nos escapaba entre todos los que te rodeábamos, y sin embargo, salimos a despedir a Mariví y Pati.
Ahora lo pienso, y sólo puedo agradecerte lo fácil que nos pusiste las cosas pues marcharse de tu lado sabiendo que el tiempo corría en nuestra contra, que la vida se te acababa, y sin embargo dejarte sola unos minutos para despedir a tus amigos no era tarea fácil. Pero tú nos sonreías desde tu cama, nos decías adiós con tus dedos y no nos reclamaste quedarnos a tu lado, lo que nos hizo sin duda más fácil salir a la calle.
Mucho me ha costado (y aún a veces me cuesta) asumir que yo no podía estar contigo las 24 horas del día, que tenía una vida familiar además de ti como y tantas y tantas veces me has recordado. Pero te reconozco que es muy duro, mamá, vivir mi propia vida sin estar contigo en los momentos que estabas necesitando ayuda. Es una emoción agridulce esta de agradecerte tu silencio y al mismo tiempo pensar que no he estado contigo en todo momento, por ello ahora no te puedo agradecer sin miramientos ni contemplaciones tus silencios. Imagino que llegará el día en que de mi alma, de mi cuerpo, de mi mente, de mi corazón y de mi boca, salga la palabra GRACIAS sin reprocharme nada a mí misma.
A lo largo de la tarde habíamos hablado Álvaro y yo y quedamos en que esa tarde noche se quedaría él a darte la cena contigo, y que así yo me podía marchar a mi casa a una hora prudente, recoger a tu nieto, mi fiera de fútbol y cenar con mi familia por una noche desde aquel lunes que te ingresaron.
Justo antes de irme mi cuñada Bárbara apareció por el hospital. Le pregunté en la puerta si quería pasar a verte, que estabas bien, que la ibas a reconocer y que se podía hablar contigo. Ella me dijo que sí. Imagino que, con los reparos normales ante semejante situación, pero dio el paso justo para entrar en la habitación. Y la habitación se llenó de glamour con ella, de delicadeza y de buenas palabras. Te gustó que fuera a verte. Y días más tarde ella me contaría que se alegraba de haber entrado a verte. Corta fue la visita, no había palabras que decir, es complicado hablar con la persona que ha decidido morir y está en sus últimas horas. ¿Qué se le dice? ¿De qué se habla? Sea lo que fuera que os dijisteis, os bastó para saber que tú te alegrabas de verla y que ella te dijo lo que quiso, que al final se reduce a cariño, mamá. Porque todo aquel que te ha rodeado, te ha querido de una u otra forma; con más intensidad, con más ocasiones de daros abrazos, o menos, siempre tenían cariño para ti.
Y a las 19:20 salíamos del hospital mi cuñada Bárbara y yo. Te di un beso de despedida y me preguntaste: “Oye, ¿no me vas a echar colonia?” Y yo, mientras avanzaba a la puerta de salida de tu habitación, me giré y te dije: “Sí hombre, Loewe te voy a echar para dormir. Mañana desayunamos juntas y te arreglo, maquillo y perfumo. Descansa.” Esas fueron las últimas palabras que cruzamos mamá. Nuestra última conversación. Lo que después vino fueron palabras que salían de mi boca, dichas a una madre que ya no estaba.
Me marché a recoger a Álvaro. Él salía a las 20:30. Llegué al polideportivo y desde el coche llamé a mi amiga Yolanda. Y lloré, mamá. Lloré como un alma en pena, sin reparo, sin filtro, destrozada, rota en mil pedazos. La cara descompuesta, enrojecidos e hinchados los ojos por las lágrimas. Y en ese mismo momento en el que me estaba dejando llevar por la emoción, por la tristeza, paré en seco de llorar: mi marido acababa de aparcar al lado de mi coche, me abrió la puerta del conductor donde yo estaba sentada, y con mirada seria me dijo: “Cuelga. Tu hermano te está llamando. Tienes que ir al hospital.” “¿Ha muerto? ¿Qué ha pasado?” Y Dani sólo me decía que no sabía nada, que él se hacía cargo de la fiera y que yo me fuera al hospital. Colgué a Yolanda en el mismo momento en que Dani me abrió la puerta del coche. Ya no había lágrimas, ni llanto. No había tristeza, había desesperación, urgencia por llegar al hospital. Durante el trayecto sólo te hablaba a ti: “Mamá, espérame. Para un día que me voy sin darte la cena. Por favor no te mueras sin mí. Espérame. Espérame, no me hagas esto. Déjame llegar a ti antes de que te vayas.” Y así una y otra vez, mientras iba a una velocidad por encima de lo permitido, con el único objetivo de llegar a tiempo a ti.
