UN ÁNGEL EN EL VESTÍBULO – Ana Sánchez Alonso

Por Ana Sánchez Alonso

Como cada mañana de domingo, Carlos espera oírla subir para bajar a comprar los churros. Así haciéndose el encontradizo, se ofrece a traer también para ella. Julia suele volver agotada de una larga guardia, aunque sin perder su sonrisa de ángel. Él le insiste, le dice que mientras se ducha estará de vuelta y que le dejará la bolsa colgada en el tirador de la puerta, para no importunarla. Se resiste un poco, luego acepta y se lo agradece.

Hoy no la ha sentido llegar. Tras un rato de espera, piensa que ha debido quedarse a desayunar con los compañeros y se dispone a salir. Antes de cruzar la puerta, se entretiene cambiando de lugar unos vinos. Con la prejubilación, el tiempo le viene regalado. Mientras enreda con las botellas, continúa con su  joven vecina en la cabeza.

Hace meses que ella solo trabaja de noche, ha vuelto a la universidad, quiere hacer medicina. Está muy sola en la ciudad y no le ha oído una queja. Se apaña bien, trabaja duro, acude a sus clases y aún le queda tiempo para ayudar. Desde que  vive en el edificio ha hecho cientos de favores: curas; algunas recomendaciones; un niño que  regresa de la cancha con una herida en la rodilla; Manolo (el del tercero) con su hipertensión; Carmela, con este embarazo de riesgo. Julia está para todos, a cualquier hora. Por eso su vecino intenta echarle una mano, cuando se deja. Él sabe que ella ha crecido en un pequeño pueblo y teme que se le haga grande esta ciudad. Le ha hablado varias veces de ese lugar, siempre con gran apego. Ella le ha contado que está apartado del bullicio y rodeado de naturaleza. Donde el otoño tiñe de colores los bosques, mientras las setas salpican las umbrías. Los arroyuelos comienzan a llenarse y brotan hontanares de la piedra. Carlos sabe lo mucho que la chica añora su tierra, por cómo le brillan los ojos y por cómo la evoca. Para él, es fácil comprenderla, también extraña la suya. Aunque hace mucho que la dejó. Cada año se reserva unos días para surcar senderos, en las fechas que cientos de aves adornan el cielo con su migración. De esta manera descansa de la urbe y contenta a su faceta de ermitaño.

Él se reconoce a sí mismo como una persona un tanto peculiar, que puede despertar ciertas reservas en los demás. Ni esto, ni la diferencia de edad, han impedido el acercamiento entre ambos. Cuando Julia se instaló en el bloque, iniciaron pronto lo que con el tiempo se convertiría en amistad. Para él fue como un soplo de aire fresco, brisa renovadora. Alguien amable, alegre, sin retorcimientos, con quien conversar. Sin sentirse juzgado por un interlocutor cargado de prejuicios. Con el resto de residentes apenas se relaciona. A ella, aunque por diferentes razones, le sucede algo similar. Carlos sabe que le parecen entrometidos, la joven tiene la sensación de que se entretienen observándola, no en vano suenan algunas mirillas a su paso. Vive poca gente joven aquí.

Aun así, Julia está a gusto en este lugar. Le ha contado que lo eligió por la cercanía al trabajo, gusta de caminar (más aún días como hoy, que le han dado el relevo antes de terminar su turno). También le explicó, que lo que más le atrajo fue el encanto que tienen los edificios antiguos. Con las reformas necesarias para acomodarlos a las exigencias de hoy y sin perder la esencia con la que fueron concebidos. Le encanta la fachada y sobre todo el amplio vestíbulo desde el que arranca la escalera que lo encuadra. En un lateral, la salida del garaje y en el otro, la antigua portería ya en desuso. Aunque tiene algunos recovecos, sobre los que a menudo le advierte su vecino, a ella le parece elegante. El piso es muy luminoso, con un par de balcones y techos altos. En él conversan a menudo. A veces, el hombre se frena para no frecuentarla en exceso o incomodarla con su actitud protectora. Intuye que ella lo prefiere así.

