TURNO DE NOCHE

Por Manuel Simón

A las cinco de la tarde sonó el despertador y, cosa rara, todavía dormía. El inspector había llegado a casa sobre las siete de la mañana y salido a entrenar un par de horas en la montaña por un circuito muy técnico y rompe piernas. A las diez, después de una ducha y un desayuno ligero, se echó a dormir. Recordó entonces cuando estaba en el grupo de homicidios, con horario diurno, con hora de entrada cierta, aunque no la de salida, con compañeros fijos y con casos que investigar desde el principio al final. Y de cómo cambio todo a raíz de cierta intervención contra un grupo de rateros marroquíes.

Un asunto en principio fácil, que se complicó cuando el jefe de equipo agredió sin motivo a uno de los detenidos. El inspector le afeó su conducta y lo reflejó en su informe, sin calibrar las consecuencias de poner en evidencia a un familiar directo de un responsable de la Conselleria que, aunque hubo investigación de Asuntos Internos, se las ingenió para que se le imputara una falta a él. Sus compañeros no le apoyaron. Y así fue cómo fue a parar, hace cuatro años, al turno de noche.

Al levantarse, siguió la rutina de siempre, puso primero el pie izquierdo en el suelo. Era una manía que había aprendido de su padre, un ferroviario de la vieja Renfe, que siempre le recomendaba empezar el día con buen pie. Después, en la cocina, comió ensalada, pollo a la plancha y brócoli, una manzana y un café bien cargado.

En la comisaría le esperaba un parte en su bandeja de tareas: “Bajo el puente de la autopista, cadáver de varón caucásico; de entre cuarenta y cincuenta años; muerte violenta por herida contusa en la cabeza; manos atadas por delante. Encontraron el cuerpo sobre las 18 horas unos paseantes de regreso a su casa. Estaba en una cuneta y detrás de unas zarzamoras.”

Revisa su arma, comprueba que no haya una bala en la recámara y esté puesto el seguro; toma una radio del cargador y la sintoniza en el canal de comunicación; coge uno de los coches sin distintivos del aparcamiento y se encamina al lugar en el que han encontrado el cadáver. Cuando llega se encuentra con dos coches patrulla con las luces azules encendidas. Los patrulleros, dos hombres y dos mujeres habían acordonado la zona con cinta blanca y azul.

Conocía a los dos agentes de otras ocasiones, hombres con muchas horas de patrulla a sus espaldas. Sin embargo, no conocía a ninguna de las dos mujeres.

También había llegado el furgón de la funeraria y, a su izquierda, estaba aparcada la furgoneta de la científica. Estaban Martínez y Pujol, ambos con monos blancos, dando vueltas alrededor del cuerpo, tomando fotos, señalando con pequeñas banderas amarillas cualquier cosa que considerasen de importancia y recogiendo muestras.

Al llegar, saluda a todo el mundo y los uniformados le informan de quién ha avisado, a qué hora, cuándo han llegado ellos y le dan un resumen de los antecedentes del muerto que constan en la base de datos.

Se acerca al cadáver y observa la escena. Tenía un ojo abierto, el otro estaba amoratado e hinchado como una pelota de tenis. Por encima de la oreja había una brecha ancha en la que un par de moscas y un gusano se daban un festín. Las manos estaban atadas por delante con una cuerda de esparto y tenía sajadas las puntas de todos los dedos. Y no llevaba zapatos.

Le llama la atención el nudo que han utilizado para atarle las manos: es un nudo en ocho o doble nudo, de lasca, que es el que utilizan los marinos para evitar que los cabos de la jarcia se pasen de las poleas.

Por su aspecto se notaba que llevaba muchos años en la calle: edad indeterminada, lo mismo podría tener cuarenta que sesenta años; vestía ropa acartonada y sucia; llevaba el pelo grasiento y la barba larga y descuidada. Se fija en sus pies, con los calcetines, extrañamente nuevos, a medio quitar.

Se da una vuelta y ve que a unos cien metros hay un pequeño campamento de vagabundos: un par de tiendas de campaña y una chabola de cartones y restos de obra. Hay seis personas y dos perros famélicos, que observan la escena desde lejos, bajo la luz de las farolas de la autopista. Tendrá que hablar con ellas para comprobar si han visto u oído algo, aunque como casi siempre, serán ciegas y mudas.

Al rato llega el forense en su coche particular, acompañado del juez y del secretario del juzgado. El forense, mejor dicho, la forense, es una mujer joven, bajita y delgada, con la boca pequeña, vestida con ropa cómoda y que enseguida se acerca al cadáver para una exploración preliminar.

El juez es un hombre corpulento, campechano, próximo a la jubilación, de lengua grande que le produce al hablar un leve ceceo y que siempre lleva pantalones vaqueros. El secretario es de los nuevos: es joven, alto y fibroso, en buena forma. Solo lleva un mes en el juzgado y es de los de la última promoción de “letrados de la administración de justicia”, como ahora se llama el cuerpo.

Tras un breve intercambio de saludos la forense continúa con su trabajo. El juez y el secretario se mueven por el escenario, toman notas y no pierden detalle de lo que pasa a su alrededor.

Después de un examen previo, la forense indica la hora aproximada de la muerte y la causa aparente de la misma. No puede precisar más y debe esperar a la autopsia para dar toda la información. Como siempre, advierte a todos los presentes que no se espere su informe hasta dentro de unos días, ya que tiene en las neveras del depósito otros cuatro cadáveres que esperan turno.

Finalizada la inspección ocular de la forense, el juez ordena el levantamiento del cadáver. El personal de la funeraria lo mete en una bolsa negra y lo coloca en una camilla para su transporte al depósito.

El juez, el letrado y la forense ya han acabado su trabajo, se despiden y se marchan detrás del furgón de la funeraria.

Los de la científica apagan los focos, embolsan y encajan todas las muestran que han recogido en los alrededores, se quitan los monos blancos y los introducen en unas bolsas especiales para residuos peligrosos, mientras que los agentes de patrulla retiran las cintas; suben a sus vehículos y también se van.

Es el momento para hablar con las personas del campamento. Son cuatro hombres y dos mujeres, todos con el aspecto que te deja la vida en la calle: suciedad, signos de vejez prematura, desamparo, tristeza. Como era de suponer, no han visto ni han oído nada, no conocían al muerto y no tienen mucha cosa más que decir. Les toma los datos y les indica que, al ser posibles testigos de una muerte violenta, quizá les vuelva a molestar. Sabe a ciencia cierta que para cuando quiera volver ya no estarán.

El inspector enciende un cigarrillo y pasea una vez más por la zona. Mentalmente, empieza a redactar el informe para la comisaría y que los compañeros del turno de día que llevan los casos de homicidio utilizarán para sus investigaciones. Si se da prisa, podrá tenerlo todo listo antes de las seis y dar las novedades al responsable del turno antes de que se vaya e, incluso, comentar el caso con el que entra de mañana.

Le da pena no poder seguir con la investigación. Más que pena, lo que tiene es envidia de lo que harán sus compañeros. Pero se tiene que mentalizar: ese no es su trabajo. Él solo tiene que preparar el informe que será el primer documento del expediente que instruirá el Grupo de Homicidios. Gajes de ser un policía castigado en el turno de noche.

 

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