Apenas tardé 40 minutos en llegar al hospital. Los metros que separaban el parking del hospital los recorrí corriendo, sin abrigo, en una noche ya cerrada, donde no había sol, no había luz, no había calor.
Subí corriendo y entré en la habitación descolocada, ansiosa. Álvaro se levantó como un resorte y se interpuso entre mí y tu cama. Y sólo pude preguntarle a Álvaro “¿Ha muerto?”. Y Álvaro con una calma absoluta me dijo que no, que no estabas muerta pero que ya no estabas.
Entonces se apartó y te vi, tendida en la cama, respirando con dificultad, tus ojos cerrados, la boca entreabierta y con minúsculos espasmos en cada bocanada de aire.
Álvaro me contó que mientras te estaban dando la cena, pediste la cuña, y que, en el momento de ponerte la cuña, le miraste, le lanzaste los brazos y le dijiste “Hijo, me voy. Hijo me voy.” Lo que sucedió después no lo tengo muy claro, yo no estaba y tampoco he querido hablarlo con Álvaro para no ahondar en el dolor de pasar por aquel momento. Imagino que, al estar las enfermeras, te pondrían morfina, una dosis más alta de la que hasta ese momento te habían estado dando, y así te quedaste. Mi hermano me dijo: “Creo que le ha dado tiempo a escuchar que le decía que tu estabas en camino.” Ojalá, mamá, ojalá lo escucharas, porque yo iba de camino, como un rayo, veloz, sin importarme otra cosa que llegar a tiempo.
Me metí en la cama contigo. Allí, las dos juntas, bien juntas, sin dejar de decirte que te quería. Nunca pude decirte “no nos dejes” o “no te vayas”, porque tu habías decidido dejarnos. Era tu decisión, y sin perjuicio de que ya nada había que hacer, por encima de todo, respetamos tu decisión y te acompañamos a ello.
No sabíamos lo que tardarías en dejarnos, pero esas horas eran nuestras, de nosotros tres.
Pasé largo rato a tu lado, en tu cama, y finalmente me senté en la silla, bien pegada a ti, cogiéndote la mano, sin soltarte ni un instante, diciéndote a cada minuto que te quería, que te quiero. Nunca pensé que el tiempo pudiera pasar tan lento, pero aquellas horas fueron devastadoras para mi hermano y para mi: esperar el final de tu final que no llegaba. Sin decirnos nada, mi hermano y yo contábamos los segundos que pasaban entre respiración y respiración tuya: era una respiración alargada: entre una bocanada de aire y otra pasaban 3 o 4 segundos. Y una de las veces, mientras Álvaro estaba echado en un sofá y yo estaba reclinada en la silla, ambos nos incorporamos sobresaltados porque habían pasado más de 4 segundos, quizá 5 o 6 hasta que volviste a respirar.
Hubo momentos de quietud durante los cuales sólo pensaba cuándo llegaría el momento en que dejarías de respirar, si faltaba mucho o poco; si estabas sintiendo que te cogía de la mano, te acariciaba y te decía que te quería, que te quiero. Las horas parecían no pasar. Tu respiración era agitada y entrecortada al mismo tiempo, y Álvaro y yo te sentíamos agitada, sin descanso, justo lo que tú no querías.
Decidimos llamar a la enfermera para que te pusiera más morfina pues no estabas tranquila, ¿o sí, y es así como se respira mientras se espera a la muerte? No lo sé, mamá. La enfermera venía cada media hora a suministrarte morfina sin que hubiera un cambio en ti. ¿Habías decidido no morir? ¿Qué estaba ocurriendo? Cómo saberlo, mamá. Nuestra primera vez ante la muerte, ante la llegada silenciosa de ésta. La primera vez que te perdía para siempre.