Carlos sale del piso, en los primeros peldaños se acerca al pasamanos y lo ve. Asustado, se pregunta sí es un cuerpo lo que atisba en el vestíbulo. Baja saltando, llega a punto de descalabrarse. Al acercarse comienza a temblar, su visión se vuelve borrosa y le cuesta respirar. No puede pensar con claridad, al reconocerla el pánico se apodera de él. Le fallan las fuerzas, siente cómo se escapan. Cada vez más mermadas, se pregunta si no será la vida la que le está abandonando. Exhausto intenta recomponerse y se aproxima más. La toca, le busca el pulso, no lo encuentra.

Difícilmente podría notarlo, el suyo va a galope (caballos desbocados tras una explosión sonarían más pausados). Recupera algo de lucidez y piensa que no debería haberse acercado tanto. Podría dejar un cabello o mezclar pisadas, pero ya lo ha hecho. Era necesario comprobar si vivía, eso es lo primero, se dice a sí mismo. Negando con la cabeza y llorando a la vez, se repite que es ella y no quiere creerlo. La mira y siente cómo aun en su estado desprende serenidad, le parece que sonríe. Su extrema palidez y cierta incipiente lividez, presente ya en sus brazos, le devuelven a la realidad. Es un cadáver, el de Julia. Incluso ahora, ahí tendida sin vida, sigue pareciéndole un ángel. Lo único que no reconoce de ella son las marcas en el cuello.

Suena un grito desgarrador, es Carmela desde su rellano y momentos después: puertas que se abren, voces, pasos, más gritos y carreras. Enloquecidos comienzan a bajar. Carlos los mira, quiere detenerlos. Se acercarán demasiado, contaminarán la escena, borrarán evidencias y se perderán pesquisas. No puede permitirlo, se repite. Su amiga merece que descubran al asesino. Estos pensamientos se agolpan en su cabeza. No sabe cómo frenarlos, son muchos, llegan aterrados, exaltados como lo hizo él mismo unos minutos atrás. Levanta los brazos y con un vozarrón que no parece salir de su cuerpo les ordena parar.

Se quedan quietos, algunos incluso retroceden unos peldaños. Más asustados que obedientes lo miran , se miran y alguien susurra: “ ha sido él”. Carlos se desconcierta al oírlo. Algunos asienten, otros se muestran incrédulos. Se suceden otros comentarios: “ siempre tuvo algo extraño”, “ hay que llamar a la policía”, “ a una ambulancia”. Vuelve el movimiento, algunos se acercan, otros gritan. Él quiere hablar y no puede. Se jalean entre ellos para que no le dejen escapar, no es capaz de entender claramente lo que se dicen, le llegan solo algunas frases: “ a saber qué escondía con tantos detalles a la enfermera”, “ ha sido él”, repiten de nuevo, ahora a más voces.

No quiere escuchar más, ni siquiera defenderse, tan solo quiere hacerles entender. No puede articular palabra, no puede moverse. No sabe qué le sucede, el pánico ha vuelto a apoderarse de él. Como una jauría que se sabe cerca de su presa, le caen encima. Los envuelve el desquicie que trae cualquier tragedia, no hay lugar para la sensatez. Carlos no ofrece resistencia, no podría, a duras penas se mantiene en pie.

Varios hombres del bloque le sujetan contra la pared. A él le sigue costando respirar y continúa incapaz de articular palabra. Desde su improvisada celda, puede ver que varios se inclinan sobre el cuerpo de Julia, la tocan, la mueven. Esto le desespera. Impotente, se deja vencer. Ve llegar a la policía, observa cómo se quejan los de la científica y lamenta, más que ellos, el estado en el que han encontrado el escenario. Ardua labor tiene por delante el equipo, la precipitación e insensatez de sus vecinos, dificultará el trabajo.

La forense llega poco después y, para fortuna de Carlos, se fija en su estado. Le llama la atención la ausencia de movimientos y su mudez. Se acerca y le practica un breve examen tras el que sugiere a la policía que antes de cualquier otro procedimiento lo trasladen al hospital. Cree que está sufriendo un episodio agudo de inmovilidad tónica.

Antes de esta oportuna observación, cuando aún los vehículos oficiales no se sucedían en la avenida ni el vestíbulo se había poblado de uniformes, antes de que los habitantes fueran desalojados del portal, en la rampa del sótano alguien apresura el paso. Sintiéndose ahora seguro de que el bullicio  lo encubre. Aprovecha su oportunidad para dejar el ángulo muerto donde había permanecido agazapado. El verdadero cazador huye del edificio.

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