VIÑETAS DE ZAGUÁN
Por Marta Yolanda Bazán
14/12/2020
Algunos episodios de la infancia me quedaron grabados a fuego en la memoria, fueron hitos en el proceso formativo de mi identidad.
Dos personajes aparecen nítidos hoy, doña Rosa, gallega, y doña Nicoletta, piamontesa.
En el edificio, donde viví hasta los once años, se daba la particularidad de que la población estuviera compuesta por familias enteras de inmigrantes, la mayoría eran italianas, ruidosas, extrovertidas que, enseguida, se hicieron amigos fraternales de todos los vecinos argentinos.
También vivían familias rusas, además de judíos ucranianos y otros imposibles de identificar, así se conformaba un tinglado de costumbres diversas que me resultaban muy interesantes.
Un día me sorprendí observando a doña Rosa, una mujer de unos sesenta años, de estatura pequeña, tez blanca y cabello negro, corto y rizado. En ese momento, ella preparaba su comida.
De ella sólo recuerdo ese momento, no si vivía sola, con marido o qué; nada de nada. Sólo mi sensación de que doña Rosa no era eso que veía, que había algo más detrás de esa apariencia.
La mujer había sacado un calentador a kerosene al pasillo, seguramente para evitar que el olor invadiera su piso. Yo la veía muy concentrada en su labor de remover un guiso compuesto de garbanzos, carnes y verduras, pude ver los ingredientes antes de que fueran a parar a la olla.
El olor que despedía la cocción invadía el largo pasillo, hasta llegar al grupo de niños que metía bulla en el zaguán.
— ¡Puf! Qué hambre tengo, me dan ganas de robarle la olla a la vieja — decía el pequeño Rocco, hijo de italianos, mientras se debatía para liberarse de los brazos de su hermana mayor.
— ¡Quieto, Rocco! La vieja nos va a romper el alma con su bastón, mejor vamos a casa, mamá está cocinando albóndigas, me gustan más que esa bazofia.
Doña Rosa era interesante por su hermetismo, no se relacionaba con nadie, es más, creo que nunca la escuché hablar. Parecía una sombra enfundada siempre en ropajes oscuros, no llegué a descifrar su misterio.
Muy distinta era doña Nicoletta, que llegó de la Lombardía en un barco siendo jovencita. Vivía con una hija viuda y sus hijos ya adolescentes. Siempre vestía de blanco y llevaba su escaso y largo cabello blanco atado en un rodete que coronaba su cabeza.
Doña Nicoletta era muy peculiar. Aparentaba fragilidad por ser tan delgada y de tan baja estatura; caminaba apoyada en una caña que blandía amenazadoramente cuando corríamos por los pasillos y nos atrevíamos a pasar cerca de ella.
Adoraba a mi madre, esto me resguardaba de su cólera, pero cuando me pillaba en el grupo sus gestos revelaban que deseaba darme una buena paliza.
La banda de chiquillos lograba sacarla de quicio, me quedó siempre la duda: ¿Lo hacíamos como un juego divertido o por pura malicia, abusando de su lentitud para cogernos?
Al mudarnos de casa les perdí el rastro, hoy las recuerdo con cariño, formaron parte de esa niñez poblada de claroscuros.
Ahora que estoy arribando a esas mismas edades, me doy cuenta de la importancia que tiene una buena salud, física y mental, y agradecer las posibilidades que me ofreció la vida.
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