Poco descansamos, por no decir nada. A Álvaro le entró el hambre y comenzó a comer el chocolate que había sobrado de tu despedida con Mariví. Estábamos intranquilos, los tres: Álvaro y yo con tiempo por delante esperando tu muerte; tu repleta de morfina y agitada. Entre idas y venidas de la enfermera, ya me conoces, propuse ir desmantelando la habitación para ir adelantando cosas que habría que hacer llegado el momento. Mejor tenerlo todo avanzado para sólo dedicarnos a tu partida. Así que comenzamos a descolgar el cuadro de las fotos de Álvaro y su familia: tu nuera y tus dos nietos. Después la foto poster que tenías de mi familia: todos abrazados sonriéndote. Recogimos la escasa ropa; la comida; tu aparato del Párkinson; tu neceser; tus zapatillas; la minicadena con los cd’s de María Callas. Álvaro lo llevó todo al coche, dejando la habitación en un perfecto orden, como sabes que me gusta.
Vino una vez más la enfermera a continuar con el protocolo de la muerte lenta pues tu agitación persistía, y en ese momento nos comentó: “No os extrañe que, a pesar de llevar tanta morfina, llegue un momento en que abra los ojos y parezca que está despierta. No os preocupéis, es normal.” Serían las 07:00hs.
Y así fue: a las 7:30 abriste los ojos, tus pequeños ojos de color miel, abiertos como platos. Te reincorporaste, nos buscaste con la mirada. Una mirada que yo no interpreté como una mirada perdida o ausente. En absoluto. Sentí que nos buscabas a Álvaro y a mí. Cada uno de nosotros a un lado tuyo: Álvaro a tu izquierda, yo a tu derecha. Y nos dijiste que nos querías. Nos cogiste la mano a cada uno de nosotros, y me dio la sensación de que buscabas a tus nietos en la pared que horas antes habíamos dejado blanca. Quise morir en ese momento: buscabas a tus nietos, a tu nuera y a tu yerno, y yo te los había quitado de la pared. Te marchaste sin verlos por última vez. Cuánto dolor, mamá, lo siento. Siento haberte quitado lo que más querías en esta vida; tu familia, en especial a tus cuatro nietos. Con el tiempo, la psicóloga me diría que aquella sensación fue una percepción mía, pero que no podía asegurarse que tu estuvieras buscando aquellos dos cuadros de fotos. Puede que sea así, no me queda más consuelo que creer que es así, para tratar de mitigar mi culpa, mi dolor por el daño que te hice. Pero no son unas palabras a las que pueda aferrarme porque ví tu mirada; noté tu búsqueda; sentí tu decepción por no encontrar nada de lo que buscabas. Y un trozo de mi se quedó en ese momento que para mí se ha con vertido en inmortal, y por el que sufro cada día, mamá. Lo siento.
No sé cómo pasaron las siguientes horas. Sé que durante la madrugada mandé un mensaje a todas aquellas personas que pude informando de tu situación. Llegó la mañana y tras habernos agarrado a Álvaro y a mí de la mano, lo siguiente que recuerdo es que la luz del día comenzó a entrar por la terraza de la habitación y yo estaba sola contigo. Recuerdo el olor de la muerte merodeando a tu alrededor, impidiéndome acercarme a ti. Y entonces vinieron a lavarte dos auxiliares. Tu último baño, mamá. Tenías los ojitos cerrados, pero escuchabas todo, tenías fuerzas y obedecías lo que te decían: “Pilar, gira a la izquierda. Ahora a la derecha.” Y tú, cogiéndote con tus manos a las barras de la cama, hacías fuerza y girabas, ahora a la izquierda; ahora a la derecha. Y yo te miraba desde los pies de la cama: los pómulos marcados; las mejillas hundidas; la piel tersa; tu boca entreabierta con una respiración entrecortada y con las gafas de oxígeno aún puestas como si fueran a servirte de algo en tu camino hacia el final de esta vida.
