UNA ATERRADORA REALIDAD – Yolanda Sola Santamaría

Por Yolanda Sola Santamaría

Las ciudades tienen alma y personalidad como las gentes que las habitan. Barcelona, para mí, tiene una faceta masónica, templaria, misteriosa y esotérica que se resiste a ser ignorada tal y como explican muchos guías a los ávidos visitantes que vienen cada año a esta ciudad. Mi nombre es Estela Durán y vivo en Barcelona por una carambola de la vida. Estudié Económicas en el País Vasco, lugar que nunca pensé en dejar. Con 28 años, vivía una vida feliz, aunque un tanto anodina. Tímida, aunque ambiciosa, conseguí después de muchas entrevistas un trabajo como comercial de veterinaria de una empresa sueca. Todo transcurría plácidamente: dinero en el bolsillo, éxito con los chicos, una familia que me quería y unas amigas incondicionales. Pero un buen día, mi jefe me llamó por teléfono y todo dio un giro inesperado en mi vida.

—Se ha producido una vacante porque la jefa de producto de comida para perros deja la empresa. He pensado en ti porque eres emprendedora y no tienes ataduras familiares —me soltó Txomin—. Puedes y debes aceptar. No se puede rechazar una propuesta como ésta. Tienes un par de días para contestar.

Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo porque no esperaba una proposición así. Txomin me dio una palmada en la espalda para devolverme a la realidad. Así era mi jefe, espontáneo y muy resolutivo. Si le hubieran conocido ustedes en persona, les habría impactado su altura y su barba pelirroja. Cuando conducía le gustaba acompañar sus explicaciones moviendo las manos y golpeando suavemente el volante. Por fracciones de segundo el coche se conducía a sí mismo.

Contenta y muy nerviosa, le expliqué a todo el mundo la propuesta. Debía aceptar. Mis padres fueron los primeros en animarme. Sólo me frenaba la llamémosla percepción extrasensorial de mi vida. Un tiempo atrás había tenido un sueño muy revelador. Braulio Cortázar me decía adiós con la mano. Siempre que aparecía en uno de mis sueños, se avecinaban cambios en mi vida. Un mes más tarde, me encontraba en un Ford Fiesta de más de diez años que hacía lo que podía para avanzar contra un fuerte viento por la AP7. Cuando llegaba a la altura de Calahorra, el coche dio un bandazo que me llevó casi a rozar las defensas de la autopista. De repente, me pareció oír una voz que procedía de la parte posterior del automóvil.

—Cuidado, Estela, cuidado.

Una ráfaga a Varon Dandy se coló por la ventana. Si no llega a ser porque sabía que había desaparecido hacía un par de años, hubiera jurado que era Braulio, un buen amigo de la familia, un hombre de pelo blanco desde su juventud, muy alto, con una voz propia de un locutor de radio de aquellas novelas radiofónicas de los años sesenta. Todo en su desaparición había sido un misterio, pero un día escuché retazos de una conversación entre mis padres. No la pude oír en su totalidad, pero me quedé con frases sueltas: desapareció en los alrededores de la ría de Bilbao… cada mañana hacía ese mismo trayecto… o estaba muy triste en los últimos meses. Preferí no darle una interpretación. Si Braulio me acompañaba, de alguna forma estaría protegida. Con esa edad te sientes invencible y dispuesta a vivir la aventura, pero una ayudita nunca estaba de más.

El siguiente reto era llegar al punto de destino sin GPS ni plano. Según entraba por la Diagonal iba siguiendo mentalmente las instrucciones de Txomin. La central de la empresa danesa Jorgensen & Son se encontraba en una bocacalle de Diagonal, la calle Beethoven, donde me esperaban mis nuevos compañeros y mi nuevo jefe, Ernesto. Mi superior era un atlético y atractivo madurito de unos sesenta años que había sido un excelente jugador de golf y que ahora, en Jorgensen & Son, hacía tiempo para su jubilación. Dos compañeros vivieron una aventura similar a la mía: Lucila, una asturiana delgada y vital, y Antón, un gallego de Pontevedra que había dejado una vida de recién casado en Galicia junto a su mujer Rosa. Pronto nos convertimos en los tres mosqueteros, compartiendo nuestras aventuras con sus alegrías y tristezas.

