UNO CUATRO SIETE DIEZ

Por Iñigo Pazos Urchegui

uno cuatro siete diez es un encuentro con el ritmo. En mi acercamiento a la poesía, he descubierto que en ella florece con gallardía el sonido, la sonoridad, cualquier dimensión de lo auditivo, el ruido, el ritmo, la música, la percusión. Este descubrimiento me ha conducido por caminos inesperados, hasta dar con poemas distintos, en ocasiones difíciles de reconciliar entre sí en lo temático, aunque puedan compartir algunos aromas recurrentes, referencias y destinos muy íntimamente anclados a mi identidad que, por ello, soy tal vez el menos indicado para advertirlos. Por tanto, esta es mi selección, uno cuatro siete diez, con su título basado en el severo patrón rítmico de su primer poema, Carroña.

 

 

 

Carroña

 

Cuéntame, cuéntame:

¿Cómo cruzábamos campos cerrados

con cementerios callando cenizas?

¿Cómo corrimos con caños combados

como caballos con crin calcinada?

 

¿Cuánta carroña cenábamos cruda?

Ciervos, chacales, cangrejos, culebras,

cuervos, carneros con cuernos, cabezas,

cuellos… Comimos chocando colmillos

como canallas:

cuatro chuletas;

cinco, con calma.

 

¡Cómo cavabas clavando culatas!

¡Cómo cavabas cantando chiflada!

 

 

 

Bestia boreal

 

Bebía bourbon,

besuqueaba

botellas baratas.

Barquita burlona,

baile brumoso.

 

Balbuceaba:

«Ballena bonita,

bestia boreal,

bésame, ballena,

bravura buena».

 

Brincaron bruscas,

barriga blanquinegra,

bramaban, bregaban.

¡Brutal batalla!

 

Borracho, braceaba,

boca bañada:

«Ballena bufona,

basta, basta, ¡basta!

Ballena brava,

¡bastarda! ¡Boba!»

 

 

 

No son más que urracas

 

«No son más que urracas», dice el abuelo

y el pequeño sonríe.

Los aviones no son de nuestro bando,

vuelan formando una flecha en el cielo

desde Madrid hasta quién sabe cuándo.

«No son más que urracas», el hombre insiste

y le acaricia el pelo,

«quieren llevarse comida a sus nidos;

mañana volveremos con alpiste

a apagar sus chillidos».

 

De aquellos mítines antipersona,

este odio sin final.

La noticia recortada encañona

y tu pasividad semiautomática,

mil veces más letal,

se descalza de este ataque animal,

de esta feria fanática,

que se incrusta en los dientes del payaso.

 

«Sigue adelante, tu madre te espera».

Y tras cruzar el paso

con una mano le cubre los ojos,

porque hay sudarios en fila en la acera,

hay ropa entre matojos,

y vinagres que engullen las cloacas.

Y una duda se derrama del vaso:

«las bolsas que cierran con cremallera,

¿son los polluelos de nuestras urracas?»

 

 

 

Los túneles de nuestra historia

 

Dicen que no hay manera,

que no hay forma de viajar al pasado,

que viajar al ayer rompe las leyes,

que, si el tiempo existiera,

al ver la tierra desde el otro lado,

el mar se desharía de su sal,

treparía por su propia ladera

hasta alcanzar la lluvia

y empapar su algodón original.

 

Dicen que no es posible

pilotar la nave en sentido opuesto,

ni desquemar latas de combustible,

ni descomer las galaxias del cesto

ni desandar los charcos del camino

ni deshacer tu ausencia

ni desnaufragar barcos

de entre arrecifes del lecho marino

ni soñar con esta dulce ocurrencia

como queriendo alterar el destino…

Dicen que no es sensato.

 

Pero al volver a casa,

una noche de luz caramelina,

cruzo el río de café bien tostado

bajo estas nubes de espuma de miel

y cierro la cortina,

me acerco al armario que ya conoces

y saco aquel susurro de papel

que dibujaste a mano

acercando el oído a nuestras voces,

dando forma de letra

a cada cielo azul de aquel verano.

 

No es cuestión de memoria,

es que esta noche lo vuelvo a vivir;

una frase entraña más de mil días

y tu carta me enreda

entre los túneles de nuestra historia.

Recuerdo que decías:

¿No tienes miedo a quedarte flotando

en un punto muerto y lleno de estrías?

No supe qué decir:

lo arriesgado es tirar hacia delante

sin hundir nuestros pies en fantasías.

 

 

 

Colores de la a a la u

 

Cuenta en dedos la senda

entre la rabiosa carcajada marina

y el tímido ulular del valle ciego:

lo mismo que hablamos gaviota y hablamos búho,

habla la luz, prende clarines y flautas

y abre el blanco Iguazú en filatelia de timbres.

 

Enciende girasoles, sin ir más lejos, la luz,

estanco el tintineo de perfumes de azahar,

suena el filo, la navaja rubor tras el elogio,

y suena la bohemia que cae sobre la espalda,

mostaza, con zumbido de bronce cubre

los adoquines y de regreso los zapatos.

 

Pincela la hierba segada, que no es tan distinta

de la charla de ese amigo por las viejas columnas,

si la tarde echa raíces —ocurre a menudo—

germina hasta la noción del eterno retorno.

Resonancia similar guardan el escalofrío

por la llovizna en este pasto de tierra mullida

y la piel tan lisa de los guisantes, en las yemas,

cuando hundimos las manos hasta el centro del saco.

 

Se vuelve índigo, en el cuello,

la brisa de algodón penumbra;

a veces parece que nunca estuvo aquí.

Por no hablar del jazz, no lo olvidemos,

que siempre fue más bien nocturno,

y suena en escala de menor lejanía o de séptima nostalgia,

como esa sábana de ladridos ingrávidos

que deshilvana el sueño cuando se pliega en U.

 

 

 

Falush

 

Vino en pantalón corto,

cantinela, era brincar

de gozo:

feliz va con regaliz

disuelto en el paladar.

 

Luego apareció sin rostro,

agua hasta los tobillos,

cripta deshabitada, falush,

kurzf y ermitaña,

¿erfilas enoc da usúrpula?

 

Palpando el musgo planté

una bota en tierra insólita.

Amé al fin la soledad lunar,

la selva punzante,

roto, arena en boca,

¡sendas crispadas de hojarasca!

¡Poesía desbordada, fiera, y sedimento verde!

¡Arrasa con todo e inunda las aceras!

¡Y el luto! ¡Y el aburrimiento!

¡Y las tazas y los cuencos!

 

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