Te acariciaba las piernas; sonreía a las auxiliares y trataba de que las lágrimas no me cayeran por las mejillas, algo realmente imposible pues hasta mis lágrimas querían asomarse para verte y despedirse de ti. Me ahogaba y salí a la terraza para tratar de llorar en silencio. El día era soleado, ni una sola nube en el cielo; los árboles verdes y frondosos. Sólo podía agradecer con la mirada a las auxiliares aquel maravilloso baño que te estaban dando con tanto cuidado, con tanto mimo, con tanta ternura.
Recién lavada me senté a tu lado, en una silla y sólo podía mirarte, acariciarte, cogerte de la mano, decirte que te quería. Pero mamá, poco más. Mi cabeza no daba para más: no me derrumbaba en un llanto inconsolable; no me aferraba a tu cuerpo diciéndote que no me creía lo que estaba pasando; no podía articular palabra de despedida. No había drama de ningún tipo. Por un lado, puede que fuera lo mejor. Por otro, ahora que ha pasado el tiempo, soy consciente de que perdí la oportunidad de aferrarme a tu cuerpo por última vez, abrazarte y no soltarte. No fui capaz de echar a nadie de la habitación, de pedir quedarme a solas contigo y con mi hermano. Y hoy sé que lo hubiera necesitado. Pero mi exceso de racionalidad no me permitió un momento de intimidad, de dolor contigo. Sólo pude hacer dos cosas que ahora recuerde: la primera de ellas, quitarte la dentadura y cuando tú nos pediste que te la pusiéramos, sólo puede decirte en un tono de humor: “No mamá, no te la podemos poner, no seas presumida.”, dándome media vuelta esbozando una sonrisa sin derramar una sola lágrima.
La segunda, fue marcharme de la habitación con mi marido cuando le vi entrar en la habitación. Le abracé, él me pidió salir de la habitación y yo no opuse resistencia y me fui.
Vaya dos cosas, mamá. No me creo que pudiera hacerlas. ¿Cómo es posible que no me acercara a ti en el momento en que me pediste la dentadura, me sentara a tu lado y con todo mi cariño te contara que no era posible ponerte la dentadura, que para emprender el viaje a la muerte era mejor ir ligera de equipaje? ¿Cómo es posible que el último día de tu vida yo decidiera irme con mi marido a sentarme al banco que había nada más salir del hospital? No recuerdo ni tan siquiera llorar. Estaba agotada. Pero, el estado de agotamiento, ¿justifica no estar atenta; no atenderte; no estar sentada a tu lado; separarme de ti durante algo más de tres horas? ¿Y si te hubieras muerto en ese momento? ¿Qué clase de hija hace algo así, mamá? Y sin embargo lo hice, me alejé de ti; no te atendí como te merecías. Y no sólo cargo con esto en mis pensamientos desde entonces, sino que me juzgo y no hay palabras para consolarme, para convencerme de que siempre hice todo y más por ti. No encuentro consuelo ni justificación, mamá. Lo siento; lo siento de veras. Pero por mil perdones que te pida, no hay nada que me haga sentirme mejor: la muerte es definitiva; no hay vuelta atrás; no hay forma de cambiar las cosas; no hay segundas oportunidades. Y duele, mamá. Me duele.
Recuerdo que Álvaro y Nieves salieron también de la habitación y vinieron con Dani y conmigo. Estuvimos dando un lento paseo por el hospital y terminamos sentados en el mismo banco en el que habíamos estado antes Dani y yo. Nos reímos, mamá.
Al subir de nuevo a la habitación allí estaban la tía Marga y tu hermano Juanjo con su mujer, a tu lado. Ellos sí; yo no. Y no solamente no estaba a tu lado, sino que además les pedimos que se quedaran contigo hasta que termináramos de comer, que comíamos a las 13:00 en el hospital. ¿En serio? ¿De verdad me fui a comer dejándote allí en las que iban a ser tus últimas horas? Hoy no doy crédito; en aquellos momentos, era algo normal, sencillo de hacer. Qué extraña es la mente; qué poder tiene: en los peores momentos aún te hace tener ideas, planteamientos que ahora entiendo como píldoras para sobrellevar el momento más duro de mi vida: perderte.
