UNA PIEZA PERFECTA – Nina Masmoudi

Por Nina Masmoudi

El aplauso era atronador. El público llevaba aplaudiendo más de diez minutos y, Agripina, trató de corresponder con toda la emoción de la que pudo hacer acopio. Era el último recital de la temporada y, si todo seguía su curso, también el último que daría en su vida; por lo que hizo el esfuerzo de participar del júbilo derivado de su actuación. Tras caer el telón, el director de orquesta: Maestro Marcel Lassarre, se acercó a felicitarla sonriente y henchido de satisfacción.

–Hoy has estado sublime Pina, querida –le dijo al oído estrechando sus manos, mientras el resto de los músicos aplaudían efusivamente.

–Gracias maestro –respondió escueta e inexpresiva, agradeciendo la ovación general con una leve inclinación de cabeza. Luego desapareció entre bastidores dejando a todos perplejos y comentando ambos: su genio musical y su apatía.

 

Lassarre era la única persona con quien Agripina guardaba un estrecho vínculo. Amigo de sus padres, fallecidos trágicamente siendo ella adolescente, se haría su tutor legal y encargado de su educación. Había velado por ella concienzudamente hasta verla convertirse en la excelsa concertista que era hoy. También sería su mentor y director de orquesta en incontables ocasiones, por lo que sabía mejor que nadie lo que la joven sentía cada vez que acariciaba las teclas de aquel piano de cola Steinway & Sons de coleccionista, que él mismo puso a su disposición.

Pensaba de ella que era capaz de transfigurarse en la música que tocaba. De “ser” la música. En su opinión un talento reservado tan solo a los grandes genios; aquellos algo tocados del ala y… también tocados por los Dioses. Pero como todos los genios, temía que se hubiese contagiado del mal que eventualmente los aquejaba: “el mal del Kamikaze”

Según él, las personas singulares en algún momento de sus vidas, alcanzan un grado importante de desaliento. Sea por la adoración que suscitan o el odio y la envidia que genera su luz, tarde o temprano decaen por la falta de conexión real con otro ser humano. Todo el mundo les adora, pero es raro que les amen de verdad. Lo que a menudo resulta en un feroz desengaño y la consiguiente búsqueda de autodestrucción. Si además arrastran algún drama personal, como Agripina, la probabilidad de autolisis aumenta. Caen en los vicios o en el abismo emocional más profundo, arrasando a modo de revancha todo cuanto su don les ha proporcionado. Luego están los más osados; los que se entregan a la muerte súbita, casi con el afán de castigar al mundo por no amarles como necesitan. Lassarre, mucho se temía que su pupila pudiera pertenecer a este grupo.

Artista precoz, la joven recibió de sus padres su primer piano a la edad de cinco años y, en cuanto empezó a aporrear las teclas con sus diminutos dedos, la pequeña quedaría prendada por siempre de los sonidos que emitía. En ese instante, tanto sus progenitores como el maestro, supieron que la música y la pequeña Pina vivirían un eterno y apasionado romance. Y apasionadamente era como había interpretado cada obra caída en sus manos desde entonces.

Tras la pérdida de sus padres se consagraría por entero a la música, el único legado vivo que le quedaría de ellos. Su entrega en cada concierto era tal que, durante el ejercicio, parecía extinguir todo el amor que la habitaba. Pero no era así, a Agripina jamás se le agotaba el amor que sentía por la música; sus padres vivían en ella.

Su singular dedicación le granjearía el éxito y la admiración de las masas y, por un tiempo, el clamor del público pareció hacerla feliz. Pero un día sin más dejó de ser así, y nadie sabía por qué. Nadie… salvo el maestro Lassarre. El único en percatarse de que el brillo característico en los ojos de la joven, había desaparecido. Lo que acentuaba aún más su sempiterna preocupación por ella. Eso, y la conversación que mantuvieron apenas inaugurada la primera semana de conciertos:

 

“–Maestro… ¿Por qué hacemos lo que hacemos? Quiero decir: cuando toco ¿hago feliz a la gente? ¿La hago feliz de verdad?