Después de varios días de hotel y de visitas a potenciales pisos de alquiler, elegí un coqueto apartamento de la parte alta en una calle pequeña llamada Craywinckel. Nunca había vivido sola y el primer día que llegué a mi nueva casa por la noche sucedió algo extraordinario: una sombra recorrió el apartamento. Pude notar en mi cara una ráfaga de viento helado. Corrí a encender la luz y nada, aparente normalidad. Me temblaban las piernas cuando me senté en una de las cuatro escasas sillas del salón comedor. Era un loft, lo cual agradecí, porque no había espacio alguno para esconderse. Encendí la tele para que me acompañara. Ése mismo ritual lo seguiría día tras día al llegar a casa. Nunca más volví a ver aquella sombra en aquel apartamento, pero yo por si acaso, cada vez que entraba en la casa, saludaba a Braulio. Meses más tarde me enteré de que mi casero, Ignacio Muntaner Urraca, tenía por costumbre entrar en el apartamento para fisgar. Mi casero era un cincuentón muy representativo del barcelonismo de finales de los ochenta, un rentista que se paseaba por el barrio con un enorme manojo de llaves. Cada vez que quedábamos para que yo le pagara el alquiler del mes, ponía sobre la mesa un montón de llaves y comenzaba a parlotear sobre lo mucho que tenía que trabajar. Nunca supe si Ignacio tenía que ver con la sombra, pero yo me inclinaba por las visitas extrasensoriales de Braulio.

El trabajo poco a poco iba robando espacio a mi vida personal. El Marketing en una multinacional como Jorgensen & Son era un departamento muy exigente. Yo era su única integrante, ya que mi jefe no contaba demasiado a la hora de trabajar. Ernesto era un excelente conversador con una trayectoria vital apasionante. Me enseñó muchas cosas de la psicología humana y de cómo moverme en un ambiente empresarial muy competitivo. Me pasaba horas escuchándole hablar de sus aventuras en los circuitos de golf con personajes famosos. Era impresionante su sentido común y la eterna juventud que emanaba. Un día me armé de valor y le expliqué mis vivencias con Braulio, una sonora carcajada le salió de bien adentro.

—Chata -era su apelativo cariñoso-, no des crédito alguno a esas historias. Los verdaderos peligros son mortales.

En aquellos momentos no entendí el significado de sus palabras, pero el tiempo se ha encargado de aclarármelo. Pasaron los días, los meses y algún que otro año, y yo llevaba una existencia centrada en mi trabajo con la única excepción de las lecturas de ocultismo. Probablemente, era para neutralizar la carga de excesiva realidad que representaban las interminables reuniones y los continuos viajes. Salía de la oficina sobre las ocho, la última y me encargaba de poner la alarma. Llegaba a casa con el telediario y me hacía algo de comida rápida. Mientras cenaba, ponía la radio para escuchar el programa de Pablo Sarasate en la emisora local de Hospitalet sobre ciencias ocultas y esoterismo.