Nos fuimos a comer, no sin antes escucharte pedirnos agua. Madre mía, mamá, el médico te había puesto por la mañana la bomba de sedación; llevabas suministrada mucha morfina, y aún hablabas y nos pedías aguas. Nos escuchabas, nos sentías. ¿Qué pasaba por tu mente? ¿Te arrepentiste en algún momento? ¿Nos echabas de menos? Te mojé las encías con los palitos de limón que nos dejaron los médicos y nos fuimos a comer.
De vuelta tras haber comido nos cruzamos con el médico y la psicóloga: no recuerdo por qué nos pusimos a hablar con ellos, pero nos dijeron que se pasaban en un rato por tu habitación.
Álvaro, Nieves, Dani y yo, el escuadrón familiar, entramos y allí seguías, tendida boca arriba, con tus ojos cerrados; con tu boca entreabierta; con tu respiración entrecortada; con tu piel tersa y suave, acompañada de la tía Marga y de tu hermano y su mujer. Les hicimos el relevo. La tía nos contó que habían tenido que llamar para que te dieran algo para relajarte porque seguías intranquila. Ellos tres se marcharon a comer. Álvaro a un lado de la cama y yo al otro, sin parar de acariciarte y cogerte la mano. Nieves y Dani a los pies de la cama, en la terraza, tratando de acompañarnos y al mismo tiempo dejarnos intimidad.
Llegaron el médico y la psicóloga. Álvaro y yo les pedíamos que te dieran algo más para poner fin a tu agitación, que Vicente había tenido ocasión de hablar contigo los días anteriores y había podido escucharte decir que todo fuera “rápido y sin dolor” y que lo que estaba sucediendo desde el día 6 de octubre a las 20:00 y hasta ese momento (14:00hs del día 7 de octubre de 2021), estaba siendo muy distinto a lo que tu querías. Vicente nos insistía en su deber de aplicar el protocolo correspondiente. La psicóloga hizo un gran trabajo con Álvaro y conmigo: ¿Qué hacíamos si aquella situación se alargaba en el tiempo? Él y yo estábamos agotados. ¿Nos quedaríamos a dormir aquella noche contigo? Qué ilusos, mamá, pensar, imaginar, plantearnos que seguirías allí un día más. Ante la idea inminente de perderte, de empezar a sentir tu ausencia, se imponía la ilusión de irnos a dormir aquella noche a casa, porque, como nos decía la psicóloga, vosotros, los moribundos, decidís cuándo y con quien morir. Y que si la situación se estaba alargando mucho podía ser porque tú no quisieras que ni Álvaro ni yo estuviéramos a tu lado. No sé cómo, ni cuándo (todo aquel tiempo desde las 14:00 hasta tu muerte una hora más tarde es una sucesión de ideas desordenadas), volvieron aponerte más sedación conforme correspondía, y nos dijeron que, si en 20 minutos no habías encontrado más tranquilidad, les volviéramos a llamar.
Pasaron 30 minutos, tiempo durante el cual Álvaro y yo estuvimos a solas con la psicóloga y llegamos al acuerdo de que nos iríamos a casa a dormir, decisión que tomamos sin cargo de conciencia, es más, en mi caso, tomada con absoluto raciocinio. Qué extraña la mente.
Y avisamos a la enfermera porque tu respiración seguía siendo agitada. La psicóloga nos preguntaba si había algo que tuviéramos que decirte para que tu pudieras marcharte tranquila, puesto que tenía la sensación de que tu agitación se debía a que algo te faltaba por escuchar. Álvaro no tenía nada que decirte y me miraba fijamente hasta que me dijo: “tu sabrás si tienes algo que decirle”, frase dicha con todo su cariño, y que yo entendí que se podía estar refiriendo a aquel episodio de mi infancia tan devastador para mí y que a ti te dejó destrozada. Sin embargo, dije que no, que no tenía nada que decir porque mamá, hacía ya muchos años que una mañana, sacando tu dinero del cajero de Bankinter en Villalba, te dije que eras la mejor madre que podía tener porque tu jamás podías haber imaginado el calvario por lo que yo podría estar pasando durante mi infancia, y que por lo tanto nada podías hacer y de nada eras culpable. Recuerdo que me dijiste: “hija, no sabes lo que significa para mí que me digas esto.” Desde entonces, aquel tema estuvo siempre zanjado para mi contigo. Mamá, yo no tenía nada que recriminarte, que echarte en cara. Tras tu fallecimiento leí la carta que me dejaste y comprobé que aún entonces seguías culpándote de algo de lo que no tenías culpa en absoluto. Y me dio rabia no haber podido sentir, percibir siquiera que necesitaras una última “absolución”. Pero me quedo con todos los te quiero que siempre te dije; con todos los momentos compartidos llenos de amor incondicional.