–Pina querida ¿a qué viene esa pregunta?

–Necesito saberlo maestro. Necesito saber si cuando toco, la gente siente el mismo amor que siento yo o… si les rescata.

– ¿Si les rescata? No criatura, la humanidad es insalvable. Lo único que puedes hacer por tu público es regalarle un momento de gracia. Pero ¿ha sucedido algo para que me preguntes eso? Nunca antes lo habías hecho.

–Nada concreto maestro. Sencillamente he entendido que el amor no es omnipotente.

– ¿Por qué dices eso?

–Cuando toco siento que para el público la música pasa a un segundo plano y, se enfocan en mí: “la intérprete”. Me convierten en algo que venerar y nunca llegan a comprender el mensaje oculto en la música. La música me salvó, Maestro. Tendría que poder salvarles a todos.    

Lassarre la miró escrutando esos preciosos ojos azules sin brillo, y comprendió que el mal del Kamikaze se había apoderado de Agripina.

–Pina…  proporcionar aunque sea un momento de felicidad a la gente ya es mucho,  y es todo lo que podemos hacer. Debes conformarte con eso. Y ahora te voy a rogar que no hagas nada temerario.

–No maestro… nada temerario –concluiría ella desprovista de expresión alguna que denotara sus intenciones.”

 

Tras aquella conversación, Lassarre albergó la esperanza de que sus palabras hubieran bastado para disuadirla de cometer una locura. No obstante pasaría toda la temporada temiendo alguna desgracia, por lo que el verla alcanzar ilesa el último concierto le relajó el espíritu. Y achacó su apatía al proceso de aceptación de que no había sido puesta en esta tierra para salvarla de sí misma, sino para aliviar momentáneamente la lucha.

 

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“Es usted única Mademoiselle. Maravillosa. No sé qué haría sin usted. Es tan hermosa y tiene tanto talento. He estado en todos sus conciertos y me encanta verla en las noticias y seguirla en redes. ¡Soy su fan número uno!”

Le diría una admiradora en un mensaje, de los cientos que recibía y jamás había leído hasta entonces. Qué revelación sería descubrir que, la susodicha, la adoraba como se adora a una deidad. Y toda la labor que creía estar desempeñando, la de suscitar en las almas el amor más puro, fue barrido abruptamente como un castillo de arena a merced de una ola. Tras leer ese mensaje se preguntó qué habría hecho mal para que esa mujer la antepusiera a la música. “No sé qué haría sin usted” dijo; “qué frase tan aterradora” pensó. A partir de entonces empezó a leer todos los mensajes que recibía, y todos decían lo mismo. Contenían palabras como “única” o “Diosa”, y también contenían el ansia que acompaña a la veneración. Para esas personas era un ídolo y no un vehículo. La enaltecían a ella en lugar de a la música. Y así, sin más, comprendió que solo quitándose de en medio, la música sería el legado vivo que les quedaría de ella; al igual que sucedió con sus padres.

 

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Aislada en la que fuera la casa de campo familiar, pasaría el verano decidiendo cómo morir,  mientras trataba de entender el mundo en el que ya no quería vivir.

“Ídolos… ¿Eran los ídolos los nuevos dioses?” Se preguntaba.

Desde la muerte de sus padres había vivido en un peculiar estado de gracia, alejada de lo mundano con el fin de perfeccionar su don, y preservarlo de cualquier influencia externa que lo corrompiera. En ese estado había encontrado lo que buscaba: el mismo amor que recibió de niña. Para ella, un amor tan puro no podía perderse, ergo debía reproducirlo a través de la música. Obrado el milagro esperaba poder compartirlo con su público, y ansiaba vivamente que lo entendieran. Pero en su lugar, la habían convertido en una diva, quién sabe porqué. Quizá la naturaleza humana era intrínsecamente devota y nadie supiera vivir sin adorar algo o alguien. Cualesquiera que fuera la razón estaba interfiriendo con su labor y, en cuyo caso, no quería seguir alimentando tan fatua quimera.