Finalmente llegó el día que supuso un antes y un después en mi historia como investigadora de sucesos paranormales. Un día de Reyes al atardecer, me afanaba en terminar la correosa faena de cuadrar el cierre anual de gastos de mi departamento. Me había caído una tremenda regañina de un jefe alemán que tenía y que había salvado su trasero echándome a mí la culpa como responsable de la desviación con respecto al presupuesto. Quería llegar con tiempo suficiente a mi casa para sortear la cabalgata de Reyes e irme al apartamento de Robin, mi novio irlandés. Ese día celebraba su particular noche de Epifanía con sus colegas dublineses. Los papeles y la calculadora echaban humo.  Nada más oír las alarmantes noticias en la radio acerca de la tormenta de nieve que caería ese atardecer sobre Barcelona, dejé mis papeles desperdigados sobre la mesa y el portátil encendido. El cielo se tornó gris, un gris plomizo que anunciaba una espectacular nevada tan infrecuente en la Ciudad Condal. Salí de trabajar apresuradamente por el parquin de la Torre Mapfre. Nunca había visto mi Barcelona cubierta de blanco. De pronto, empezaron a caer abundantes copos. Estaba ansiosa por llegar cuanto antes. Llegué sobre las seis, puse la calefacción, encendí la tele y me cambié de ropa. Todo bien, pensé. Pronto comenzaron las caídas de luz y eso me angustió pues en mi casa todo funcionaba con electricidad. De repente, un chasquido, un juramento y oscuridad total. Miré por la ventana y la siempre bulliciosa Gran Vía se asemejaba a un largo túnel cuajado de ojos luminosos por los escasos coches que circulaban. El frío se comenzaba a sentir en casa y no podía cocinar. La sola idea de bajar nueve pisos sin luz me daba pánico. No podía encontrar velas y sólo tenía una pequeña linterna. Sin rastro de mis vecinos, ni se les oía ni se les veía. Intenté llamar por teléfono, pero no había línea. Decidí meterme en la cama e intenté ocupar mi mente con otras cosas: La reunión de trabajo del lunes, los incentivos de la red, las infidelidades de mi novio… Di un montón de vueltas y perdí la noción del tiempo, pero me dormí. Al rato, no sabría decir cuánto tiempo pasó, un sonido metálico interrumpió el silencio, una voz aniñada y entrecortada parecía decir “A-yu-da-mé, a-yu-da-mé”. Me tapé hasta los ojos mientras temblaba. Pude oír otra frase en una voz de hombre: “La grabadora, trae la grabadora”. Las voces murmuraban algo más, ininteligible, acompañadas de miedo. ¿Cómo habían entrado en mi casa esas personas? Seguía tapada con las sábanas. En ese preciso instante pude oír la sugerente voz masculina de Pablo Sarasate en la radio:

-Hasta aquí las psicofonías del Orfanato de la Alpujarra, obtenidas gracias a nuestros intrépidos reporteros de Granada. Finaliza así una nueva entrega de Más allá de la realidad, de Iker Santos.

¡La radio!

A la mañana siguiente me desperté sobresaltada por la alarma del despertador. Una tenue luz entraba por la ventana de mi ático. Probé y la luz había regresado. El Tibidabo y la torre de Collserola se mostraban blancos. El teléfono sonó y corrí a cogerlo, era Hans, mi jefe.

—¿Cómo estás Estela? ¿Alguna novedad? ¿Llegaste bien ayer a casa?

No era propio de Hans hacer tantas preguntas personales, no le interesaba en absoluto la vida de nadie que no fuera la suya propia.

—¿Podrás llegar a la oficina en un par de horas? Tengo que hablar contigo…

En ese momento, me vino a la memoria parte del terror vivido la noche anterior. Sacudí la cabeza para ahuyentar los malos recuerdos. Me duché y me vestí lo más rápido que pude y pedí un taxi. Cuando entré en el despacho de Hans, me esperaba con un papel entre las manos.

—No quiero alargar más este momento. Lee este comunicado de Recursos Humanos, lo siento. Estás despedida por falta grave.

En aquel momento, me vinieron a la memoria los sabios consejos de Ernesto: “No hay nada más aterrador que el mundo real”, dibujé una mueca imitando una sonrisa, me di la vuelta y salí del despacho. Nunca más volví a ver a Hans.

Hoy me gano la vida modestamente fuera de las multinacionales y no he experimentado personalmente más vivencias extrasensoriales. Eso sí, trabajo en la redacción de una revista local de misterio llamada Sants esotérica.

 

 

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