Puede que en aquellos momentos llegaran Dani y Teresa Migoya quien quiso decirte su último adiós: se acercó a ti y te dirigió sus siempre palabras cariñosas, despidiéndose con su natural alegría, sabiendo mantener y contener la emoción. Yo me tuve que separar de ti escasos 20 segundos y recuerdo que te dije: “mamá voy a hacer pis que ya no me aguanto más. Pero espérame, no te vayas aún que no tardo nada.” Y te esperaste, me gusta pensar que me esperaste. Volví al cabo de 20 segundos me senté a tu lado, dándote la mano, mirándote y viendo cómo tu cara empezaba a adoptar una expresión de paz. Tu respiración cada vez más alargada, más suave, casi inaudible. Hasta que llegó el último respiro. Todos en la habitación estábamos en silencio y pregunté “¿Ya? ¿No respira?”. Y efectivamente, mamá, ya te habías ido, rodeada de Álvaro, Nieves, Dani, la tía Marga, tu hermano Juanjo y su mujer, de Teresa y de tu hija.
Pulsé el botón para llamar a la enfermera, quien rápidamente entró y te tomó el pulso en el cuello. Sólo dijo: “Voy a llamar al médico para que certifique la muerte.” Y Vicente vino y con su habitual cuidado se sentó a tu lado, te tomó el pulso y con extremo cuidado, te cerró los ojos del todo. En un suspiro te habías ido, en silencio, llena de paz, de calma, de sosiego y tranquilidad. Rodeada de tu gente que te quería y quiere. Y con tu hija, que, a pesar de reaccionar de forma ejecutiva al instante, te quiso, te quiere, te querrá y te disfrutó hasta el último de tus momentos. No tuve fuerza o quizá no tuve capacidad para abrazarme a ti y no separarme y me volqué en los preparativos propios de la marcha del mundo real que conocemos, pero cuando ya me iba del hospital te vi en una salita envuelta en una sábana blanca, y a solas me quedé contigo escasos minutos para decirte que, a pesar de no haberte abrazado en tu primer segundo sin vida, por no gustarme abrazar cuerpos fríos, sin embargo que te quería.
Y cuánto te quiero, mamá. Continuando con esa banda sonora de tus últimos días de vida, como dice “La Bien Querida” en su canción “Fuerza mayor”, canción que sin estar escrita pensada para una situación como la nuestra, sin embargo, contiene dos frases que me gustaría dedicarte, para que tengas claro lo que significaste y significas para mí: “(…) mi mundo puede cambiar en un día si tú te vas (…) Si existe la eternidad, te volveré a querer también allí.”
Cómo duele mamá, decirte un te quiero y que no lo escuches. Cuánto duele mamá no tenerte. No hay nadie con quien pueda suplir tu vacío, esa inmensidad. Miro al mar, al horizonte, cuando ya el sol se ha escondido y me veo sumida en la mayor de las oscuridades ahogada en la inmensidad del mar oscuro. Así es como me siento mamá, ahogada sin ti; ahogada por tu ausencia. Veo a amigas y amigos; a familiares que han perdido a una madre, a un padre y me digo que es posible, que de todo se sale, que la vida sigue y puede ser igual que antes, sin necesidad de notar y sentir, de tener siempre en la mirada, en la cara un gesto de dolor. Pero no me lo creo, no me veo capaz de llegar a ese estado sin sentir que te traiciono.