Una mañana gris de septiembre se sentó a meditar en busca de inspiración. La separaban pocas semanas de la siguiente temporada de conciertos; lo que marcaba su vuelta al mundo. Le quedaba poco tiempo para concluir su plan con éxito y, si no lo conseguía, debía afrontar un año más como esclava de la vanidad. Sentada en el balancín del porche, saboreando un café, contempló los dibujos que trazaban las nubes en el cielo y, como si los dioses hubieran reparado de pronto en ella, se le vino a la mente una idea:

Repetidas veces les había oído decir a colegas concertistas que, de tocar una pieza que estimaban… cómo decirlo… “perfecta”, podrían morir en paz. Que la comunión con dicha pieza era la exaltación última que todo artista anda buscando. Como en una suerte de purga del alma que los vaciase de todo su ser. ¿Sería posible alcanzar tal éxtasis? Era legítimo intentarlo. A fin de cuentas, de tener éxito, no perdería más que la vida.

Habiendo prestado sus manos al talento ajeno a lo largo de su carrera, concluyó que la música compuesta por otros no la mataría, si no lo había hecho ya dada su exaltada entrega interpretándola. Debía pues crear algo suyo e inédito, sellado con la impronta de su ser, que la llevara allende la exaltación que solía alcanzar. Debía lograr el frenesí expresando su mensaje con su propia voz; la voz de su alma. Su instinto le decía que ésta era la forma poética de morir que andaba buscando y, sin más, se puso manos a la obra.

 

Se preparó un té de  jazmín, su flor favorita. Se dejó invadir por su aroma y, en cuanto se hubo embebido de él, se dirigió hacia su piano lista para su acto final. De pie junto al instrumento, se sentó sobre el taburete posando sus finos y alargados dedos sobre las teclas. Vestía un camisón de un blanco inmaculado. Liberó su pelo negro del lazo que lo contenía y, antes de empezar, miró hacia el exterior buscando las sensaciones que la naturaleza le había regalado siempre. Observó el día, la luz del cielo casi otoñal, las nubes grises, las hojas meciéndose al viento. Saboreó su té, se dejó impregnar por toda esa belleza arcana tan llena de significado. Respiró hondo y dejó que la música brotara de sus dedos.

Este era “el recital”. El gran recital de su vida. Era un concierto privado. Un concierto único de una sola pieza. Las notas fluían y danzaban juguetonas por toda la habitación y ella las capturaba a voluntad. Poseían emociones rebosantes del entusiasmo de un recién nacido que despierta al mundo maravillado. Notas vivas deseosas de servir al propósito de Agripina. A todos los propósitos de Agripina.

Era la melodía que le hablaría al mundo de su decepción; del dolor de la pérdida; la que le reprocharía a la vida su insolencia y sus falsas promesas de amor por doquier. La que le contaría al mundo quién era ella: la niña feliz que había conocido el amor más puro; que pese a buscar la muerte, siempre amó la vida. La misma vida que pretendía preservar de la frivolidad. Agripina soñó con un mundo lleno de un amor real; el único mundo en el que no desearía morir. Y así, poseída por la intensidad de la voz de su alma, rio, lloró, se apasionó y finalmente, sucumbió al éxtasis fulminante al que le había llevado su melodía perfecta.

 

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Al día siguiente Agripina sería encontrada inerte sobre la alfombra de su estudio, a los pies de su piano y rodeada de partituras. En su mano derecha sujetando solo una, cuyo título rezaba así: “La canción de mi alma”.  Su melodía era sublime y sería tocada por grandes futuros concertistas como ella, por los siglos venideros. Y cada uno de ellos al finalizar, diría la misma frase: “es una pieza perfecta y ahora ya puedo morir en paz”.

 

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