Cuánto te echo de menos, mamá, mi chica, que estuviste al pie del cañón, dándome órdenes, hablando conmigo de cómo organizar tu marcha. La muerte llegaría, sí, sin duda, pero no de la forma en que estábamos habituados porque no estamos acostumbrados a conocer y a tener entre nuestro núcleo más íntimo a personas como tú. Así que me imagino a la muerte asombrada asistiendo a tus últimos días de vida viéndonos charlar y entre risas preparar tu partida, sin perjuicio de que tú y sólo tu decidiste el día exacto en el que desaparecer. Sí, la muerte ganaba la partida, pero no sin antes ser un espectador de tanta fortaleza, tanta determinación, tanta inteligencia y humor.
Es tan grande el vacío que has dejado, mamá, que mire a donde mire, en cualquier sitio te veo, te encuentro y me es tan fácil imaginar una de nuestras conversaciones que tanta facilidad duele hasta romperme: no es justo perderte. Duele hasta lo insospechado. Duele mirarse en el espejo y verme parecida a ti. Tanto te echo de menos que aun cuando te encuentro, me rompo por no tenerte.
Hoy, apenas algo más de un año sin ti aún no he aprendido a vivir con tu ausencia. He optado por dejarme llevar cada día, luchando por no dejarme llevar por la inmensa tristeza de tu partida; luchando contra pensamientos de frustración y tratando de convencerme de lo que todo aquel que me rodea me ha dicho en alguna ocasión: “hiciste todo lo que estuvo en tu mano y de la mejor forma.” Pero cuando el resultado es tu ausencia, es complicado conformarse, creer estas palabras.
Y llevo más de un año escribiéndote estas líneas y no paro de corregir: este párrafo aquí no, mejor allí; esta frase así no, mejor de otra forma; relatar todo cronológicamente e ir introduciendo pasajes de la vida sin ti. Releo una y otra vez todo lo escrito y según llego al final me resisto a poner el punto y final con la excusa de que el final no me gusta. Así que vuelvo a releer todo lo ya escrito. Y hoy tengo claro que si no me gusta ninguno de los finales que he escrito hasta ahora es porque sencillamente el final perfecto no existe, porque es tanto como asumir que es una realidad que nuevamente se impone: tú no estás.
Busco tus fotos; leo la dedicatoria que escribiste a tus nietos en aquel álbum de fotos que tenías solo de ellos, escrita con aquella caligrafía propia de una enferma de Párkinson que se resiste a sucumbir al temblor; leo la dedicatoria que encontré en aquella foto mía con apenas 6 años, vestida de fallera, y empieza a temblarme la barbilla; comienzo a fruncir el ceño y a apretar los labios para tratar de contener las lágrimas de dolor y tristeza.
Echo la vista atrás y pienso que 45 años de tu compañía apenas es tiempo suficiente para decirte y demostrarte lo importante que has sido como madre; es poco tiempo para llenarlo de abrazos, risas, llantos, discusiones y desencuentros. Sin embargo, es asombroso observar todo tu legado conseguido y logrado en aquel mismo tiempo: tus enseñanzas con las amistades; tus sabias palabras “nunca dejes de decir te quiero a las personas que quieres”, “no te dejes pisar, lucha por lo que quieres y sientes” o “nunca escatimes en besos a tus hijos, nunca les niegues un beso o un abrazo”. Y así me pasa, mamá, que cuando llegan las noches y mi tirillas me pide que le cuente el cuento del “Ratoncito travieso”, o mi chica disfrutona me pide que le hable con Yogui, Piños y Magui, siempre recuerdo tus palabras que me insuflan las fuerzas necesarias para pasar con ellos ese último rato del día a pesar de cansancio rutinario.
Escribiendo estas palabras soy más consciente aún de quién eras para cada uno de nosotros: viendo cómo acudió la gente a vuestra última cita en el tanatorio, cargados de tanto dolor, cariño y ternura compruebo que eras AMIGA de tus AMIGOS y que contigo no iba el dicho de “los amigos se cuentan con los dedos de una mano y aún me sobran dedos”.
Cuántas conversaciones con Virginia, hablando de ti, de cómo estabas y sintiendo que en cada conversación las dos nos rompíamos ante la idea de lo inevitable: te estabas muriendo. Con cuanto cariño siempre te han tratado ella y todos los suyos: sus hermanos y sus respectivas mujeres y maridos; sus hijos, sus sobrinos. Qué referente has sido para tu ahijado Moisés quien condujo desde Granada para llegar a tiempo para darte un último adiós, y para su hermano Josito, el eterno “nadadooorrr”, que con tanto deleite se comía tus canelones mientras nos amenizaba las comidas con su guasa natural.
Observar cómo gestionabas y llevabas al día la agenda de la amistad de tantas personas, con tanta dedicación, detalle y cariño como sólo tu sabías hacer, ha hecho que el listón del cuidado de la amistad y la familia haya quedado muy alto, y como les dije a todos tus amigos del teatro “sois muchos y no voy a poder hacerlo tan bien como ella”, y así ha sido, mamá.
Pero aprender de ti, de todo lo que me has ido enseñando, que ni más ni menos es saber decir te quiero sin escatimar en cantidad, en momentos de calidad y cargados de ternura, ha hecho que hoy tenga a mi lado a grandes personas: empezando por mis tres fieras que me acompañan a diario; continuando por mi hermano y su familia (estarías orgullosa de vernos juntos); siguiendo por mi tía Marga, incluyendo a mi padre (te encantaría verle cogido de mi brazo después de tantos años), sin olvidarme de mis suegros, a quienes, como tú me enseñaste procuro cuidar y querer como si de mis padres se tratara (lo aprendí de ti, de tu relación con la abuela Manuela, espero que la hayas llenado de besos). Y cuento con grandes amigos, unos ya citados por aquí, otros más silenciosos y prudentes, pero siempre a mi lado. Y otras que merecen especial mención: mis Piratas esas 5 personitas de enorme corazón, tan inigualables, tan distintas y necesarias, que me completan. Que están todas a una como Fuente Ovejuna, sin que sean necesarias las palabras, bastando una mirada o el primer tembló de barbilla o los primeros brillos en los ojos, palabra para brindarte y llenarte de su inmenso e incondicional amor.
O ese otro grupo tan peculiar y delicioso, mis “maris del cole”, personas siempre dispuestas a escucharme, a sostenerme, a hacerme sentir que no estoy sola, que no estamos solas.
Hoy tengo claro que no hay un final posible a estas líneas, que tu ausencia es AUSENCIA y que nada ni nadie llenará tu inmenso hueco aquí, pero que rodeada de mi gente hacen que los días sean más amenos y llevaderos, más auténticos, sintiendo el cariño de todos.
Antes de tu partida pensaba que tras la muerte no había nada. Tras tu partida vinieron las señales y esos momentos de querer encontrarte en una matrícula de un coche; en el estampado de una falda; en el nombre de una tienda; en unas alfombras. Ahora, un año más tarde, me quedo con que no hay nada, salvo esos tres abrazos que sentí al poco de fallecer tu mientras trataba de dormir abrazada en mi cama junto a mi tirillas. Pero ya sabes, “te has ido la primera, si hay algo, ven despacito y sin acojonarme”
Pero sí me gusta imaginar que estás en algún sitio junto a quienes se fueron antes que tú y a quienes tanto querías y tanto echabas de menos: la abuela Manuela; la tía Gene, gran institución de la familia, sin pelos en la lengua y tan generosa como su nombre y quien seguro estará con el tío Miguel, el tío gruñetas a la par que cariñoso; el gran Señor Migoya de voz grave y melodiosa, quien mejor recitaba el cuento del “Ratoncito travieso”, al lado de la gran Señora Calabia de inmensa sonrisa y caricias delicadas: me gusta imaginaros juntos jugando al Continental; el gran Paco Cifuentes, con quien te imagino conversar de política, compartiendo grandes pensamientos y momentos llenos de cariño. Y me gusta imaginar que estarás con la eterna tía Susi, viéndonos a los primos aquí abajo reunirnos, charlar y echaros tanto de menos.
Pero sin duda alguna, tú lo iluminas todo y eres mi luz. Y ahora tienes a tu lado, más cerca aún si cabe a esta estrellita tuya que tanto te necesita.
RELATO DEL TALLER DE:
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Carolina Rincón Florez
04/11/2024